Capítulo 27. Veroscuridad
No mires.
Lexa cruzó pasillos de piedra ensangrentada, envuelta en una oscuridad tan profunda que apenas veía nada. Cadáveres. Por todas partes. Hombres estrangulados y apuñalados. Azotados hasta la muerte con sus propias cadenas y apaleados hasta la muerte con sus propios miembros. El ruido del asesinato sonando por todas partes, la peste a entrañas anegando el aire. Siluetas imprecisas corriendo junto a ella, enredándose y chillando en el suelo. Gritos llegando desde algún lugar lejano, algún lugar que la oscuridad no le permitía oír. Se hundió en la Piedra Filosofal como un cuchillo entre costillas. En aquella cárcel. En aquel degolladero. Descendió entre celdas abiertas hasta los lugares más silenciosos, donde las puertas seguían cerradas a cal y canto, donde los presos que no deseaban probar suerte en el Descenso seguían retenidos, flacos y famélicos. Echó a un lado su capa de sombras para poder ver mejor y miró entre los barrotes a los espantapájaros flacos como palos, a los fantasmas de ojos vacíos. Comprendió por qué la gente estaba dispuesta a participar en la horrible apuesta que les proponía el Senado. Mejor morir luchando que quedarse allí, en la oscuridad, pasando hambre. Mejor alzarse y caer que arrodillarse y vivir. A no ser, por supuesto, que una tuviera a un hijo de cuatro años encerrado allí con ella…
Los espantapájaros le gritaron, confundiéndola con algún espectro deshogarado que acudía a atormentarlos. Recorrió de punta a punta el bloque de celdas, con los ojos muy abiertos. Empezando a desesperarse. A temer, pese al gato que había en su sombra. Tenían que estar allí, en alguna parte. Seguro que la dona Wood no habría arrastrado a su hijo a la carnicería de arriba a cambio de una oportunidad de escapar de aquella pesadilla, ¿verdad?
¿Verdad?
—¡Madre! —llamó Lexa, con lágrimas en los ojos—. ¡Madre, soy Lexa!
Pasillos interminables. Negrura sin luz. Más y más hacia el fondo de la sombra.
—¿Madre?
—… yo buscaré en los otros pasillos. así iremos más rápido…
—No te alejes.
—… nunca temas…
Lexa tuvo un escalofrío mientras Don Majo saltaba pasillo abajo. La penumbra se estrechó y Lexa cogió una antorcha goteante de la pared, haciendo bailar las sombras. Se le coló un miedo frío en la tripa, pero apretó los dientes y lo contuvo. Se le aceleró el aliento. Le martilleó el corazón mientras recorría un pasillo tras otro, llamando tan alto como se atrevía.
—¿Madre?
Más y más hacia el fondo de la Piedra.
—¡Madre!
Y por fin, encontró el hueco más profundo. El agujero más oscuro.
Un lugar que la luz jamás había tocado.
No mires.
—Florecita bonita.
La chica entrecerró los ojos en la oscuridad. Notó que el corazón se le encogía al oír su voz.
—¿Madre?
—Florecita bonita —llegó el susurro—. Bonita, bonita.
Lexa avanzó en la cambiante luz de la antorcha, miró entre barrotes al interior de una celda inmunda. Piedra húmeda. Paja podrida. La peste de las moscas y la mierda y la decadencia. Y allí, acurrucada en el rincón, flaca como un palo y envuelta en harapos y mechones sucios de su propio pelo enredado, la vio.
—¡Madre!
Aunque alzó la mano hacia la luz y se encogió, la sonrisa de la dona Wood era amarilla y frágil y demasiado… demasiado amplia.
—Bonita —susurró—, cosita bonita. Pero aquí no hay flores, no. No crece nada. ¿Qué es ella? —Sus ojos escrutaron la tiniebla, posándose en todas partes menos en el rostro de Lexa—. ¿Qué es ella?
