Capítulo 23. Intercambio

Pasaron las semanas en el Monte Apacible, y no muchas de ellas fueron apacibles en absoluto. El Salón de las Canciones se llenó de la melodía del acero contra el acero. Del agudo silbido de las cuerdas de arco y los golpes secos de los cuchillos arrojadizos. Aunque Lexa demostró una excelente puntería con la ballesta, siguió llevándose palizas en casi cada lección. Después de su último enfrentamiento, reparó en que Costia siempre llevaba la Trinidad bajo su túnica, y su amenaza pendía entre ellas como un cuchillo. Pero aunque Costia nunca dejaba de restregarle el hocico en el fango, Lexa siguió el consejo de Don Majo y mantuvo su furia cerrada bajo llave. Se concentró en el entrenamiento. Dejó la mezquindad a los mezquinos. Al parecer aburrida por la falta de agallas de Lexa, la pelirroja concentró más su atención en Nylah, que respondió con su habitual humor seco y su mirada inexpresiva. Costia, sin embargo, no fue la única que se fijó en la nueva determinación de Lexa.

La lección de la mañana era Verdades pero, cuando Lexa llegó paseando al salón acompañada de Clarke y Nylah, vio que los grandes bancos de jabí estaban apartados contra las paredes del fondo y que apenas había equipamiento arkímico a la vista. Mataarañas estaba de pie en el centro del salón, con bolsas de distintos colores en las manos.

—Discípulos —dijo la shahiid tras saludarlos con la cabeza—, por favor, colocaos detrás de mí.

El grupo obedeció formando un semicírculo tras la espalda de la shahiid.

—Hemos dedicado los últimos meses a estudiar la creación de toxinas arkímicas y su aplicación. Pero la arkimia no es útil solo para fabricar venenos, y puede servir a vuestros intereses en más formas que como simple herramienta de muerte.

Mataarañas metió la mano en una bolsa negra de cuero y sacó un pequeño orbe, no más grande que la uña de su pulgar. Era perfectamente liso y estaba pulido hasta sacarle brillo.

—Se llama «vydriaro» —explicó—. Vapores arkímicos, mantenidos en estado sólido por un proceso de mi propia creación. Un impacto físico fuerte deshace el proceso y devuelve el compuesto a su estado gaseoso pero, al contrario que otras armas más toscas basadas en el vapor, el vydriaro no deja rastro. No quedan esquirlas ni tapones que puedan revelar vuestra presencia. El propio cristal es el compuesto.

La shahiid pasó el orbe para que lo vieran los discípulos. Pesaba más de lo que Lexa esperaba y estaba frío al tacto.

—He desarrollado distintas variedades —prosiguió la shahiid—. La primera es el ónice.

La shahiid tiró un puñado de orbes negros con fuerza contra el suelo. Se produjo una docena de pequeñas explosiones y, al momento, se alzó de la piedra una densa nube de humo arremolinado. Era aceitoso, pesado como la niebla y negro como la noche que coronaba el Altar del Cielo.

—Sirve como distracción y para realizar maniobras defensivas.

Mataarañas abrió otro saquito, sacó tres orbes de vydriaro blanco y los arrojó contra la pared. De nuevo, los orbes estallaron y liberaron un humo denso, que en esta ocasión se precipitó despacio hacia el suelo. A Lexa le costó creer que pudiera comprimirse tanto vapor en algo tan pequeño.

—La perla es para las toxinas. Normalmente, sedantes comunes como el desmayo, aunque he preparado algunas variedades más letales a partir de la aspira. Y por último… —La shahiid sacó un orbe de vydriaro rojo y compuso una sonrisa muy poco propia de ella—. El rubí. Mi favorito.

Mataarañas lanzó el orbe contra otra pared y, con un potente estruendo, explotó una bola de fuego al rojo blanco al dar en la piedra. Los discípulos se encogieron y miraron con los ojos como platos el trozo del tamaño de un puño que faltaba en el granito.

—Es capaz de perforar la armadura de placas y pulverizar la carne de su interior. —Mataarañas pasó unos cuantos orbes de vydriaro de ónice a los discípulos y señaló la lejana pared—. Muy bien, probad.

