Capítulo 28. Veneno
Lexa despertó en la oscuridad horas más tarde, con una sensación de dolor por toda la espalda, donde habían caído los azotes de la tejedora. En sus huesos quedaba un eco del suplicio. De elevar la mirada hacia donde debería haber habido un par de ojos. Don Majo la había visto dormir desde el cabezal de la cama.
—… ¿estás bien?…
—Lo bastante.
—… me pediste que cuidara del chico. no pude apartarte la pesadilla…
—Siempre ha estado ahí. —Lexa suspiró—. Siempre.
Lexa se incorporó y el pelo le cayó alrededor de la cara al inclinar la cabeza. Le dolían los músculos por el toque de la tejedora y tenía la boca seca por los recuerdos que había mantenido bajo llave. Que se había negado a contemplar. Su madre. El poder de las noches, fluyendo por sus venas. Era ella quien había destrozado la Piedra Filosofal. Ella quien había perpetrado la Masacre de la Veroscuridad. Ella quien había matado a decenas de hombres en los peldaños de la Basílica Grande. A decenas más en la misma Piedra. Padres. Hermanos. Hijos.
Había intentado asesinar a Azgeda.
Intentado y fracasado.
Cuánta sangre en sus manos, cuánto poder en sus dedos.
Y ni siquiera había podido acercarse a él.
—Tenemos trabajo que hacer.
Y así empezó.
El tiempo pasó bajo el cielo de la siemprenoche, llevándola inexorable hacia la iniciación. Rutina y ritual. Comidas y duro entrenamiento y sueño. Haber soportado cincuenta azotes de la tejedora no era moco de pavo, y la mayoría de los discípulos habían pasado a tratar a Lexa con nuevo respeto después de la flagelación. Pero Lincoln había logrado superar el suplicio sin un solo gemido, y él despertaba una especie de reverencia entre los discípulos. Incluso el shahiid Solis alabó sus formas, que no dejaban de mejorar, en el Salón de las Canciones. En los momentos privados que lograban darse antes de la novena campanada (porque ya ningún discípulo se atrevía a poner un pie fuera de su dormitorio), Lincoln susurraba a Lexa que era absurdo, que la valiente había sido ella y no él. Pero a Lexa le parecía bien dejar que Lincoln le robara toda la gloria. Era mejor que la subestimaran. Era más fácil esconderse en la oscuridad que bajo los focos. Respecto a Lexa, Solis seguía mostrando escasa piedad. La chica seguía pegando flojo con su brazo de la espada, y se le rompía la guardia bajo presión. Aunque había sido él quien le hizo la herida responsable, el shahiid enviaba a Lexa a dar vueltas de escalera por el más mínimo fallo. Lexa soportó el maltrato en silencio y logró evitar que le perforaran el pecho cuando acababa emparejada con Costia o Jasper, cosa que parecía suceder con mucha más frecuenta que la dictada por las leyes de la probabilidad. A menudo tenía que acudir a la tejedora para que sanara sus heridas después de la clase de Canciones. Octavia no comentó nada sobre la flagelación de sangre, ni trató a Lexa de modo distinto. Pero Lexa no olvidaba. No perdonaba. Bellamy mostraba incluso menos reparos con Lexa que su hermana. Siempre distante, presidía las periódicas Caminatas de Sangre que enviaban a los discípulos a buscar secretos en Tumba de Dioses para Aalea. Lexa frecuentó tabernas, engatusó a soldados jóvenes, nadó en rumores. Había habido un pequeño escándalo cuando el cónsul Azgeda hizo que su hijo de siete años, Lucio, ingresara en la legión Luminatii. Oyó susurrar que el justicus Titus había engendrado un bastardo en la hija de un senador. Se hablaba de que Azgeda estaba maniobrando con discreción para que lo nombraran imperator, título que le otorgaría el liderazgo del Senado hasta su muerte. Todos esos secretos y más se los llevaba Lexa a la shahiid Aalea, esperando ganarse su favor. La mujer se limitaba a sonreír y besar la mejilla de Lexa, sin darle la menor pista de cómo iba en su competición.
Era enloquecedor.
Pero más enloquecedor era el acertijo de la shahiid Mataarañas. Lexa pasaba todos sus ratos libres trabajando en él y el antídoto seguía fuera de su alcance. Escribía y maldecía. Imaginaba los símbolos arkímicos chocando en su mente hasta el punto de verlos cuando dormía. Ella y Lincoln orbitaban despacio en torno al otro, aproximándose poco a poco a una nueva colisión. Pero el suplicio que habían sufrido a manos de la tejedora seguía gritando más fuerte que el dolor de no estar juntos. No había tiempo entre lecciones, ni lugar después de la novena campanada, ni satisfacción en algún rincón oscuro follando como ladrones. Considerando que tal satisfacción quizá no mereciera la pena, cada uno esperaba el momento en que el otro se rindiera. Lexa soñaba con ello sola en la cama, bajando cada vez más las manos, chillando el nombre del chico en silencio.