—¿Madre? —Lexa se acercó a los barrotes con pasos reticentes.
—No hay flores, no.—La dona Wood se meció adelante y atrás, con los ojos cerrados para protegerlos de la luz—. No hay ninguna.
La chica dejó la antorcha y se arrodilló frente a los barrotes. Miró al esqueleto tembloroso que había al otro lado y el corazón se le partió en un millón de esquirlas relucientes. Demasiado tiempo.
Había esperado demasiado tiempo.
—Madre, ¿no me reconoces?
—No hay yo —susurró la mujer—. No hay ella. No. No.
La dona Wood arañó las paredes con dedos sangrientos. Lexa vio decenas y decenas de marcas en la piedra, hechas de seco escarlata y uñas rotas. Un patrón de locura, tallado con las manos desnudas de la mujer. Una cuenta del inacabable tiempo que había pasado allí pudriéndose. Habían transcurrido cuatro largos años desde la última vez que la había visto Lexa, pero no tanto como para no recordar la belleza que había sido su madre. El ingenio que había tenido, más aguzado que la hoja de un duelista. Un pronto que hacía temblar el suelo cuando andaba. ¿Dónde había ido aquella mujer, la que había sostenido a Lexa contra sus faldas para que no pudiera apartar la mirada, la que la había obligado a mirar mientras su padre se retorcía y pateaba al final de su cuerda, mientras el mismo cielo lloraba?
Lexa oyó en su mente la voz de Azgeda, un eco del giro en el que había muerto su padre.
«Y mientras te quedas ciega en la negrura, la dulce madre Tiempo se llevará tu belleza, tu fuerza de voluntad y esa fútil convicción tuya de que una vez fuiste algo más que escoria liisiana envuelta en seda itreyana.»
La dona Wood meneó la cabeza y se mordió los enmarañados mechones de pelo. Una vez habían brillado joyas y oro en aquel cabello negro como un cuervo, ahora plagado de piojos y salpicado de paja podrida. Lexa extendió el brazo entre los barrotes. Lo extendió tanto como pudo.
—Madre, soy Lexa. —Ojos anegándose en lágrimas. Labio inferior temblando—. Por favor, madre, te quiero.
La dona Wood se encogió al oírlo. Miró a través de dedos ensangrentados. El reconocimiento chispeó en las destrozadas profundidades de sus pupilas. Los restos de la mujer que había sido, saliendo con uñas y dientes a la superficie. La mujer a la que una vez temió hasta el último senador. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Estás muerta —susurró—. ¿Estoy muerta yo contigo?
—Madre, no, soy yo.
—Te ahogaron. A mi preciosa niña. A mi bebé.
—Madre, por favor —suplicó Lexa—, he venido a salvarte.
—Oh, sí —repuso ella con un hilo de voz—. Llévame al Hogar. Siéntame y déjame dormir. Me he ganado el descanso, las Hijas lo saben.
Lexa suspiró. Se le partió el corazón. Le lloraron los ojos. Pero no, no había tiempo que perder. Ya cuidaría de las heridas de su madre cuando estuvieran lejos de allí. Ya habría tiempo cuando todos estuvieran…
… todos…
Lexa parpadeó en la penumbra. Sus ojos buscaron dentro de la celda.
—Madre, ¿dónde está Aden?
—No —susurró ella—. No hay flores. Aquí no crece nada. Nada.
—¿Dónde está mi hermano?
La mujer vocalizó palabras sin forma. Movió los labios. Se arañó la piel, hundió las manos en su pelo enmarañado. Apretó los dientes y cerró los ojos mientras caían lágrimas por sus mejillas.
—Se fue —dijo en voz baja—. Con su padre. Se fue.
—No. —Lexa negó con la cabeza, se dio manotazos en el pecho dolorido—. Oh, no.
—Oh, Hijas, perdonadme.
