Capítulo 29. Ruptura
Lexa despertó en brazos de Lincoln. Olvidó por un instante dónde estaba y qué tenía por delante. Lincoln seguía durmiendo y su pecho se alzaba y caía despacio. Lexa se lo quedó mirando en silencio un momento, con la mente nublada. E inclinándose hacia él, lo besó como si fuese la última vez. Se escabulló de la habitación, todavía con la ropa que llevaba la nuncanoche anterior. Saltó de sombra a sombra escuchando el coro fantasmagórico y los sonidos de la iglesia a su alrededor despertando. Por fin llegó al Salón de las Elegías y se quedó bajo la estatua de Niah, mirando el rostro de la propia Noche.
—… el chico…
Lexa lanzó una mirada a la sombra a sus pies. A los no-ojos dentro de ella.
—¿Qué pasa con él?
—… no puede volver a pasar, Lexa…
Devolvió la mirada a la diosa y asintió despacio.
—Lo sé.
—… no tiene futuro…
—Lo sé.
Sus ojos recorrieron las tumbas sin nombre de las paredes. Los sepulcros sin marcar de los caídos de la iglesia. Miró la piedra del suelo. Había miles de víctimas de la iglesia bajo las suelas de sus botas. Le siguió pareciendo extraño que los siervos de Niah no recibieran marca para que se recordara su nombre al morir y que aquellos a quienes sacaban del mundo quedaran inmortalizados en granito para toda la eternidad. Pensó en la Masacre de la Veroscuridad. En las docenas de muertos por su mano. En la luz cegadora. En Titus. En Jaha. En Azgeda.
En su madre.
En su padre.
«Cuando todo es sangre, la sangre es todo.»
Las campanas de la mañana empezaron a sonar, pero ella no se movió. Pasaron los minutos y siguió con la mirada fija. La diosa se la devolvió. Muda como siempre.
—… ¿va todo bien?…
Lexa suspiró. Asintió despacio.
—Todo va perfecto.
Los demás discípulos ya estaban congregados en el Salón de las Canciones, descansados y alimentados. Cuatro manos con túnicas negras habían ocupado el centro del círculo, uno de ellos sosteniendo lo que parecía un cráneo humano con la corona serrada. El shahiid Solis se alzaba junto a ellos, con los ojos ciegos vueltos hacia arriba. Lexa fue de las últimas en llegar, superada en retraso solo por Clarke, que llegó corriendo al salón solo unos segundos antes de que empezaran. El Shahiid de Canciones volvió su mirada pálida hacia la chica e hizo un mohín.
—Nos honráis con vuestra presencia, discípula —dijo.
—Me honra… estar aquí… —jadeó Clarke.
—No por mucho tiempo, me temo. —Solis se dirigió a los demás discípulos—. Empieza la Prueba de Canciones. Solo voy a explicar las normas una vez, de modo que escuchad bien.
»La prueba empieza con eliminatorias. Cada uno de vosotros combatirá en cinco lances, contra cinco adversarios aleatorios. Todos los lances se lucharán a rendición o golpe mortal. El orador Bellamy y la tejedora Octavia han tenido la amabilidad de estar presentes para las festividades. —Solis señaló a dos figuras que esperaban junto a los aparadores de armas—. Sanarán cualquier herida que os incapacite tan deprisa como puedan. Podéis solicitar su ayuda en cualquier momento durante un lance, pero hacerlo será equivalente a rendirse. También perderéis si salís, o si se os obliga a salir, del círculo durante un lance.
»Al final de las eliminatorias, los cuatro discípulos que hayan acumulado más victorias pasarán a la ronda final. Perder en la ronda final supone la eliminación. Quien gane el último lance se graduará primero de este salón. —La mirada inexpresiva de Solis pasó por los discípulos reunidos—. ¿Alguna pregunta?
—Somos trece, shahiid —dijo Monty—. ¿Cómo vais a resolver la cifra impar?
—Solo competiréis doce de vosotros. El discípulo Jasper ha renunciado a la prueba.
Lexa miró hacia el otro lado del círculo, donde Jasper estaba cruzado de brazos y sonriéndole. Clarke, que parecía haber dormido más o menos lo que Lexa, susurró a su hermano:
—Yo voy en cabeza de Bolsillos, y aun así compito en Canciones. Jasper no es el genio con la hoja que es Costia, pero ¿para qué desaprovechar cualquier oportunidad, no crees?
Finn negó con la cabeza.
—A lo mejor, si no estuvieras en Tumba de Dioses a todas horas, te enterarías de algo de lo que pasa entre estas paredes.
—Por los dientes de las Fauces, Finn, ¿me lo vas a contar o quieres que lo adivine?
—Dicen que Jasper ha resuelto la fórmula de Mataarañas esta mañana.
Lexa sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Jasper? —siseó Clarke—. ¡Pero si es tan bueno en venenos como un bloque de madera!
Finn se encogió de hombros.
—Yo te digo lo que he oído. Ha ido a ver a Mataarañas antes de la mañanera, con un cuaderno en la mano. La shahiid ha cerrado el salón, pero al cabo del rato ha salido Jasper, sano y salvo. Ha venido derecho a Solis y ha renunciado a competir.
Clarke miró a Lexa.
—¿Podrían ser las notas de Nylah?
Lexa negó con la cabeza.
—No creo que Nylah llegara a resolver el problema.
—¿Y dónde tenías tú escondidas tus notas, Wood?
Lexa tragó con fuerza. Miró a Lincoln. Luego a Mataarañas, sentada al lado de la reverenda madre. Las dos mantenían una conversación intensa, mirando de vez en cuando a Jasper. Y a Lexa.
—En mi habitación.
—Ah. Imposible que les pasara nada, entonces.
Lincoln lanzó una mirada a Lexa.
—A no ser que salieras de tu habitación anoche.
Clarke miró alternativamente a uno y a otra.
—Por favor, dime que no lo hiciste.
Lexa se quedó callada, mirando a Jasper. Vio la sonrisa de «jódete» en labios de Costia con el rabillo del ojo. El brillo en sus ojos verde culebra. La mirada reluciente de Mataarañas.
—Por los dientes de las Fauces, Wood —susurró Clarke—. ¿Te dejaste las notas para dar una vueltecita? Nuestro pequeño Lincoln no puede ser tan bueno.