Sonriéndose unos a otros, los discípulos dieron un paso adelante y empezaron a lanzar el vydriaro contra la piedra. Sonaron decenas de pequeños estallidos en el salón y el humo negro se alzó al fondo de la estancia. Mataarañas dio a Chss y Lincoln sendos orbes de rubí y sus labios negros se curvaron cuando unas deslumbrantes explosiones sacudieron el aire. Cuando se despejó el humo, los discípulos se sentaron en sus bancos y Mataarañas volvió a la tabla para explicar las propiedades básicas del vydriaro. Lexa estaba tomando apuntes a toda prisa cuando Clarke le susurró al oído:

—A ver, una pregunta.

—No será de dónde vienen los bebés, ¿verdad? —murmuró Lexa—. Porque no creo que nuestra amistad pueda soportarla aún.

—¿Por qué estás comiendo mierda de la pelirroja?

Lexa dejó de escribir y levantó la mirada de sus apuntes.

—Yo no estoy comiendo mierda de nadie —susurró.

—Te está apaleando como a un maniquí de prácticas en Canciones. Ayer casi te tiró al suelo en el Altar del Cielo y, cuando encima te soltó una pulla, te diste media vuelta y punto.

Lexa miró a Costia, al otro lado del salón, escribiendo sentada con Jasper. La pelirroja lanzó a Lexa una sonrisa tan tóxica como cualquier mezcla que hubiera preparado Mataarañas hasta el momento.

—No es propio de ti, Wood.

—No es nada.

—Embustera.

Lexa levantó la mirada un instante hacia Mataarañas, que seguía escribiendo en la tabla.

—Es que…

Lexa se mordió el labio. Miró a Clarke. No le hacía ninguna gracia pedir ayuda. No necesitaba a nadie. Pero Clarke era una persona decente, a pesar de su costumbre de afanar cualquier cosa que no estuviera clavada al suelo. Y tampoco es que la chica fuese a ir al Sacerdocio con el cuento…

—Robó la Trinidad.

Clarke puso cara de incomprensión.

—Del salón de Ratonero —susurró Lexa—. Aquel medallón que me hizo echar la pota el giro en que se disfrazó de sacerdote.

Clarke enarcó una ceja.

—Me dijiste que había sido un arenque en mal estado, Wood.

—Ya, bueno, y te agradezco que fingieras creerme.

La rubia miró a Costia con mala cara.

—Entonces, ¿fue la Trinidad lo que te puso así?

Lexa bajó más la voz.

—No sé muy bien por qué. Tiene que ver con ser tenebra, me parece. Costia la sacó delante de mí en el Salón de las Canciones. Me sentí como si fuera a palmarla.

Clarke se fijó en la cadena de oro que llevaba Costia al cuello, casi oculta del todo por su camisa.

—Será ladina, la muy z…

Un orbe de vydriaro de ónice explotó en la mesa delante de ellas y envolvió a las dos chicas en una nube densa y arremolinada de humo negro que hizo caer a Clarke de su taburete. Los demás discípulos estallaron en risotadas mientras las chicas tosían y escupían, entre aspavientos para despejar el aire. Cuando el humo terminó de disiparse, Lexa se vio frente a frente con la mirada furiosa de Mataarañas.

—Discípula Clarke, discípula Lexa, ¿tenéis algo que aportar a la lección?

—No, shahiid —musitó Lexa.

—En ese caso, ¿creéis que cotorrear como verduleras me ayudará a impartirla?

—No, shahiid —dijo Clarke, con su mejor expresión de perro apaleado.

—Pues os agradecería que escucharais en silencio. El próximo orbe que arroje será de otro color.

Mataarañas alzó la bolsa de vydriaro de rubí y miró a los demás discípulos. Todos volvieron a sus apuntes con un ahínco que avergonzaría a un escriba del hierro. El silenció reinó durante el resto de la mañana. Pero al final de la lección, Clarke se quedó mirando fijamente a Costia.

Hizo chasquear los nudillos.

Y entonces guiñó el ojo a Lexa.

Dos giros más tarde, poco después de la tardera, Lexa estaba trabajando en la fórmula de Mataarañas. Todas las tardes se encorvaba sobre sus notas e intentaba completar el puzle. Parecía imposible: cada antídoto válido para un componente parecía incrementar la eficacia de otro. Pero resolver el acertijo era su mejor opción de terminar en cabeza de algún salón, y quedarse en su habitación evitaba que tropezara con Costia. Estaba cagándose en todo lo que se meneaba y planteándose en serio prender fuego a sus apuntes cuando oyó unas ganzúas en su puerta.