Tuvo que darlo todo de sí, hasta la última brizna de fuerza. Pero Lexa apartó la pena a un lado. La aplastó con el talón. Contuvo las ardientes lágrimas. Intentó no recordar las nuncanoches en las que había sostenido a su hermano en brazos, cantando para que no llorara. Haciendo caso omiso a los febriles gemidos de su madre, estudió la pesada cerradura de la celda. Sacó una ganzúa del cinturón y se puso a trabajar como le había enseñado Gustus. Centrada en la tarea. La calma de la repetición. La oscuridad tiritando a su alrededor. Los gritos de asesinatos lejanos ganando volumen. ¿Acercándose?
No mires.
La mano de su madre salió serpenteando de las sombras. Envolvió la muñeca de Lexa. La chica dio un salto, pero la dona Wood la tenía bien aferrada. Siseó con un aliento podrido.
—¿Cómo puedo tocarte si estás muerta?
—Madre, no estoy muerta. —Lexa cogió la otra mano de la mujer y se la llevó a la cara—. ¿Lo ves? Vivo. Igual que tú. Estoy viva.
La dona Wood estaba apretándole tanto la muñeca que dolía.
—Oh, dios —dijo en voz baja—. Oh, nunca. No hay flores…
—No hables. Vamos a sacarte de aquí.
—Mi bebé —sollozó—. Mi dulce y pequeño Aden. No está. No está. —Lágrimas surcando mejillas inmundas. Susurros suaves como la nieve—. Y mi Lexa murió también.
—No, estoy aquí. —Lexa besó aquellos dedos sangrantes y retorcidos—. Soy yo, madre.
—… Lexa, tenemos vía libre. tenemos que darnos prisa…
Don Majo cobró forma en el suelo a su lado mientras su susurro hendía la penumbra. La dona Wood miró al gato-sombra y siseó como si le hubiera caído encima agua hirviendo. Se apartó de los barrotes y se encogió en el rincón del fondo, con los dientes desnudos en un gruñido.
—¡Madre, no pasa nada! Es amigo mío.
—Ojos negros. Manos blancas, oh, dios, no…
—… Lexa, tenemos que irnos ya…
—Está en ti —susurró la dona—. Oh, Hijas, está en ti.
A Lexa le temblaban las manos. La cerradura se le estaba resistiendo, oxidada y llena de mugre. La dona Wood estaba en el rincón, con tres dedos levantados hacia Don Majo, el símbolo de protección de Aa contra el mal. Lexa oyó el caos que reinaba arriba, los gritos de los moribundos, y olió la sangre espesa en el aire. Entonces la inundó la rabia al ver el sufrimiento al que habían sometido a su madre, el despojo en que la habían convertido. Los soles ya estaban muy por debajo del horizonte y el poder de la veroscuridad palpitaba en sus huesos. Sin pensar, alzó las dos manos y crispó el rostro mientras temblaban las sombras. Una oscuridad líquida rodeó los barrotes y tiró. El hierro chirrió al separarse de sus anclajes, los barrotes al partirse como ramitas secas, dejando entreabierta la celda. Lexa entró por el agujero que había hecho y extendió el brazo.
—Le perteneces —siseó su madre—. Le perteneces.
—… Lexa, tenemos que irnos…
—Madre, ven conmigo.
La dona Wood meneó la cabeza a los lados, con los ojos horrorizados.
—Tú no eres mi niña.
Lexa agarró la mano de su madre. La mujer chilló e intentó soltarse, pero Lexa la tenía bien sujeta. La ató con cintas de oscuridad, la puso de pie y la sacó de la celda. Anya Wood ya no parecía reconocer a su hija y se retorcía para librarse de Lexa. Pero ella siguió adelante, arrastrando a su madre por los pasillos y las escaleras hacia las almenas de la Piedra Filosofal. El olor de la masacre se hizo más denso, la canción de los asesinatos sonó más alta. Y cuando empezaron a tener que saltar cadáveres, los gemidos de la dona se convirtieron en chillidos. Ojos inyectados en sangre que se cerraban para protegerse de la luz ardiente. Boca abierta.
