Capítulo 25. Piel
Dos semanas después, todo empezó a cambiar.
La grey se reunió para la mañanera como de costumbre. Lexa tenía la cabeza embotada después de pasar horas tratando de descifrar la fórmula de Mataarañas. Nylah dedicó la comida entera a trabajar con lo que quedaba de su cuaderno en el acertijo de la shahiid, casi sin decir ni una palabra. Se había quedado fuera de horas en el Salón de las Verdades para compensar la destrucción de su trabajo, y tenía los ojos inyectados en sangre y ojerosos. Y aunque Nylah no lo mencionaba, su enemistad con Costia pendía en el aire como veneno. Clarke llenó los silencios con detalles sobre un nuevo pretendiente que había encontrado en su última excursión a Tumba de Dioses, el hijo de un senador que, por lo visto, hablaba de los asuntos de su padre en sueños. Mientras los discípulos salían del Altar del Cielo, Lexa vio que la shahiid Aalea se llevaba aparte a Lincoln y le hablaba bisbiseando. Bajo la tinta, Lexa vio que el chico palidecía. Parecía a punto de discutir, pero Aalea cercenó sus protestas por las rodillas con una sonrisa tan afilada como el hueso de tumba. Aquel giro tocaba lección en el Salón de las Canciones, y Solis llevaba unas cuantas sesiones centrándose en el arte del armamento a distancia. Había varios hombres de paja colgados del techo con cadenas de hierro aceitado. Solis colocaba a un discípulo en el círculo de prácticas, equipado con ballestas o puñales arrojadizos, y ordenaba a los demás que balancearan los maniquíes de paja hacia su cabeza o su espalda. Los hombres de paja pesaban lo suficiente para enviar a alguien por los aires si acertaban, y no terminar en el suelo después de llevarse un buen trastazo demostró ser una gran motivación. Lexa ya agradecía no estar haciendo combates de práctica, porque significaba no ser el maniquí de Costia, pero además descubrió que en aquel juego concreto tenía una ventaja sobre los demás discípulos. Se dio cuenta al poco de ocupar su lugar en el círculo, sosteniendo puñales arrojadizos con los dientes. Mientras Lexa se trenzaba su largo pelo negro, Jasper aprovechó la oportunidad de pillarla desprevenida y envió su hombre de paja volando en silencio hacia la espalda expuesta de Lexa. Pero aunque no vio el maniquí que se acercaba a su columna vertebral, de algún modo pudo sentir que llegaba. Se apartó a un lado, perforó al hombre de paja con tres puñales y se volvió hacia Jasper para fulminarlo con la mirada.
El chico le lanzó un beso.
Llegaron más maniquíes hacia ella de otros discípulos y Lexa logró esquivarlos todos. Quizá fuese porque la oscuridad de aquel lugar no había conocido nunca la luz de los soles, pero en todo caso Lexa se dio cuenta de que, aun sin verlos, podía sentirlos.
Podía sentir sus sombras.
Lexa logró evitar todos los maniquíes durante su tiempo en el círculo. Se movió como el viento entre los hombres de paja, haciendo cantar los puñales, agradecida de haber encontrado por fin algo en el salón de Solis que se le daba bien. No había oído ni una palabra del cronista Gabriel sobre su búsqueda de un volumen que revelara los misterios de los tenebros. No había habido ni rastro de Kane desde la sesión de tortura en Tumba de Dioses. Pero sin prisa, sin pausa, iba aprendiendo más sobre su don. Le asomó una sonrisa a los labios y permaneció allí hasta más o menos la mitad de la lección, cuando Lincoln entró en el círculo y Monty le dio un topetazo en la espalda con un hombre de paja volador. Monty le dedicó una sonrisa fugaz (muy mejorada por la tejedora, en opinión de Lexa) e hizo una inclinación.
—Vas a tener que ser más rápido, Lincoln.
Lincoln se levantó del suelo y gruñó.
—¿Y si la próxima vez esperas a que esté preparado?
—Iría un poco en contra del espíritu del ejercicio, ¿no crees?
—Malditos itreyanos —rezongó Lincoln—. Puedes contar con que te peguen la puñalada nada más les das la espalda, ¿verdad?
La bonita sonrisa de Monty murió poco a poco.
—Pero si tú mismo eres medio itreyano, idiota.
El corazón de Lexa dio un vuelco. Los ojos de Lincoln se ensancharon. Y entonces empezó. Puños y maldiciones, codos y rugidos, los chicos rodando en el suelo de piedra. Lincoln partió la ceja a Monty de un puñetazo y le ensangrentó el labio de otro. Solis no tardó en separarlos, azotando a los dos chicos con su cinturón como a niños hasta que dejaron de pelear. Ayudó a levantarse a Monty y le dijo que fuese a ver a Octavia para que le curara las heridas.
