Capítulo 26. Cien
El Salón de las Verdades olía distinto aquella mañana. Entre la podredumbre y las flores frescas, entre las hierbas secas y los ácidos, un nuevo aroma parecido al óxido ahogaba el acostumbrado perfume.
Sangre.
Lexa se abrió paso entre las manos congregadas, seguida de cerca por Clarke y Lincoln. Los sirvientes intentaron detenerla, pero ella dio gritos y empujones y codazos hasta que, por fin, una voz dijo desde dentro:
—Dejadlos pasar.
Lexa llegó a la luz verde del salón con los ojos llenos de ira.
Nylah estaba caída sobre el banco de trabajo, con una pluma agarrada en una fría mano. Había una mancha de escarlata coagulado en la mesa delante de ella y otro charco bajo su taburete. La canción del coro fantasmagórico acompañaba en el aire al ferroso hedor de la sangre. La reverenda madre y Mataarañas estaban de pie junto al cadáver, hablando en voz baja con Solis. La habitual sonrisa de la madre Abby estaba desaparecida del todo, y Mataarañas parecía incluso más seria de lo normal. Solis miró el aire por encima del hombro derecho de Lexa cuando se acercó, con el rostro lúgubre como un patio de matanza.
—Todavía faltan horas para que empiecen las lecciones, discípulos —dijo Mataarañas—. No deberíais estar aquí.
—Es amiga nuestra —dijo Lexa, señalando el cuerpo de Nylah.
Mataarañas negó con la cabeza.
—Ya no.
—¿Cómo ha muerto? —preguntó Lincoln.
—No ha muerto —espetó Clarke—. La han matado.
—Garganta cortada —respondió Mataarañas—. Muy rápido. Casi indoloro.
—¿Por detrás?
La shahiid lo confirmó con un gesto.
—Costia —siseó Lexa—. O Jasper. Puede que los dos.
—Putos cobardes —susurró Clarke.
La madre Abby enarcó una ceja.
—¿Sabéis algo sobre este asunto, discípulos?
Lexa miró a Clarke y a Lincoln y asintió despacio con la cabeza.
—Nylah y Costia riñeron en la tardera hace unos giros, reverenda madre. Nylah estaba cerca de resolver la fórmula de Mataarañas, pero Jasper destruyó sus notas. Nylah casi le rompió la nariz a Costia y Costia prometió matarla en venganza. Preguntad a cualquiera. Todos lo oímos.
—Ya veo.
—Nylah dijo que iba a pedir permiso a la shahiid Mataarañas para trabajar hasta tarde y así recuperar el terreno perdido. Costia y Jasper sabían que iba a estar aquí.
—Por cómo lo cuentas, todos los presentes en la tardera sabían que estaría aquí.
—Pero Costia prometió matarla. Delante de todos nosotros.
—¿Y qué demuestra eso, exactamente? —dijo Solis con brusquedad—. Recuerdo que el discípulo Lincoln, aquí presente, amenazó con asesinar a otro compañero no hace tanto tiempo, también durante la tardera. Y ese mismo discípulo apareció muerto al giro siguiente. —Solis se volvió hacia Lincoln—. ¿Tienes algo que confesar, discípulo?
—No tuve nada que ver con la muerte de Llamarriadas, shahiid, lo juro.
El hombretón devolvió su atención a Lexa y bufó.
—Las amenazas vanas no convierten a nadie en asesino.
—Ni siquiera os importa que haya muerto, ¿verdad? —preguntó.
—Al contrario, discípula, nos importa muchísimo —dijo la madre Abby—. Que es por lo que lo estamos investigando a conciencia en lugar de precipitarnos guiados por lo obvio. Costia tiene sangre fría, cierto. Pero ¿la consideras tan necia como para asesinar a una chica a la que había amenazado sin ambages, ante una sala llena de gente, unos pocos giros antes?
—Quizá pensaba que a ninguno de vosotros le importaría un comino. Tampoco es que lo pusierais todo patas arriba buscando pistas cuando a Llamarriadas le abrieron la garganta. Desde entonces ha muerto más de la mitad de nosotros y no se ha derramado ni una sola lágrima por ninguno de ellos.
Solis echó chispas por los ojos ciegos.
—Te aconsejo que vigiles el tono cuando te dirijas a tus superiores, chica. Tu aversión por Costia es notoria. Las palizas que te ha dado en el Salón de las Canciones serían motivo suficiente para que ahora difundas mentiras sobre ella. Y si hay alguien en esta congregación que se beneficiaría de la muerte de Nylah, esa eres tú.
Lexa parpadeó, anonadada.
—¿Cómo?
—Has dicho tú misma que estaba cerca de resolver el acertijo de la shahiid Mataarañas. Si Nylah hubiera elaborado el antídoto, tu mejor oportunidad de acabar la primera de algún salón se perdería, ¿no es así? Desde luego, en el Salón de las Canciones tienes menos posibilidades de triunfar que un rayo de los soles en el abismo.
—Miserable…
—Lexa —la advirtió Lincoln, poniéndole una mano en el brazo.—… ruin…
—Wood —murmuró Clarke.
—… y puto…
—… Lexa…
—¡CAPULLO! —rugió Lexa—. ¡Era mi amiga! ¿Quién coño te crees que eres?
