Capítulo 22. Poder
Tenía catorce años la última vez que los soles cayeron del cielo.
Ni siquiera los mejores escritores de la república han logrado jamás capturar de verdad la belleza de una puesta de soles itreyana completa. El hedor a sangre rezumando por las calles de Tumba de Dioses cuando los sacerdotes de Aa sacrifican animales a millares, implorando al Dios de la Luz su pronto regreso. El resplandor sangriento de Saan en el horizonte, chocando con el azul claro de Saai y sumergiéndose en un hosco añil. La luz tarda tres giros en morir del todo. Tres giros de oraciones, matanzas e histeria en ciernes hasta que la Madre de la Noche reclama su breve dominio de los cielos.
Y entonces, empieza el Carnaval de la Veroscuridad.
Lexa despertó con el sonido de las celebraciones. El constante popopopop de los fuegos artificiales del Monasterio del Hierro, lanzados para ahuyentar a las Fauces bajo el horizonte. Extendió la mano y vio el juego de sombras. Sintió que maduraba el poder que había estado creciendo en ella los últimos giros. A un gesto suyo, un zarcillo de sombra lanzó por los aires una pila entera de libros, que acabaron desparramados por toda la habitación. Obedeciendo sus órdenes, más sombras recogieron los libros y los devolvieron a su sitio. Abrió la puerta de su dormitorio con una mirada. Se vistió sin mover un dedo.
—… bravo… —había dicho Don Majo—… ojalá tuviera manos para aplaudir…
Lexa se dio una palmada en el culo.
—Me conformaría con labios para que besaras mi dulce trasero.
—… antes tendría que encontrarlo…
—Los culos son como el vino, Don Majo. Mejor quedarse corto que pasarse.
—… una belleza y además, filósofa. oh, aplácate, corazón ardiente… —El no-gato bajó la mirada a su pecho traslúcido— … ah, no, espera…
La chica comprobó los cuchillos de su cinto, de sus botas y sus mangas. Era una cosita menuda, flequillo torcido y mejillas hundidas, pero estaba llena de la confianza que dan catorce años en el mundo. Escuchó y oyó el habitual murmullo del viejo Gustus en el piso de abajo, intercambiando rumores con uno de sus frecuentes no-clientes. El anciano no era una persona muy festiva. Al contrario que los demás habitantes de Tumba de Dioses, su maestro no saldría a las calles esas noches. Ya tenía ojos suficientes allí fuera.
—… ¿insistes en hacerlo, entonces?…
Lexa miró a su amigo. Todo asomo de broma se escurrió de su cara, dejándola tensa y pálida.
—Es mi mejor oportunidad. Nunca me he sentido tan fuerte como en la veroscuridad. Si alguna vez voy a entrar allí, es en estas noches.
—… deberías decírselo al viejo…
—Intentaría disuadirme.
—… ¿y no te preguntas por qué?…
—Allí no hay guardias durante la veroscuridad, Don Majo.
—… porque el descenso empezará pronto. centenares de presos masacrándose entre sí por el derecho a abandonar la Piedra Filosofal. ¿de verdad quieres estar allí metida con ellos?…
—Cuatro años, Don Majo. Cuatro años llevan encerrados en ese agujero. Mi hermano ha aprendido a andar en una celda. No sé cuándo mi madre vio los soles por última vez. ¿Para qué he entrenado estos años, si no es para esto? Tengo que sacarlos de allí.
—… eres una chica de catorce años, Lexa…
—¿Y lo que te preocupa es la parte de los catorce años o la parte de chica?
—… Lexa…
—No —espetó ella—. Esto terminará esta noche. ¿De mi parte o contra mí?
El no-gato suspiró.
—… ya sabes dónde estoy. siempre…
—Pues dejemos ya el tema, ¿quieres?
Salió por la ventana. Cruzó las calles. Las multitudes y las celebraciones. Todo el mundo llevaba puestas sus máscaras de carnaval, hermosos dominós y temibles voltos y risueñas polichinelas. La chica se escurrió entre la muchedumbre, con una cara de arlequín sobre la suya y la capucha de su capa sobre la cabeza. Dejó atrás los suspiros de los amantes en el puente de los Votos, los charlatanes del puente de la Moneda y bajó a la costa quebrada. Retiró la lona de su góndola robada, extendió los brazos y cerró los párpados. La oscuridad se escurrió de los rincones y las grietas para envolver a la chica y la barca en una mortaja de noche. Oculta en la oscuridad, se impulsó a pértiga por la bahía de los Carniceros, bajo la pasarela del puente de las Necedades, cabeceando y escorando con la marea creciente. Se quitó la capa al salir a mar abierto y fueron pasando las horas, en dirección a la tétrica aguja de piedra que asomaba del rostro del océano. Hacia el agujero en el que su madre y su hermano habían languidecido durante cuatro largos años por orden de Roan Azgeda, desesperados e indefensos.
«Pero eso se acabó.»