—Y tú —gruñó el shahiid a Lincoln—, diez vueltas de escalera. Abajo y arriba. Ya.
Lincoln miró furioso los ojos del ciego, y Lexa llegó a temer que estuviera a punto de lanzarse contra él. Pero con un ceño iracundo, el chico obedeció. Solis bramó a los otros discípulos que volvieran al trabajo y Chss entró en el círculo para empezar su ronda. Lexa se fijó en que Lincoln ya no regresó al salón después de la décima vuelta. Al salir de Canciones fue a buscarlo. Miró en su habitación, el Altar del Cielo y el athenaeum. Por fin lo encontró en el Salón de las Elegías, con los pulgares metidos en el cinturón y el cuello extendido, mirando la estatua de Niah. Mil nombres de cadáveres tallados en la piedra a sus pies. Tumbas sin nombre en las paredes de alrededor.
—¿Cómo va, don Lincoln?
Él la miró un momento. Asintió una vez con la cabeza. Lexa se acercó despacio a él, con las manos entrelazadas a la espalda. El dweymeri se había vuelto de nuevo hacia la estatua y contemplaba el rostro de Niah. Los ojos de la estatua tenían la desconcertante cualidad de parecer que devolvían la mirada, se estuviera donde se estuviese. La expresión de la diosa era feroz. Oscura. Lexa se preguntó a quién o qué había imaginado el escultor que estaba mirando Niah cuando talló su semblante. Reparó por primera vez en que Niah sostenía su balanza con la mano derecha. La otra ceñía con fuerza el puño de la espada.
—Es zurda —dijo Lexa—, como yo.
—No se parece en nada a ti —murmuró Lincoln—. Es una zorra avariciosa.
—¿Estás muy seguro de que es sabio llamarla zorra en su propia casa?
Lincoln la miró de soslayo.
—Pensaba que no creías en las divinidades.
Lexa se encogió de hombros.
—Cuesta no creer cuando el Dios de la Luz parece odiarte a muerte.
—Que le den por culo. Y a ella, que le den por culo también. ¿De qué nos sirven? Solo nos dan una cosa, la vida. Desgraciada y llena de mierda. ¿Y luego? Luego quitan. Se quedan tus oraciones. Tus años. —Hizo un gesto hacia las tumbas sin lápida que los rodeaban—. Hasta la vida que te dieron en un principio. —Lincoln negó con la cabeza—. Es lo único que hacen.
—¿Estás bien?
Lincoln suspiró. Dejó caer los hombros.
—La shahiid Aalea me ha dado el aviso.
Lexa esperó con paciencia. El chico se señaló la tinta de las mejillas.
—Lo he pospuesto tanto como he podido —dijo—. Después de comer tengo cita con la tejedora.
—Ah.
Le puso una mano incómoda en el brazo, sin saber muy bien qué decir.
—¿Por qué lo estabas evitando? ¿Por el dolor?
Lincoln negó con la cabeza. Lexa no dijo nada más, dejó que el silencio hablara por ella. Vio que el chico se estaba debatiendo. Sintió a Don Majo en su sombra, gravitando hacia el miedo de Lincoln como las moscas hacia la carne agonizante. Lincoln quería hablar, Lexa lo sabía. Lo único que tenía que hacer era dejarle espacio para…
—Ya te hablé de mi madre —dijo—. Y de mi… padre.
Lexa asintió, casi mareada de tristeza al pensarlo. Volvió a tocarle la mano. Suspirando, Lincoln bajó la mirada a sus pies. Las palabras presionaron contra sus dientes. Lexa se limitó a quedarse junto a él, cogiéndole la mano. Esperando a que se llenara el silencio.
—Me preguntaste por mi nombre cuando nos conocimos —dijo él por fin—. Me dijiste que los dweymeri tenemos nombres como Comelobos o Aplastaespinazos. —Una sonrisa momentánea—. O Hacearrumacos.
Lexa le devolvió la sonrisa, aún callada.
—Y me dijiste que mi nombre no podía ser Lincoln.
—Sí.
El chico volvió a alzar la mirada hacia la estatua. Sus ojos de color avellana estaban oscuros y confusos.
—Cuando nace un dweymeri, lo llevan a la suma suffi, en la isla de Camada. Al templo de Trelene. Y la suffi sostiene al bebé en alto sobre el océano, lo mira a los ojos y vislumbra el camino que yace ante él. Y las primeras palabras que pronuncia son el nombre del bebé. Caminatierras para un vagabundo. Matadracos para un guerrero. Bebeolas para alguien condenado a ahogarse.
»Así que, como buena hija de un bara, mi madre me llevó a Camada cuando tenía tres giros de edad. —Una sonrisa amarga—. Era un canijo. Los dweymeri somos un pueblo de gente grande. Dicen que nuestros antepasados descendieron de gigantes. Pero yo era solo un mestizo. Muy poca cosa. Debí de salir a mi padre. La matrona decía en broma que era tan pequeño que mi madre ni me notaría de camino al mundo. —Lincoln movió la cabeza. La sonrisa murió en sus labios—. ¿Sabes lo que dijo la suffi cuando me sostuvo a mí en alto?