Lincoln pareció ofendido y abrió la boca para…
—Por el abismo y la sangre, prestad atención —susurró Finn—. Están a punto de empezar.
Lexa se volvió hacia Solis y sus ayudantes y cerró la boca. La mano que sostenía el cráneo humano se lo había ofrecido a otra que tenía al lado. Habían sacado una piedra negra y lisa con un nombre inscrito del agujero en la corona, y la alzaron ante los discípulos.
—Monty Green.
El guapo chico itreyano levantó la cabeza al oír su nombre.
—Sí.
—Acércate, discípulo —ordenó Solis.
Monty asintió y fue al centro del círculo. El chico ladeó la cabeza e hizo crujir el cuello, estiró los brazos y se tocó las puntas de los pies. La mano buscó otra piedra, la sacó y leyó el nombre.
—Lexa Wood.
Lexa vio que Monty sonreía para sus adentros y que Jasper y Costia cruzaban sonrisas satisfechas. Monty era buen espadachín y tenía una posibilidad decente de acabar entre los cuatro primeros. El chico había vencido a Lexa a las claras siempre que habían hecho combates de prácticas, y todos en el salón lo sabían. Lexa se quedó al borde del círculo. La ceja de Solis se alzó poco a poco.
—¿Discípula?
Lexa respiró hondo y entró en el círculo, silenciosa como un gato. Paso firme. Respiración contenida. Ocupó su lugar en el centro, con Solis entre ella y su adversario. Los discípulos se miraron fijamente, Monty con los labios torcidos hacia arriba.
—No temáis, mi dona —dijo—. Os trataré con dulzura.
Lexa le concedió una mirada torva. Monty ensanchó la sonrisa. Una mano mostró un sacerdote de plata en su palma abierta y luego enseñó las dos caras de la moneda para garantizar que no había trampa ni cartón. En un lado, la Trinidad de los tres soles entrelazados; en el otro, la imagen grabada del Senado de Tumba de Dioses, con las Costillas alzándose al cielo detrás.
—Acólita Lexa, escoge.
—Trinidad.
La mano hizo rodar la moneda en el aire. Rauda como una mosca, la mano de Solis la atrapó en el aire. La mirada ciega como un gusano del shahiid perforó la de Lexa.
—Estoy seguro de que no has olvidado la primera lección que te impartí, discípula —dijo—, pero te recuerdo de nuevo que esto es el Salón de las Canciones, no de las sombras. Si sospecho que luchas con algo más que hojas durante estos lances, no será solo tu brazo de la espada lo que amputaré de tu cuerpo. ¿Comprendido?
Lexa miró aquellos ojos vacíos. Respondió con un susurro.
—Comprendido.
El hombretón dejó caer la moneda de su mano. Brilló a la luz del cristal tintado mientras caía, y tintineó al dar contra la piedra.
—Senado —informó la mano.
—Elige tus armas, discípula Lexa —dijo Solis.
Lexa fue a los aparadores y caminó frente a hileras y más hileras de acero afilado. Con una mirada a Costia, escogió florete y estilete. La pelirroja dio un bufido. Lincoln parecía bastante preocupado y se extendió un murmullo de curiosidad por todo el círculo. Lexa nunca había mostrado mucha habilidad con los estilos tradicionales a dos manos de Caravaggio o Delfini. En las lecciones de Solis, la habían regañado una y otra vez por la debilidad de su brazo, y no le había ido mucho mejor cuando Lincoln intentó enseñarle los detalles. Prácticamente leyó la pregunta en los ojos del chico.
«¿A qué estás jugando?»
Aun así, pese a sus dudas, Lincoln cerró el puño y asintió con la cabeza para infundirle confianza. Pero detrás de él, semioculta en las sombras al fondo del salón con las otras manos, Lexa vio a Raven. La mano estaba envuelta en su capa y los rizos morenos enmarcaban su rostro velado. Y fue a la mujer, no al chico, a la que Lexa devolvió el gesto.
Monty eligió una pesada espada larga y un broquel para contrarrestar las armas de Lexa, confiando en su fuerza superior para ganar el lance deprisa. Lexa miró al chico a través del flequillo mientras adoptaban sus posturas. Había desaparecido todo rastro de la sonrisa en los bonitos rasgos de Monty. Todo el mundo sabía lo que había en juego. Quedar primero de salón. Un paso más cerca de transformarse en hoja de pleno derecho. Monty inclinó la cabeza hacia Lexa, tranquilo y confiado. Como todos los demás presentes, sabía que iba a apalear a su rival. Sonó un gong en la oscuridad. Monty avanzó, segando el aire con tajos amplios y brutales, esperando que Lexa retrocediera y esquivara. No se esperaba que la chica tuviera otros planes, planes formulados con Raven en las horas anteriores a cada mañanera. Las hojas de las dos silbando en la oscuridad mientras practicaban, una y otra vez. Los cardenales y el dolor. Las semanas y meses fingiendo debilidad en las clases de Solis, dejando que le hicieran cortes, que la apuñalaran, que le dieran una paliza tras otra Costia, Jasper, Luna, Murphy y los demás. Todo ello para construir una ilusión de flaqueza. Una víbora haciéndose la muerta. Una perra costrosa sangrando en la arena.
Era tal y como había dicho Gustus.
«A veces la debilidad es un arma. Si eres lo bastante lista como para usarla.»
Lexa bloqueó el tercer tajo de Monty con su estilete, echándolo a un lado y desequilibrando al chico, más corpulento. Monty levantó el broquel para cubrirse, confiando en desviar el débil contraataque de Lexa como había hecho un centenar de veces en lances previos. Pero con una velocidad desarrollada en esas horas incontables con Raven, con una fuerza que había mantenido oculta en esas incontables palizas bajo los crueles ojos de Solis, su florete surcó el aire y dejó un profundo tajo en el hombro de Monty. El chico trastabilló, confundido y desequilibrado. Lexa retrocedió, saltando sobre los dedos de los pies y cortando el aire con su hoja ensangrentada.
—¿Aún quieres tratarme con dulzura, Monty? —preguntó con una sonrisa.
