Capítulo 21. Palabras

Se detuvieron solo el tiempo suficiente para que Lincoln cogiera otra camisa y Lexa buscara algún rastro del gato-sombra en su dormitorio. Registró la negrura de debajo de la cama, las esquinas y los armarios pero, al no encontrar nada, se internaron a toda prisa en la espiral de oscuridad. Estaban sonando las campanas de la tardera, pero Lexa y Lincoln se alejaron del Altar del Cielo y descendieron a la oscuridad hasta llegar al athenaeum. Las puertas que se alzaban frente a ellos, de casi cuatro metros de altura y treinta centímetros de grosor, se abrieron sin el menor sonido al toque del meñique de Lexa. Un aroma familiar la recogió y se la llevó de vuelta a giros más felices, cuando estaba acurrucada en su cuarto encima de la tienda de Gustus, rodeada de montañas de sus mejores amigos. Los que la apartaban del dolor, de la brillante luz de los soles y de pensar en su madre y su hermano encerrados en alguna celda oscura.

Los libros.

Lexa se miró los pies, la sombra que la precedía al entrar en la biblioteca. Seguía sin ser más profunda que la de Lincoln. Sin ser diferente. El vacío de su interior se encabritó enseñándole los dientes y, por un instante, se vio demasiado asustada para dar ni un paso más. Pero al momento, cerró los puños, entró en el athenaeum y aspiró el aroma de la tinta y el polvo y el cuero y el pergamino. Lincoln se mantuvo a su lado, contemplando el mar de estanterías. Lexa inhaló las palabras. Centeneras, miles, millones de palabras.

—¿Cronista Gabriel? —llamó.

No hubo respuesta. El silencio gobernó en aquel reino de tinta y polvo.

—¿Cronista? —llamó otra vez—. ¿Hola?

Bajó la escalera, llegó al piso principal y se internó en el bosque de estanterías. La estancia estaba bañada por la misma luminosidad sin fuente pero, entre los libros, la luz parecía más apagada, las sombras más profundas. Los dos pasearon entre los estantes y no tardaron en verse rodeados por todas partes. Estanterías negras que llegaban hasta el techo, cargadas de pergaminos ornamentados y tomos polvorientos, volúmenes grandes y gruesos y códices con grabados. Las voces de los escribas y las reinas, los guerreros y los santos, los herejes y los dioses, todos ellos ya inmortales. Se internaron más, llamando al cronista, perdiéndose entre las sombras. Las estanterías eran un laberinto cuyos senderos giraban en todas las direcciones. Lincoln carraspeó y, al habar, su voz resonó en la penumbra.

—¿Deberíamos estar husmeando por aquí nosotros solos?

Los ojos de Lexa recorrieron los estantes y notó que el corazón le latía fuerte en el pecho.

—¿Asustado, mi valiente centurión?

—Soy consciente de que esa pose de princesa listilla con lengua afilada es solo que han entrado en acción tus técnicas naturales de autodefensa, pero debo señalar que estoy aquí contigo para ayudarte.

Lexa lo miró de reojo.

—Sí. Mis disculpas.

—¿Qué estamos buscando?

Lexa respiró hondo. Negó con la cabeza.

—Cuando Costia ha alzado esos soles… ha sido como si alguien me pegara fuego. Como si la luz me estuviera chamuscando. No entiendo nada de todo eso, y ya estoy harta. Esta es la biblioteca más grande que he visto jamás. Si en alguna parte del mundo existe un volumen sobre los tenebros, estará aquí dentro. Necesito saber lo que soy, Lincoln.

—¿Tu shahiid no te enseñó nada sobre ti misma?

—Supongo que Gustus sabe tan poco sobre los tenebros como todo el mundo aquí. El Sacerdocio habla de que estoy tocada por la Madre, pero ninguno parece saber lo que significa de verdad. Y mi señor Kane fue tan comunicativo como un montón de ladrillos cuando le pregunté sobre ello en Tumba de Dioses.

—¿Kane es tenebro?

—Kane es un hijo de puta. —Lexa se chupó el labio e hizo un gesto reticente—. Pero tiene buenos pómulos.