Amarró en las escarpadas rocas después de que las sombras la llevaran a tierra sin contratiempos. La oscuridad tiró de la góndola hacia la costa y le evitó el afilado beso de las rocas que rodeaban la Piedra. Lexa se lamió los labios y dio una bocanada de aire salado. Don Majo se bebió su miedo y le permitió mantenerse feroz e intrépida. Extendió los brazos. Se visualizó ascendiendo. El poder vibró en sus venas, como nunca lo había sentido antes. Era una afinidad negra que fluía como la creciente oscuridad. Unos largos y negros zarcillos la envolvieron y, saliendo de sus dedos, se hundieron en los ladrillos de la base de la Piedra. Como traslúcidas patas de una gigantesca araña, tiraron de ella hacia arriba. Y con un negro agarre tras otro, la chica empezó a escalar. Remontó la imponente muralla, con el pelo revuelto por el viento creciente. Superó las almenas y las retorcidas marañas de hierbaespino que coronaban los muros. Las sombras la envolvieron como la mantilla de un bebé y la bajaron a la cobriza y densa peste de la muerte. Lexa cruzó pasillos de piedra ensangrentada, envuelta en una oscuridad tan profunda que apenas veía nada. Cadáveres. Por todas partes. Hombres estrangulados y apuñalados. Azotados hasta la muerte con sus propias cadenas y apaleados hasta la muerte con sus propios miembros. El ruido del asesinato sonando por todas partes, el hedor a entrañas anegando el aire. Siluetas imprecisas corriendo junto a ella, enredándose y chillando en el suelo. Gritos llegando desde algún lugar lejano, algún lugar que la oscuridad no le permitía oír. Se hundió en la Piedra Filosofal como un cuchillo entre costillas. En aquella cárcel. En aquel degolladero. Descendió entre celdas abiertas hasta los lugares más silenciosos, donde las puertas seguían cerradas a cal y canto, donde los presos que no deseaban probar suerte en el Descenso seguían retenidos, flacos y famélicos. Echó a un lado su capa de sombras para poder ver mejor y miró entre los barrotes a los espantapájaros flacos como palos, a los fantasmas de ojos vacíos. Comprendió por qué la gente estaba dispuesta a participar en la horrible apuesta que les proponía el Senado. Mejor morir luchando que quedarse allí, en la oscuridad, pasando hambre. Mejor alzarse y caer que arrodillarse y vivir. A no ser, por supuesto, que una tuviera a un hijo de cuatro años encerrado allí con ella…
Los espantapájaros le gritaron, confundiéndola con algún espectro deshogarado que acudía a atormentarlos. Recorrió de punta a punta el bloque de celdas, con los ojos muy abiertos. Empezando a desesperarse. A temer, pese al gato que había en su sombra. Tenían que estar allí, en alguna parte. Seguro que la dona Wood no habría arrastrado a su hijo a la carnicería de arriba a cambio de una oportunidad de escapar de aquella pesadilla, ¿verdad?
¿Verdad?
—¡Madre! —llamó Lexa, con lágrimas en los ojos—. ¡Madre, soy Lexa!
Pasillos interminables. Negrura sin luz. Más y más hacia el fondo de la sombra.
—¿Madre?
—¡Madre!
Lexa se incorporó con los brazos por delante, con greñas pegadas al sudor de su piel. El corazón azotándole las costillas, los ojos desorbitados, el pecho jadeante. Parpadeó en la oscuridad, empapada de pánico, reconociendo por fin su dormitorio en el Monte Apacible, la luminosidad sin origen que lo amortajaba todo en su suave brillo.
—Era solo un sueño —dijo en voz baja.
No un sueño. Una pesadilla. De las que no había tenido en años. Siempre que los terrores de la nuncanoche reptaban hacia su cama encima de la tienda de Gustus, siempre que los fantasmas de su pasado se filtraban en su cerebro al dormir, Don Majo había estado allí. Haciéndolos trizas. Pero ya no estaba. La había dejado a merced de sus sueños.
De sus recuerdos.
Por las Hijas, ¿dónde podía estar?
Lexa se levantó temblando. Con la cabeza inclinada y abrazándose a sí misma. El miedo palpitó en su pecho al ritmo de su pulso. Las sombras se inclinaron en la pared cuando apretó el puño. Recordó la forma en que se habían plegado a sus órdenes la última vez que los soles cayeron del cielo. La última vez que…
No mires.
Había pensado que podría estar bien. Lincoln la había acompañado a su habitación después de la visita a la biblioteca y le había asegurado que Don Majo volvería. Mientras sonaban las nueve campanadas, se había metido en la cama y había intentado convencerse de que no pasaría nada. Pero sin su amigo para protegerla, nada impedía que llegaran los sueños. Los recuerdos de aquel pozo ensangrentado y oscuro. De lo que había encontrado en su interior.
No mires.
Apretó los párpados con toda la fuerza que pudo.
No mires.
La habitación vacía. La cama vacía. Soledad. Miedo. Inundándola en oleadas. No había estado sola del todo desde hacía años. Nunca había afrontado los terrores nocturnos sin alguien a su lado. Se apretó los nudillos contra los ojos y suspiró. Había sonado la novena campanada. Romper el toque de queda de la reverenda madre sería de idiotas, sobre todo después de lo que habían hecho a Chss. Pero ella había salido con Clarke y no las habían pillado. Y el lugar al que quería ir estaba solo a unas puertas de distancia, a fin de cuentas.
«¿El lugar al que quiero ir?»
La perspectiva de largas e insomnes horas se extendía ante ella.
El creciente miedo a que Don Majo jamás regresara.
La certeza enraizando en su pecho.
«El lugar al que quiero ir.»
Un pasillo oscuro. Manos temblorosas. Lexa embutió sombras en la cerradura para amortiguar el sonido, pero le temblaban tanto los dedos que temió partir la ganzúa. Si llamaba a la puerta, podría oírla alguien más. Clarke. Jasper. Costia.