Y en los minutos desocupados, en las sombras, se reunía con Raven.
Sudaba exactamente lo mismo.
Chillaba absolutamente nada.
—Negra Madre, esto va a acabar conmigo.
Lexa estaba encorvada sobre sus notas en la mesa de la mañanera, mirando con el rabillo del ojo por si pasaba alguna bandeja con bebidas. Finn y Clarke estaban sentados enfrente y Lincoln a su lado. Los discípulos charlaban entre el tintineo y el raspar de la cubertería, y Luna murmuraba a su cuchillo como siempre, callando entre preguntas como si la hoja le respondiera. Un tenedor sonó contra una copa para llamar la atención y todos los ojos se volvieron hacia la mesa principal. La reverenda madre Abby se había puesto de pie, con su acostumbrada sonrisa en los labios. Recorrió con la mirada los rostros de los discípulos y asintió para sí misma, como satisfecha.
—Discípulos, este es el último giro de lecciones oficiales a las que asistiréis como novicios de la Iglesia Roja. Desde mañana y hasta la iniciación dentro de dos semanas, dispondréis de vuestro tiempo como mejor veáis. El shahiid Ratonero y la shahiid Aalea aceptarán objetos hurtados y secretos hasta el final de la semana. La shahiid Mataarañas también aceptará soluciones a su dilema. Debo señalar que no ha habido participantes hasta la fecha, y también insistir en que ningún discípulo tiene la menor obligación de resolver el acertijo de la shahiid. Confío en que Mataarañas os haya dejado bien claro el castigo que implica fallar. La mujer adusta inclinó la cabeza y sus labios negros se curvaron en una leve sonrisa.
—La competición del shahiid Solis en el Salón de las Canciones dará comienzo mañana. Los lances preliminares tendrán lugar antes de la centrera y los finales después. El orador Bellamy y la tejedora Octavia estarán presentes para atender vuestras heridas.
»Cuando haya vencedores en todos los salones, el Sacerdocio llevará a cabo una serie de pruebas finales. Aquellos de entre los cuatro que las superen con éxito serán iniciados por la Mano Derecha de Niah y ungidos con la sangre de mi señor Kane en persona.
Lexa tragó saliva. Era todo por lo que se había esforzado. Todo lo que ansiaba.
—Os sugiero que descanséis bien hoy después de las lecciones —concluyó Abby—. Mañana empiezan las pruebas finales.
La anciana volvió a sentarse a la mesa. La charla se reanudó entre los discípulos despacio, con la gravedad de lo que estaba por venir pendiendo sobre sus cabezas. Pero al cabo de poco, la preocupación quedó enterrada bajo montones de comida. La cocina parecía estar desmadrándose en esos últimos giros y había bandejas llenas hasta arriba de deliciosos pasteles dulces y salados, huevos frescos, jamón crepitante. Lexa no tenía estómago para nada de ello. Volvió a sus notas y frunció el ceño. Las fórmulas giraban y danzaban ante sus ojos, y un incipiente dolor de cabeza estaba deslizándose hasta la base de su cráneo y pellizcándolo. Soltó una retahíla de improperios en todos los idiomas que conocía, mientras Clarke la observaba entre bocados y sonreía al escuchar las maldiciones más vistosas.
—¿Y di arad ul ato? —dijo.
Lexa levantó la mirada de su cuaderno.
—¿Qué?
Clarke intentó vocalizar mejor, con lo que parte de su bocado terminó en un ojo de Lexa.
—Y. Di. Arad. Ul. Ato.
—Negra Madre, ¿quieres no hablar con la boca llena, Clarke? —murmuró Finn.
Clarke dio un trago de agua y miró de soslayo a su hermano.
—Qué cosas. Le dije lo mismo a un soldado muy guapo la última vez que estuve en Tumba de Dioses.
Su hermano se tapó las orejas.
—Lalalalalaaaaa.
—Cantó como un niño de coral. Durante y después. Los chicos Luminatii se enteran de todo lo que pasa.
—Creo que acabo de decir: «La. La. LA» —gruñó Finn.
Clarke tiró un panecillo a la cabeza de su hermano. Finn levantó una cuchara llena de gachas.
—Vas a morir…
Lexa intervino antes de que se declarara la guerra abierta.
—¿Qué me decías, Clarke?
La chica bajó su segundo panecillo y enseñó un dedo admonitorio a su hermano.