La chica siguió andando, llamando al cronista sin obtener respuesta. Leyendo los lomos al pasar, vio que muchos libros del athenaeum estaban escritos en idiomas que no conocía. En alfabetos que nunca había visto. Frunciendo el ceño, se detuvo ante un estante lleno de tomos particularmente polvorientos y se esforzó en leer sus títulos. Se fijó en uno en concreto, un códice enorme encuadernado en cuero negro, con letras de plata en el lomo.

—Pero eso es imposible —susurró.

Sacó el pesado libro del estante. Lo llevó con esfuerzo a un pequeño atril de caoba y lo abrió con cuidado.

—No puede ser…

Lincoln miró por encima de su hombro.

—Sí, es un libro, en efecto.

—Esto es de Éfeso. El libro de las maravillas.

—¿Es bueno?

—Imposible saberlo. Todos sus ejemplares se incineraron en la Luz Brillante. Este libro… no debería existir. —Lexa recorrió los estantes con la mirada—. Mira, y ahí están las Herejías de Bosconi. Y el tratado De la Oscuridad y la Luz de Lantimo el Viejo.

—Lexa, empieza a darme la sensación de que no deberíamos estar aquí.

El miedo de Lincoln era un reflejo del suyo, pero Lexa lo resistió con todas sus fuerzas.

—La verdad de lo que soy tiene que estar aquí, en alguna parte. No me marcharé hasta que lo encontremos.

—¿No deberíamos empezar por la letra O?

—¿La letra O?

—O de obstinada. O de obcecada. O de «Oh, qué lista soy».

—O de «O te callas o verás».

—Ese es el espíritu.

Reír sentó bien. Ayudó a que Lexa se quitara la gelidez de la tripa. Pero luego Lincoln se quedó callado y la sonrisa murió en sus labios, reemplazada por una mirada preocupada a la oscuridad.

—¿Has notado eso?

—¿El qué?

Lexa echó la cabeza a un lado. Y mientras escuchaba en las tinieblas, el suelo tembló con la más tenue de las vibraciones, que le subió por las botas y se asentó en la base de su columna vertebral.

—Eso sí lo he notado —susurró.

Empezó con sutileza, con una leve sacudida de los tomos en sus estantes. Pero al poco, las mismas estanterías empezaron a vibrar, los libros a murmurar, el polvo a caer en lentas nubes. Lexa escrutó las sombras mientras los temblores se incrementaban y el suelo bajo sus pies empezaba a vibrar. El corazón le daba martillazos. No sabía cuánto se habían internado en el laberinto pero, de pronto, aquel no parecía el mejor lugar en el que estar. Sin Don Majo en su sombra, el miedo llegó veloz. Se le secó la boca. Le palpitaron las venas.

—En nombre de la Madre, ¿qué es eso? —preguntó Lincoln.

Lexa oyó un sonido correoso. Como si un fardo inmenso se arrastrara por la piedra. Y luego un rugido atronador que resonó desde algún lugar de la oscuridad del athenaeum.

—Vámonos de aquí, Lexa.

—Sí —convino ella—. Vámonos.

El sonido rasposo ganó intensidad mientras los dos se apresuraban a regresar hacia lo que Lexa esperaba que fuese la dirección de la que provenían. Pero aquella arboleda de estanterías parecía toda igual, elevándose sobre ellos en hileras indistinguibles. Los dos se encogieron cuando sonó otro rugido en la oscuridad, y Lincoln cogió a Lexa de la mano y apretó el paso.

—¿Qué es eso?

—No quiero ni saberlo. ¡Corre!

Los libros estaban ya a punto de caer de sus estantes. Lexa y Lincoln doblaron una esquina y comprendieron que habían llegado a un callejón sin salida. Maldiciendo, retrocedieron mientras sonaba otro rugido… bastante más próximo. Demasiado cerca para su gusto. Lexa no quería participar en nada que pudiera ocurrir, por lo que amasó puñados de sombras, los arrancó y se envolvió con ellos. Y aunque no lo había hecho nunca, rodeada por una oscuridad que nunca había conocido a ningún sol, agarró a Lincoln por los hombros y lo atrajo al interior con ella, arropándolos a los dos. Lexa se abrazó con fuerza a Lincoln, fundidos contra la estantería a su espalda. Estaban tan apretados que notó el corazón del chico latiendo contra sus costillas, y comprendió que él estaba tan asustado como ella. Casi ciego bajo la mortaja, Lincoln olisqueó el aire y frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —susurró ella.

