Capítulo 24. Fricción
Pasaron los giros.
No sorprendió a nadie que Clarke siguiera encabezando la clasificación en el desafío de Ratonero, aunque Chss ganaba terreno desde la segunda posición. A la vista de la mayor competencia, Lexa agradeció que su amiga hubiera dedicado tiempo a ayudarla a robar algo que no contaría para la puntuación oficial. Los discípulos se estaban envalentonando y robaban objetos más complicados de la lista, ya no solo las baratijas fáciles. Aun así, si a Lexa le gustara apostar, habría arriesgado toda su fortuna a que Clarke terminaría el curso la primera en Bolsillos. Claro que, si Lexa de verdad tuviera una fortuna, seguramente Clarke ya se la habría robado, fuesen amigas o no…
Las lecciones de Ratonero se volvieron tan eclécticas y excéntricas como el propio shahiid. Una semana dedicó varias horas a enseñarles lo que él llamaba «deslenguado», e insistió en que todas las conversaciones del salón debían mantenerse en ese idioma a partir de entonces. En otra lección, Ratonero hizo entrar un tanque de madera sobre ruedas en el Salón de los Bolsillos. Estaba lleno de agua sucia y había un puñado de ganzúas dispersas por el fondo. Procedió a esposar las manos y los pies de los discípulos con grilletes lastrados y a tirarlos dentro uno por uno. Hubo que reconocer al shahiid que pareció alegrarse cuando nadie se ahogó.
Las lecciones en el Salón de las Máscaras eran más sutiles y, a decir verdad, mucho más placenteras. Los discípulos aún salían cada cierto tiempo a Tumba de Dioses, y Lexa pasó una docena de nuncanoches acechando en distintas tabernas, trabajando su dominio de las palabras y sonsacando a gente con bebidas y sonrisas bonitas. Tenía a dos miembros jóvenes y bastante atractivos de los Administratii comiendo de su mano, y se enteró de un rumor jugoso en un burdel del puerto sobre una violenta guerra interna entre los braavi de la ciudad. Aalea aceptó los nuevos secretos de Lexa con una sonrisa y un beso en cada mejilla. Y si había observado algún cambio en Lexa después de que durmiera en la cama de Lincoln, la shahiid tuvo la discreción de no comentarlo.
En los giros que siguieron a aquella nuncanoche, Lexa había resistido el impulso de sonreír al chico durante la mañanera o mirarlo demasiado tiempo en las clases. Para guardar las distancias, le había dicho que no necesitaba más lecciones de esgrima. Lexa sabía que dejar florecer algo más entre ellos sería una estupidez, y Lincoln, por su parte, al menos fingía entenderlo. Aun así, a veces Lexa lo pillaba mirándola con el rabillo del ojo. De noche, sola en su habitación, se metía la mano entre las piernas e intentaba no imaginar su rostro. A veces lo conseguía.
A medida que transcurría el tiempo y se aproximaba la iniciación, las pruebas se intensificaron. Lexa tenía su venganza contra Azgeda y sus perros falderos para mantenerla centrada en las lecciones, pero todos los discípulos sabían lo que se jugaban. Había muerto otro de ellos desde la mascarada de la Gran Ofrenda, un chico llamado Leonis que se había llevado un tajo perdido en la garganta en el Salón de las Canciones y se había asfixiado antes de que pudiera acudir Octavia. De los veintinueve discípulos que habían iniciado su entrenamiento, solo quedaban quince. Y entonces llegó el incidente que se recordaría por siempre como «la Mañana Azul».
Empezó como solían hacerlo las crisis, con el ya acostumbrado susurro de Don Majo:
—… alerta…
Lexa abrió los ojos y desenvainó su estilete, despierta al instante. Oyó un tenue siseo. Miró hacia arriba y reparó en que una piedra del techo sobre su cama se había deslizado y un fino vapor emanaba al interior de su dormitorio. Bailó en el aire como humo de cigarrillo, lento y un poco azulado. Lexa se acuclilló, gateó hasta la puerta y giró la llave, para descubrir que la cerradura no se abría. Preocupada por las trampas de aguja después de las últimas lecciones de Ratonero y Mataarañas, se puso un grueso guante de cuero antes de girar el pomo. También se negó a moverse.