Lexa negó con la cabeza. Muda y sufriendo.
—Dijo: «tu rai ish'ha chè».
Lexa unió la primera letra de cada palabra y halló el nombre del chico. Pero…
—No hablo dweymeri —musitó.
Lincoln miró a Lexa. Ira y dolor en sus ojos.
—Ahógalo y ya está. —Su voz se redujo a un trémulo susurro—. Esas fueron sus primeras palabras. Ese fue el puto nombre que me puso. «Ahógalo y ya está.»
Lexa cerró los ojos.
—Oh, Lincoln…
—La suffi me devolvió a mi madre y le dijo que me entregara a las olas. Dijo que la Señora de los Océanos me aceptaría, ya que mi pueblo no iba a hacerlo jamás. —Una risa agria—. Mi pueblo.
Se sentó en el pedestal a los pies de la Madre, con la mirada perdida en la oscuridad. Lexa se sentó a su lado, con la mirada solo para él.
—Tu madre envió a la sacerdotisa al abismo, supongo.
—Eso hizo. —Lincoln sonrió—. Era fiera, mi madre. Mi abuelo también opinaba que debería ahogarme, así que se me llevó lejos de Camada. Lejos de él. Renunció a su linaje por mí. Renunció a todo. Murió de sangruela cuando yo tenía diez años. Pero en su lecho de muerte me dio esto. —Levantó los tres dracos de plata que rodeaban siempre su dedo—. Y me explicó la forma de demostrarme a mí mismo que era tan digno como ella me consideraba.
Lincoln se inclinó y apoyó los codos en las rodillas.
—Los guerreros dweymeri cumplen un ritual cuando llegan a la edad adulta. Al terminar, se nos tatúa la cara para que todos los que nos vean sepan que fuimos probados. Los guerreros del clan Tresdracos tienen la prueba más dura de todas: enfrentarse a las aguas profundas y matar uno de los grandes dracos marinos. El de tormenta, el de sable o el blanco.
»Desde el momento en que me lo contó mi madre, soñé con ello. Vivíamos al este de Camada, en un pueblo portuario llamado Solaz. Después de su muerte, un viejo perro de mar me enseñó a construir barcos. Velas. Arpones. Talé yo mismo los árboles de jabí para hacerme el esquife. Me costó un año entero. Y cuando tenía catorce, di la espada a Solaz y zarpé hacia lo profundo.
»Verás, los dracos de tormenta son grandes pero tontos. Los de sable son más listos, aunque también más pequeños. Pero el draco blanco… es el rey de las profundidades. Grande, cruel e inteligente. Así que puse rumbo al norte, hacia el agua fría, donde las focas estaban criando. Lo único que quería era llegar a Camada con el cuerpo de uno de cinco metros. Plantarme delante de mi abuelo y oírlo decir que se había equivocado conmigo. Recé a la Señora de los Océanos para que me trajera una bestia digna de un hombre. Y ella respondió.
Lincoln sopló entre dientes apretados, con los ojos encendidos.
—Madre de la Noche, lo grande que era, joder. Tendrías que haberlo visto, Lexa. Cuando embistió, estuvo a punto de partir el esquife en dos. Pero mi gancho se clavó hondo y mi barco aguantó. Intentó embestirme más veces, pero después de probar mis arpones aprendió a no acercarse mucho. Las olas caían sobre nosotros y yo no comí ni dormí. Solo luché. Cinco giros enteros mano a mano, y las mías me sangraban. Pero imaginaba la cara que pondría mi abuelo cuando arrastrara aquel monstruo a la bahía de Camada.
»Se cansó. No podía mantenerse bajo el agua y cada vez nadaba más despacio. Así que remé para ponerme a su lado y escogí mi mejor arpón, el más afilado. El que me había guardado para el final. —Lincoln miró a Lexa a través de la cortina de sus rastas de sal—. ¿Alguna vez has mirado a los ojos a un draco?
La chica negó con la cabeza. No se atrevía a decir nada. No quería interrumpir aquel bisbiseo mortífero. Cuando Lincoln volvió a hablar, hasta la estatua de la Madre pareció escucharlo.
—Tienen los ojos negros. Como de cadáver. Miras esa negrura y lo único que ves es a ti mismo. Y yo lo vi. Me vi a mí. A ese pequeño bastardo aterrorizado, con su lanza que parecía una cerilla y los ojos de su padre. Y lo atravesé con el arpón. Lo clavé derecho en el corazón de ese niñito. Lo maté bien muerto, y de paso también a la bestia. Y me consideré un hombre.