Chillidos.
—… ¡que se calle!…
—¡Madre, para, van a oírnos!
—¡Suéltame! ¡SUÉLTAME!
—… ¡Lexa!…
Un hombre enorme salió de la oscuridad por delante de ellas, con unos grilletes sangrientos agarrados con una mano cerrada. Al verlas, rugió y cargó pasillo abajo. Lexa se volvió hacia él y giró la muñeca. Las sombras se desplegaron, alzaron al hombre en vilo y lo lanzaron contra la pared. Cayó de rodillas, sangrando y aturdido mientras otros dos presos doblaban la esquina: dos chicos, poco más que adolescentes, con las caras manchadas de sangre. La oscuridad se agitó a una orden de Lexa y los zarandeó como si estuvieran hechos de paja. Pero mientras se ocupaba de los chicos, había aflojado su presa sobre su madre, y la dona Wood se soltó y salió corriendo por el pasillo.
—¡Madre!
El hombre al que había estampado contra la pared se levantó sobre piernas flácidas y se abalanzó contra ella. Lexa volvió a arrojarlo a los ladrillos, con más fuerza que antes, y con un suspiro húmedo el hombre se derrumbó y ya no se levantó más. Lexa corrió detrás de su madre pidiéndole a gritos que parara. Todas las sombras del pasillo se lanzaron hacia delante como fluidas cintas de oscuridad para atrapar a su madre. Pero estaban llegando más presos, atraídos por los chillidos de Anya como dracos al agua ensangrentada. Lexa los aplastó con tanta fuerza hacia un lado que el impacto resquebrajó la mampostería.
—¡Madre, para, por favor!
Anya siguió corriendo y subió una escalera en dirección al patio. Se protegió los ojos con una mano de las antorchas de las paredes, cegadoras después de años de oscuridad absoluta. Miró hacia atrás y gimió al ver a su hija siguiéndola, rodeada de sombras que se agitaban como si estuvieran vivas. Al ver un daimón a su lado.
Dentro de ella.
—¡Madre, para!
—¡No te acerques!
El chico apareció de la oscuridad de delante. Era un chaval esquelético y medio muerto de hambre con un trozo de acero serrado en la mano, casi sin duda más asustado que Anya. Pero aun así, atacó movido por ese miedo, ese pánico, y su arma improvisada brilló roja. La dona tropezó. Se agarró el pecho. Y detrás de ella, su hija chilló:
—¡NO!
Las sombras se extendieron como por iniciativa propia, levantaron al chico y su hoja ensangrentada y lo hicieron pulpa golpeándolo una y otra vez contra la pared. Lexa detuvo su carrera al lado de su madre, que estaba desplomada en la piedra, con el pecho mojado y rojo.
—¡Madre, no, no, no!
La chica apretó la herida con la mano, intentando parar la sangre. Latidos escarlatas entre sus dedos, casi tan oscuros como las sombras a su alrededor. La dona Wood levantó la mirada hacia los ojos de su hija, mientras la luz moría en los suyos.
—No eres mi… hija…
Asió la mano de Lexa en una presa pegajosa y roja.
La apartó a un lado.
—Solo… su sombra…
El pecho de Anya tembló y la luz de sus ojos se desvaneció poco a poco. La chica se quedó allí, arrodillada en la piedra, mientras las sombras a su alrededor se combaban y rodaban. La misma estructura del pasillo se sacudió. La mampostería se agrietó. El techo retumbó. Sangre en sus manos. Los asesinatos que tenían lugar en torno a ella resonando en su mente, la sangre derramándose en la oscuridad que anidaba entre todas y cada una de las losas.
NO MIRES.