—Pues menuda mierda.
—… Lexa…
Miró hacia atrás y vio que entraba más vapor azulado. El flujo aumentaba y el aire empezaba a volverse nebuloso. Notó un sabor acre en el fondo de la lengua y le empezaron a picar los ojos. Los síntomas, al menos, se los sabía de memoria.
—Aspira —susurró.
—… otra prueba…
—Y yo pensando en dormir hasta tarde.
Cogió una camisa del suelo, la empapó con agua de su mesita de noche y se envolvió la cara con ella. La aspira provocaba parálisis y la muerte por lenta asfixia. Pesaba más que el aire y no era inflamable en estado gaseoso. Lexa conocía el antídoto, pero no tenía el material necesario para elaborarlo. Sin embargo, una tela mojada sobre la boca mantendría el vapor a raya al menos durante unos minutos, el tiempo que necesitaba para planear su huida. Barrió la habitación con la mirada y se concentró en pensar. La llave no giraba y embestir contra la puerta solo resultó en un cardenal en el hombro. Las bisagras estaban fijadas con clavos de hierro; podía sacarlos, pero le llevaría tiempo, y más de unos pocos minutos expuesta a la aspira significarían una misa íntima en el Salón de las Elegías y una tumba sin lápida. Apretó la mejilla contra el suelo y miró bajo la puerta. Oyó toses. Los ruidos de objetos pesados arrojados contra la madera. Débiles gritos. Por la rendija entraba aire fresco junto con los sonidos del pánico creciente. Si los discípulos no lograban salir de sus dormitorios, hasta el último de ellos moriría.
—Por los dientes de las Fauces, ya no se andan con chiquitas —susurró.
—… la presión no hará más que crecer desde ahora hasta la iniciación…
Lexa interrumpió una inhalación. Miró la rendija bajo su puerta. El agujero del techo.
—Presión —susurró.
Cogió una botella de whisky de su mesita de noche y la vertió en la esponjosa piel gris que cubría su cama. Cogió sus cigarrillos, encendió el yesquero, tocó con él la cama y se apartó. Con un estallido apagado, el vino dorado se inflamó. Lexa se agachó cerca de la puerta y vio cómo prendía el fuego, cómo al poco tiempo su cama ardía alegre.
—… en esto podría haber alguna metáfora…
Subió la temperatura y el aire, el humo y el vapor de aspira se calentaron al fuego y escaparon por el agujero del techo. Lexa asió uno de entre la docena de cuchillos que tenía por toda la habitación y lo hundió en el primer clavo que fijaba las bisagras a su puerta. La cama se había transformado en una crepitante bola de llamas. El humo salía hacia el techo junto con la aspira, pero aun así a Lexa le lloraban los ojos y le ardía la garganta. Uno tras otro, soltó los clavos y los dejó caer al suelo con apagados golpes metálicos. Cuando tuvo sueltos los suficientes para que la puerta apenas se sostuviera en el marco, unas cuantas patadas con carrerilla hicieron saltar los agarres que quedaban y la enviaron volando al pasillo. Lexa salió a trompicones, tosiendo y parpadeando para quitarse las lágrimas. Mataarañas y Ratonero estaban de pie el fondo del corredor. El Shahiid de Bolsillos estaba marcando nombres en un libro de cuentas encuadernado en cuero. La adusta Shahiid de Verdades dedicó a Lexa una sonrisa.
—La mañanera se servirá en el Altar del Cielo dentro de quince minutos, discípula —le dijo.
Lexa recuperó el aliento mientras se apartaba para dejar que dos manos entraran en su cuarto a apagar la cama. Vio que la puerta de Nylah estaba abierta, con la cerradura hecha añicos como si fuera de cristal. La puerta de Finn era una ruina chamuscada. De debajo de la de Chss asomaban un largo tubo de pergamino enrollado y el sonido de una respiración tranquila. Mientras Lexa miraba, la puerta de Clarke, en teoría bloqueada, se abrió de todos modos con un chasquido, y la chica salió con paso calmo al pasillo, guardándose las ganzúas y guiñándole el ojo.