—Por los dientes de las Fauces, ¿es que no puede llamar, joder?

La chica se apartó de su enrevesado montón de notas sobre venenos y fue hacia la puerta. La abrió de sopetón y encontró a Clarke agachada fuera de su habitación.

—¿No te funcionan los nudillos o qué? —preguntó Lexa.

Clarke le hizo a Lexa los nudillos con las dos manos y se los movió delante de la cara.

—Me meo de la risa. —Lexa sonrió—. ¿Qué quieres?

—No es lo que yo quiero. —Clarke enderezó la espalda y le guiñó el ojo—. Es lo que puedo ofrecerte.

—¿Y qué es?

—La Trinidad de Costia.

Clarke gritó cuando Lexa la agarró por el cuello de la camisa, la metió en el dormitorio y cerró la puerta.

—Por los dientes de las Fauces, respira, Wood.

—¿La has robado? —preguntó Lexa en voz baja.

—Aún no. —Clarke miró las notas que recubrían la cama de Lexa—. Pero estoy a punto de hacerlo, si prefieres dedicar tu tiempo a alguna otra cosa.

—No se la quita nunca, Clarke. La he visto con ella puesta en el puto baño.

—Ya que sacas el tema, no pude evitar fijarme en los mordiscos que tenías dentro de los muslos el otro giro…

Lexa levantó una ceja.

—¿Te dedicas a mirarme los muslos en el baño?

Clarke se encogió de hombros.

—No pasa nada por mirar.

—¿Veredicto?

—Eh… Los he visto mejores.

Lexa levantó los nudillos frente a la cara de su amiga.

—Anda, mira, los míos también funcionan.

—Sí, sí, muy bueno. —Clarke puso los ojos en blanco—. El caso es que sí que se la quita. No le queda más remedio cuando hace la Caminata de Sangre, porque está hecha de… ¿de qué era?

—Metal —susurró Lexa.

—¡Hurra! ¡La chica es capaz de aprender!

—Te voy a joder viva.

—Como quieras, pero te advierto que no soy muy de morder…

—Clarke, te juro por la Madre…

—El caso —la interrumpió Clarke— es que resulta que sé que Costia y unos cuantos más acaban de salir para otra ronda de exprimir secretos en Tumba de Dioses. Así que en estos mismos momentos, todas sus pertenencias están bien guardadas en los nichos del estanque de Bellamy.

—¿Quieres robar en los dominios del orador?

Clarke le dedicó una amplia sonrisa por respuesta.

—Costia se enterará en el momento en que vuelva —señaló Lexa—. Y tendría que ser pero que muy lerda para no deducir que he sido yo quien se lo ha quitado.

Clarke sacó de sus calzas tres círculos de oro en una cadena brillante.

—Costia no se enterará de nada, Wood.

Lexa miró el medallón, que giraba y relucía en la luz tenue. Otra Trinidad. Aparte del metal precioso del que estaba hecha, con el que se podría adquirir una casa pequeña en los barrios más lujosos de la Tumba, parecía ordinario del todo. Lexa no notó que enfermara en su presencia, por lo que estaba claro que no la había bendecido un creyente de Aa. Pero aun así, solo mirarla…

—¿De dónde la has sacado?

—De los disfraces de Ratonero. A ese hombre le encantan los trajes de cura, créeme. También he encontrado ropa interior de mujer en su colección. —Clarke levantó los hombros y volvió a guardarse la Trinidad en las calzas—. ¿Qué, te vienes a hacer una travesura o has quedado con Lincoln para ver si te llevas algún mordisco más?

Lexa abrió la boca para empezar a negarlo. La ceja enarcada de Clarke le dijo que no se molestara. Y con un suspiro, Lexa abrió la puerta e hizo un gesto pasillo abajo.

—Así me gusta —dijo Clarke, sonriendo.

El tufo de la sangre se volvió pesado y el aire aún más a medida que las chicas se adentraban en las profundidades de la montaña. Don Majo se tragaba el miedo de Lexa, como siempre, pero la parte razonable de su cerebro seguía chillando a voz en grito que aquello era una pésima idea.