La cerradura por fin dio un chasquido. La puerta se abrió una rendija sobre goznes amortiguados con sombras. Escrutó el dormitorio oscurecido y entró con sigilo. Dio un respingo de terror cuando alguien le agarró el brazo y la estampó contra la pared con un cuchillo en la garganta. Ese alguien se detuvo al reconocerla, bajó la hoja y habló entre dientes apretados.
—Por los dientes de las Fauces, ¿qué estás haciendo aquí? —siseó Lincoln.
—Eh… ¿Sorpresa?
—¡Casi te rajo el puto cuello!
Lexa se esforzó en calmar su pulso galopante, en reprimir el miedo lo suficiente para hablar.
—No podía dormir —susurró.
—¿Y has decidido colarte en mi habitación? Ya pasa de la novena campanada. ¿Y si te hubieran pillado?
—Lo siento. —Lexa se lamió unos labios secos. Tragó.
Lincoln seguía apretado contra ella, tan cerca que podía olerlo. Cayó en la cuenta de que debía de dormir desnudo, porque su piel relucía en la tenue luz sin fuente. La mirada de Lexa recorrió su cuerpo, el músculo duro en su pecho sin pelo, los tensos tendones de su cuello y sus brazos. Se le aceleró un poco la respiración. El terror que la había despertado seguía agitado en ella, pero también estaba despertando otra cosa.
Algo más antiguo. Más fuerte.
«¿Quiero esto?»
Alzó la mirada hacia unos ojos de profundo color avellana, suavizados por la comprensión. Él no podía saber cómo se sentía. No podía comprender lo que significaba Don Majo para ella. Pero aun así, vio que su ira se derretía, que un tenue entendimiento empezaba a ocupar su lugar.
—Yo también lo siento. Es que me has asustado, nada más.
Lincoln suspiró y empezó a apartarse. Una protesta sin palabras escapó de labios de Lexa, que extendió la mano e hizo subir las yemas de los dedos por su brazo. A Lincoln se le puso la piel de gallina. Lexa posó la mano en la dura protuberancia de su hombro.
Le impidió alejarse.
—Lexa…
—¿Puedo dormir aquí esta noche?
Lincoln frunció el ceño. Aquellos grandes ojos de avellana estudiaron los de ella.
—¿Dormir?
Al estar Lincoln desnudo, Lexa notó la presión en la pierna. Bajó el mentón y lo miró a través de la oscura neblina de sus pestañas. Una leve y cómplice sonrisa asomó a sus labios al notar que Lincoln se revolvía un poco. Con deliberada parsimonia, llevó hacia abajo su mano libre. Rozó toda su longitud con los dedos y notó cómo se hinchaba. Lincoln ahogó un grito cuando Lexa lo tomó del todo en la mano y pasó los dedos por la sedosa lisura de debajo. La inundó la oscura satisfacción de saber que hasta el más ligero de sus toques era capaz de inflamarlo.
Por las Hijas, lo notaba ardiendo. Casi quemándole la palma de la mano. Y el pegote de gélido temor que ocupaba su abdomen empezó a fundirse, reemplazado por un fuego que se avivaba poco a poco.
Se lanzó hacia él y le mordió el labio. Con la fuerza suficiente para hacerle sangre. Sal en su lengua. La llama se alzó dentro de ella, ahogando el miedo. Lincoln intentó apartarse, pero el puño de Lexa se cerró sobre él, apretando. Él se quedó paralizado, dio un gemido, cerró los ojos. Una sonrisa curvó los labios de Lexa y la llenó de embriagadora calidez. Aquella inmensa mole de músculo, aquel asesino, se dejaba dominar por ella con una sola mano, como si fuese un cervatillo asustado. Lexa tenía miedo. Tanto que se notaba mareada. Torpe. Pero por debajo de todo ello, comprendió que lo deseaba. Quería bebérselo. Poseerlo. Y el miedo a hacerlo, la expectativa, solo conseguía acrecentar ese deseo. Nada importaba en aquel momento, ni los sitios donde hubiera estado ni las cosas que hubiera hecho. Ni los kilómetros y kilómetros repletos de muerte que la esperasen o que ya hubiera recorrido. Solo importaba el olor del chico, a almizcle y virilidad y lujuria, que le llenaba los pulmones. Solo su calor en la mano de Lexa, el latido que daba mazazos bajo su piel, los suspiros que se tragaba al encontrar su boca, la lengua que encontraba al buscar con la suya. Lincoln gimió mientras ella le daba un beso intenso y largo y cálido, metió las manos en el pelo de Lexa mientras ella lo empujaba con fuerza contra la pared y el músculo chasqueaba contra la piedra. Los labios de Lexa pasaron al cuello de Lincoln, su lengua recorrió la ardiente línea de su pulso. Una mano exploró la lisa protuberancia de su pecho mientras la otra no dejaba de acariciarlo arriba y abajo, provocándole temblores y suspiros. Todavía temerosa, con la respiración entrecortada, se hundió hacia el suelo, pasando los labios sobre su clavícula hacia el pecho. Con una mano amable, Lincoln la detuvo y escrutó en sus ojos, con la boca aún manchada de sangre.
—Lexa, no tienes por qué hacerlo.
—Quiero hacerlo.