—Buenos giros, Wood —dijo, y sonrió.
Los ojos de Lexa encontraron la puerta de Lincoln y comprobaron con alivio que ya estaba entreabierta. Dejando atrás el hedor a aspira y humo, Clarke y ella se dirigieron al Altar del Cielo y encontraron a Lincoln y Finn sentados ya a una mesa con Nylah. Lincoln estaba mirando hacia la escalera y se le iluminó el semblante a ojos vistas cuando entró Lexa. Nylah estaba encorvada sobre una libreta encuadernada en cuero, tomando notas y haciendo preguntas a Finn en voz baja. El chico estaba inclinado hacia ella, irradiando un cómodo encanto con los labios curvados en una atractiva sonrisa. Clarke y Lexa se sirvieron el desayuno y se sentaron con el trío. Una mirada bastó a Lexa para saber que Nylah trabajaba en algún tipo de veneno, pero lo raro era que no parecía relacionado con la fórmula de Mataarañas. Sus notas estaban en código, que parecía alguna variante de la secuencia Elberti con modificaciones caseras.
«Muy lista, para ser exesclava.»
—No me sorprende nada que Nylah haya llegado aquí antes que yo. Si se trata de venenos, sabe del tema. —Clarke miró a Lincoln—. Pero ¿cómo abismos has venido tú tan rápido, Lincoln?
—Ah, mujer de poca fe.
—Déjame adivinar. ¿Has echado la puerta abajo a cabezazos?
—No ha hecho falta. —Lincoln meneó las cejas—. He olido la aspira antes de que pudieran atascar las cerraduras. He sacado la cabeza al pasillo para ver qué pasaba. Ratonero me ha insultado en deslenguado y me ha enviado aquí arriba.
Clarke le sonrió.
—Menudo hocico gastas, Lincoln.
Lincoln levantó los hombros y miró a Lexa.
—¿Cómo has salido tú?
Lexa estaba mirando hacia la escalera. Estaban llegando más discípulos al Altar del Cielo. Costia, Chss, Jasper, Monty… pero todavía faltaba media docena. Clarke ya estaba bromeando, pero abajo era muy posible que compañeros suyos estuvieran muriendo. Gente a la que conocían. Gente que…
Cayó en la cuenta de que todos la miraban, esperando los detalles de su huida.
—Diferencial de presión —explicó—. El vapor caliente asciende por el agujero del techo. La corriente bajo la puerta hace entrar aire fresco. Simple convección, como la describió Micades en mil cuatrocientos…
La voz de Lexa murió, acuchillada por tres miradas inexpresivas.
—Ha pegado fuego a su cama —aportó Nylah por fin, sin levantar la mirada de sus notas.
Clarke miró entre Lexa y Lincoln. Abrió la boca para hablar, pero Lexa la interrumpió.
—Ni. Una. Puta. Palabra.
Con una sonrisa pícara, Clarke devolvió su atención a la comida.
Tres giros después, Lexa estaba sentada en su cama nueva, aunque el olor a socarrina de la antigua aún se distinguía en el aire. En la Mañana Azul había muerto otro de ellos, un chico muy callado llamado Tanith que, la verdad, nunca había sido ningún maestro en Verdades. Otra tumba sin lápida en el Salón de las Elegías.
Otro discípulo que nunca volvería a ver los soles.
Lexa estaba rodeada de notas, trabajando de nuevo en la fórmula de Mataarañas. Con un cigarrillo en los labios, repasaba las Verdades arkímicas y otra docena de volúmenes que la shahiid había recomendado a sus discípulos. Lexa no pudo más que admirar la belleza del dilema de Mataarañas: intentar resolverlo era como buscar una brizna de paja en un montón de agujas envenenadas. Pero aun así, el acertijo la entusiasmaba. Como a aquella niña su caja puzle. La voz de su madre resonó en su cabeza.