»Entré en la bahía de Camada con su cabeza atada a la regala. Tenía los dientes grandes como mi puño. Debía de haber unas cien personas a mi alrededor cuando los arranqué de las encías. Me los colgué al cuello y fui hacia la casa de mi abuelo.
»Todos se preguntaban quién era aquel mestizo enclenque. Demasiado blanquecino y pequeño para ser de los suyos, pero aun así conocedor de sus costumbres. Entré en la casa de mi abuelo, me arrodillé ante su asiento y le dije quién era. El hijo de su hija. Le enseñé los dientes que llevaba al cuello y el anillo de mi dedo. Y le señalé la cabeza que había en la playa y le pedí que me declarara hombre.
Lincoln cerró los puños. Las venas tensas bajo su piel, señaladas sobre el músculo. Lexa se dio cuenta de que estaba temblando, pero no supo si de dolor o de rabia. Le puso una mano en el brazo. Habló con tanta suavidad como pudo.
—No tienes que contármelo, Lincoln.
Tartamudeó al decir el nombre, preguntándose si sería un insulto. No sabía qué hacer ni qué decir. Se sentía impotente. Estúpida. Después de las lecciones de Aalea, de todo lo que había aprendido…
No tenía ningún poder.
Lincoln meneó la cabeza. Su voz salió cargada de furia.
—Se ri… —Le falló la voz un momento. Siseó. Carraspeó—. Se rio, Lexa. Me llamó bastardo. Hijo de puta. Koffi. Me dijo que cuando su hija lo había desafiado, había dejado de ser su hija. Me dijo que yo no era nieto suyo.
»Me dijo: "Pero sí que eres un hombre, pequeño koffi. Así que ven y toma tu tinta, para que los demás te conozcan por lo que eres". Sus hombres me agarraron y él me arrancó los dientes de draco del cuello. Los usó en mi cara mientras yo chillaba. Echó tinta en las heridas y me pegó hasta que se me llevó la negrura.
Lexa sintió que le caían lágrimas por las mejillas. Le dolía el pecho y se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos. Rodeó al chico con los brazos, lo abrazó tan fuerte como pudo, enterró la cara en su pelo.
—Lincoln, lo siento muchísimo.
Él siguió hablando, ajeno al contacto de Lexa. Fue como si se hubiera abierto una herida con lanceta y el veneno saliera a chorro. ¿Cuántos años lo había tenido dentro?
—Me ataron a un mástil delante de casa de mi abuelo —prosiguió—. Los niños venían a tirarme piedras. Las mujeres me escupían. Los hombres me maldecían. Se me infectaron las heridas. Se me hincharon los ojos y no podía ver. —Negó con la cabeza—. Eso fue lo peor de todo, esperar en la oscuridad a que me llegara la siguiente pedrada. El siguiente bofetón. El siguiente gargajo. Bastardo. Hijo de puta. Koffi.
—Por las Hijas —susurró Lexa—. Por eso no querías ponerte la venda para entrar en la montaña.
Lincoln asintió. Se mordió el labio.
—Recé a la Señora de los Océanos para que me liberara. Para que castigara a quienes me torturaban. A mi abuelo el primero. Y en la tercera nuncanoche, cuando se alzó el viento y tenía la muerte tan cerca que ya notaba su gelidez, oí un susurro en el oído. Una mujer. Palabras como el hielo.
»"La Dama de los Océanos no puede ayudarte, chico."
»"No merezco morir así", dije yo. Y oí cómo reía.
»"Lo que merezcas no tiene nada que ver con la muerte. Se nos lleva a todos, a los malvados igual que a los justos."
»"Entonces, rezo para que al bara se lo lleve despacio", escupí yo. "Rezo para que muera chillando."
»"¿Qué estarías dispuesto a entregar para que así fuese?"
»"Cualquier cosa", le dije. "Todo."
»Y me soltó. Se llamaba Adiira, la que luego sería mi shahiid. Me cuidó la infección y me ofreció un camino. Me dijo que la Madre de la Noche me había elegido. Que ella me convertiría en un arma. En su herramienta en esta tierra. Y que un giro, lo vería morir. A mi abuelo. —Lincoln hizo rechinar la mandíbula y siseó entre dientes—. Morir chillando.
—Yo juré lo mismo —dijo Lexa—. Titus. Jaha. Azgeda.
—Uno de los motivos por los que me gustáis, Hija Pálida. —Lincoln sonrió—. Tú y yo somos lo mismo.
El chico se tocó la cara. La tinta garabateada que narraba el relato de su tortura.
—Cada giro, me levantaba y las veía en el espejo. Recordaba lo que me había hecho mi abuelo. Incluso cuando Adiira me forzaba hasta el límite, miraba el cristal y lo recordaba riendo. No me acuerdo del aspecto que tenía antes. Esta tinta… es quien soy. —Miró a Lexa, a sus ahora inmaculadas mejillas y a sus labios turgentes—. Octavia me las quitará. Adiira me advirtió. Me hacen fácil de recordar. Pero ¿qué seré cuando ya no estén? Son lo que hace que yo sea… yo.