Solis descargó el puño sobre el banco de trabajo y bramó:
—¡Soy un shahiid de la Iglesia Roja! ¡La hoja de la Madre en esta tierra, con treinta y seis muertes santificadas en mi cuenta y en su nombre! ¡Y te juro que serás la trigésimo séptima como te atrevas a volver a hablarme así!
Lexa dio un paso adelante, con la ira ardiendo en el pecho. Sabía mejor que nadie lo que era enfadar a Solis. Pero seguía imprudente, siempre temeraria, con Don Majo tragándose su precaución a chorro. Lincoln y Clarke le agarraron los brazos y la contuvieron. Pero fue la voz de la reverenda madre lo que finalmente trajo la calma al salón.
—¿Dónde estabas ayer por la nuncanoche, discípula? —Abby inclinó la cabeza a un lado y miró el cuerpo de Nylah—. Alrededor de la tercera campanada.
Saliva en los labios de Lexa. Ojos entornados. Mandíbula tensa.
—Acostada, por supuesto.
—Sin nadie que pueda confirmar tu paradero, pues.
—No.
La reverenda madre clavó en ella una serena mirada azul.
—Interesante.
—¿Por qué es interesante?
—He ventilado varias gargantas en mis tiempos. —Abby señaló el cadáver de Nylah—. Por el aspecto de la herida, diría que el asesino es zurdo.
El silencio cayó sobre ellos. Clarke y Lincoln cruzaron miradas incómodas y el sudor de la piel de Lexa empezó a enfriarse. La madre estaba mirándola directamente.
—Costia es ambidiestra —dijo Lexa—. Lucha igual de bien con las dos manos.
—¿Y cuál es la tuya buena, discípula?
—La izquierda, madre Abby.
La anciana hizo un gesto hacia la mesa. Lexa se fijó en una tenue silueta dentro de la salpicadura de sangre, como si hubiera habido un objeto rectangular delante de Nylah cuando le rajaron el cuello que escudó al banco de parte del chorro.
—Salta a la vista que Nylah estaba trabajando en algo cuando la asesinaron. Parece tener la forma aproximada de un libro. Un diario, tal vez. Por casualidad no sabrás nada al respecto, ¿verdad, discípula?
—Nylah apuntaba sus notas sobre el antídoto de Mataarañas en un cuaderno. Lo sabía todo el mundo.
La madre reverenda ladeó la cabeza.
—Interesante.
Lexa sostuvo la mirada de la madre sin parpadear. La voz de Mataarañas rompió el silencio.
—Tenemos trabajo que hacer, discípulos. Deberíais ir a tomar la mañanera. Nos veremos aquí para Verdades a la hora de clase.
Clarke cogió la mano de Lexa y se la llevó fuera del salón. Los tres comieron sin ganas en el Altar del Cielo; Lexa sin dejar de fulminar con la mirada a Jasper. El gran itreyano la observó con ojos fríos y muertos, retándola a actuar. Costia no estaba por ninguna parte. Lexa apretó los dientes. La comida le sabía a polvo y muerte en la boca. No oyó los susurros de Clarke. La sangre le palpitaba en las orejas. Lincoln insistió en confesar, testificar que había pasado la nuncanoche en la cama de Lexa. Que ella no podía haber matado a Nylah. Pero la sesión de Lincoln con la tejedora había terminado bien pasada la novena campanada y el chico había recibido una dispensa solo para regresar a su habitación, desde luego no para meterse en la de Lexa. Así que ella le rogó que no dijera nada. No tenía sentido que Lincoln se arriesgara a la tortura hasta saber cómo de caliente era el agua en la que estaba nadando. Durante la lección en el Salón de las Verdades, a Lexa le costó apartar la mirada del taburete vacío de Nylah y de la tenue mancha que ni siquiera la arkimia de Mataarañas podía sacar por completo del banco de jabí. Imaginó los últimos instantes de la chica, encorvada sobre su cuaderno. La cabeza echada hacia atrás por una mano rápida. Los breves segundos de terror entre el momento en que sintió la hoja y que se la llevara la oscuridad. Lexa miró a Costia, que había llegado al salón unos segundos antes de que empezara la clase. En su mente resonó un voto silencioso.
«Este será tu final, zorra.»
—Lexa Wood.
Lexa levantó la cabeza. Apartó la mirada del rostro de Costia para encontrar a la reverenda madre Abby ante los discípulos, rodeada de seis manos.
—¿Sí, madre Abby?
—Debes acompañarnos inmediatamente.
Dos manos con túnicas negras asieron los brazos de Lexa. La chica hizo un sonido de protesta mientras la levantaban del taburete y, sin demasiada delicadeza, la llevaban hacia la puerta. Oyó la queja de Lincoln, un forcejeo, la orden que gritó la reverenda madre. Estirando el cuello, vio que la anciana caminaba detrás de ellos, rodeada de figuras negras y ominosas. Su mirada era un frío, gélido azul.
—Madre Abby, ¿adónde me lleváis?
—A mis aposentos.
—¿Para qué?
—Para interrogarte.
—¿Sobre qué?
—Sobre el asesinato de Nylah Valdi.