—Esto es una pésima idea, Clarke.

—Ya me lo has dicho. Como unas veinte veces.

—¿Recuerdas lo que le hizo Octavia a Chss?

—Por los dientes de las Fauces, Wood. Cuando a mi padre lo torturaron en las Torres Espinadas de Elai, le cortaron las pelotas y se las echaron de comer a los perros costrosos. ¿Qué excusa tienes tú?

—¿Para qué?

—Esto… ¿para tu absoluta falta de pelotas?

Lexa se señaló los pechos.

—Te has fijado en estas dos, ¿verdad?

—Vale, vale —rezongó Clarke—. Analogía equivocada.

Llegaron al nivel de los dominios de Bellamy. Lexa cogió a Clarke de la mano e, igual que había hecho con Lincoln en el athenaeum, invocó a la oscuridad que la rodeaba. Una oscuridad que nunca había conocido el toque de los soles. Notaba el poder que contenía. El poder que albergaba ella misma. Movió los dedos en la penumbra, extendió su capa de sombras sobre las dos y se perdieron de vista como el humo al viento.

—No veo una puta mierda aquí debajo —susurró Clarke.

—Ya te lo dije, ser tenebra no es tan impresionante. Tú no te apartes.

Cruzaron poco a poco el pasillo, con solo unos tenues puntos de iluminación arkímica como guía. Pero al fin, siguiendo el pesado y cobrizo hedor, encontraron la sala de Bellamy. Se quedaron acurrucadas junto al umbral y echaron un rápido vistazo al interior. Bellamy estaba arrodillado al borde del estanque, mirando la sangre, con la piel garabateada de glifos escarlatas. Como siempre, el orador velaría hasta que todos los discípulos hubieran regresado de la Tumba. Aalea les había explicado que en los baños de la Porqueriza y otras capillas de la Iglesia Roja había unas gotas de sangre de Bellamy mezcladas con el resto. Por medio de esa sangre, el orador podía sentirlo cuando alguien entraba en los estanques y, si lo veía conveniente, permitirle hacer la Caminata de vuelta. Era como una araña en el centro de una extensa red escarlata, valiéndose de su propia esencia para crear sus hilos. Lexa seguía impresionada: al lado de Bellamy, sus pequeños trucos baratos con las sombras parecían un tipo de magya ciertamente débil. Si el cónsul Azgeda y sus Luminatii descubrían alguna vez que la Iglesia Roja ostentaba esa clase de poder…

—Muy bien —susurró Clarke—. Este es el plan. Tú entras y lo distraes. Y mientras lo tienes deslumbrado, yo voy a los nichos y mango la Trinidad.

—¿Crees que puedo deslumbrarlo? —repuso Lexa—. ¿Cómo quieres que lo haga?

—Yo qué sé, la pícara eres tú. Usa tus encantos, mujer.

Lexa se quedó patidifusa y perdió por un instante el poder de la palabra.

—Por los dientes de las Fauces, Clarke. ¿Que use mis encantos? ¿Ese es tu plan?

—Bueno, no sé. Llevas más tiempo estudiando con Aalea que cualquiera de los demás. Haz el contoneo ese que tanto te gusta. Sácate las tetas o lo que sea.

—¿Que me saque…?

Lexa estuvo un rato moviendo los labios, atónita.

—Usa las palabras. —Clarke suspiró.

—Allá van unas palabras —logró decir Lexa al cabo de un momento—. ¿Por qué no distraes tú a Bellamy y yo, la chica que, debo señalar, nos está volviendo casi invisibles en este puto momento, voy a coger la Trinidad?

—¿Y cómo piensas tocarla sin vomitar a chorro, oh, poderosa invisible?

Lexa abrió la boca para replicar. La volvió a cerrar. Suspiró.

—Bien pensado.

Clarke asintió. Esperó.

—Venga, que ya tardas.

Lexa puso los ojos en blanco. Retiró la capa de sombras.

—Bien.

Se levantó, llamó con los nudillos en la pared y entró en la cámara de Bellamy.

—¿Orador?

Bellamy no abrió los ojos. Habló como en sueños.

—Buenas tardes, discípula. ¿Debes desplazarte a la ciudad? La shahiid Aalea no me ha avisado.