—No puedo olerlo.

—¿En absoluto?

Lincoln negó con la cabeza.

—Solo capto los libros. Y a ti.

—¿Se impone un baño?

—¿Eso es una invitación?

—Anda, vete a la mierda.

Otro rugido. Más cercano. Fuera lo que fuese, bajo la capa de Lexa no veían lo suficiente para salir corriendo; seguro que se estamparían contra una estantería si lo intentaban. De modo que Lexa rodeó a Lincoln con los brazos y tiró de él hacia abajo, para hacerse tan pequeños como pudieran. El miedo creció en su interior, llenando el lugar que una vez había llenado Don Majo. Hizo fuerza contra la espalda del chico e intentó no tiritar. El sonido rasposo creció, húmedo y chirriante. El suelo bajo sus pies se sacudió. Más allá de su velo de sombras, Lexa vio que algo inmenso pasaba, arrastrándose sobre la piedra. Se llevó la impresión de una forma larga y serpentina, de docenas de cabezas toscas y brutales, repletas de dientes. Moviéndose entre las estanterías como una oruga colosal, arqueando el lomo para reptar y husmear el aire. Lexa asió su daga, temblando de miedo. Se maldijo por debilucha. Por cría. Lincoln bajó una mano sin hablar, le cogió la mano y apretó. Los minutos se hicieron infinitos en la oscuridad sudada. Pero fuera lo que fuese aquella cosa, pasó sin reparar en su presencia, arrastrándose despacio entre los estantes. Lexa y Lincoln se quedaron abrazados, escuchando hasta que dejaron de oírla, silenciosos como ratoncillos.

—Y ahora, ¿podemos irnos de aquí? —siseó Lincoln por fin.

—Yo diría que… sí.

Lexa apartó la capa de sombras y ayudó a Lincoln a levantarse. Trepó a una estantería y escrutó el mar de tomos, buscando la salida del laberinto. Vio las puertas del athenaeum en la lejanía y apretó los párpados para anular el efecto óptico. Parecían estar a kilómetros de distancia.

—¿Andáis buscando algo?

Lexa soltó un reniego y casi saltó al oír la voz que llegaba de las sombras. Lincoln se volvió raudo, rastas volando, hoja en mano. Lexa oyó el chasquido de un yesquero y vio la llama reflejada en unos anteojos de grosor imposible y dos mechones de cabello blanco. Una voluta de humo con aroma a canela ascendió en el aire y el cronista Gabriel salió a la luz, empujando un carrito de madera cargado con precarias columnas de libros. Una plaquita en la parte delantera rezaba DEVOLUCIONES.

—Por los dientes de las Fauces, ¿es que aquí todo el puto mundo camina de puntillas? —preguntó Lincoln.

El anciano sonrió blanco, exhaló gris.

—Sí que estamos irritables, ¿eh?

—¿Y qué esperabas, joder? ¿No has visto esa cosa?

Gabriel parpadeó.

—¿Eh?

—El monstruo. ¡Esa cosa! ¿Qué abismos era?

El anciano se encogió de hombros.

—Gusano de biblioteca.

—Gusano…

—… de biblioteca. —Gabriel asintió con la cabeza—. Yo los llamo así, al menos.

—¿«Los»? —Lexa no podía creérselo.

—Ah, sí. Hay unos pocos viviendo aquí. Ese era uno pequeñín.

—¿Pequeñín? —gritó Lincoln.

El anciano lo miró entre una nube de humo.

—Ya lo creo, estamos pero que muy irritables.

—¿Y dejas que esas cosas se paseen por tu biblioteca?

Gabriel levantó los hombros de nuevo.