El chico frunció el ceño y lanzó un segundo ataque, soltando tajos a la cabeza de Lexa, que los esquivó agachándose y resbalando. La chica desaparecía, giraba, se plegaba como una bailarina, y el asalto terminó con otro corte profundo, esta vez en el brazo de la espada de Monty. La sangre salpicó en la piedra. Y mientras Monty empezaba a comprender por fin la profundidad de las aguas en las que nadaba, Lexa se lanzó hacia él, golpe, golpe, finta, golpe, le quitó la espada larga de la mano y dejó su hoja reposando sobre el palpitante corazón del chico.
—Ríndete —le exigió.
El chico la miró a la cara. Luego miró su hoja. Estaba jadeando. Tenía la piel empapada.
—Me rindo —escupió por fin.
—¡Punto! —gritó Solis, mientras alguien hacía sonar el gong.
Lexa hizo una reverencia sin faldas y volvió a su lugar en el círculo.
Los otros discípulos murmuraron entre ellos, atónitos.
El velo de Raven ocultó su sonrisa.
Costia no sonrió en absoluto.
Los lances siguieron durante toda la mañana, sobre una piedra reluciente de sudor y sangre. Aunque Luna estuvo a punto de morir degollada por Finn y Costia abrió la garganta de Monty de oreja a oreja con un ataque rápido como el rayo, el orador Bellamy y la tejedora Octavia se apresuraron a sanar toda herida grave. Ningún discípulo perdió más que unas gotas de su líquido más preciado en el círculo. Desafiando las expectativas y ante el gesto torcido sin disimulo de Solis, Lexa ganó los siguientes tres de los cuatro lances que le quedaban. En realidad, gracias a Gustus, nunca había sido manca con la hoja, pero la tutela secreta de Raven le había aportado filo, y saber que todo el mundo esperaba que fracasara la impulsó aún más a restregarles su hocico colectivo en el fango. Dio una soberana paliza a Clarke cuando tuvieron que combatir —al encabezar la competición de Ratonero, Clarke no pareció muy preocupada, aunque sí que le hizo los nudillos al terminar— y se impuso a Murphy sin problemas, desarmándolo con una contra perfecta y hundiendo su estilete en el pecho del chico más grande. Terminados los lances preliminares, los cuatro discípulos mejor clasificados se quedaron al borde del círculo y los demás se retiraron a los bancos de alrededor. Costia y Finn no habían conocido la derrota y estaban en primera y segunda posición, respectivamente. Lincoln había quedado tercero, después de perder solo contra Costia. Y en cuarto puesto, a pesar de las nubes de tormenta que se amontonaban casi visibles sobre la cabeza del Shahiid de Canciones, estaba nuestra Lexa Wood.
—A continuación, los combates de la eliminatoria final —anunció Solis—. Estableced los emparejamientos.
Las manos que había al lado de Solis se inclinaron. Una tendió el cráneo humano y el segundo metió la mano para sacar una de las cuatro piedras de su interior. Lexa observó con atención y los ojos entrecerrados. Sintió las sombras que albergaba aquella calavera vacía. Las lisas piedras negras con los nombres de cada aspirante tallados. Movió los dedos detrás de la espalda.
—Discípulo Finn… —La mano sacó una segunda piedra—. Contra discípulo Lincoln.
Lexa miró al otro lado del círculo y encontró la sonrisa fría de Costia.
—La discípula Lexa se enfrentará a la discípula Costia.
Solis asintió con la cabeza y miró a los dos chicos.
—Discípulos, ocupad vuestros puestos.
Lexa lanzó una mirada a Lincoln y le dedicó una sonrisa. Finn, que no había perdido ningún lance, entró con energía en el círculo. Sus brazos musculosos brillaban de sudor. Los chicos se encararon en el círculo, Lincoln volviéndose a atar las rastas de sal mientras Finn elegía cara de la moneda y ganaba. Lincoln eligió sus habituales cimitarra y broquel; Finn, espadas cortas gemelas. El gong sonó desde la oscuridad y sus aceros chocaron. Los dos se estrellaron uno contra el otro como las olas y las piedras en una playa tormentosa. Lexa miró en silencio, mordiéndose el labio. Rezando.
Al parecer, la diosa escuchó sus plegarias.
Tras una contienda larga y sangrienta que Lexa y los demás discípulos presenciaron anonadados, Lincoln consiguió lo imposible. Finn había luchado con vigor y sus formas eran casi perfectas, pero tal vez Lincoln tenía más que ganar y mucho más que perder. El lance terminó con la barriga de Finn abierta desde la entrepierna a las costillas y el hedor de las entrañas y la sangre llenando el aire junto a la canción de Bellamy. Solis gritó: «¡Punto!», y los demás shahiids y los discípulos aplaudieron, Lexa la que más fuerte de todos. Bellamy y Octavia se pusieron a trabajar en las heridas de Finn. Lincoln se retiró a los bancos, empapado en sudor y jadeando. Pero al cruzar la mirada con Lexa, sonrió.
—Discípula Lexa —llamó Solis—. Discípula Costia. Ocupad vuestros puestos.
Lexa miró por la estancia. Encontró a Jasper sentado en los bancos con los demás discípulos. Él también le sonrió, aunque la suya fue una sonrisa torva y engreída.
—Tengo hambre, shahiid —dijo Lexa—. ¿Qué hora es?
—Están a punto de tocar a centrera —respondió Solis—. Pero no comeremos antes de que hayan concluido las semifinales. Ocupa tu lugar en el círculo.
Lexa se levantó despacio, estiró los brazos y se tocó las puntas de los pies. Tenía los músculos tirantes y, a pesar de todo el ejercicio que había hecho para reforzarlo, le dolía el brazo de la espada. Se pasó los dedos por el pelo y se ajustó la trenza mientras Costia caminaba adelante y atrás alrededor de su puesto. Sus ojos verdes no abandonaban a su adversaria, llenos de astucia de cazadora y rabia animal.
—Por los dientes de las Fauces, date prisa, Wood, joder.
Lexa miró a Lincoln. El chico le dio ánimos con un gesto de la cabeza y le lanzó un guiño rápido. Y por fin, con las sombras titilando a su alrededor, Lexa ocupó su posición. Solis, irritado, se volvió hacia la mano que tenía al lado.