Abby dejó un arrugado pedazo de sábana en el regazo de Lexa y se cruzó de brazos.
—Explica esto.
Los aposentos de la madre estaban en la parte alta de la montaña, después de coronar un tramo de escalera interminable en apariencia. Estaban iluminados con suavidad por una escultura de cristal arkímico colgada del techo. Dominaba la habitación un ornamentado escritorio con altos montones de papiros encima; había pieles blancas en el suelo y pintura blanca en las paredes. Estantes atestados de libros a izquierda y derecha pero, detrás de la mesa, la pared tenía tallados centenares de hornacinas. Dentro de esos nichos, Lexa vio todo tipo de rarezas. Una daga de centurión, una rosa de oro cincelado, un ejemplar ensangrentado del Evangelio de Aa, un anillo de zafiro. Mezclados entre los trofeos, Lexa vio cientos y cientos de viales de plata, sellados con tapones de cera oscura. Eran como el que Raven había llevado al cuello en los Susurriales. Y en el centro de todo ello, había una puerta de obsidiana incrustada en la roca, marcada con glifos extraños y cambiantes. Sentada en una butaca de respaldo alto, Lexa miró el trozo de sábana que le había entregado Abby.
—¿Que explique qué, reverenda madre?
—Esto.
Abby recogió la sábana y la sostuvo ante la cara de Lexa. Allí, empapando el tejido, la chica vio una diminuta mancha de escarlata seco.
—Parece sangre.
—La sangre de Nylah, discípula. Lo confirma el orador Bellamy.
Lexa miró al orador, que estaba admirando la colección de curiosidades de la reverenda madre. Iba descalzo como siempre, y su pecho liso y blanquecino se veía por el cuello abierto de su túnica de seda. Como era habitual, el orador parecía aburrido hasta el extremo.
—Se trata del vitus de la asesinada. —Bellamy asintió mientras pasaba las yemas de los dedos por uno de los muchos viales de plata—. Sin duda alguna.
—No lo entiendo —dijo Lexa—. Es la sangre de Nylah, muy bien. ¿Qué tiene que ver conmigo?
Abby plegó el trozo de sábana con esmero y lo devolvió al regazo de Lexa.
—Esta tela se ha cortado de tu cama esta mañana.
Lexa frunció el ceño. Pensó a marchas forzadas. Se le aceleró el pulso.
—No tiene sentido.
—¿Puedes explicar cómo ha llegado la sangre de Nylah a tu cama, discípula?
La mandíbula de Lexa se abrió y se cerró mientras sus ojos registraban la habitación. Tomó una bocanada de aire a través de los dientes apretados. Recordó a Jasper sentado solo en la mañanera. La imagen de Costia llegando justo a tiempo para la lección de Mataarañas.
—Costia —escupió Lexa—. No estaba en la mañanera. Debe de haberla puesto ella.
—Esta mañana Costia estaba aquí, en mis aposentos, discípula. —Abby suspiró y añadió—: Yo misma la he interrogado sobre este asunto.
—Reverenda madre, yo no tuve nada que ver con la muerte de Nylah. ¡Era mi amiga!
—Aquí no hay amigos, discípula. El lobo no se compadece del cordero. La tormenta no suplica su perdón a los ahogados. Somos asesinos, uno y todos. —Lexa levantó la mirada al oír a la anciana repitiendo la advertencia de Kane—. Y aunque os hemos dejado bien claro que el asesinato de otro discípulo es un crimen, si reconoces ahora tu implicación en el fin de Nylah, el Sacerdocio te juzgará con menor severidad.
—¡No voy a admitir algo que no he hecho!
—Todas las pruebas apuntan a lo contrario. —Abby se apoyó en el borde del escritorio y se inclinó hacia Lexa. La llave de obsidiana que llevaba al cuello relució en la turbia claridad—. Eres la única zurda de la grey actual. Eres quien más tiene que ganar si Nylah no participa en la competición de Mataarañas. No puedes demostrar dónde estuviste ayer, y se ha hallado sangre de la víctima en tus sábanas, hecho que tú misma eres incapaz de explicar. ¿Nylah visitó alguna vez tu dormitorio?
—No, pero…
—¿Se hizo algún corte en su altercado con Costia en el Altar del Cielo, quizá? ¿Es posible que su sangre llegara de algún modo a tu ropa?
Lexa se planteó mentir durante un momento, pero sabía que Abby iba a hacer las mismas preguntas a todos los testigos de la pelea. Y si ahora la pillaban mintiendo…
—No, Nylah no se hizo ningún corte. —Lexa frunció el ceño—. ¿Por qué habéis entrado en mi habitación, de todos modos?
—Para buscar el cuaderno desaparecido de Nylah, por supuesto.
—¿De verdad creíais que ibais a encontrarlo? Tendría que ser muy idiota para guardarlo en mi habitación después de rajarle la garganta, ¿no?
—Pero si te estuvieran incriminando de su asesinato como afirmas, ¿acaso al asesino no le convendría más colocar el cuaderno que una sola gota de sangre?
—Entonces, si hubierais encontrado sus notas, ¿demostraría mi inocencia o mi culpabilidad?
Abby torció el gesto y se cruzó de brazos.
—¿No hay nadie que pueda confirmar dónde estabas?