La chica se levantó y su cabello onduló a su alrededor como si lo moviera un viento invisible. Puños cerrados. Un centenar de sombras serpenteando en el aire que la rodeaba. Las paredes se agrietaron y se partieron. El techo empezó a ceder, a derrumbarse. Y justo en el instante en que la mampostería se separaba para siempre, en que cientos de toneladas de piedra se venían abajo y destruían la escalera y todo lo que había en ella, la chica dio un paso al interior de uno de esos zarcillos
retorcidos de oscuridad
y salió de una sombra
cinco
pisos
por encima.
Había aparecido en los niveles superiores. El Descenso estaba en pleno apogeo: asesinos y asesinados, caos y sangre. Hombres manchados con los restos de su matanza, toscas armas o miembros amputados en las manos. Uno la vio y fue hacia ella con una sonrisa de esqueleto en la cara. Lexa miró en su dirección y, sin más, la oscuridad lo hizo pedazos y los arrojó por los aires como un niño enfadado con un juguete roto. Las paredes se partieron y cayeron. Los ladrillos se deshicieron en polvo. Llegó más gente, hombres y mujeres empapados de muerte, que terminaron destrozados como trapos podridos. La chica llegó a las almenas de la Piedra dejando atrás un rastro de ladrillos caídos, trastabilló entre una lluvia de mortero pulverizado y mampostería quebrada que se precipitaba hacia abajo, muy abajo, hacia el mar. La Piedra Filosofal empezó a escorarse y secciones enteras del fuerte siguieron desmoronándose mientras las sombras que había entre todos los ladrillos y piedras se soltaban para incorporarse a la tormenta de oscuridad que estaba arremolinándose en torno a la chica sollozante. Cayeron lágrimas por sus mejillas. Su rostro era un rictus de dolor. Sus ojos, negros como la noche. Demasiado para contenerlo dentro. Demasiado para soportarlo.
—… ¡Lexa!…
Un gato hecho de sombras apareció a su lado, gritando para hacerse oír sobre el estrépito de la piedra torturada, los hombres moribundos, la aullante oscuridad. El fuerte se partió a lo largo de su muralla exterior y los baluartes cayeron derrumbados al océano. Los ladrones y los matones abandonaron sus sangrientas rencillas y se encogieron en los rincones o salieron corriendo hacia las celdas de las que habían huido. Las piedras bajo los pies de Lexa cayeron, dejándola suspendida en una telaraña de cimbreante oscuridad.
—… ¡Lexa, esto tiene que terminar!…
El cuerpo entero de la chica estaba amortajado en sombras. De su espalda salieron unas alas hechas de zarcillos negros como la tinta, y en las puntas de sus dedos se formaron cuchillas de afilada oscuridad. Clavó unos ojos negros al otro lado de la bahía, en las Costillas que se alzaban sobre la Ciudad de los Puentes y los Huesos. Donde estaban el Senado de Itreya y toda su nobleza nacida de la médula, a las órdenes del arrogante cónsul que había destrozado su familia. Matado a su padre. A su hermano pequeño. Y aquel mismo giro, también a su madre.
La chica sacudió la cabeza. Rugió.
—Terminará cuando termine con él.
Y cerrando los dedos en temblorosos puños, desapareció.
Paso.
Estaba al pie de la Piedra, entre las sombras de las rocas escarpadas.
Paso.
Estaba al otro lado de la bahía, en la cambiante negrura de la costa.
Paso.
Estaba en el bulevar, contemplando la multitud que celebraba el Carnaval con sus máscaras sonrientes. Don Majo ya no la acompañaba, pero la furia caminaba a su lado, bullendo en el lugar donde intentaba enraizar el miedo. Pasó de una sombra a la siguiente, como un niño saltando de piedra en piedra para cruzar un desagüe atascado. La gente tiritaba a su paso. La ciudad se veía borrosa, confusa, solo siluetas poco definidas sobre una oscuridad más intensa. Pero el cielo nocturno brillaba como iluminado por los soles. Las estrellas se extendían como diamantes en una mortaja funeraria. Las sombras le cantaban. La sostenían, la arrullaban y le limpiaban las lágrimas. Con un dolor en sus tripas. Un anhelo en sus lenguas.