—No. Mis disculpas. —Lexa fue hacia él, buscando a la desesperada algún tipo de distracción—. Yo… quería hablar con vos.

—¿Y de qué deseas hablar, si me permites la pregunta?

Los ojos de Lexa recorrieron los mapas tallados en las paredes. Las islas quebradas de Tumba de Dioses, la fortaleza de obsidiana de Villa Corneja, el puerto de Camada. Había glifos garabateados en sangre entre las tallas, que cambiaban y se emborronaban al mirarlos demasiado tiempo. Desde aquella sala, la Iglesia Roja podía llegar a cualquier ciudad de la república. Su mirada se posó en un plano que no reconoció, casi oculto entre las sombras. Una gran y extensa metrópolis, más enorme que Tumba de Dioses, con unos contornos y calles distintos a todo lo que Lexa hubiera conocido.

—¿Dónde está eso? —preguntó—. No lo había visto en la vida.

—Ni lo verás.

Lexa miró a Bellamy, haciendo evidente la pregunta en sus ojos. Dejando que hablara el silencio, como le había enseñado Aalea. Pero Bellamy seguía sin abrir los ojos y tenía los labios retorcidos en aquella bonita y perezosa sonrisa. El orador, por lo visto, también conocía las artes de Aalea.

—¿Podéis decirme por qué no? —preguntó Lexa por fin.

—Ya no existe —respondió Bellamy.

—¿Cómo se llamaba?

—Ur Shuum.

—Eso es ashkahi —dijo Lexa—. Significa «primera ciudad».

Bellamy suspiró, irradiando tedio.

—No te hallas en este lugar para una lección de geografía, pequeña tenebra. Nombra tu asunto y márchate, antes de que mi hambre se imponga a mi paciencia.

Lexa se tragó la repugnancia y se preguntó de dónde procedería la sangre que bebía Bellamy. No se atrevió a mirar hacia atrás para confirmar que Clarke hubiera entrado en el salón. Dio un paso hacia el orador y se situó para impedirle la visión de los nichos, si es que en algún momento se dignaba abrir los ojos. Desde aquella distancia, distinguía las venas bajo su piel pálida, resaltadas en azul cielo. Sus pómulos angulosos, sus largas pestañas y aquellos dedos tan hábiles acariciando el aire. Lexa se preguntó si había nacido tan hermoso o si lo habría tejido así su hermana. Y al pensarlo, dio con un tema que quizá lo distrajera.

—Quiero hablar con vos de Raven.

Los ojos de Bellamy se abrieron. Tenía las escleróticas cubiertas de una fina película escarlata y los iris de un rosa brillante. Con toda la parsimonia del mundo, el orador giró la cabeza y posó su mirada en Lexa, que sintió la atención del orador como un peso físico. Se notó atrapada como una mosca en su roja telaraña.

—Raven —repitió Bellamy.

El aire se condensó y las olas del estanque de sangre batieron con un poco más de fuerza. Por primera vez, Lexa reparó en que Bellamy no parecía parpadear.

—Le salvé la vida en los Susurriales.

—De eso era consciente, discípula.

—Le vi la cara. Lo que le hizo Octavia no está bien, Bellamy.

—Buena eres tú para hablar de lo que está bien y lo que no, pequeña asesina.

—¿Disculpad?

—No son mis disculpas las que debes suplicar. —Bellamy sonrió—. No era mi cadáver el que mutilaste para comprar tu asiento frente a este altar, ¿verdad?

Lexa tensó la mandíbula.

—El hombre al que maté para venir aquí era también un asesino. Mató a centenares, puede que a miles. Ahorcó a mi padre. Se lo merecía. Se merecía eso y mucho más.

—¿Y qué hay de los otros?

Lexa puso cara de sorpresa.

—¿Los otros?

Bellamy se levantó, relajado, lánguido. Se acercó a Lexa hasta hacerle notar el calor de su piel. Se inclinó hacia ella y le acarició la frente con su flequillo blanco como el hueso. Le acercó unos labios que pedían besos a gritos, a solo un milímetro de los suyos, húmedos de sangre. Durante un instante embriagador, Lexa pensó que estaba a punto de hacer justo eso y descubrió que se le aceleraba el pulso, que su vientre se regocijaba al pensarlo. Pero en lugar de besarla, Bellamy inhaló, respiró hondo y cerró los párpados poco a poco. Y mientras hablaba, sonrió.