Las uñas de Lexa se hundieron en sus palmas. Pues claro que alguien podía dar fe de su paradero. Pero si Lincoln reconocía haber ido a su habitación, estaría admitiendo que había incumplido el toque de queda. Lo flagelarían por ello. Probablemente más que a Chss.
—… hay alguien que puede confirmar dónde estaba…
El corazón de Lexa dio un vuelco. Don Majo se había materializado en el escritorio de la reverenda madre y miraba a la anciana con la cabeza ladeada. Abby se volvió para contemplar a la criatura con una mirada llena de escepticismo. Pero Lexa sabía que Don Majo no tenía ningún afecto a Lincoln. Ninguna lealtad con el chico. Lo echaría a los lobos sin pensárselo, si con ello evitaba a Lexa un segundo más de aquella humillación.
—¿Ah, sí? —repuso Abby—. ¿Me atrevo a preguntar?
—… no lo sé. ¿te atreves?…
—Don Majo, no —le advirtió Lexa.
—… ¿por qué no?…
—Porque yo te lo pido.
Abby dio una repentina media vuelta al oírlo y contempló a Lexa con los ojos entornados.
—Discípula, no debería hacer falta explicarte lo grave que es este delito. Si se te halla culpable de asesinar a la discípula Nylah, como mínimo se te condenará a flagelación. Quizá incluso a muerte. Si hay alguien que pueda proporcionarte una coartada para la nuncanoche de ayer…
La mirada de Lexa estaba fija en el no-gato. Suplicante.
—… antes confiabas más en mí…
—Por favor, no.
—… ¿qué ha cambiado, Lexa?…
—Basta —restalló Abby—. Soy la señora de estos salones. No hables con ella, sino conmigo. En nombre de Nuestra Bendita Señora, te lo ordeno.
Don Majo giró la cabeza al oírlo y clavó su mirada sin fondo en Abby.
—… es evidente, en realidad…
—Don Majo, no.
El no-gato movió la cola. Miró a la anciana de arriba abajo.
—… soy yo…
En el silencio que siguió a sus palabras, Lexa habría jurado que oyó una risita de Bellamy. El no-gato la miró y pareció menear la cabeza, como diciendo que Lexa tendría que haberlo sabido.
—… nunca me aparto de su lado. velo por ella mientras duerme. sé a ciencia cierta lo que hizo ayer por la nuncanoche…
—¿Me tomas por tonta, pequeño pasajero?
—… hay muchos tontos en estos salones, reverenda madre, pero ni tú ni ella os contáis entre ellos…
Don Majo señaló a Lexa con la cabeza.
—… ella nunca lo habría hecho, ni tampoco pudo hacerlo…
Abby hizo un ademán exasperado y se levantó del escritorio para sentarse tras él. Bellamy siguió paseando por las hornacinas, tocando un vial aquí y otro allá, con una leve sonrisa. La anciana hizo un triángulo con las manos.
—Discípula Lexa Wood, quedas confinada en tu dormitorio. Se te llevarán las comidas y cualquier material que necesites para continuar con tus estudios. No se te permitirá ningún contacto con el exterior, y habrá una mano apostada fuera de tu puerta hasta que se resuelva este asunto. El Sacerdocio se reunirá esta tarde para decidir tu destino.
Parecieron materializarse dos manos junto a la butaca de Lexa. Al comprender que no tenía sentido encolerizar más a la reverenda madre, Lexa se levantó despacio, hizo una profunda inclinación y salió de los aposentos de Abby. Las manos la escoltaron hasta su habitación, la metieron dentro y cerraron la puerta al salir. Una mirada rápida por la cerradura confirmó que los encapuchados se habían quedado en el pasillo. Su dormitorio estaba patas arriba, los cajones fuera de su sitio, la ropa de cama hecha trizas. Lexa se dejó caer en el colchón desnudo, encendió un cigarrillo y se quedó mirando al techo.
—Menuda mierda.
Don Majo apareció en el cabezal de la cama y la miró a los ojos.
—… preferiría tu disculpa por escrito, aunque podría bastar con la palabra hablada si es lo bastante elocuente…
—Sí —dijo Lexa, y carraspeó—. Es verdad, perdona.
—… esto debe de ser algún tipo nuevo de elocuencia que no conocía…
—Por el abismo y la sangre, te escribiré una disculpa bien bonita en pergamino ribeteado de oropel y la proclamaré desde la cima de la montaña más tarde. Pero tenemos asuntos más urgentes, ¿verdad?
—… aunque te declaren culpable, no van a matarte…
—¿Por qué estás tan seguro? A lo mejor quieren dar ejemplo conmigo.
—… no tiene mucho sentido que lo hagan. el asesino fue lo bastante hábil para salir de su dormitorio tras la novena campanada, escabullirse hasta el salón de las verdades, abrir la garganta a la chica de oreja a oreja, limpiarse los chorretones de sangre y volver a la cama, todo sin que lo viera nadie…
Lexa tiró humo a la cara del no-gato.
—Se llamaba Nylah, Don Majo.
—… de todos modos, el asesino ha demostrado una habilidad considerable precisamente en las artes que se imparten aquí…
—Sí, claro, seguro que me clavan una cinta conmemorativa en las tetas.