Con estudiada lentitud, Lexa clavó la mirada en sus ojos y bajó las rodillas al suelo. Dos manos masajeando su longitud temblorosa, una sonrisa cuando Lincoln echó atrás la cabeza y gimió. Lexa no había hecho aquello nunca y le quedaban dudas pese a todas las lecciones de Aalea sobre la materia. Pero quería poseerlo con una ferocidad que asfixiaba cualquier miedo que pudiera quedar en su interior. Tocó su piel ardiente con la lengua y notó que Lincoln casi saltaba. Diosa, qué duro estaba. Abrió la boca y lo lamió de la raíz a la punta, sonriendo al provocarle un nuevo gemido. Saboreó una dulzura salada al llegar a la cima, cálida en su lengua. Lo besó arriba y abajo y notó que las rodillas de Lincoln flaqueaban. Y después de mojarse los labios con la punta de la lengua, se lo hundió en la boca. Entonces se permitió perder el control y dejar que la guiara el instinto. Le costaba creer el agradable calor que irradiaba el chico. Se movió con torpeza al principio, insegura por debajo del deseo hasta que él le rodeó la cabeza con las manos y la guio con ternura, arriba y abajo, mejillas ahuecadas, ayudándose con la mano cerrada sobre la base. Y Lincoln fue suyo. Sin medida. Sin paliativos. Sin remedio. Por las Hijas, era casi demasiado. La sensación de control absoluto, el deleite de discernir los variados gemidos y temblores que provocaba con la lengua, gimiendo ella también cuando la dominó el anhelo. Solo había una cosa que Lexa deseara en ese momento. Ya no era una virgen temblorosa sobre sábanas manchadas de sangre. Ya no era una chica prisionera de sus pesadillas. Ya no era una doncella temerosa. Las manos le agarraron el pelo con más fuerza y el pulso del chico se aceleró. Le tembló el pecho al no entrar bastante aire en sus pulmones.
—Lexa —jadeó—, me…
Notó que se crispaba, palpitando en su boca. La atrajo hacia él, más y más y más. Se le arqueó la espalda y le temblaron las piernas. Y entonces gimió su nombre, con todos los músculos en tensión, y le llenó la boca con chorros de dulce, salado calor. Lexa dio un gemido, embriagada de poder. Siguió masajeándolo en toda su longitud con el puño cerrado, ordeñando hasta la última gota y provocándole un gañido de dolor y placer tras el que el chico tuvo que apartarla para poder llevar intermitentes bocanadas de aire a su pecho. Lexa levantó las rodillas del suelo, con una sonrisa traviesa en sus labios brillantes. Soltó una risita al mirarle a los ojos, al ver en ellos la incredulidad y el deseo y la relajación. El chico parecía incapaz de mantenerse en pie, de respirar, de hablar. Y todo eso se lo había hecho ella en solo un puñado de latidos del corazón.
A aquello se refería Aalea, comprendió.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Lincoln parpadeó. Negó con la cabeza.
—Creo que necesito un minuto.
Riendo, Lexa dio media vuelta y se arrojó a la cama. Las sábanas seguían templadas y el aroma de Lincoln aún impregnaba las pieles. El chico se dejó caer a su lado, desnudo junto a la chica que seguía completamente vestida. Se apartó las rastas de sal de los ojos y la miró sobre las almohadas.
—Que conste que no me estoy quejando, pero ¿a qué ha venido eso?
—¿Es que tiene que haber un motivo?
—Suele haberlo.
—Me gustas. —Lexa se encogió de hombros—. Y quería ver si era capaz. Antes de que la shahiid Aalea nos traiga a algún joven y viril esclavo liisiano para que practiquemos.
Lincoln soltó una breve carcajada.
—No sé por qué, pero me parece que no es toda la verdad.
—Es que… no me gusta estar sola. Las cosas que veo cuando cierro los ojos…
Lexa frunció el ceño y meneó la cabeza al quedarse sin palabras. Lincoln le pasó la yema del dedo por la mejilla y sobre los labios.
—Yo también tengo mis daimones. Y tú me gustas, de verdad. Es solo que me pregunto si esto será inteligente.
—¿Qué quieres decir con «esto»?
—Bueno, pues esto. Nosotros. —Gesticuló hacia la oscuridad que los rodeaba—. No estaremos mucho tiempo aquí. Incluso suponiendo que nos inicien a los dos como hojas, acabarán enviándonos a distintas capillas. Seremos asesinos, Lexa. La vida que llevamos… no es de las que terminan en un «y fueron felices para siempre».
—¿Eso es lo que crees que quiero? ¿Un «y fueron felices para siempre»?
—Ahí está la intriga, ¿verdad? —Lincoln suspiró—. No sé lo que quieres.
Lexa rodó por la cama y se apoyó en un codo por encima de él. Su pelo largo y negro cayó sobre la piel de Lincoln, y Lexa se quedó contemplando aquellos dulces ojos de color avellana.
—Eres idiota.
—Cierto. —Lincoln sonrió.
Entonces ella lo besó, abriendo su boca a la de él. Le bajó una mano por el pecho, la pasó por las colinas y los valles de su abdomen y sintió que los músculos se endurecían en contraste con la suavidad de sus labios. Ojos cerrados. Sola en la oscuridad, pero no sola en absoluto. Lexa rompió el beso y le estudió el rostro. Aquellos horribles garabatos de odio en su piel. Las cicatrices. Aquellos hermosos ojos sin fondo más allá.
—Mantén apartados los sueños. Es todo lo que pido. ¿Harías eso por mí?
Lincoln buscó en sus ojos. Asintió despacio.
—Eso puedo hacerlo.