Tenían hambre, comprendió.
La Oscuridad tenía hambre.
Lexa buscó entre los edificios y encontró las Costillas que asomaban sobre tejados lejanos. Paso. Y paso. Y paso. Hasta que se halló en el exterior de la Basílica Grande. Sabía que estarían todos allí para la misa de la veroscuridad. Todos en fila. El cónsul Azgeda. El cardenal Jaha. El justicus Titus. Falsa piedad y hermosas túnicas. Manos manchadas de sangre entrelazando los dedos con recato, ojos vueltos hacia el cielo rezando por los soles que jamás volverían a ver. Salió de las sombras de un arco de triunfo y contempló la basílica que se alzaba ante ella. Había un gran patio circular, rodeado por columnas de mármol. En su centro se alzaba una estatua de quince metros de altura del todopoderoso Aa, con la espada desenfundada y tres gigantescos orbes arkímicos en una palma vuelta hacia arriba. Tras el patio, la inmensa estructura de cristal tintado y enormes cúpulas. Arcos y agujas iluminados por un millar de globos que intentaban en vano desterrar a la hambrienta Oscuridad. El patio estaba lleno de gente sin la suficiente riqueza o alcurnia para que se le permitiera entrar en noches tan negras. Pero junto a cada columna había hombres con brillantes y blancas corazas, capas carmesíes y plumas en los yelmos. Legionarios Luminatii, congregados en horda para proteger a los senadores, los pretores, los procónsules y los cardenales que llenaban el sagrado espacio de la basílica. Verlos le recordó a su padre en los giros anteriores a su muerte. Llevándola a hombros por las calles de la ciudad. Su barba de unos días haciéndole cosquillas en la mejilla al besarla.
Rostro amoratado.
Patadas.
Guj. Guj. Guj.
Miró la estatua de Aa. Escupió odio.
—Te recé. Te supliqué que los trajeras a casa. ¿No eras lo bastante omnisciente para darte cuenta de que sufrían? ¿O es que te daba igual?
Aquel que Todo lo Ve no respondió. Lexa extendió las sombras hacia el Dios de la Luz y sus orbes y los envolvió en cintas de oscuridad. Y mientras la multitud de alrededor gritaba aterrorizada, cerró los puños. Tensó los músculos. Se le marcaron las venas en el cuello. Con el chirrido de la piedra torturada, la estatua se tambaleó en su pedestal. Los fieles dieron gritos de pavor y se dispersaron en turbas presas del pánico mientras el dios por fin caía hacia delante y se hacía pedazos contra los adoquines con un estrépito ensordecedor. Las sombras reptaron hacia el Luminatii más cercano, se le enroscaron en la cabeza y las caderas y lo partieron en dos. La sangre salpicó el mármol pulido. La gente chilló. Los legionarios dieron voces de alarma y desenvainaron sus hojas. Incluso allí, en la noche cada vez más profunda, sus espadas brillaron como si la veroluz danzara en sus filos. Lexa se metió en las sombras a sus pies y salió de la sombra que había detrás del legionario más grande y fuerte que vio. La oscuridad le rodeó el cuello, al parecer por iniciativa propia, y su columna vertebral se partió con sonido de húmedos fuegos artificiales. Se derrumbó ya muerto en la piedra.
—¡Daimón! —llegó el grito—. ¡Tenebra! ¡Asesina!