«Con la belleza se nace, pero el cerebro hay que ganárselo.»
No mires.
—… vas a perderte la tardera, Lexa…
—Sí, padre.
—… tu estómago parece estar gruñendo en algún dialecto perdido del ashkahi…
Levantó la mirada de sus notas, con las fórmulas bailando aún en su mente. Se puso una mano en la rugiente barriga. La respuesta estaba allí, lo sabía. Pero seguía tentándola desde fuera de su alcance.
—Muy bien. Esto seguirá aquí a la vuelta.
El Altar del Cielo estaba lleno de discípulos y de los deliciosos olores que flotaban desde las atareadas cocinas. No había shahiids presentes —seguro que tendrían reunión para tratar el progreso de los discípulos—, pero sí manos con túnicas negras ajetreados por todas partes, sirviendo vino y retirando vajilla. Lexa se llenó hasta arriba un plato de cordero asado y verduras con miel, se dejó caer con Clarke y Nylah y empezó a engullir sin tregua. Nylah estaba ocupada escribiendo en su cuaderno. Clarke hablaba de una pelea de bar que había visto cuando las chicas fueron a Tumba de Dioses a buscar secretos. Unos pocos ciudadanos insatisfechos habían alzado la voz contra el cónsul Azgeda y sus «poderes de emergencia», y al oírlo se les habían echado encima seis matones braavi que, por lo visto, encontraban más que satisfactorio el gobierno del cónsul.
—La ciudad parece furiosa —declaró Clarke con un bocado de cordero en la boca.
Lexa asintió.
—Nunca había visto a tantos Luminatii por la calle.
—Y más guapos que los soldados que veía yo siempre en Villa Corneja, por cierto.
—Siempre pensando en lo mismo, Griffin.
La chica puso una amplia sonrisa e hizo subir y bajar las cejas mientras su hermano se afanaba en no hacerle caso. Lexa miró a Nylah, que seguía tomando notas.
—¿Cómo vas? —le preguntó Lexa.
—Despacio —murmuró la chica, releyendo la página—. Justo cuando creo que tengo al tigre agarrado por la cola, se gira y me muerte. Pero estoy cerca. Muy cerca, me parece.
A Lexa se le cayó el alma a los pies. Si Nylah completaba antes que ella el desafío de Mataarañas…
—¿Crees que es buena idea traerte las notas al comedor? —preguntó Finn.
—¿Qué quieres, que me las deje en la habitación para que la dona Dedoságiles, aquí presente, pueda mangármelas?
Nylah enarcó una ceja mirando a Clarke. La chica se había anotado decenas de puntos en el juego de Ratonero afanando objetos variados y joyas de otros discípulos. Lexa sabía que no era nada personal, pero aun así se cercioraba de quedar fuera del alcance de Clarke siempre que podía. Incluso Finn se sentaba a una distancia prudencial para las comidas. Clarke intentó protestar con la boca llena, estuvo a punto de atragantarse y se conformó con enseñar los nudillos.
—Como decía… —Nylah se volvió de nuevo hacia Lexa—. Mejor tenerlas a ma…
—¡Cuidado!
Con una maldición y un estrépito, una mano que pasaba tropezó y cayó encima de Nylah y Lexa, soltando su bandeja cargada. Su contenido, una jarra medio llena y platos sucios, rebotó en la mesa y salpicó a los discípulos de sobras y vino. Nylah asió sus notas mientras el líquido las empapaba del todo, y vio cómo se corría y se emborronaba la tinta. Se zafó del horrorizado sirviente con sus páginas manchadas en el puño cerrado. Y mientras la mano pedía perdón, se levantó y miró al chico alto itreyano que había hecho caer al sirviente.
Jasper.
—Lo lamento muchísimo —dijo él, ayudando a la mano a levantarse—. Es del todo culpa mía.
Nylah dedicó al chico su mirada de muerta, sin parpadear siquiera.
—Lo has hecho a propósito —dijo en voz baja.
—Ha sido un accidente, mi dona, os lo aseguro.