—Decía que por qué no paras un rato. Tanto trabajo y tan poca fiesta no te hacen ningún bien. Date un paseo conmigo la próxima vez que vayamos a la Tumba y te llevo a algunas tabernas donde van los Luminatii. Así te sueltas el pelo un poco.
—Llevo el pelo suelto.
—Hombres de uniforme, Wood.
—Siempre pensando en lo mismo, Griffin.
—Por lo menos ellos saben el aspecto que tiene un puto cepillo para el pelo.
Clarke sonrió a Lincoln, esperando una reacción. Hubo que reconocer al dweymeri que mantuvo el rostro pétreo mientras alcanzaba un panecillo y lo hacía rebotar en la cabeza de Clarke.
—Para algunas es muy fácil decirlo —musitó Lexa—. Vas delante en la competición de Ratonero por casi setenta puntos. Terminarás la primera de Bolsillos seguro.
Clarke se puso las manos en la nuca, se reclinó y suspiró.
—¿Qué voy a hacerle si tengo un talento natural? Robaría una chuleta de entre los dientes de un perro guardián. Tendrías que haberme visto mangarle los cuchillos a Mataarañas. Fue pura teúrgia.
—Yo le vi la cara después de que se los afanaras —dijo Lincoln—. Eres más valiente que yo, Clarke.
La chica se encogió de hombros.
—En el amor y en el hurto, todo vale.
—Dos semanas para la iniciación —dijo Lexa entre dientes—. Y la competición de Solis en el Salón de las Canciones empieza mañana. Si no resuelvo esto pronto, ya no lo haré. Nadie tiene ni idea de quién va ganando en la competición de Aalea y no tengo la menor oportunidad de terminar primera en otro salón, como no me las ingenie para robarle a la reverenda madre su llave del cuello.
—Por los dientes de las Fauces, para eso no tengo valor ni yo. —Clarke se estremeció, mirando a la anciana—. Que les den a esos cien puntos. Te mataría dos veces solo por planteártelo.
—Pues así estamos. —Lexa empezó a tomar notas de nuevo.
—¿No te preocupa estar apuntándolo todo? —Clarke enarcó una ceja.
—¿Por qué, también piensas robarme esto?
—¡Oye, que te den por ese culo plano que tienes! Te robé una triste daga de puño. Y te pedí perdón luego. Cualquiera diría que te he levantado a tu pretendiente.
—No tengo el culo plano.
—Solo digo que mires bien dónde dejas esas notas —la advirtió la chica—. No es que estemos muy a buenas con la pelirroja y su chico. Recuerda lo que le hicieron a Nylah.
Lexa miró mesa abajo hacia Costia y Jasper. Aunque había urdido una veintena de planes para vengar el asesinato de Nylah, Lexa sabía que sería una idiotez absoluta poner alguno en práctica. Si le pasaba algo a alguno de los dos, el Sacerdocio estaría llamando a la puerta de Lexa diez segundos más tarde. Jasper la miraba entre bocados y Costia le susurraba al oído. Lexa se preguntó si aquellos dos estarían follando. Nunca mostraban afecto en público, pero exhibir debilidades no era el estilo de Costia. Y aunque ahora tenían la muerte de Nylah entre ellas, aunque nunca serían amigas, Lexa pensaba a veces en el padre de Costia. En los Luminatii que había asesinado en el patio de la Basílica Grande.
¿Cuántos huérfanos más había creado en aquella veroscuridad?
¿Cuántas Costias más?
¿Los hijos e hijas de los hombres que había asesinado la mirarían igual que ella miraba a Azgeda?
¿En qué se estaba transformando?
«La mirada en el objetivo, Wood.»
Aplastando sus desagradables pensamientos, Lexa se volvió hacia Clarke y murmuró:
—Bueno, esperemos a que encuentre la solución antes de preocuparnos demasiado, ¿te parece?
—¿Cómo de cerca estás?
Lexa se encogió de hombros.
—Cerca. Y no lo bastante cerca.
Clarke señaló a Costia con el mentón.
—Pues si lo resuelves, que no se sepa. Si es tu única oportunidad de acabar primera de salón, ya te digo yo que esa roja de ahí lo tendrá bien marcado.
Lexa levantó la mirada hacia Clarke.
—¿Qué has dicho?
—¿Qué he dicho cuándo?
—«Esa roja lo tendrá marcado.»
—¿Qué?
—Dalia roja —susurró Lexa, poniendo los ojos como platos—. Veneno de marcanegra.
—¿Eh?
Lexa pasó páginas hasta encontrar una cubierta de anotaciones y bajó un dedo por ellas. Clarke abrió la boca para hablar, pero Lexa levantó una mano para pedirle silencio. Apuntó un puñado de fórmulas rápidas. Pasó páginas adelante y atrás entre las nuevas y las viejas. Por último, miró a la chica y sonrió de oreja a oreja.