—Discípula Costia, elige cara.
—Trinidad.
La moneda brilló en el aire, dando vueltas y más vueltas.
—Ha salido Senado —anunció la mano.
—Discípula Costia —dijo Solis—, escoge tus armas.
La pelirroja fue a zancadas a los aparadores. Miró por encima del hombro a Lexa, con su acostumbrada sonrisa burlona en la cara. Se paseó arriba y abajo por las hojas como si no se decidiera, con un dedo en los labios igual que una doncella buscando un vestido nuevo en el mercado. Pero al final se decidió por lo que Lexa había sabido desde el principio que elegiría, la combinación de florete y estilete preferida por todos los luchadores al estilo Caravaggio. Las armas estaban afiladas como agujas y entonaron una alegre melodía cuando Costia las hizo girar en el aire. La chica regresó al círculo y ladeó la cabeza mirando a Lexa.
—Lástima que no haya ballestas en los aparadores, ¿eh? Con quince metros de distancia y una buena saeta entre nosotras, podrías haber tenido una oportunidad, niña.
Lexa hizo caso omiso a la exasperante sonrisita y fue hacia las armas. Sacó dos gladios gemelos de los aparadores y dio al aire unos cuantos tajos experimentales. El gladio era más corto pero más pesado que el florete. Casi igual de rápido y capaz de soportar más castigo. Un golpe firme podía partir un florete con facilidad, y Raven había enseñado a Lexa que dos gladios empuñados con destreza podían levantar un muro de hojas que cualquier luchador al estilo Caravaggio tendría problemas para superar. La cuestión era si Lexa tendría la oportunidad de devolver algún ataque a Costia. La pelirroja miró a Jasper, sentado en los bancos. Él la observaba atento, todavía sonriendo y con los ojos brillantes y abiertos. Se secó el labio superior, que le sudaba. Y lanzó un beso a Lexa.
—Deja de perder el tiempo, Wood —dijo Costia con un suspiro—, y acabemos con esto.
—Sí —convino Lexa—. Parece que ya va siendo hora.
El shahiid Solis y sus ayudantes se retiraron del círculo, dejando solas a las chicas. Desde arriba emanaba una luz sin fuente, que cubría el círculo de un brillo apagado. Lexa miró a la tejedora Octavia, sonriendo con aquellos labios espantosos. El orador Bellamy estaba apoyado en la pared a su lado, mirándose las uñas. Vio que la reverenda madre, Aalea, Ratonero y Mataarañas habían acudido para ver los lances finales, y estaban sentados todos juntos en un banco, entre los discípulos. Parecía haber una corriente arkímica en el aire. La piel de Lexa le cosquilleó mientras su sombra susurraba:
—… sin miedo…
Clarke se hizo bocina con las manos y gritó desde su banco:
—¡Patéale bien ese culo flaco, Wood!
—¡Basta! —bramó Solis.
Lexa tomó aliento.
Costia adoptó su postura.
Un gong sonó en la oscuridad.
La pelirroja embistió con pasos rápidos sobre la piedra, apuntando al cuello de Lexa, que retrocedió mientras rechazaba la andanada con la mano derecha y enviaba un contraataque que pasó silbando junto a la mandíbula de Costia. Las hojas cantaron y la débil luz se reflejó en el acero pulido. Las dos contendientes empezaron con cautela, Lexa en deferencia a la habilidad de Costia y esta por respeto al acero que empuñaba Lexa. Pero al cabo de poco, la pelirroja recuperó su confianza y forzó a Lexa hasta el borde del círculo con un juego de pies impresionante y ataques que caían como el granizo. Golpe, finta, embestida, decía la estrofa. Parada, contraataque, llegaba el estribillo. Las chicas bailaron esa canción en el círculo, con sudor ardiendo en sus ojos estrechados. Lexa estaba casi del todo a la defensiva, esquivando a un lado y otro en el límite del recinto. Pero después de tres o cuatro minutos, sus gladios empezaban a pesarle. Aunque había descargado varios golpes loables, empezó a jadear. Empezaba a manifestarse la falta de sueño. No haber tomado la mañanera tampoco ayudaba. Lo sabía igual de bien que todo el mundo en el salón: la andanada constante de Costia con sus hojas más ligeras y rápidas señalaría su fin dado el tiempo suficiente. Lexa tenía la guardia lenta y Costia le hizo sangre una vez y luego otra. Se abrió una fina línea roja en el antebrazo izquierdo de Lexa y un corte profundo en la parte trasera del hombro. Empezó a respirar más rápido y a salivar. La sangre le complicaba el agarre. Sus pulmones ardían. Costia se limitó a sonreír, manteniendo su ritmo de finta-golpe, golpe-finta. Se esmeró en mantener ocupada a Lexa, a dejar que pasara el tiempo. ¿Para qué arriesgarse a un tajo serio de aquellos gladios si la hemorragia y el cansancio podían hacerle el trabajo?
—¿Te doy miedo, Costia? —Lexa se lanzó contra ella para intentar encerrarla.
—Me aterrorizas —repuso la pelirroja, apartándose y abriendo otra brecha en el brazo de Lexa—. ¿No ves cómo tiemblo?
Las luchadoras trazaron círculos con las armas levantadas. El flequillo de Lexa le caía sobre los ojos.
Tenía los dedos pegajosos en la empuñadura.
Jadeaba.
—Conque Jasper ha resuelto el antídoto, ¿eh?
Costia sonrió, roja y venenosa.
—Eso tengo entendido.
—Ese idiota no reconocería un veneno ni aunque le bailara en los huevos con tacones liisianos.
—La shahiid Mataarañas no parece estar de acuerdo.
Finta, parada, acometida.
Lexa se limpió el sudor de la frente con la manga.
—Y supongo que cuando vuelva esta tarde a mi habitación, lo encontraré todo como lo había dejado, ¿verdad?
—Supones demasiado si crees que podrás volver a tu habitación, niña.
Costia se adelantó y atacó la cara, el pecho, la tripa de Lexa, que trastabilló y lanzó una contra temeraria para apartar a la pelirroja. Costia retrocedió, haciendo girar las hojas, con pasos fluidos y seguros. Sin dejar de sonreír.
—¿Qué, van pesando esos cuchillos de carnicero? —preguntó.