Lexa oyó una suave risita. Se volvió y encontró a Costia observando los acontecimientos con una sonrisa envenenada. Nylah también la había oído y se la quedó mirando mientras Costia alzaba su copa en un brindis. Con los papeles empapados en la mano, Nylah anduvo con calma y se plantó delante de la pelirroja.
—Mis notas se han echado a perder —informó.
—Espero que no fuesen importantes —replicó Costia con una sonrisita—. No serías tan tonta como para traerte el trabajo en venenos a la mesa, ¿verdad, pequeña esclava?
La mano de Nylah fue a su mejilla, donde había estado su marca arkímica.
—Ningún hombre es mi dueño —dijo sin alzar la voz.
—Ya me haré yo tu dueña como no te apartes, rata de biblioteca. Ahora no tienes a Mataarañas para salvarte. —Costia volvió a su comida con un gesto burlón—. Coge tus queridas notas y vete a lloriquear a un rincón antes de que te regale un agujero nuevo.
En la cara de Jasper apareció una sonrisa fanfarrona. Lexa y Clarke cruzaron una mirada de dolor. No era un secreto que Costia se contaba entre las preferidas de Solis y era una de las discípulas más habilidosas en el Salón de las Canciones. Nylah era inteligente y leída, pero no era rival para Costia en una lucha a palos. La pelirroja se lo estaba restregando por las narices, sabía que la otra chica era demasiado lista y serena para empezar una pelea que no podría ganar. Nylah miró a los discípulos que tenía alrededor. Arrugó las notas en la mano.
—Se me ocurre algo mejor que hacer con ellas —musitó.
Y echó atrás el puño y lo descargó sobre la mandíbula de Costia. La pelirroja salió volando de su silla, con una expresión de sorpresa casi cómica. Nylah se lanzó sobre ella, dando manotazos y escupiendo, haciendo pedazos su habitual fachada estoica. Agarró el cuello de Costia, le golpeó el cogote contra la piedra y pasó a intentar dar de comer a la chica sus notas empapadas. Las dos rodaron en un batiburrillo de maldiciones y páginas que goteaban. Costia dio un gancho a Nylah en la mandíbula y Nylah estampó sus notas en la nariz de la pelirroja, con un crujido húmedo que provocó a Lexa una mueca de dolor. No había ningún shahiid presente, nadie que parara la pelea. Jasper pareció llegar a la misma conclusión que Lexa y Clarke, y los tres se metieron en la refriega para separar a Nylah y a Costia. Nylah se revolvió y coceó, mientras soltaba unos improperios que habrían hecho al marino más curtido renunciar al oficio y hacerse sacerdote del hierro. Pero Costia estaba enloquecida de furia, con un rictus por cara y la nariz sangrando a chorro, manchándole los labios y el mentón. Dio zarpazos al aire, revolviéndose en brazos de Jasper, con la mirada fija en Nylah.
—Estás muerta, zorra —le escupió—. ¿Me has oído? ¡Muerta!
—¡Suéltala! —rugió Nylah a Jasper—. ¡Que la sueltes!
—¡Voy a darte de comer tu puto corazón! ¡Voy a…!
—¡YA BASTA!
El bramido llevó la calma a la hirviente masa de discípulos, y todos los ojos se volvieron hacia él. Lexa vio que el hermano de Clarke, Finn, se había subido a la mesa y tenía puntitos rojos de rabia en las mejillas.
—En nombre de las Fauces, ¿se puede saber qué os pasa a las dos? Somos discípulos de Niah, no putos braavi. Estamos en la casa de una diosa. ¡Mostrad un poco de condenado respeto!
La diatriba de Finn pareció apaciguar la mayor parte de la furia de Nylah. Lexa y Clarke, que la tenían agarrada de un brazo cada una, empezaron a hacer menos fuerza. Jasper liberó a Costia y, con una última mirada venenosa, la chica se limpió la sangre de la barbilla, volvió a sentarse a la mesa y se puso a comer como si no hubiera pasado nada. Fría y dura como un barril de hielo. Lexa y Clarke ayudaron a Nylah a recoger sus notas desperdigadas. Se agacharon sobre el estropicio y Nylah intentó poner las páginas en algún tipo de orden. Su trabajo estaba hecho trizas, con partes perdidas del todo. La chica tenía los hombros caídos, su habitual máscara de estoicismo machacada. Semanas de duro trabajo, deshechas en un instante. Lexa se descubrió sintiéndolo por la chica. Nylah era lista como un daimón, y encima buena compañía. Después de Clarke, era lo más parecido a una amiga que tenía entre aquellas paredes.