—Y una mierda —dijo Lexa.
Lincoln se quedó anonadado.
—¿Cómo?
—Esto es lo que te hace ser quien eres. —Le dio un puñetazo en el bloque de músculo que tenía sobre el corazón—. Y esto. —Le dio una bofetada en el cogote—. Y estas. —La chica le cogió las manos, se arrodilló delante de él y miró a los ojos al chico—. Marcas de esclavo, tatuajes, cicatrices… Tu aspecto no cambia lo que eres por dentro. Pueden darte una cara nueva, pero no pueden darte un corazón nuevo. Por mucho que te quiten, eso no te lo pueden quitar si no les dejas. Esa es la verdadera fuerza, Lincoln. Ahí está es el verdadero poder. —Le apretó tanto las manos que le dolieron los dedos—. Así que consérvalo, ¿me oyes? Imagínate a ti mismo sobre la tumba de ese puto cabronazo de mierda. Escupiendo en la tierra que lo acuna. La tendrás, Lincoln. Un giro, tendrás tu venganza, te lo prometo. Que la Madre me ayude, te lo juro.
El chico miró las manos que asían las suyas.
—Es un sendero oscuro el que recorremos, Lexa.
—Pues lo recorreremos juntos. Yo te cuido las espaldas. Tú me las cuidas a mí. Y si caigo antes del final, te ocupas de Azgeda en mi nombre. Haz que chille. Y yo haré lo mismo por ti.
El chico la miró con aquellos ojos sin fondo de color avellana. Con aquel garabato de odio en la piel. El corazón de Lexa atronaba. Fervor en su mirada, manos sudando en las de él.
—¿Dolerá? —preguntó Lincoln.
—Depende.
—¿De qué?
—De si quieres que te mienta o no.
Lincoln rio, rompiendo el negro sortilegio que mantenía el salón en silencio. La sonrisa de Lexa se marchitó al mirarlo a los ojos. Se acercó un poco más a él. No lo suficiente.
—Después —se escuchó decir a sí misma—, si no quieres estar solo…
—¿Es buena idea?
—¿Después de la novena campanada? Supongo que no.
Lincoln se acercó a ella. Alto y fuerte y, oh, tan guapo. Las rastas de sal rebotaron en las mejillas de Lexa cuando Lincoln se inclinó hacia ella.
—Entonces supongo que no deberíamos.
Los labios de Lexa rozaron los de él mientras susurraba:
—Supongo que no.
Se quedaron así un momento más, con el estómago de Lexa cosquilleando y la piel de gallina cuando le pasó un dedo suave brazo arriba. Sabiendo exactamente lo que quería él. Queriendo ella exactamente lo mismo. Pero pendía sobre ellos la perspectiva de las manos de la tejedora retorciéndose. Esas manos estrangularon el momento. Así que Lincoln se levantó. Miró la oscuridad y respiró hondo.
—Os estoy agradecido, Hija Pálida. —Sonrió.
—A vuestro servicio, don Lincoln.
Lexa lo vio marcharse y su ausencia le dolió. Cuando hubo salido del salón, Lexa se quedó sentada a los pies de la diosa y su sombra empezó a susurrar.
—… creo que tendrías que ir tú a ver a la tejedora después del chico…
—¿Por qué?
—… tu cerebro y tus ovarios parecen haber cambiado de sitio…
—Para, por favor, antes de que me mee de la risa.
Se retiró a su habitación y anidó entre las notas y las fórmulas, perdida de nuevo en el puzle. Una mano trazó círculos distraídos en el aire, haciendo que las sombras del dormitorio se retorcieran. Don Majo saltó entre ellas como un gato de verdad persiguiendo ratones. Cuando sonaron las campanas de la tardera, se quedó con el acertijo, aunque su mente no dejaba de derivar hacia Lincoln. Se preguntó cómo le iría en la sala de máscaras de la tejedora. Las emociones estaban cobrando fuerza en los discípulos, lo notaba. A medida que la competición se hacía más intensa, también lo hacían los sentimientos. Notó como si el mundo estuviera volviéndose más ruidoso, como si todo importara más. No tenía ni idea de qué le depararía el siguiente giro. No amaba a Lincoln. El amor era una estupidez. Una insensatez. No tenía lugar entre aquellas paredes ni en su mundo, y Lexa lo sabía. Pero una parte de ella esperaba no quedarse sola aquella tarde…
Horas esperando en la oscuridad. Mariposas batiendo las alas en su interior. Preguntándose si Lincoln estaría bien. Qué aspecto tendría cuando le arrancaran aquel garabato de odio de la cara. Quién podría ser al final. Esperando la llamada a la puerta. Hora tras hora.