—… lo dudo. pero también dudo que los maestros de una escuela de asesinos letales se molesten demasiado porque un alumno suyo resulte ser un asesino letal…
La chica dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló una maldición gris.
—… Costia es la discípula obvia a quien culpar. pero no tiene por qué ser la correcta…
—¿Quién si no?
—… ¿quién es el tercer discípulo más versado en venenos?…
—Supongo que Chss. Pero Finn y Monty también son bastante buenos.
—… ¿alguno de ellos posee el sigilo necesario para haber hecho esto?…
Lexa siguió fumando, con la mente en llamas. Costia tenía que caer. Pero si ella o Jasper aparecían muertos sin más, el Sacerdocio sospecharía de ella al momento. Y todo eso era irrelevante, en todo caso. No tenía sentido pensar en Costia o Jasper hasta saber cuál sería el veredicto sobre Nylah. Su acumulación de problemas se reduciría bastante si el Sacerdocio le rajaba el cuello y punto…
En vez de dar vueltas y más vueltas al tema, Lexa volvió al trabajo con la fórmula de Mataarañas. Encogida en los restos de su cama, siguió apuntando ideas en su libreta encuadernada en cuero. Pasaron las horas en la penumbra, con Don Majo ofreciéndole la poca ayuda que podía. El puzle apartó sus pensamientos del Sacerdocio, de la posibilidad de que sus meticulosos planes pudieran venirse abajo al cabo de unas pocas horas. ¿Qué diría Gustus si todo aquello estuviera desmoronándose?
«Concéntrate en lo que puedes cambiar —le aconsejaría—. Lo demás se resolverá solo.»
Lexa suspiró.
«De un modo u otro.»
Una llamada a su puerta, horas después, sacó a Lexa de la danza arkímica que tenía en la cabeza y la devolvió a la luz mortecina. Sin darse cuenta, había empalmado un cigarrillo con otro hasta consumir la mitad de los que le quedaban, y el vaso que tenía junto a la cama casi rebosaba de ceniza. Notaba la garganta irritada, la cabeza mareada. Apagó lo que quedaba del último, con una mueca.
—Por los dientes de las Fauces, tengo que reducirlo.
—… hay cosas más peligrosas por aquí que meterte en la boca… —Don Majo la miró a través de la neblina gris— … los chicos dweymeri, por ejemplo…
—Oh, bravo. Esa llevabas un rato preparándola, ¿verdad?
—… casi todo el tiempo desde ayer…
—Tiempo bien invertido, pues.
—… hay formas más peligrosas en las que podría…
—Vale, vale. Ya basta. Lo último que necesito oír antes de mi ejecución son tus críticas hacia mi elección de penes.
—… qué cosas más ridículas son, si alguna vez hizo falta alguna prueba de la maldad de vuestro creador, solo hay que mirar entre las piernas del adolescente medio…
Toc, toc, toc.
—Discípula, se te convoca al Salón de las Elegías.
Lexa se levantó de la cama. Sin miedo en su estómago. Con el pulso firme. Ocultó una docena de hojas en su ropa, decidida a caer luchando si llegaba su fin. Preguntándose qué la aguardaría bajo la mirada de la estatua. Había seis manos esperando fuera de su dormitorio, con las capuchas echadas. El shahiid Ratonero estaba con ellos, su hoja de negracero al cinto. La acostumbrada sonrisa de robar cubertería se había esfumado de su rostro.
—Shahiid —dijo Lexa, inclinando la cabeza.
—Acompáñanos, discípula.
Llevaron a Lexa pasillo abajo hacia el Salón de las Elegías. Notó a Don Majo en su sombra, bebiéndose su miedo tan deprisa como podía. Aun así, empezaba a permear. Sudor en sus palmas. Levedad en su tripa. No iba a morir de rodillas como una niña llorica. Pero cuánto había trabajado. Qué lejos había llegado. Tropezar y caer en la undécima hora por algo como aquello sería…
La oscuridad se infló a su alrededor, presionando desde todas partes. Respondiendo a su ira creciente. A su incipiente ansiedad. Era suya para dirigir, si lo deseaba. Con solo que tuviera la voluntad de llamarla y asirla. Lo había hecho antes, no hacía tanto tiempo. A los catorce años. Paredes de piedra. Chillidos en el aire. Sangre en sus manos.
No mires.
El Sacerdocio estaba reunido bajo la granítica mirada de Niah. También los discípulos, uno menos de los que había habido la última vez que se congregaron allí. Lincoln la estaba mirando con agonía en los rasgos. Lexa negó con la cabeza y cerró los labios con fuerza, advirtiéndole en silencio que hiciera lo mismo. La luz de los cristales tintados se derramaba por el suelo, roja sangre y blanca fantasma, mientras el coro cantaba de fondo. Llevaron a Lexa a un espacio despejado ante el Sacerdocio. Los semblantes de los shahiids eran adustos, el de la reverenda madre el más sombrío de todos.