—Que no te afecte lo que ha dicho esa puta —susurró Clarke, con una mirada fugaz a la mejilla inmaculada de Nylah—. Esa ya no eres tú.
—Nunca fui yo. —Las manos de Nylah se detuvieron y cayeron. Su mirada se ensombreció—. Fui lo que me hicieron ser.
Lexa lanzó a Clarke una mirada de advertencia, considerando que sería mejor no hurgar en la llaga. Recogió más páginas y se las ofreció a Nylah junto con un cambio de tema.
—Mis notas están en mi dormitorio —dijo—. Puede que no vaya tan avanzada como tú, pero te las presto si quieres.
Nylah parpadeó. Pareció regresar del recuerdo en el que estuviera perdida y su máscara volvió a su lugar. Dedicó a Lexa una leve sonrisa.
—Me las ingeniaré. Tenía buena parte memorizada. Pediré permiso a Mataarañas para quedarme hasta tarde trabajando en el salón. Lo demás, debería poder recuperarlo si me salto unas horas de sueño. De modo que te agradezco la oferta, pero de todos modos voy a darte una paliza, Wood.
—Ten cuidado —le advirtió Clarke—. Hay alguien que quiere darte a ti una peor.
Nylah echó una mirada a Costia. La chica estaba comiendo con toda la tranquilidad del mundo, comportándose como si le dejaran la nariz ensangrentada a puñetazos cada dos por tres. No mostraba ningún dolor. Costia era una idiota insufrible, pero Lexa tuvo que reconocerlo: la chica tenía redaños.
—Que lo intente —dijo Nylah.
Nylah giró la cabeza y miró a Finn de arriba abajo. El chico había vuelto a su sitio después de dar el discurso y miraba ceñudo el desastre que había dejado la pelea.
—¿Sabes? Tu hermano no está nada mal cuando se pone en plan gritón, Clarke.
—Oh, Negra Madre, cierra la boca antes de que vomite.
Nylah se levantó, fue hacia Finn y se puso a hablarle bajito, con el cuaderno mojado en la mano. Finn le dedicó su sonrisa bonita y rozó los dedos de Nylah con los suyos.
Lexa meneó las cejas mirando a Clarke.
—Esos dos llevan una temporada intimando. Los vi trabajando juntos en un compuesto hace unos giros. Y en Verdades acaban de pareja un montón de veces.
Clarke hinchó los mofletes y fingió vomitar bajo la mesa. Lexa soltó una risita pero, por dentro, estaba más que un poco inquieta. La iniciación empezaba a estar cerca. La fricción iba creciendo. Los cuchillos estaban desenvainados. Saber que no todos podrían ser hojas pesaba en cada aliento, y la idea de que los compañeros eran la competencia impregnaba cada instante. Se volvería fácil pensar de ese modo. Ver cómo los discípulos iban cayendo a la cuneta, uno por uno. Ganando un poco de frialdad con cada muerte. Las pruebas de la iglesia estaban haciéndose más peligrosas, el cuidado del Sacerdocio con las vidas de los alumnos, más displicente que nunca. Lexa sabía que era de necios preocuparse de alguien que no fuese ella misma. Esa era la idea, supuso. Pero ¿qué le había dicho Raven?
«Este lugar entrega mucho. Pero se lleva mucho más.»
Arrancaba la empatía. La piedad. Trozo a trozo. Muerte a muerte.
«¿Y qué quedará al final?»
Lexa miró a su alrededor en el Altar del Cielo. Las caras. Las manchas de sangre.
Las sombras.
«Hojas —se dijo—. Quedarán hojas.»