La alarma se extendió por el extenso patio. La gente huía de las ruinas de su dios demolido en beata estampida. Los soldados cargaban hacia ella desde todas las direcciones. La oscuridad le cantaba, le llenaba la cabeza, apartaba el pensamiento consciente a los lugares fríos y vacíos, dejando solo la rabia. El hambre. Zarcillos negros latigueando en la oscuridad. Hueso y sangre. Luz escaldándole los ojos. Muchas espadas. Muchos hombres. Se movió entre ellos, pasando de sombra a sombra. Arrojándolos por los aires como si fuesen juguetes. Una negrura afilada como una cuchilla partiendo el reluciente acero blanco y exponiendo las partes rojas de debajo. Pasó de columna a columna. A las ruinas de la estatua de Aa y los tres soles partidos en su mano extendida. Esquivó un tajo que le habría separado la cabeza de los hombros. Otro legionario cayó en pedazos. Pasó a la escalera. A los inmensos portones, ornamentados con oro sagrado, que reflejaban el fuego de las cien espadas que tenía detrás. Lexa alzó las manos, abrió los portones de par en par y rugió su apellido.
—¡AZGEDA!
Había hombres esperándola al otro lado de las puertas y su rugido se tornó chillido cuando levantaron sus báculos. Eran el cardenal Jaha y sus sacerdotes, vestidos con sus mejores galas. Los años transcurridos desde la ejecución de su padre habían cambiado poco al cardenal: aún parecía más un bandido que hubiera robado la ropa de un hombre santo que alguien digno de llevarla. Pero Jaha dio un paso adelante, rodeado de sus sacerdotes, con la barba negra erizada y la boca abierta en un grito.
—¡En el nombre de la Luz, abominación, desaparece!
La Trinidad de la punta de su báculo brilló con más fuerza que los tres soles juntos. Lexa chilló y retrocedió trastabillando. La luz era intensa, caliente. Con las manos en los ojos, escrutó entre el intenso fulgor. Y allí, al final de la nave, rodeado por dos docenas de legionarios en blanco pulido y rojo sangriento, lo vio. Vio al hermoso cónsul con sus ojos negros y su túnica púrpura y laureles de oro en la frente. El que había sonreído mientras moría su padre. El que había condenado a su madre a la locura. El que había matado a su hermano.
—¡AZGEDA!
—¡Esta es la casa sagrada de Aa! —bramó Jaha—. ¡Aquí no tienes ningún poder, daimón!
Lexa apretó los puños, cegada por la luz. El viento aulló en sus oídos. La azotó un calor como el de los tres soles. Náuseas en la barriga, vómito en la boca. Sin sombras delante de ella de las que valerse. Era demasiado. Demasiado brillante. Vio a un hombre enorme en armadura blanca, una cara lobuna llena de ira, una cicatriz en la mejilla hecha por las zarpas de un gato.
Titus.
—¡Matadla! —vociferó el justicus—. ¡Luminus Invicta!
Lexa dio media vuelta mientras los Luminatii cargaban escalera arriba hacia ella. La luz a su espalda era flagrante, la sombra que arrojaba en la piedra larga como una puesta de soles. Algo afilado y ardiente se estrelló contra su nuca y la hizo tropezar. Se estaban acercando decenas de legionarios. El justicus Titus embestía hacia ella con su espada en llamas. La ira ardiendo fulgurante. La Oscuridad dentro de ella agitándose. Lo único que ansiaba era consumir, extenderse y sumergirse en la sangre que derramaba. Lexa podía sentirlo. Por todas partes. Filtrándose entre las grietas de Tumba de Dioses. La agonía. La furia. El odio puro y cegador incrustado en los mismos huesos de la ciudad.
«Nos odia.»