—Discípula Lexa, el Sacerdocio ha debatido largo y tendido sobre la muerte de la discípula Nylah. Aunque carecemos de pruebas concluyentes de tu culpabilidad, la sangre hallada en tu habitación y la mano empleada por el asesino no pueden pasarse por alto. Es más, tu móvil es irrefutable. Con la muerte de la discípula Nylah, eres la mejor situada para terminar primera en el salón de Mataarañas. Además de las palabras pronunciadas esta mañana, ¿tienes algo que añadir en tu defensa?
Lexa observó las caras de los shahiids. La mirada ciega de Solis. La hermosa máscara de Aalea. Tenían la decisión tomada. Y además, suplicar no era su estilo.
—No, reverenda madre —respondió.
—Muy bien. A la luz de las pruebas y sin ningún testimonio convincente de lo contrario, confirmamos tu culpabilidad. Dada la naturaleza de tus estudios aquí y la pericia con que se llevó a cabo el asesinato, no se te condenará a muerte. Sin embargo, fuiste advertida específicamente de que dar fin a otro discípulo está prohibido y, en consecuencia, debe impartirse un castigo. Sufrirás la flagelación de sangre. Cincuenta azotes.
Lexa apretó los dientes frente a la repentina oleada de miedo y Don Majo se hinchó en su sombra. «Por los dientes de las Fauces, cincuenta azotes.» Chss había recibido la mitad y casi había muerto. Echó un vistazo al chico de ojos azules, al borde del semicírculo de discípulos. Juraría que el chico le hizo un minúsculo asentimiento con la cabeza. Oyó el eco de la voz de su madre.
Nunca te encojas. Nunca temas. Y nunca, jamás, olvides.
Cruzó la mirada con Lincoln y volvió a negar con la cabeza. No tenía el menor sentido que se ofreciera ya a recibir el castigo. Por mucho que los shahiids hablaran de normas, aquello era una escuela de asesinos, y por lo menos el delito del que se suponía culpable a Lexa le confería algún tipo de credibilidad. Pero ¿incumplir a sabiendas el toque de queda de la madre para aliviar su angustia con un ratito de boca a boca?
«Lo desollarían vivo. Literalmente.»
—Además —siguió diciendo Abby—, dado que este crimen estaba motivado por el deseo de obtener ventaja en Verdades, por la presente quedas excluida de la competición de Mataarañas y no podrás aspirar a quedar primera de su salón.
Lexa se combó como si la reverenda madre le hubiera dado un puñetazo en la barriga. Terminar primera en Verdades era su mejor posibilidad de iniciarse, y todos lo sabían. Sin la competición de Mataarañas, tal vez Lexa nunca llegara a ser hoja. ¿Qué le pasaría entonces? ¿Quedaría relegada a hacer viajes a Última Esperanza con Raven, o a cuidar de algún estanque de sangre en un miserable cuchitril como Villa Corneja o Elai? ¿Cómo iba a esperar vengarse de Azgeda y los demás si era solo una sirviente venida a más?
Lexa observó los rostros que la rodeaban. Solis sonreía. Costia ponía cara de haber recibido todos sus regalos de la Gran Ofrenda a la vez. Jasper prácticamente salivaba con la anticipación. La madre Abby hizo un gesto con el mentón a las manos que flanqueaban a Lexa y la cogieron de un brazo cada uno. Le costó horrores contenerse. La negrura tembló cuando, a regañadientes, se dejó llevar a las argollas de hierro que había en la base de la estatua y vio a Octavia y Bellamy entre las sombras. La cara del orador no revelaba ninguna expresión, pero los labios sangrantes de la tejedora sonreían. Estaba haciendo chasquear los nudillos. Las manos asieron su camisa y Lexa se tensó mientras se disponían a apartarla de su espalda. Miró a la diosa sobre ella, a aquellos ojos vacíos que la seguían allá donde fuera.
«Dame fuerza.»
—¡Parad!
Lexa suspiró. De alivio y rabia en la misma medida.
«Puto idiota.»
Lexa se volvió. Todas las miradas estaban posadas en Lincoln. El chico había dado un paso adelante y miraba a los shahiids congregados.
—Madre Abby, detened esto.
—Vuelve a tu lugar, discípulo. La sentencia se ha pronunciado y se cumplirá.
—Lincoln, no —siseó Lexa.
—La sentencia es errónea. Lexa no pudo haber matado a Nylah.
—No estamos interesados en tu juicio sobre su carácter, discípulo.
—No estoy hablando de su condenado carácter —espetó Lincoln—. Lexa no pudo haber matado a Nylah ayer sin que yo lo supiera.
—Y eso, ¿por qué?
—¡Lincoln, para!
Lincoln hizo caso omiso a la súplica de Lexa y desvió la mirada a la tejedora. Tenía los labios secos. Pero aunque sabía el castigo que podían imponerle, habló.
—Porque yo estaba con ella en su habitación.
Los miembros del Sacerdocio cruzaron las miradas, salvo Solis, que tenía la suya fija e iracunda en el techo. Abby miró a Octavia y a su hermano y luego otra vez a Lincoln.
—¿Reconoces haber estado fuera de tu dormitorio después de la novena campanada?
—Estuve fuera toda la nuncanoche. Clarke puede confirmarlo. Me ha visto en la cama de Lexa esta mañana.
Abby se volvió hacia Clarke.
—¿Eso es cierto, discípula?
Clarke se mordió el labio. Asintió con la cabeza de mala gana.