—Crees que el tiempo está de tu parte, ¿a que sí?
Costia se limitó a sonreír por respuesta. Pero la sonrisa de Lexa fue más ancha cuando las campanadas de la centrera empezaron a interpretar una canción de metal y ecos que llenó el salón.
—¿Y qué crees que pasa con Jasper? —preguntó Lexa—. ¿Te parece que el tiempo está de su parte también?
Costia lanzó una mirada fugaz al chico, que se estaba secando el sudor de la frente.
—¿De qué abismos estás hablando, Wood?
Lexa ensanchó aún más la sonrisa.
—No sabía si alguno de los dos iba a ser tan tonto. De verdad me parecía que sobreactué un poco ayer en la mañanera. Pero nunca habéis sido las hojas más afiladas del grupo. La nota firmada por Lincoln que me enviaste fue un buen detalle, eso sí. No hay nada como la promesa de un fornido chico dweymeri para sacar a una chica de su habitación, ¿verdad?
Costia detuvo su danza y miró a Lexa con los ojos cada vez más abiertos.
—Aun así —siguió diciendo Lexa—, no sabía si Jasper te acabaría ofreciendo a ti las notas. Tienes suerte de ser mejor que él con la hoja. Y de que la caballerosidad esté tan muerta como él.
—Mientes más que hablas —bufó la pelirroja.
Lexa echó la cabeza a un lado.
—No me digas.
—Co… Costia…
La pelirroja miró a Jasper y palideció aún más. El chico se puso de pie con muchas dificultades. Estaba empapado en sudor y se sostenía la barriga, con un fino hilo de sangre cayéndole de los labios. Se crispó, enseñando los dientes teñidos de rojo, y gimió. Y mientras los discípulos de su alrededor se apartaban asqueados, el chico vomitó escarlata por todo el suelo.
—Oh, diosa. ¿Jas?
La cara de Costia terminó de perder el color cuando el chico cayó de rodillas. Sin perder comba, Lexa se lanzó hacia ella y le arrancó el florete de sus dedos laxos. La chica intentó componer una especie de guardia, pero Lexa tiró también el estilete al suelo y, con un berrido informe de rabia, enterró su espada en la tripa de Costia. La pelirroja se agarró la herida, con los ojos desorbitados. Lexa sacó su gladio entre un manantial de rojo, dio una patada salvaje a Costia en el pecho y la envió resbalando por la piedra pulida. Solis gritó: «¡Punto!». Sonó un gong en la oscuridad.
Pero en torno al círculo todo era confusión. Bellamy y Octavia se arrodillaron junto a Costia. El orador emprendió su canción y la sangre empezó a regresar al cuerpo de la chica. Los dedos de la tejedora bailaron sobre la espantosa herida en el abdomen y la carne se cerró. Pero los ojos de Costia seguían fijos en Jasper. El chico estaba a cuatro patas entre los bancos. Vomitó otra arcada de sangre en el suelo. Los discípulos se apartaron más, temiendo contagiarse y por el hedor de los intestinos y la vejiga vaciados, pero Lincoln corrió hacia él y se arrodilló a su lado, sin saber muy bien qué hacer.
—¡Que alguien traiga agua! —vociferó Lincoln—. ¡Ayudadnos!
—No haréis tal cosa —dijo Mataarañas.
Reinó el silencio en el Salón de las Canciones, interrumpido solo por los largos y penosos gemidos de Jasper. Mataarañas se levantó de su asiento junto a la reverenda madre. Sus trenzas de sal se combaron al andar, como un nido de serpientes en su cuero cabelludo. Tenía los ojos oscuros fijos en Jasper, que extendió una mano hacia ella. Estaba tumbado bocarriba e intentaba hablar, pero la sangre le burbujeaba densa en los labios.
—Shahiid, por favor —suplicó Costia—. Por favor, salvadlo.
Mataarañas parpadeó.
—Todos conocíais las normas de mi desafío. Quienes lo intentan y fracasan, mueren. Sin piedad. Sin excepción.
—Lo… —Jasper gorjeó a los pies de la shahiid, agarrando el dobladillo de su túnica—. Sien… to…
—Ah, sí. —Mataarañas asintió con la cabeza—. No dudo de que lo sientes.
El chico tosió y burbujeó en sus labios una espuma rosada. Tuvo un espasmo y escupió saliva sanguinolenta en todas las direcciones. Lincoln se apartó cuando se intensificaron los temblores. Jasper se agarró el vientre y chilló, mientras manaba sangre oscura de su garganta. Se revolvió en la piedra mojada. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se arañó su propia piel. Y por fin, después de minutos de sonora agonía y de un último grito borboteante, se quedó quieto.
Lexa se había quedado en el centro del círculo.
Con su gladio ensangrentado en la mano.
—Esa va por Nylah, hija de puta —susurró.
—Serás zorra. —Costia ya estaba de pie y la sangre se secaba en su túnica y en sus labios. Se agarraba el lugar donde la había perforado Lexa—. Lo has matado.
—¿Yo? ¿Cómo? ¿Qué culpa tengo yo de que se haya envenenado a sí mismo? A no ser… —Lexa inclinó la cabeza a un lado—. A no ser que hubiera algo mal en las notas que empleó.
Costia recogió su florete caído, con la cara retorcida en un rugido.
—¡Basta! —bramó Solis—. Discípula Costia, el lance ha concluido. Armas hacia el suelo. Punto para la discípula Lexa. ¡Volved a vuestros sitios, todos vosotros!
Costia hizo tabalear los dedos en el puño de su hoja. Echó un vistazo rápido a Solis para juzgar su ánimo. Al no encontrar piedad en su mirada, la chica tiró su arma al suelo. Las manos se afanaron en retirar el cadáver de Jasper y limpiar la sangre que dejaba atrás. El orador Bellamy se lamió los dedos y los miró trabajar con ojos relucientes. Costia se sentó en los bancos. Con la cara de piedra. Lexa volvió a sentarse al borde del círculo, en el lado opuesto a los discípulos. Clarke cruzó la mirada con ella y asintió con aprobación.
«Bien hecho —le dijo por señas en deslenguado—. Fría como el hielo.»