—Para empezar, no es mi biblioteca. Pertenece a Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Yo soy solo quien narra la crónica de lo que hay dentro. Y tampoco dejo que los gusanos de biblioteca se paseen por ahí. Lo hacen y ya está. —El anciano hizo un gesto de indiferencia—. Tiene su gracia, este sitio.

—Su gracia… —susurró Lexa.

—Bueno, no gracia en plan risas, claro. —Gabriel se sacó otro cigarrillo de detrás de la oreja. Lo encendió con el suyo y se lo ofreció a la chica con dedos manchados de tinta—. ¿Fumas?

El miedo seguía atenazando las tripas de Lexa, destrozándole los nervios. Quizá un cigarrillo la tranquilizara. De modo que, mientras el anciano sonreía, se acercó por el pasillo y lo cogió con dedos temblorosos. Se quedaron plantados durante unos momentos largos y silenciosos, Lexa saboreaba el papel azucarado en los labios y su pulso por fin se ralentizaba a algo parecido a la normalidad. Exhaló en la dirección de Lincoln y sonrió cuando el chico arrugó la nariz y tosió.

—Buenos cigarrillos —comentó después.

—Sí.

—Pero no me suena la marca del artesano.

—Está muerto. —Gabriel se encogió de hombros—. Ahora ya no los hacen así.

—¿Igual que estos libros?

—¿Eh?

Lexa señaló los estantes.

—He reconocido algunos títulos. No deberían existir. Pero tiene sentido, ahora que lo pienso. Esto es una iglesia consagrada a la diosa del asesinato.

Lincoln puso cara de repentina comprensión.

—Entonces, ¿la biblioteca de Niah está llena de libros que han muerto?

Gabriel los miró a los dos a través del humo y asintió despacio.

—Algunos —dijo—. Hay libros que ardieron. O que se olvidaron en épocas pasadas. Otros ni siquiera tuvieron la oportunidad de vivir. Abandonados, o a medio imaginar, o demasiado pavorosos para empezar a escribirlos. Memorias de tiranos asesinados. Teoremas de herejes crucificados. Obras maestras de genios que cayeron antes de tiempo.

Lexa miró las estanterías. Meneó la cabeza. ¿Qué maravillas había ocultas en aquellas páginas olvidadas y nonatas? ¿Qué horrores?

—¿Y los… gusanos? —dijo exhalando gris.

—No sé muy bien de dónde vienen, la verdad —respondió Gabriel—. Quizá salieran de algún libro. Las cosas que hay en esas páginas no siempre se quedan bajo la cubierta, ya me entendéis. Solo salen si creen que las palabras corren peligro. O, en fin, si les entra… hambre.

—¿Qué comen? —preguntó Lincoln.

El anciano fijó la mirada en el chico.

—¿Tú qué crees?

—Llevamos aquí casi cuatro meses. —Lexa dio una calada profunda a su cigarrillo—. ¿No os parece que esto tendría que haberlo mencionado el Sacerdocio en el primer giro? «Ah, y por cierto, discípulos, hay unos putos bichos enormes con forma de gusano que viven en la biblioteca, así que, por amor de las Fauces, devolved los libros dentro de plazo.»

—¿Y si se meten aquí más discípulos solos? —preguntó Lincoln—. En la competición de Ratonero ganamos seis puntos por cada libro que robemos del athenaeum.

—Bueno, Ratonero es un poco hijo de puta, ¿no? —dijo Gabriel.

—¿Qué pasaría si alguien se colara de verdad aquí dentro e intentara mangar uno?

El anciano sonrió.

—¿Tú qué crees?

Lincoln se quedó boquiabierto.

—Esto es de locos.

—Mira, los gusanos solo molestan a quienes perturban las palabras. Y si eres lo bastante tonto como para hacer el idiota con libros como estos, te mereces lo que te pase. Y aparte de eso, a ti ya te lo había advertido. —Gabriel lanzó un anillo de humo a la cara de Lexa—. Te dije el giro en que nos conocimos que, según qué pasillo eligieras, era muy posible que jamás se te volviera a ver.