Lexa le cogió la mano y la atrajo hacia ella. La apretó contra su pecho, la guio hacia la tersura de su vientre y la metió en sus calzas. Los dedos de Lincoln recorrieron su vello y buscaron más abajo, cortándole la respiración. Sintió que le separaba los labios, gimió cuando los dedos del chico se encogieron suavemente contra ella. Lexa extendió el brazo hacia abajo, buscando su polla de nuevo, pero Lincoln la hizo tumbarse bocarriba mientras los diestros movimientos de su mano enviaban deliciosos escalofríos que le subían por la columna vertebral.
—Me toca a mí —susurró él.
Lexa se reclinó, y gimió cuando él le besó el cuello, siseó ánimos cuando la mordió fuerte, más fuerte. Enredó los dedos en el pelo del chico mientras él le subía la camisa y le provocaba un placentero quejido al rodear con la lengua su pezón cada vez más duro y turgente. Lincoln se lo metió en la boca y chupó al tiempo que seguía haciendo alguna clase de magya con los dedos entre las piernas de Lexa, que notó que irradiaba calor desde su centro y le temblaban los muslos, empapados de ansia. Lincoln deshizo los nudos de sus calzas y se las bajó hasta los tobillos, hasta que se engancharon con las botas. Lexa se las quitó de dos patadas y se quedó con las calzas aún en un tobillo, retorciéndose en la cama mientras él seguía tocándola, trazando firmes círculos en su lugar más suave.
—Oh, Hijas —susurró ella—. Oh, sí.
Lincoln se arrodilló entre sus piernas, acariciándole con una mano el pecho mientras la otra seguía provocando incendios en sus labios. Y tras un último beso en la boca, descendió por su cuerpo tembloroso. Dejó un rastro de besos encendidos en sus pechos y vientre abajo. Lexa era muy consciente de hacia dónde iba y de pronto volvió a asaltarla el miedo y abrió los ojos de sopetón. Le agarró el pelo y lo hizo volver arriba con una mueca. Lincoln la miró, con una pregunta ardiéndole en los ojos por detrás del hambre cegadora.
—No tienes por qué hacerlo —susurró Lexa.
—Pero quiero hacerlo —dijo él.
Le levantó una pierna, le besó la tierna piel de detrás de la rodilla e hizo que Lexa se estremeciera. Pasó las yemas de los dedos, despacio, por su abdomen cada vez más tenso. Pasó los labios por el interior del muslo, haciéndole cosquillas con la barba de unos días, humedeciéndole la piel con su aliento. El deseo por fin se impuso al miedo y Lexa cerró los dedos sobre sus rastas para meterle prisa. Con una lentitud intencionada y agónica, el chico trazó espirales cada vez más cerradas, lamiendo el sudor recién sudado y provocándole gemidos, acelerándole más y más la respiración. Se detuvo al llegar a sus labios y la inspiró como si ella fuese aire y él un hombre ahogándose. Lexa gimoteó, suplicando en silencio. Y mientras separaba sus pliegues con suaves dedos, notó el primer contacto de su lengua.
—Oh, diosa —gimió.
La lengua aleteó contra ella, suave al principio, trazando minúsculos círculos en torno a su brote hinchado. Lexa arqueó la espalda y levantó un poco las piernas, con los dedos de punta. Lincoln jugó con ella, escondiendo y sacando la lengua, soplando un fresco aliento sobre ella entre los dulces asaltos de su boca. Lexa se notó abrumada por la sensación, expuesta y completamente a merced de él. Pero por las Hijas, cómo lo deseaba. Cómo lo disfrutaba. Agarró sendos puñados del cabello de Lincoln y tiró hacia ella, obligándolo a apretar más fuerte, a tomarla, a saborearla, a prenderle fuego. El chico lamió con ritmo firme y Lexa se revolvió en la cama, con los ojos en blanco. El calor creció en su interior, tortuoso y envolvente, mientras unas inarticuladas súplicas llenaban el aire. Y justo cuando pensaba que no aguantaría más, notó otra presión, insistente y cálida. Lincoln le separó los labios húmedos con la mano y, muy despacio, metió un dedo dentro de ella. Chispazos en su mente. Luz cegadora en los ojos. Lexa gimió mientras Lincoln se afanaba, encogiendo y acariciando, su ritmo dentro acompasado con los lametones cada vez más rápidos de su lengua. Lexa empezó a sacudirse más con cada respingo, a retorcerse al tiempo que se acumulaba una inundación en su interior que presionaba contra algún dique invisible, cada vez más profunda y más cálida. Lincoln siguió con los dedos y la boca, la lengua y el aliento. Las estrellas colisionaron tras los ojos de Lexa, las obscenidades escaparon entre sus dientes «ay, joder, ay, joder, ay, joder» hasta que la presa estalló y la inundación manó con un grito sin palabras de sus labios, su columna vertebral arqueada, su cabeza lanzada hacia atrás mientras gritaba en silencio el nombre de él. Lincoln redujo el ritmo y retiró la mano, sin dejar de trazar suaves círculos con la lengua en los labios empapados de Lexa. Y entonces la besó, con ternura, como si su coño fuese su boca y estuviera despidiéndose por última vez. Lincoln levantó la cabeza mientras Lexa le sacaba los dedos del pelo. Le lanzó una sonrisa torva.
—Y tú, ¿estás bien?
—¿Dónde… abismos… has aprendido a hacer eso?
Sonriendo de oreja a oreja, el chico subió por la cama y se dejó caer junto a ella.