—… ¿estás segura de esto?…
—Estoy segura.
—… yo diría que…
—Sé lo que hago.
Pero el sueño llegó antes que el chico. Lexa despertó en algún momento de la oscuridad de la nuncanoche, con los párpados algo pegados tras un descanso sin sueños. ¿Cuánto tiempo había caído? ¿Qué hora podía s…?
Allí estaba otra vez. Un leve sonido que le despertó las mariposas.
Toc, toc.
Rodó fuera de la cama y se puso una túnica de seda encima de la combinación. Sintió el corazón latiendo contra las costillas. La piedra fría bajo sus pies descalzos. Llegó a la puerta, giró la llave con manos vacilantes y abrió una rendija. Y allí lo vio, solo una silueta en la oscuridad, las rastas de sal alrededor de los ocultos contornos de su cara. Con los labios secos, se apartó sin mediar palabra. Lincoln miró pasillo arriba y pasillo abajo, sin rebasar el umbral. Si lo descubrían fuera de su habitación después de la novena campanada, significaría la tortura a manos de la tejedora. Pero Lincoln sabía lo que iba a ocurrir si entraba. Los dos lo sabían. Lexa inhaló una bocanada que pareció durar una eternidad, mirándolo a través de las pestañas. Y por fin, quedo como un suspiro, cruzó la puerta. Lexa tocó la lámpara arkímica de su mesa y esperó a que el calor de su mano encendiera la luz de dentro. Intermitente al principio, un resplandor de tono sepia brotó en el cristal. Lincoln estaba detrás de ella, podía sentirlo. Sentir su sombra. Su miedo a estar allí. Su deseo. Y conteniendo el aliento, se volvió y lo miró a la cara. Una obra de arte, como sabía que encontraría. La tinta ya no estaba, las cicatrices de diente de draco habían desaparecido y solo quedaba una tez morena, lisa y perfecta. Pómulos más marcados, ojeras rellenadas. La clase de belleza por la que una chica podría reclutar un ejército, podría degollar a un dios o a un daimón. Esa chica, al menos.
—La tejedora sabe lo que se hace —dijo Lexa.
Lincoln se miró los pies, evitando los ojos de Lexa, que sonrió al verlo avergonzado.
—¿Cómo lo notas?
—No está mal. —Se encogió de hombros—. O sea, ha dolido como el fuego y el hierro, pero después, no está tan mal.
—¿Las echas de menos? ¿Las marcas?
—Me ha dejado conservarlas.
El chico señaló un pequeño vial de cristal que llevaba colgado de una tira de cuero al cuello. Lexa vio que estaba lleno de un líquido oscuro y reluciente.
—¿Eso es…?
Lincoln asintió.
—Lo que queda de la obra de mi abuelo.
Tras extender la mano para tocarlo, Lexa dejó bajar un dedo del colgante a la piel de debajo. Vio cómo se le aceleraba el pulso en el cuello. Se giró para ocultar su sonrisa.
—¿Una copa?
Lincoln asintió sin palabras. Lexa se afanó con los vasos de arcilla y la botella que había robado en una de sus primeras excursiones para buscar baratijas de la lista de Ratonero. Aunque el whisky no daba puntos en la competición del shahiid, Gustus le había enseñado a mangar siempre un buen caldo si lo veía. Puso dos copas y le tendió una a Lincoln, que la hizo entrechocar contra la de ella y se la echó al gaznate de inmediato. Lexa le sirvió otro whisky y se puso otro también.
—¿Quieres sentarte?
El chico miró por la habitación y vio el taburete guardado bajo su tocador.
—Solo hay un asiento —dijo.
Lexa se volvió y se quitó la túnica despacio por encima de la cabeza. Dejó que cayera arrugada al suelo mientras subía a la cama, gozando de la sensación de los ojos de Lincoln en su cuerpo. Dejó la botella en la mesita de noche y se reclinó entre las almohadas, con las piernas extendidas por delante y el whisky en la mano. Esperando. Lincoln caminó hacia la cama con pies silenciosos sobre la piedra. Se movía como un lobo, con la cabeza bajada e inhalando su olor. Lexa supo que era capaz de oler su anhelo. Le atronaba el corazón contra las costillas. Tenía la boca seca como el desierto que había más allá de aquellas paredes. Dio otro sorbo al vino dorado y saboreó el fuego ahumado que le hacía arder la garganta. Lincoln se sentó al borde del colchón, incapaz de apartar los ojos de ella. La tensión chisporroteó entre ellos y Lexa amagó una sonrisa. Podía sentirlo vibrando en las puntas de sus dedos. Latiendo bajo su piel. El deseo. El de ella por él. El de él por ella. Sin nada ni nadie en medio. Lincoln engulló su copa e hizo una mueca. Lexa contempló el juego de la luz en sus labios mientras tragaba, los profundos surcos de su garganta, la fuerte y perfecta línea de su mandíbula.