Pero en los lugares fríos y vacíos permanecía una diminuta parte de ella. Una parte minúscula que no era rabia ni odio ni hambre. Que era solo una chica de catorce años que no quería morir. El justicus emergió entre las hileras de sus hombres sagrados y blandió su acero solar con todas sus fuerzas. La Trinidad del pomo de su espada ardía más brillante que la hoja en sí. Lexa trastabilló hacia atrás y la espada le hizo un corte en el brazo. La sangre hirvió al manar. Titus dio otro tajo, y otro, y los Luminatii ya la estaban rodeando, refulgentes. Y con un grito quebrado cayó, entró en la sombra de sus pies y salió de la misma sombra a treinta metros de distancia. Cantaron las ballestas. La llama titiló en el acero pulido. Titus rugió. La gente chilló. Pero Lexa siguió alejándose. Pasó entre las sombras como si volviera a ser una niña pequeña saltando de piedra en piedra. Sangre en la nuca, ojos quemados hasta casi cegarlos por la luz del cardenal. Y allá en el fondo, por debajo del dolor y la rabia, enroscado en los lugares fríos y vacíos, el sentimiento más vacío de todos.
Fracaso.
Terminó en las almenas que dominaban el foro. Sobre el lugar en el que murió su padre. La plaza estaba iluminada por una rojiza luz arkímica. En las losas bailaban los juerguistas y los borrachos. Lexa entreoyó los gritos que resonaban por toda la ciudad. ¡Asesina! ¡Daimón! ¡Abominación! Se dejó caer contra el fresco hueso de tumba. Le temblaron las manos ensangrentadas. La oscuridad que la rodeaba susurró, suplicó, rogó. Igual que la oscuridad de su interior. Y ella era solo una niña en el centro de todo. Una niña en un mundo frío y vacío, sin que las sombras de su alrededor pudieran reconfortarla en absoluto. No sabía cuánto tiempo estuvo allí sentada. La sangre le hizo costra en las manos. La ciudad siguió sumida en el caos. Había multitudes congregadas en la costa oriental, mirando la ruina torcida de la Piedra Filosofal, los baluartes que se soltaban y caían al mar. Había patrullas de Luminatii recorriendo las calles, intentando imponer el orden entre los brotes de pánico, entre la creciente y ebria confusión. Había refriegas a puñetazos y cristales rotos. Había un temblor en su sombra.
—… Lexa…
Unos leves pasos en la piedra a su lado.
—Me ha dicho que te encontraría aquí.
El viejo Gustus se arrodilló a su lado entre crujidos de sus huesos. Lexa no lo miró, no apartó los ojos de los tejados de la ciudad. Las Costillas se alzaban sobre ellos. Los andadores de guerra montaban su silenciosa guardia. Y por detrás, el ardiente fulgor de la Basílica Grande.
—¿Una noche dura, cuervecilla? —preguntó el anciano.
Las mejillas de Lexa se surcaron de lágrimas. El sollozo trepó por su garganta, exigiendo ser liberado. Se mordió el labio para impedir que saliera y se sumara a su fracaso. Notó el sabor de la sangre. Gustus sacó una cajita fina de plata de su pesado abrigo. La chica hizo una mueca cuando encendió el yesquero con un momentáneo fogonazo que le recordó la luz en manos de Jaha, ardiendo en la espada de Titus. Un olor a clavo ardiendo manchó la noche.
—Toma —dijo Gustus.
Lexa miró al anciano. Estaba ofreciéndole el cigarrillo.
—Calma los nervios —explicó.
Lexa parpadeó en la oscuridad. Extendió una mano ensangrentada. Se llevó el cigarrillo a los labios y saboreó azúcar. Calidez para apartar el frío. El humo inhalado sofocó los sollozos, le calmó los temblores. Tosió. Escupió gris. Torció el gesto.
—Sabe fatal.
—Mañana sabrá mejor.
Lexa volvió la mirada hacia las titilantes luces de la ciudad. El ardiente corazón de Tumba de Dioses se extendía ante ella. Se le crispó el rostro al recordar los hombres a los que había asesinado, con los que había luchado. Eran muchísimos, y ella solo una. Los soles que ardían en sus manos. En su acero. En sus ojos.
—Qué brillante era —susurró—. Demasiado brillante.
—No temas, cuervecilla. —El anciano sonrió. Le dio unas palmaditas en la mano—. Cuanto más brillante es la luz, más profundas son las sombras.