—En el mismo sitio donde aprendí a bailar. La shahiid Aalea me dio unas cuantas indicaciones, por si alguna vez tenía que seducir a alguna hija de nacidos de la médula o similares.
Lexa suspiró, con el corazón todavía aporreándole el pecho.
—Le daré las gracias la próxima vez que la vea.
Lincoln sonrió, se inclinó hacia ella y la besó. Lexa notó su propio sabor en los labios de Lincoln y entrelazó su lengua con la suya. Bajó una mano y lo encontró todavía duro como la piedra, caliente como el hierro. Quería más. Pero en el fondo de su mente ardía un frío temor, que ganaba poder incluso mientras Lexa se soltaba las calzas del tobillo en el que se habían quedado, trepaba sobre él y se ponía a horcajadas. Se arrancó la camisa y Lincoln se abalanzó sobre sus pechos, los besó y los mordisqueó. Lexa echó mano hacia atrás y aferró la ardiente lanza de su polla para apretarla contra sus deseosos labios. Se movió atrás y adelante, tentada de hundirla sin más, centímetro a centímetro, hasta el fondo.
—Te deseo —susurró él—. Madre de la puta Noche, cómo te deseo.
Los labios de Lexa encontraron los de él, su aliento rozó la piel del chico.
—Y yo a ti. Pero…
—Pero ¿qué?
—No sé si es seguro.
Lincoln la agarró por las caderas, boca en sus pechos, y tiró de ella hacia abajo mientras ella lo frotaba contra sus húmedos labios. La punta se coló dentro de ella —oh, sagradas Hijas, qué gusto— y Lexa estuvo a punto de dejarse llevar. Deseosa. Necesitada. Más de lo que había deseado o necesitado nada en toda su vida. Pero le enredó los dedos en el pelo y lo apartó de sus anhelantes pezones. Se echó hacia atrás y le permitió otro par de centímetros, gimiendo desde lo más profundo de su interior. Pero entonces se detuvo. Lo aferró con más fuerza y se levantó de él, quedando vacía. Lincoln suspiró, pero ella le dedicó una sonrisa, le dio una juguetona bofetada y le empujó el pecho contra la cama antes de dejarse caer resbalando hacia la sudada piel de lobo junto a él.
—Esta noche no, don Lincoln —susurró.
Lincoln se quedó tumbado en el revoltijo de almohadas y pieles. Intentando en vano recobrar el aliento.
—Oh, qué fría sois, Hija Pálida —logró decir.
Lexa le cogió la mano y se la puso entre las piernas.
—Perdón, ¿cómo decís?
—Por los dientes de las Fauces, ahora estás siendo sádica.
Lexa se echó a reír, apoyó la cabeza en la almohada y miró el techo. Entrecerró los ojos, retorció las sombras y observó cómo serpenteaban. El miedo había desaparecido, consumido sin remedio por el conocimiento que ardía en su mente.
«Ahora mismo, haría cualquier cosa por tenerme. Todo lo que le pidiera. Mataría por mí. Moriría por mí. Se bañaría en la sangre de centenares solo para poder exhalar su último aliento dentro de mí.»
Lexa arqueó la espalda y se metió una mano entre las piernas. Presionó el dulce dolor que halló allí, cerró los ojos y suspiró.
«Esta es la fuerza que derriba reyes. Que arrasa imperios. Que incluso parte el cielo.»
Pasó unos dedos húmedos por unos labios sonrientes.
«Esto es poder.»
Despertó horas más tarde de un sueño feliz y sin pesadillas. Se desperezó como una gata, apretó los muslos y se recreó en los recuerdos de la forma en que Lincoln la había tocado. Miró al chico que tenía al lado, cuyo rostro estaba relajado por el sueño bajo la tinta. Se dijo que solo había sido para apartar los sueños. Suponiendo que no tardarían en sonar las campanas de la mañana y recordando la flagelación de Chss, decidió que lo mejor para todos los implicados sería que los demás discípulos no la vieran saliendo a hurtadillas de la habitación de Lincoln. Así que se vistió en silencio y salió del dormitorio sin despertarlo. Llevaba la capa de sombra echada, por lo que tuvo que palpar casi a ciegas la pared hasta llegar a su dormitorio. Abrió la puerta con un giro veloz de la llave y se metió dentro sin que nadie de fuera se hubiese enterado. Soltó un leve suspiro de alivio.
—… el crimen perfecto…
—¡Don Majo!
Allí estaba, al pie de su cama, solo una esquirla de oscuridad más profunda en la tiniebla. Corrió hacia la cama y saltó sobre las pieles para intentar tocarlo, levantarlo y abrazarlo. Y cuando él saltó a sus brazos, Lexa se sorprendió al descubrir que sí que sentía un vago contacto, suave como el terciopelo, cuando sus manos lo atravesaron, frío como el hielo, delicado como el aliento de un bebé. El gato-sombra se lanzó a sus hombros, se le metió en el cabello y los largos mechones se movieron como si les diera un viento suave. Las lágrimas de alivio se acumularon en los ojos de Lexa.
—¡Me tenías preocupada, pequeño cabronazo!
—… lo siento…
Se reclinó en las almohadas y el no-gato saltó a su pecho y la miró a los ojos. Llevaba desaparecido sin rastro toda la tarde. Lo que, pese al alivio que la inundaba por el regreso de su amigo, seguía obligando a la pregunta:
—¿Dónde estabas?
—… ah, he hecho una excursioncilla al teatro y luego una ronda rápida de cerveza y putas, ya sabes…
—Eh, eh, ahora no vayas de listo. Llevabas horas desaparecido.