Lexa se encogió de hombros como si no supiera a qué se refería la chica. Pasó la mirada a Costia, que a su vez la miraba a ella con odio. Tocó por encima de la túnica la cadena dorada que llevaba al cuello y asintió con la cabeza. Era una promesa.
Lexa le devolvió la sonrisa.
Y lanzó un beso a Costia.
Solis envió a los discípulos al Altar del Cielo para tomar la centrera, después de recordarles que volvieran antes de una hora. La final se celebraría ante todos los reunidos y el ganador tendría derecho a llevar el símbolo del favor de Solis. Antes de que acabara el giro conocerían el nombre del primer discípulo en terminar primero de un salón. Lexa y Lincoln se sentaron uno frente a la otra en la centrera, con los platos a punto de desbordarse. Lexa devoró su comida con toda el hambre que podían dar una tardera y una mañanera perdidas, intentando no hacer caso a los ojos de Lincoln. El chico no parecía tener hambre. Removió la comida y dio sorbos al vino, mirando a la nada cuando no la miraba a ella. La muerte de Jasper implicaba que el acertijo de Mataarañas seguía sin resolver y Lexa podía terminar primera en Verdades si se atrevía a aceptar el desafío. Pero si triunfaba en la prueba de Solis, no tendría que preocuparse por si se envenenaba y, por los dientes de las Fauces, después de todo lo que la había hecho sufrir, sería toda una gozada ver a aquel cabrón condescendiente reconocerla como ganadora. Por otra parte, Lexa dudaba que Lincoln tuviera alguna oportunidad de terminar primero en nada más. No era ningún maestro de los venenos ni de los robos, aunque Lexa supuso que podría haber descubierto algún secreto que otro en la Tumba. De todos modos, si lo eliminaba del desafío de Solis, estaría reduciendo mucho sus probabilidades de convertirse en hoja. Lexa sentía la mirada del chico sobre ella entre bocado y bocado. Frente arrugada. Labios apretados.
¿Estaría pensando lo mismo que ella? ¿Estaría preguntándose adónde exactamente los llevaba aquello? Tarde o temprano, uno de los dos tenía que perder. Tarde o temprano, uno de los dos saldría herido. La tensión era tan espesa que se notaba su sabor en la lengua.
—¿Lo hiciste? —preguntó el chico por fin.
—¿Si hice qué? —dijo Lexa, con cara de sorpresa.
Lincoln bajó la voz para intentar impedir que los oyeran los demás.
—Tus notas. ¿Las dejaste a propósito para que las robara Jasper? ¿Con un falso antídoto apuntado?
Lexa miró aquellos enormes ojos de color avellana. Vio un atisbo de ternura, de la misma ternura que le había mostrado en su cama. Abrazado a ella y apartándole el cabello de la cara. El problema era que la ternura no tenía lugar allí fuera. Y a pesar de todo lo que había dicho a Don Majo sobre aferrarse a su piedad, sabía que para eso tampoco había apenas ningún lugar. O al menos, no hacia los asesinos de Nylah. Lexa dejó los cubiertos. Entrecerró los ojos.
—¿Y qué si lo hice, don Lincoln?
—Cuando viniste ayer… ¿era porque querías estar conmigo o solo por salir de tu habitación?
—¿Por qué no pueden ser las dos cosas?
—No me gusta que me utilicen, Lexa.
Lexa miró de reojo a los discípulos de alrededor. Aunque todos fingían estar concentrados en la comida, los notaba escuchando. Sentía sus ojos mirando aquella vertiente de Lexa Wood que en realidad nunca habían visto. La mentirosa. La serpiente. La raposa.
—Escucha, si Jasper me robó las notas y se llenó la panza de veneno, el muy idiota merecía cualquier cosa que le pasara. Alguien tan tonto no duraría ni un mes en una capilla de verdad. Le he hecho un puto favor.
—¿Favor? —Lincoln frunció el ceño—. Ha muerto ahogado en su propia sangre, Lexa.
Lexa lanzó una mirada iracunda mesa abajo hacia Costia, y luego la devolvió a Lincoln.
—¿Como Nylah, dices?
Costia dio un puñetazo en la mesa y agarró con fuerza su cuchillo de carne. Miró a los shahiids, cuidando de no llamar su atención. Miró a Lexa y habló en voz baja y medida.
—Ni siquiera tocamos a Nylah.
—Y una mierda —murmuró Clarke—. Te oímos todos amenazando con matarla, zorra.
—Negra Madre, y lo habría hecho de haber tenido ocasión —siseó Costia—. Pero luego lo habría reconocido, Wood. Al menos ante ti. Habría querido ver la cara que ponías. —La pelirroja negó con la cabeza y sus labios se torcieron en una mueca burlona—. Pero también habría querido ver la cara que ponía Nylah, así que lo habría hecho de frente. Para que también ella pudiera verme la cara mientras le daba fin.
Lexa se quedó mirando a Costia, con unos ojos brillantes como pedernal pulido.
—Entonces tú también eres idiota —dijo.
—Lexa… —intentó avisarla Lincoln.
—¿Qué? —le espetó ella—. Escucha, solo porque esté dispuesta a mojar las pieles contigo no significa que puedas juzgar quién soy y lo que hago. Esto no es una guardería. Por los dientes de las Fauces, somos proyectos de asesinos, Lincoln. A lo mejor deberías empezar a comportarte como tal. Recuerda para qué viniste aquí. —Bajó la mirada al vial de tinta bajo su cuello, lo único que quedaba del odio de su abuelo—. Recuerda quién eras, aunque el espejo lo haya olvidado.
Lincoln se llevó la mano al collar y ensanchó los ojos, llenos de dolor y rabia en igual medida. Lexa no hizo caso a uno ni a la otra. Apartó su plato.
—Nos vemos en el círculo.
Y sin decir más, se levant y se marchó.
Lexa miró al chico dweymeri a los ojos. No captó ni un atisbo de ternura. Nada parecido a lo que le había mostrado en su cama, abrazado a ella y apartándole el cabello de la cara. Tampoco había ni rastro del dolor que Lexa le había infligido. Eso se lo había dejado en el Altar del Cielo.
No, lo que vio fue ira.