—Puedo oler su sangre en ti, pequeña tenebra.

Lexa se obligó a no crisparse. A no apartarse.

—Vuestra hermana os escucha —dijo—. Os ama, Bellamy.

—Y yo a ella. Como la Luz amaba a la Oscuridad.

—Pero Raven también os ama. No merece sufrir por ello.

El orador le apoyó el pulgar en la barbilla. Le inclinó un ápice la cabeza hacia atrás. Lexa se imaginó aquellos labios de rubí acariciándole la piel, aquellos dientes mordisqueándole el cuello. Reprimió un escalofrío. Cada vez le costaba más y más respirar.

—Nunca he saboreado a una de tu especie —susurró él.

Los labios de Bellamy se curvaron en otra sonrisa de melaza. Pero al mirarle los ojos, Lexa comprendió que no había nada tras ellos. Todo era un juego para él, y ella una distracción pasajera. Su belleza no profundizaba más allá de la piel, pero la vanidad le calaba hasta los huesos, pudriéndolo y retorciéndolo por dentro tanto como su hermana lo estaba por fuera. Y aunque Raven pudiera haberlo amado —y a Lexa no le extrañaba que cualquier mujer pudiera—, sabía que aparte de Octavia, Bellamy no tenía amor para nadie que no fuese él mismo.

Con estudiada gentileza, Lexa le apartó la mano.

—Os agradecería que no me tocarais, orador.

Bellamy ensanchó la sonrisa.

—Pero ¿acaso me lo agradecerías también si lo hiciera?

«¿Lo haría?»

Las sombras a los pies de Lexa se estremecieron cuando la sangre del baño se agitó. Lexa entrecerró los ojos y apretó los dientes. Y justo cuando el calor de la sala se volvía inaguantable, mientras el estanque empezaba a salpicar y chapotear, Lexa oyó la voz de Clarke.

—Por los dientes de las Fauces, ahí estás.

Lexa se apartó del orador y vio a Clarke en el umbral.

—Te he buscado por todas partes, Wood. ¿No teníamos que estar repasando la lección de Mataarañas? —Clarke entró en los baños con una profunda inclinación—. Mis disculpas, orador. ¿Me permitís recuperar a mi docta colega? Se olvidaría de su propia sombra si no la llevara clavada a los pies.

La sonrisa de Bellamy cayó como las hojas en invierno.

—Puede ir donde le plazca. —Un suspiro—. Poco me importa.

Bellamy se arrodilló de nuevo y devolvió sus ojos al estanque. Despidió a Lexa sin siquiera una palabra. Clarke la cogió de la mano y tiró de ella hacia el pasillo. Cuando hubieron recorrido un trecho y el orador ya no podía verlas ni oírlas, se detuvo.

—Por el abismo y la sangre —susurró Clarke—. De verdad que pensaba que iba a besuquearte.

—Bueno, me has dicho que lo distraiga —repuso Lexa—. Ahora dime que ha funcionado.

Clarke se metió la mano en las calzas y sacó unos eslabones de cadena dorada. Lexa vio un fogonazo, hizo una mueca como si se quemara y se llevó la mano a los ojos.

—Por los dientes de las Fauces, guárdatela otra vez en las calzas.

—Sabes que me las pones a huevo, ¿verdad?

Clarke se guardó el medallón y dio una palmadita en el hombro de Lexa, que abrió los ojos sin tenerlas todas consigo y se relajó al comprobar que la Trinidad no estaba a la vista.

—¿La has intercambiado por la otra?

Clarke asintió con la cabeza.

—Costia no sabrá nada. Hasta la próxima vez que te la saque, claro. Esa será la señal para que le des una buena patada en los ricitos. —Clarke le palmeó la ropa de cuero—. De esto me ocupo yo. Lo guardaré donde nadie pueda echarle mano nunca más.

—El crimen perfecto —dijo Lexa.

—Si fuese perfecto, terminaría con una tarta para mí.

—Aún no ha sonado la novena campanada. —Lexa le ofreció el brazo—. ¿La cocina estará abierta aún?

—¿Lo ves? Sabía que por algo me gustabas, Wood.

Cogidas del brazo, las chicas echaron a andar en la oscuridad.