—… confío en que hallaras la forma de entretenerte mientras no estaba…
—Ah, he hecho una excursioncilla al athenaeum y luego un poco de lectura ligera, ya sabes.
El no-gato giró la cabeza en la dirección del cuarto de Lincoln.
—… creo que será mejor si no te…
Lexa sonrió de oreja a oreja y pasó los dedos a través de él, sintiendo de nuevo aquella difusa gelidez haciéndole cosquillear la piel. Las preguntas sobre dónde había dormido podían esperar.
—Pues…
—… pues…
—Costia ha robado la Trinidad de Ratonero.
—… ¿ah, sí? caramba, no me había fijado…
—¿Qué te he dicho sobre ir de listo?
—… es como un sol advirtiendo a otro de que brilla demasiado…
—Me odia con toda el alma, Don Majo. Y ahora lleva un arma de la que no podemos defendernos colgada al cuello.
—… pues díselo a ratonero. al sacerdocio. haz que le confisquen la trinidad…
—Chivarse al Sacerdocio carece de un cierto… estilo, ¿no te parece?
—… entonces, ¿tienes algún otro plan?…
—Seguro que podría urdir alguno con la ayuda del suficiente vino dorado.
—… no tienes tiempo para chorradas mezquinas. recuerda para qué viniste aquí…
—Que sí, que muy bien, pero ¿y si Costia decide vengar a su padre de una vez por todas? Sacará esa Trinidad y yo caeré de rodillas rezando para no vomitar los intestinos.
—… por si no te habías fijado, Costia odia a casi todos los que la rodean. Deja que te considere derrotada y se aburrirá. aborrece a Nylah tanto como a ti…
—Entonces, ¿quieres que me quede en el suelo y deje que me pisotee?
—… ¿has oído hablar de los perros costrosos de liis?…
—Claro.
—… nunca es malo que te subestimen, Lexa. tu objetivo debería ser la iniciación…
Lexa se mordió el labio. Estaba conteniendo una pregunta tras los dientes. Una que nunca antes había tenido que formular. Pero Don Majo tampoco la había abandonado nunca. A lo largo de todos sus años juntos, el gato-sombra había sido su confidente. La estrella que guiaba su rumbo. Fue él quien la salvó de los hombres de Azgeda. Él quien estuvo junto a ella cuando su madre…
No. No lo hagas.
No mires.
Pero la Trinidad lo había afectado incluso más que a ella. Los soles la habían aterrorizado, sí, pero Don Majo se había vuelto casi loco de pánico. ¿Qué tenía para que la mirada de Aquel que Todo lo Ve le hiciera tanto daño? ¿Era solo porque estaba hecho de sombra? ¿O había en él algo más que mera oscuridad?
—¿Qué eres, Don Majo?
El no-gato ladeó la cabeza.
—… tu amigo…
—Pero ¿qué más? ¿Un daimón, como dice el folclore?
Una risita parecida al viento ululando contra lápidas pendió en el aire.
—… daimón, sí. llevaba tiempo queriendo pedirte que firmes este pergamino. Con sangre y por triplicado, si no te importa…
—No estoy de humor para chistes. ¿Por qué no quieres decírmelo?
—… porque no lo sé. antes de encontrarte, yo era solo una forma esperando en las sombras…
—¿Esperando qué?
—… a alguien como tú…
—Así de sencillo, ¿eh?
—… ¿qué tiene de malo lo sencillo?…
—Que nada lo es nunca.
—… eres demasiado joven para ser tan cínica…
Lexa se incorporó, pasó a través de Don Majo y salió de la cama. El no-gato se lamió una zarpa y se limpió los bigotes como si no pasara nada.
—Que te follen, pues. Guárdate tus secretos. Ya hablaré con mi señor Kane cuando vuelva para la iniciación. Le preguntaré otra vez sobre los tenebros y sobre lo que es ser uno de ellos. Y si decide ponerse críptico de nuevo, a lo mejor lo estrangulo para sacarle las respuestas. Me da igual lo bonitos que tenga los condenados pómulos.
—… eso sería poco recomendable, Lexa…
—¿Por qué, porque podría decirme la verdad?
—… porque es un hombre peligroso. seguro que lo has notado…
—Lo único que noto cuando me acerco a él es que tú tienes miedo.
—… ¿y crees que lo tengo por mí?…
Lexa se mordió la lengua y miró al no-gato, sentado entre las pieles. Lo único que había hecho siempre Don Majo era protegerla. Espantarle las pesadillas cuando era una niña. Los fantasmas nuncanocturnos del estrangulador de cachorritos que venía a estrangularla a ella. Los espantapájaros y las sombras que había visto dentro de la Piedra Filosofal.
—Pues entonces esperaré al cronista. Tiene que haber algún libro en el athenaeum donde esté escrita la verdad. Es cuestión de tiempo que lo encuentre.
—… ¿de verdad crees que aprenderás a dominar las sombras leyendo un libro?…
—Entonces, ¿qué quieres que haga? —gritó.
—… te lo he dicho mil veces, Lexa…
Miró a su amigo, acurrucado en la cama. Uñas heladas bajándole por la espalda. El sonido de chillidos lejanos resonándole en la cabeza. La imagen de una cara surcada de lágrimas. Ojos hundidos y asustados. Sangre.