Los discípulos y el Sacerdocio estaban reunidos en torno al círculo. Solis esperaba junto a sus manos, con la moneda de plata en la palma. Lexa y Lincoln estaban encarados sobre tres metros de granito pulido, y ya no quedaba ningún rastro visible del final de Jasper.
—Discípula Lexa, elige cara.
—Senado.
Sonó un vivo tintineo cuando la moneda cayó a la piedra.
—Ha salido Senado.
Lincoln fue a los aparadores, cogió una cimitarra imponente y segó el aire. Se ajustó un pequeño broquel en la otra mano y regresó al círculo. Ojos fríos. Mandíbula tensa.
«Está furioso. Lo he malherido.»
Lexa se acercó a los aparadores y eligió estilete y florete.
«Bien.»
Sonó el gong. Los luchadores se reunieron, acero contra acero, velocidad y destreza contra fuerza y ferocidad. A aquellas alturas, todos los discípulos sabían ya que Lincoln y Lexa habían compartido cama. Ella supuso que estarían esperando que alguno de los dos luchara por debajo de sus posibilidades. Que dejara ganar al otro. Sería de lo más romántico, ¿verdad?
Antes de que pasaran diez segundos desde el gong, esa idea ya estaba muerta en el suelo del círculo. Lincoln buscaba sangre. Tenía el rostro tenso. Los dientes apretados. Las rastas de sal restallaban con sus golpes al pecho y la cabeza de Lexa. La chica se movía rápido, pero el juego de pies del dweymeri era excelente y tenía acorralada a Lexa en el borde del círculo, donde su velocidad servía de menos. El factor sorpresa ya no estaba de su parte: todos sabían que su brazo de la espada no estaba tan débil como había fingido ni ella era la novata que había aparentado. De modo que Lincoln se mantenía cauteloso, con la guardia alta, midiendo los ataques para no excederse y abrirse al florete de Lexa. La cimitarra del dweymeri silbó en el aire y las animadas notas resonaron por el salón al cruzar sus golpes. Lexa le trabó la espada entrelazando las hojas y se inclinó hacia él, que presionaba hacia abajo con todas sus fuerzas. Sudando. Ruborizado. Dentudo.
—Parecéis furioso, don Lincoln.
—Que te follen, Lexa.
—Después, cariño.
La chica proyectó la rodilla y varios discípulos vitorearon cuando impactó en la entrepierna de Lincoln. El chico se dobló mientras Lexa se apartaba a un lado, giraba y regresaba al centro del círculo. Lincoln recobró el equilibrio y se volvió para encararse a ella, con las rastas volando. Aún tenía una mano apretada contra sus joyas doloridas.
—Puedo darles un besito para que se mejoren, si quieres —dijo Lexa.
Lincoln bramó de rabia y cargó a través del círculo. Ya era pura furia. Había olvidado la sensación de tenerla en sus brazos. Lexa bailó hacia atrás e hizo un corte al chico en el antebrazo. Otro golpe le rasgó la túnica y le abrió un tajo sangrante en la tripa. Lexa no dejó de sonreír en todo el tiempo, viendo cómo Lincoln se enfadaba cada vez más. Los discípulos estaban disfrutando del espectáculo. La reverenda madre Abby observaba con atención, y tanto la tejedora como incluso el orador estaban sentados al borde del asiento. Solis tenía la cabeza a un lado, escuchando. La mandíbula firme. Los puños apretados.
Lexa hizo saltar la cimitarra de Lincoln con un rápido revés y la envió rodando por el suelo. Se agachó cuando Lincoln atacó con su broquel y esquivó a un lado su segundo intento. Y hundiéndose a los pies del chico en una fracción de segundo, Lexa le hundió el florete en el abdomen. Los discípulos ahogaron un grito. Clarke vitoreó, encantada. Lexa alzó los ojos hacia la expresión de dolor de Lincoln.
Trabó la mirada con la suya.
Sonrió.
—Koffi —susurró.
Lincoln perdió todo el color en el rostro. Le rechinaron los dientes y estrechó aquella bonita mirada de avellana. Cogió la mano de Lexa y la apretó con fuerza, aplastándole los dedos contra el puño del florete. Y con los nudillos, un rictus por cara y sangre cayéndole de la boca, el dweymeri se ensartó más con la hoja. Arrastró a Lexa por el suelo hacia él y la obligó a levantarse hasta que la guarda de su florete quedó contra sus tripas sangrantes. Echó atrás su broquel. Lo estrelló contra la cara de Lexa. La chica retrocedió a trompicones, sangrando por los labios partidos. Afirmó los pies, atacó y enterró el estilete en el pecho de Lincoln. Pero el chico ni se inmutó. Volvió a aporrear la cara de Lexa y le hizo ver las estrellas con un golpe de escudo en la mejilla que le dejó el cuello laxo y la visión cada vez más oscurecida. Otro golpe en el pecho la envió al suelo, donde arañó la piedra con las uñas para intentar levantarse. Un puntapié en las costillas. Otro. Otro. Lexa vio a través de una neblina roja que Lincoln se sacaba el florete del abdomen, alzaba la hoja empuñada a dos manos y se preparaba para hundírsela en el pecho.
—Me rindo —susurró Lexa.
Todo el mundo quedó en silencio.
—Me rindo —repitió, dejándose caer sobre la piedra.
Lincoln estaba resollando. Se le empezó a resbalar el florete. No apartaba la mirada de Lexa.
La chica sonrió con labios ensangrentados.
Y le guiñó un ojo.
—¡Punto! —exclamó Solis—. ¡El vencedor es el discípulo Lincoln!
El chico se quedó quieto un momento más. La rabia seguía ardiendo en su suave mirada de avellana. Lexa se preguntó cuánta parte de él quería verla muerta en aquel preciso instante. Pero al final, bajó el acero. Lo tiró a un lado y cayó de rodillas, tosiendo sangre, con las manos apretadas contra los agujeros nuevos que le había regalado ella. Los discípulos se habían puesto en pie, jaleando con el ansia de sangre reluciendo en sus ojos. La tejedora y el orador entraron en el círculo y empezaron a curar las heridas que se habían hecho Lincoln y Lexa con sus aceros.
Pero ¿y con sus palabras?