—Clarke, podría besarte.
—Creía que no me lo pedirías nunca.
—¡Eres una puta lumbrera! —gritó Lexa.
La chica se volvió hacia su hermano y sonrió.
—¿Lo ves? Ya te lo había dicho.
Lexa se levantó, agarró a Clarke por las orejas, se la acercó y le plantó un sonoro beso en los labios. Lincoln inició una espontánea ronda de aplausos, pero ella ya estaba recogiendo sus notas para salir disparada del Altar del Cielo. Costia y Jasper se fijaron en su partida y hablaron entre ellos en voz baja. Lincoln y Clarke vieron desaparecer a Lexa por la escalera. Finn volvió a su comida y negó con la cabeza.
—Si no monta el numerito, no se queda tranquila.
—Pero besa bien, ojo. —Clarke sonrió—. Ahora entiendo cómo es que te tiene tan coladito, Lincoln.
El chico dweymeri mantuvo pétreo el semblante.
Sin alterarse, alcanzó otro panecillo.
Lexa pasó el resto del giro en su dormitorio, inclinada sobre pergaminos con un palito de carbón entre los dedos. Extendió sus notas por toda la cama y repasó el preparado una y otra vez. Sonaron las campanadas de la tardera y no se movió ni un centímetro. Fumó un cigarrillo para matar el hambre. Los no-ojos de Don Majo recorrieron la solución de Lexa, página tras página, sin dejar de ronronear.
—… ingeniosa…
Lexa dio una profunda calada.
—Si funciona.
—… ¿y si no?…
—A lo mejor te toca buscar un nuevo mejor amigo.
—… ¿ahora tengo una mejor amiga?…
La chica tiró ceniza a la cara del no-gato. Oyó sonar la novena campanada y los suaves pasos de los discípulos que volvían a sus habitaciones. Circularon sombras por la esquirla de luz que entraba desde el pasillo. Y junto a ellas, un trozo de papiro doblado que pasó bajo su puerta.
Lexa se levantó de la cama y echó un vistazo al pasillo. No había nadie a la vista.
Recogió el papiro, lo desdobló y lo leyó.
Te deseo.
L.
El corazón de Lexa latió más deprisa, y aquellas condenadas mariposas volvieron a agitar las alas en su barriga. Miró a Don Majo con el cigarrillo en los labios. El nogato estaba sentado en su cama, rodeado de su mar de notas. Callado como una tumba.
—Tendría que ser una imbécil absoluta para volver a salir después de la novena campanada.
—… y más la víspera de la competición de solis…
—Debería dormir mis horas.
—… el amor nos vuelve necios a todos…
—No estoy enamorada de él, Don Majo.
—… pues es curioso que así se lo parezca a todos a vuestro alrededor…
Lexa recogió las páginas sueltas dispersas por su cama, las metió en el cuaderno y lo cerró con firmeza antes de esconderlo tras el cajón de abajo de su escritorio.
—¿Me cuidas las espaldas?
—… siempre…
Don Majo se escabulló por debajo de la puerta y comprobó que el pasillo estuviera despejado. Lexa tiró de las sombras hacia ella y se perdió en la tiniebla. Salió con sigilo tras el no-gato y avanzó a tientas por el largo pasillo, sin desatar ni un solo susurro con las botas en la piedra. La borrosa silueta de una mano pasó por una intersección más adelante y Lexa se quedó muy quieta, apretada contra la pared. Esperó a que no pudiera verla antes de volver a moverse, y al fin se detuvo fuera de la puerta de Lincoln. Probó el pomo, pero estaba cerrada con llave. Se agachó, miró por la cerradura y vio a Lincoln en su cama leyendo a la luz de una lámpara arkímica. El orbe proyectaba largas sombras en el suelo, y Lexa las invocó. Recordó lo que era ser otra vez aquella chica de catorce años. Tener el poder de la noche en las puntas de los dedos. No temerlo ya. No temer quién era. Qué era.
Y cerrando, los ojos, Lexa
pasó
a la sombra
a sus pies
y salió de la sombra
en la habitación.
Lincoln se sobresaltó al verla salir de la oscuridad, con el pelo moviéndose como bajo un viento oculto. Había salido un puñal de su manga, pero contuvo la mano al reconocerla. El chico miró hacia la puerta cerrada con preguntas en la mirada. Lexa se quitó las botas con el otro pie.
—¿Lexa?
Se sacó la camisa por encima de la cabeza.
—Chis —susurró.
Y las preguntas en la mirada de Lincoln murieron.