—… para dominar la oscuridad de fuera, antes debes afrontar la oscuridad de tu interior…
Empezó a respirar más deprisa. Sudor en su piel. Buscó en sus calzas y encontró su cajita de cigarrillos. Se llevó uno a los labios con manos tiritantes.
—… no fue culpa tuya, Lexa…
—Cállate —susurró.
—… no fue c…
—¡CÁLLATE!
La chica arrojó la pitillera de plata contra la pared. Un rictus en la cara. El no-gato apretó las orejas contra la cabeza. Se encogió sobre sí mismo y susurró:
—… como desees…
Lexa suspiró. Cerró los ojos y suspiró. Al cabo de largos y silenciosos minutos, se encendió el cigarrillo con el yesquero, dio una calada profunda y se sentó en la cama. Contempló las espirales rotas de humo en la penumbra. Luego suspiró de nuevo.
—Me estoy volviendo un poco puta, ¿verdad?
—… ¿volviendo?…
Lanzó una mirada al no-gato, que soltó una risita, y lanzó la ceniza de la punta del cigarrillo en su dirección.
—… todo esto es nuevo para ti. no puede ser fácil…
Dio una intensa calada y exhaló por las fosas nasales.
—Se supone que no es fácil. Pero puedo hacerlo, Don Majo.
—… no lo dudo. y yo estoy contigo hasta el final…
—¿De verdad?
—… de verdad…
Lexa se quedó despierta, viendo cómo se consumía el cigarrillo poco a poco. Sentada en la oscuridad con sus pensamientos. Don Majo tenía razón: su objetivo debía ser la iniciación. Todo lo demás eran bobadas y gilipolleces. No era la maestra en bolsillo que eran Clarke o Costia. Y entrenar con Lincoln no estaba mejorando su esgrima como ella necesitaba. Pero su única rival en venenos era Nylah, y su actual debilidad en el Salón de las Canciones era algo a lo que podía sacar provecho. Como le habían dicho Don Majo y Gustus, que la subestimaran era un arma que podía transformar en ventaja.
«Es hora de empezar a jugar sobre seguro.»
Cuando se apagó el cigarrillo, Lexa se tumbó en su cama. Agradeció que el humo hubiera matado lo que quedaba de Lincoln en su piel. «Ha sido solo una vez —se dijo—. Solo para mantener apartados los sueños.» Sus pensamientos se ralentizaron cuando por fin la fatiga la alcanzó y el sueño la envolvió en sus suaves brazos y las pestañas aletearon contra sus mejillas. Y por fin durmió. El no-gato se quedó sentado a su lado, esperando a las pesadillas que llamarían a la puerta.
Siempre vigilante.
Siempre hambriento.
No tuvo que esperar mucho.
Antes de la mañanera, Lexa se levantó de la cama y salió sin hacer ruido de su habitación. Pasó frente a los dormitorios de los discípulos y se dirigió a las profundidades del monte. Se lo pidió con educación a una figura embozada en negro que se cruzó y esta la acompañó por escaleras y más escaleras hasta un lugar que no había visto nunca. Olía a polvo y heno, a camello y mierda. Y al salir a una gran caverna tallada en las entrañas de la montaña, comprendió dónde estaba.
—La cuadra.
La caverna tenía al menos quince metros de altura, y en unos grandes rediles de madera había dos docenas de máquinas de escupitajos, bufidos y ronquidos. Vio a manos descargando una caravana recién llegada, aguando las bestias que venían de hollar la arena. Los carros estaban cargados hasta arriba de mercancías de Última Esperanza y más allá. Y allí, entre las manos cubiertas de polvo y vestidas de rojo desértico, Lexa distinguió una cara velada en seda. Unos rizos castaños. Unos ojos oscuros y brillantes.
—¡Raven!
La mano se volvió y sus ojos sonrieron.
—Lexa, amiga.
Lexa le dio un abrazo, que la mano le devolvió con cariño. Olió el sudor en la piel de la mujer, la suciedad y el polvo de un largo camino.
—Mis disculpas por molestarte —dijo Lexa—. Sé que debes de estar cansada. Cuando he preguntado por ti, ni siquiera estaba segura de que hubieras vuelto ya de Última Esperanza.
—Raven acaba de llegar. —La mujer asintió con la cabeza—. ¿Va todo bien?
—Bastante bien —respondió Lexa—. ¿Estás ocupada?
—Un poco. Pero Raven puede dedicarle a ella un momento.
La mujer fue a una alcoba cubierta, seguida de Lexa. Raven esperó expectante, rodeada de los gritos y los bramidos de los camellos que llegaban desde los rediles. Lexa comprendió que su amiga tenía prisa y que, pese a la primera regla dorada de la shahiid Aalea, quizá saltarse los preliminares fuese lo mejor en aquella situación.
—Cuando cruzamos hojas en los Susurriales —empezó a decir Lexa—, antes de que llamara a la Oscuridad, al menos… me tenías dominada. Si hubiera peleado limpio, me habrías derrotado.
Raven asintió. No hubo arrogancia en su voz, sino puro pragmatismo.
—Ella lucha al estilo Orlani. Algo de Caravaggio. Tiene bastante destreza. Pero el arte de la hoja tiene muchas caras, y da la sensación de que ella solo conoce bien una.
—Y tú conoces muchas.
Los ojos de la mujer titilaron.
—Raven las conoce todas.
—Tal vez puedas ayudarme, entonces.
—¿Qué necesita ella?
—Depende.
—¿De qué?
Lexa sonrió.
—De si sabes o no guardar un secreto.