—Sí, reverenda madre.
—Por tanto, Lexa no pudo matar a Nylah —siguió diciendo Lincoln—. Por muchas «pruebas» que tengáis. No podéis descalificarla de la competición de Mataarañas. Yo estaba con ella en la cama todo el tiempo.
—¿Y por qué no nos has informado antes de ello?
—Porque yo le he pedido que no lo haga —dijo Lexa.
—No podéis apartar a Lexa de la prueba de Mataarañas —insistió Lincoln—. Convertirse en hoja lo es todo para ella. No es la culpable de esto.
Abby miró a Lexa. El Sacerdocio miró a la reverenda madre.
La chica contuvo el aliento y los minutos pasaron con el peso de años. El coro fantasmagórico siguió entonando su himno en la oscuridad y el pulso atronó en las venas de Lexa. El Sacerdocio conferenció en tonos quedos, sobre todo aquello por lo que Lexa había trabajado y estaba en juego. Podría haber dado un beso a Lincoln. Podría haberle dado un puñetazo. Pero aquello era una competición. En primer lugar, y en último, y en todos. Lexa no lo amaba. Él no la amaba a ella. No había lugar para el amor en aquella oscuridad, y los dos lo sabían. ¿Por qué arriesgaba tanto por ella, si Lexa nunca habría hecho lo mismo por él?
La madre Abby habló por fin, calmando el remolino en la mente de Lexa.
—Muy bien —dijo la anciana—. A la luz de este nuevo hecho, parece que la culpabilidad de la discípula Lexa se pone en duda, y quizá su castigo quede sin impartir. Y aunque haya sido tarde, el Sacerdocio debe aplaudir al discípulo Lincoln por su sinceridad. Tal valentía debe elogiarse, sobre todo considerada junto a su precio. —Abby se volvió hacia las manos que estaban a los lados de Lexa—. Encadenadlo.
Las figuras con túnica rodearon a Lincoln y lo llevaron hacia la base de la estatua, mientras Abby seguía hablando.
—Por desgracia, discípulo Lincoln, y sinceridad al margen, parece que la pena infligida al discípulo Chss no fue incentivo suficiente para disuadir a los discípulos de incumplir el toque de queda. Quizá tu propio castigo impedirá más desobediencias. —Miró a Octavia—. Cien azotes.
Se alzó un murmullo en la hilera de discípulos y Lincoln palideció. Aunque Bellamy evitase que se desangrara, aunque Octavia impidiese que muriera, el suplicio de cien azotes terminaría con su vida sin lugar a dudas. Después de todo lo que había superado, de todo lo que ya había sufrido, Lincoln hallaría su fin en las entrañas de aquella montaña negra, chillando enloquecido y suplicando la muerte. Lo había arriesgado todo por ella. Había dicho la verdad, aun sabiendo lo que le costaría. Aun sabiendo que ella nunca haría lo mismo por él.
—Reverenda madre —dijo Lexa—, esperad.
Una fría mirada azul cayó sobre la chica.
—¿Discípula?
Lexa respiró hondo. La sombra rodó bajo sus pies.
¿Sería capaz?
—Yo pedí a Lincoln que viniera a mi habitación. Me corresponde como mínimo la mitad de la culpa. —Lexa hizo acopio de valor—. Debería sufrir la mitad del castigo.
El salón quedó silencioso como una tumba. La reverenda madre miró a todos los shahiids, preguntándoles sin palabras uno por uno. Ratonero se encogió de hombros. Solis negó con la cabeza, al parecer apostando a que presenciar la flagelación de Lincoln haría más daño a Lexa que sufrir ella misma el castigo. Pero Aalea asintió y Mataarañas también se mostró de acuerdo, fijando en Lexa sus ojos oscuros. Abby se apretó los dedos contra los labios y arrugó la frente, pensativa.
—Encadenadlos a los dos —dijo por fin.
Las manos escoltaron a Lincoln a la estatua y le ataron las muñecas. Lexa no dejó de mirar furiosa a Lincoln, negando con la cabeza. El chico le sostuvo la mirada, desde un rostro demacrado y blanquecino.
—¡Serás imbécil! —susurraron al mismo tiempo.
Lexa notó que le arrancaban la camisa. La apretaron contra la piedra y notó la roca fresca bajo su carne, poniéndole la piel desnuda de gallina. Miró atrás y vio que Bellamy y Octavia estaban a su espalda. Su miedo empezaba a rebasar el apetito de Don Majo. Su pulso era cada vez más rápido.
«¿Cómo tiene que ser esto para Lincoln?»
El chico no parecía poder respirar más rápido, arrastrando enormes y sonoras bocanadas de aire a través de dientes apretados. Los ojos desorbitados fijos en la piedra negra a la que estaba encadenado. Lexa luchó contra los grilletes y las puntas de sus dedos lograron encontrar las de él y apretarlas con fuerza.
—Agárrate a mí —susurró.
Lincoln parpadeó para quitarse el sudor de los ojos. Asintió. Y entonces dos manos llegaron tras sus espaldas y les vendaron los ojos, bloqueándoles la luz. Lexa notó que la mano de Lincoln se crispaba, aplastándole los dedos. Sabía exactamente dónde estaba el chico. En sus catorce años, atado a un árbol fuera del hogar de su abuelo. Esperando en la oscuridad a que llegara la siguiente pedrada. El siguiente bofetón. El siguiente gargajo.