—De acuerdo, pues. Para futura referencia, ¿qué pasillos deberíamos evitar? —preguntó la chica.

—Va cambiando. —El anciano se encogió de hombros—. Todo este sitio cambia de vez en cuando. Aparecen libros nuevos giro sí, giro no. Otros se trasladan a sitios donde no los puse yo. A veces encuentro secciones enteras que ni sabía que existían.

—¿Y se supone que debéis narrar la crónica de todo?

Gabriel asintió.

—Es un trabajo de mierda, en realidad.

—¿No podéis buscar ayudantes? —sugirió Lincoln.

—Una vez tuve cuatro. La cosa no terminó muy bien.

—¿Por qué? ¿Qué les pasó?

El anciano miró de soslayo al chico. Tres voces simultáneas resonaron en la penumbra.

—¿Tú qué crees?

Lexa soltó una bocanada de gris pálido al silencio.

—Supongo que aquí no habrá libros sobre tenebros, ¿verdad?

El cronista bajó la mirada a su sombra. La devolvió a sus ojos.

—¿Por qué?

—¿Eso es un no?

—Es un «por qué». Lo maravilloso que tiene una biblioteca como esta es que cualquier libro, se escribiera o no, acabará apareciendo aquí en algún momento. El problema es encontrar los dichosos tomos. Cuesta mucho buscar algo concreto. Y además estos libros tienen sus traumas, sus resentimientos. Sobre todo los quemados. A veces no quieren que se los encuentre.

Lexa sintió que se le caía la esperanza del pecho. Miró a Lincoln, que hizo un gesto de impotencia.

—Pero —añadió el anciano, mirándola de arriba abajo— tú tienes pinta de no ser ajena a la letra escrita. Se te nota. Tienes palabras en el alma.

—¿Palabras en el alma? —Lexa dio un bufido—. ¿«Quémese después de leer»?

—Escucha, chica. —Gabriel se sorbió la nariz—. Los libros que amamos nos aman a nosotros. Igual que nosotros dejamos nuestra señal en sus páginas, esas páginas dejan su señal en nosotros. Lo veo en ti, igual que lo veo en mí mismo. Eres hija de las palabras. Una chica con una historia que contar.

—No se cuentan historias sobre los discípulos de la Iglesia Roja, cronista —replicó Lexa—. No se cantan canciones sobre nosotros. No hay baladas ni poemas. Aquí la gente vive y muere en la sombra.

—Bueno, quizá no sea aquí donde se supone que debes estar.

Lexa le clavó la mirada al oírlo. Ojos entornados en el humo.

—En fin. —El anciano se apartó del estante y suspiró—. Tendré los ojos abiertos y, si encuentro un libro sobre tenebros que merezca la pena leer, te avisaré. ¿Bien?

—Bien. —Lexa hizo una inclinación—. Os lo agradezco, cronista.

—Será mejor que os vayáis los dos. Y yo también. Tantos libros y tan pocos siglos…

El anciano acompañó a Lexa y Lincoln por el laberinto de estanterías, empujando su carrito de DEVOLUCIONES y arrastrando una fina estela de humo azucarado, hasta las puertas. Y aunque a Lexa le había parecido que estaban a kilómetros de distancia, llegaron a la salida en unos minutos, dejando muy atrás el bosque de papel y palabras.

—Hala, adiós.

Gabriel los saludó con la cabeza, sonrió y cerró las puertas sin hacer el menor ruido. Lincoln se volvió hacia ella con media sonrisa.

—Conque «palabras en el alma», ¿eh?

—Anda y que te den.

El chico abrió los brazos y exclamó:

—¡Una chica con una historia que contar!

Lexa le dio un fuerte puñetazo en el bíceps. El chico se encogió; Lexa soltó un improperio y se acunó el codo herido. Lincoln levantó los puños y lanzó unos cuantos golpes hacia la cabeza de Lexa, que los bloqueó para luego apuntar una bota hacia sus cuartos traseros mientras él se giraba. Y juntos se perdieron en la oscuridad. Lexa resistió el impulso de volver a coger la mano de Lincoln.

Por los pelos.