—¿Otra?
Lincoln asintió con la cabeza. Mudo. Lexa se incorporó despacio y sintió la tira de su combinación caerle de un hombro. Se sentó con las piernas cruzadas, la seda amontonada alrededor de sus caderas. La inundó un oscuro gozo al ver sus ojos recorriéndole el cuerpo hasta llegar a la sombra entre sus piernas. Se puso a gatas y recorrió las pieles de lobo, con la mirada fija en sus ojos. Fue a por el vaso que tenía Lincoln en la mano y sus dedos recorrieron el borde y pasaron a su muñeca. Subieron por los fluidos bultos de su brazo desnudo, poniéndole la piel de gallina y trabándole el aliento. La cara de Lexa a escasos centímetros de la de él. No estaba seguro de quién se movió primero, ella o él. Solo sabía que se estrellaron contra el otro, ella con los ojos cerrados, encontrando la boca de Lincoln con la propia como si siempre hubiera conocido el camino. Piel cálida y labios más cálidos. Manos fuertes y músculo duro. Los dedos de él enredados en su cabello. Las uñas de ella arañándole la piel. La boca de Lincoln apretada contra la suya, el sabor del whisky en su lengua. Lexa le quitó la camisa y le abrió el cinturón. Él agarró un puñado de combinación y se la arrancó del cuerpo como si Lexa no fuese a necesitarla nunca más. Lo empujó para tumbarlo bocarriba, se alzó a cuatro patas y se puso a horcajadas sobre su cara. Quería saborearlo mientras él la saboreaba a ella. Lincoln dejó un rastro ardiente con la boca en el interior de sus muslos mientras recorría con las manos su piel desnuda, dándole escalofríos. Con un respingo, consiguió bajarle las calzas hasta las rodillas, sintió los dedos de él separando sus pliegues mientras ella lo tomaba en la boca. Gimiendo en torno a su longitud, sintió la lengua de Lincoln lamiéndola, súplicas susurradas que se perdieron en las sombras del techo. Sus dedos, oh, Hijas, y aquel suave y ardiente calor en la lengua de Lexa. La boca de él contra su brote hinchado, un gemido cuando ella meneó el puño, cuando hizo rodar la lengua en torno a su corona, cuando bajó del todo hasta la empuñadura. Necesitando más.
Necesitándolo todo.
Lexa se alzó y giró, volvió a empujarlo hacia abajo cuando él se abalanzó hacia ella con los ojos brillantes de lascivia. Subió de nuevo encima de él y lo tomó en la mano, casi ebria de necesidad. Lo masturbó con fuerza entre sonidos roncos, apretándolo contra ella. Lincoln se lanzó hacia arriba, tomó su pecho en la boca, cerró las manos sobre sus caderas urgiéndola a descender. Pero ella se resistió durante un instante interminable, quieta sobre él. Engarzó la mirada con la suya. Apenas a dos centímetros y una eternidad de la caída. Pero por fin, con extrema lentitud, se hundió más y más abajo, mirando al fondo de sus ojos mientras el dolor y el placer se entrelazaban sin remedio, la respiración olvidada en sus pulmones, incapaz siquiera de gemir. Diosas, qué duro estaba. Lexa echó la cabeza atrás y le aletearon las pestañas, largos mechones en el puño de Lincoln mientras su lengua pasaba de un pecho al otro y ella mecía las caderas, arqueaba la espalda y le clavaba las uñas en la espalda. Se movieron como un solo ser, los dientes de él en el cuello de ella, siseando, suplicando. Lincoln metió la mano entre los dos, abajo entre las piernas de Lexa. Movió con delicadeza los dedos, haciéndolos rodar en círculos y aumentando el calor de su interior, más fuerte, más brillante, más intenso hasta que solo quedó la llama, cegadora tras sus ojos mientras todos sus músculos se tensaban y profería un grito silencioso al pelo de él. Lincoln se estrelló y ardió dentro de ella, ensanchando los ojos y sacudiendo todo el cuerpo mientras ella se mecía atrás y adelante encima de él. Lo miró a los ojos, sabiendo que estaba justo al límite, rogándole que le permitiera caer. Y en la última fracción de segundo antes de que terminara, Lexa se levantó de él y lo acabó con la mano, ahogando un grito cuando le salpicó el vientre y los pechos, susurrando su nombre. Laxos y sin aliento, se derrumbaron en un montón sudoroso sobre la cama. El silencio reinó en la temblorosa oscuridad. Las sombras del dormitorio se mecieron y rodaron en las postrimerías. Había libros caídos de sus estantes, despatarrados y doblados por todo el suelo. Las puertas de la cómoda estaban abiertas, el taburete derribado, la habitación hecha un desastre. Pero Lincoln la atrajo hacia sus brazos y le besó la frente y, por un solo y fugaz instante, Lexa se permitió soltarse. Cerró los ojos y olvidó. Escuchó el corazón de Lincoln contra sus costillas y sintió remitir el cálido fulgor con una sonrisa en los labios. Se quedó allí tumbada una eternidad. Apretada contra la piel de Lincoln, la mejilla sobre su pecho, el pelo extendido en él como una sábana, una gasa igual de negra que las sombras que los rodeaban. Y allí, en la oscuridad ahora calmada, susurró:
—Pagué demasiado a aquel dulcechico.