Bastardo. Hijo de puta. Koffi.
—Don Majo —susurró.
—… no, Lexa…
—Ayúdalo.
—… y si lo ayudo a él, ¿quién te ayuda a ti?…
Sintió que las manos comprobaban los grilletes de sus muñecas. Oyó pisadas cuando se apartaron. Lincoln le apretaba tanto los dedos que dolían.
—Me dijiste que para dominar la oscuridad de fuera, antes tenía que afrontar la interior.
—… no aquí. no así…
—Si no aquí, ¿dónde?
Sintió su sombra tiritar. Sintió crecer el miedo.
—Puedo hacerlo —siseó.
Los nudillos de la tejedora Octavia chasqueando. La voz de la madre Abby resonando en la oscuridad de la venda.
—Empezad.
Un momento silencioso y vacío.
—… como desees…
La oscuridad titiló a sus pies con un último adiós. Y entonces Don Majo se marchó, resbalando por la piedra negra y entrando en la sombra de Lincoln. Oyó que la respiración del chico se calmaba un ápice, notó que la férrea presa sobre sus dedos se relajaba cuando el no-gato se abalanzó sobre su miedo. Allí, apretada contra la fría piedra, a pesar del suplicio que vendría, Lexa se descubrió sonriendo. El silencio se hizo clamoroso en el salón, profundo como el paso de los siglos. El mundo contuvo el aliento.
Y entonces la tejedora cerró los puños.
El golpe fue una llamarada al rojo vivo y una cuchilla oxidada. Limón y sal frotados en una herida fresca y sangrante, que le abrió cuatro brechas irregulares en la espalda y le apartó los labios de los dientes en un mudo chillido. Todos los músculos tensados. Su espalda se rasgó como el papel. Lexa se retorció contra la piedra y reforzó su presa en los dedos de Lincoln mientras el miedo inundaba el hueco vacío dejado por el latigazo al remitir. Llegó en inmensas y frías oleadas, rompiendo sobre su cabeza y tirando de ella hacia abajo. Cada segundo se fundió en un infinito. Cada momento pasado esperando el siguiente golpe convertido en su propia agonía. Lexa reparó en que estaba rezando para que llegara, para que terminara aquella pausa. Y entonces cayó, desgarrándole la espalda en cuatro líneas de perfecto dolor. Echó atrás la cabeza. Abrió la boca pero se negó a chillar. No iba a darles esa satisfacción. A Costia y a Jasper. A Solis. Notaba sus miradas. Saboreaba sus sonrisas. La sangre fluyó cálida y densa por su espalda, se acumuló en la sombra vacía a sus pies. La tejedora golpeó de nuevo y el restallido de látigos invisibles cruzó el aire trayendo un dolor incandescente. Siguió aferrada a la mano de Lincoln, aferrada a aquel único y ardiente pensamiento: que daba igual cuánto le doliera
(crac)
daba igual cuánto lo deseara
(crac)
nunca iba
(crac)
a dejar
(crac)
que la oyeran
(crac)
gritar.
Pero al décimo golpe, perdió la mano de Lincoln. Al duodécimo, perdió el control sobre el terror y escapó un grito de sus labios, largo y tenue y tembloroso. Notó que la mano de Lincoln buscaba la suya, pero cerró los dedos en un puño. Bajó el mentón y apretó la frente contra la piedra. Sin muletas. Sin pasajeros. Sin nadie a su lado. Sin nadie en su interior. Solo ella (crac) y el dolor (crac) y el miedo (crac). Todos uno solo.
Mareada ya. Ensoñada pero aún despierta. Sostenida en algún lugar entre la consciencia y el olvido por los teúrgos y su magya. Llegó un breve respiro después del vigésimo azote y la calidez fluyó de vuelta hacia arriba por sus piernas, reingresó en sus venas partidas y sus arterias desgarradas y puso fin al invierno que amenazaba con llevársela. Oyó el susurro de Lincoln desde algún lugar lejano
—Lexa, recupéralo…
Frotó la frente contra la piedra, con sangre en los ojos
—Lexa, por favor…
La oscuridad se cernía sobre ella. Las pesadillas acechaban al otro lado de la muralla del sueño. Y cuando la tejedora atacó otra vez, cuando un nuevo fogonazo de agonía le arrancó un aullido inarticulado de la garganta, la muralla empezó a derrumbarse. No había vigilia que las mantuviera a raya, al borde del olvido. No había gato-sombra posado sobre la cama, vigilando con sus no-ojos la llegada de las pesadillas. Solo estaba ella, la pequeña Lexa Wood. Sola en la oscuridad que se inflaba y se volvía más profunda, en el miedo que la inundaba más deprisa, en la locura que se acercaba poco a poco. Y allí, en la negrura fina como el papel, ya con tan poco entre ellas y ella y entre ella y ellas, por fin vio con ojos despiertos lo que había acechado su sueño todos aquellos años.
(crac)
No eran fantasmas.
(crac)
No eran pesadillas.
(crac)
(crac)
(crac)
Eran recuerdos.