Esperó la respuesta de Lincoln. Los momentos se convirtieron en minutos. Al cabo, levantó la cabeza y comprobó que estaba dormido como un tronco, respirando plácido por la boca entreabierta. Lexa sonrió y negó con la cabeza. Se inclinó sobre él y le dio un beso largo y suave. Lo envolvió con los brazos, cerró los ojos con un suspiro satisfecho y cayó, por fin, al reino del sueño. Y mientras su consciencia se difuminaba, las sombras empezaron a moverse de nuevo.
Lentas al principio.
Titilando.
Retorciéndose.
Condensándose por último en una silueta delgada, aposentada al pie de la cama. Un no-gato, que miró a la chica con sus no-ojos. Que esperó paciente, como siempre hacía. A que llegaran los sueños. A su ocasión de desgarrar y destripar los terrores que venían para acosarla cada nuncanoche desde que había sentido la llamada de la chica. Todas las nuncanoches que siguieron, sentado junto a ella mientras dormía. Volviéndose fuerte y cada vez más fuerte con cada trago. La cosa llamada Don Majo esperó, con una paciencia aprendida a lo largo de eones. En un silencio de tumba. Ya no tardaría. En cualquier momento, la chica empezaría a gemir. A llamarlo con susurros. ¿Qué soñaría aquella nuncanoche? ¿Sería ese en el que venían a ahogarla? ¿El de su padre dando patadas, el rostro amoratándose, guj-guj-guj? ¿La Piedra Filosofal y los horrores que había hallado en su interior, con catorce años y perdida en la oscuridad?
Daba igual.
Todos tenían el mismo sabor.
Las pesadillas llegarían en cualquier momento.
En.
Cualquier.
Momento.
Pero por primera vez desde hacía muchísimo tiempo, las pesadillas no llegaron.
La chica no estaba asustada.
Y allí, en la vacía oscuridad, el no-gato ladeó la cabeza.
Entrecerró sus no-ojos.
Y no le gustó nada.
Lexa abrió los ojos. Se incorporó en la cama. Sonrió al darse cuenta de que Lincoln seguía a su lado, glorioso en la penumbra arkímica, con las rastas de sal extendidas por la almohada.
Ahí estaba otra vez. El sonido que la había despertado.
Toc, toc.
Lincoln se movió y frunció el ceño en sueños. Lexa le tocó la mejilla y el chico abrió los ojos, comprendió al fin dónde estaba y se incorporó de golpe con un leve siseo.
—Negra Madre, ¿me he quedado dormido?
—Chis. Hay alguien en la puerta.
Lexa salió de la cama. Buscó entre el desastre su túnica y sonrió al sentir los ojos de Lincoln en su cuerpo. Se puso la seda negra por los hombros y fue hacia el umbral mientras sonaba otra llamada.
—Wood —susurró una voz.
—¿Clarke? —Lexa hizo girar la llave, abrió la puerta un ápice y miró fuera. Se preguntó por qué Clarke no había forzado la cerradura como solía hacer. Vio a la chica esperando al otro lado, con los ojos azules muy abiertos en la oscuridad—. ¿Qué hora es?
—Casi las campanas de la mañana. —La chica pasó junto a Lexa y se metió en su dormitorio con el semblante descompuesto—. Me lo acaba de decir una mano. Puta Costia, la muy hija de…
Al entrar en la habitación, Clarke reparó en el desorden. En las ropas y los libros tirados por el suelo. Ah, sí, y también en el dweymeri desnudo sentado en la cama de Lexa.
—Ah —dijo.
Lincoln la saludó con la mano. Clarke miró a Lexa, un poco avergonzada.
—Perdona, Wood.
Lexa cerró la puerta para que nadie que pasara pudiera ver a Lincoln en su cama. Si alguien contaba a la reverenda madre que había salido después del toque de queda…
—¿Te importa decirme a qué viene esto?
Clarke no dijo nada. Abrió los labios, pero no encontró las palabras.
—¿Qué? —Lexa indagó en sus ojos—. ¿Qué ha pasado?
—Lexa…
—Joder, Clarke, ¿qué pasa?
La chica sacudió la cabeza.
Dio un leve suspiro.
—Nylah ha muerto.