Mirando a los ojos de Lincoln, la chica comprendió que no tenía la respuesta. Concedieron a los discípulos el resto del giro libre. Con las heridas sanadas por la tejedora pero la mandíbula aún dolorida, Lexa había vuelto a su habitación y tenía las manos apoyadas en las caderas. Jasper y Costia habían hecho un buen trabajo borrando sus huellas; había pocas señales de que alguien hubiera entrado en su dormitorio. Pero como sospechaba, sus notas habían desaparecido de su sitio dentro del escritorio, sin duda robadas de madrugada mientras ella estaba en la cama de Lincoln. Había calculado unas cinco horas, más o menos, desde que Jasper ingiriera el veneno de Mataarañas hasta el momento de su fin. Lo que lo había delatado al final había sido el sudor, pero aun así había medido el tiempo casi a la perfección.
—… ¿nos sentimos un poquito orgullosos?…
Don Majo la miró desde encima del armario.
—Pues sí, la verdad.
—… ahora sin duda Costia intentará matarte…
—La palabra clave ahí es «intentará».
—… y a pesar de tu teatrillo en el altar del cielo, aún no has resuelto el acertijo de mataarañas…
—Lo tengo ya casi.
—… Jasper robó tus notas…
—Me acuerdo de casi todo. Estoy cerca, Don Majo.
—… la competición de mataarañas termina en seis giros, Lexa…
—Menos mal que estás tú para decirme estas cosas.
—… tendrías que haberte llevado el favor de solis y punto…
—Entonces Lincoln no habría llegado a hoja.
—… ¿y mejor él que tú?…
Lexa se tiró a la cama y clavó la mirada en el techo. No dijo nada. Los pensamientos bullían en su cabeza. Todo lo que había dicho Don Majo era verdad. Había más en juego allí que Lincoln y ella. Azgeda. Jaha. Titus. Todo por lo que había trabajado. Solo un asesino formado en la Iglesia Roja podría acabar con esos hijos de puta, como confirmaba a las claras su último ataque durante la veroscuridad. Si no terminaba primera de algún salón, ¿quién sabía si llegaría a convertirse en hoja?
En nombre de las Hijas, ¿por qué no se había limitado a…?
—… estás dejando que tus sentimientos por el chico nublen tu juicio…
—No tengo ningún sentimiento por el chico.
—… anda, ¿de verdad?…
—Sí, de verdad.
—… entonces, ¿para qué pasar meses entrenando con Raven y luego…?
Alguien llamó a la puerta. Lexa se levantó de la cama y cruzó el dormitorio. Lincoln esperaba al otro lado, con las rastas de sal caídas sobre la cara. El corazón de Lexa latió un poco más deprisa al verlo. Aquellas condenadas mariposas volvieron a su estómago. Apretó los dientes, las atrapó con los dedos y les arrancó las alas. Las mató una por una.
—Buen giro tengáis, don Lincoln.
—Y vos, Hija Pálida.
Bajó los ojos a la camisa del chico. Llevaba una sencilla insignia al pecho, una clave musical tallada en jabí pulido. El propio Solis le había hecho entrega del broche al final del torneo, como prueba de que había terminado primero de su salón.
—Enhorabuena —dijo Lexa.
El chico asintió con la cabeza. Se mordió el labio.
—¿Puedo pasar?
Lexa miró a ambos lados del pasillo y, al no ver a más discípulos, se apartó. Para no tener alas, esas mariposas seguían pareciendo capaces de armar un buen revuelo.
—¿Una copa? —le ofreció, yendo hacia el vino dorado robado.
—No. Me quedaré poco tiempo.
Lexa notó la disonancia en su voz. Se volvió para mirarlo y encontró aquellos ojos avellana duros como la piedra. Tenía los hombros cuadrados, como si se preparara para lanzarse a la carga.
—Me has dejado ganar —dijo.
—No. —Lexa meneó la cabeza—. He luchado tanto como he podido.
—Pero me has hecho luchar más a mí.
Lexa se encogió de hombros.
—Sabía que, si no, aflojarías.
—Me conoces así de bien, ¿eh?
—Sé lo que sientes por mí.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es?
Lexa bajó la mirada y se pasó una mano por el pelo. Estudió las sombras a sus pies. La verdad estaba allí, evidente para ella. Alzó los ojos hacia Lincoln, incapaz de pronunciarla. Esperando que él la oyera de todos modos. El chico negó con la cabeza. Su mirada aún era dura. Su voz salió más dura.
—Sabías lo que me harías pronunciando esa palabra. Sabes lo que significa.
—Lo siento. —Suspiró—. Me conoces lo suficiente para saber que no era en serio. Pero tenía que enfadarte. Sabía que, de otro modo, me dejarías ganar. Yo aún puedo terminar primera en Verdades. No me hacía falta ganar en Canciones.
—No necesito tu puta lástima, Lexa.
—¡Por los dientes de las Fauces, no es lástima! Hay sitio para los dos en el podio. Has acabado primero de salón y tienes casi garantizado convertirte en hoja. Estás un paso más cerca de pisar la tumba de tu abuelo. Nos prometimos uno al otro ayudarnos a cobrarnos venganza, ¿te acuerdas? ¿No te das cuenta de que quiero lo mejor para ti?
—Así que juegas conmigo como si fuera un pelele, ¿verdad? Me retuerces por dentro y me dejas a ciegas. —Lincoln sacudió la cabeza—. ¿Eso te lo ha enseñado Aalea? La pequeña Lexa Wood, loba con plumas de cuervo. Nos tenías a todos engañados. A mí, a Jasper, a Costia. ¿A cuántos más tienes bailando a tu son sin saberlo siquiera? ¿A cuántos más vas a matar para salirte con la tuya?
—Por las Cuatro Hijas, Lincoln, esto no es una puta…
—¡Una puta guardería, ya lo sé! Ya me lo has dicho mil veces, Lexa, joder.
—¿Y cuántas más tengo que decírtelo para que lo entiendas?
—Nunca más.
Las palabras la golpearon como un broquel en la mandíbula. Aunque después se lo negaría a sí misma, hasta se encogió al oírlas.
—Fue una estupidez dejar que esto llegara tan lejos. ¿Me oyes, Lexa? —Lincoln la señaló, y luego a sí mismo—. ¿Tú y yo? Nunca. Más.
—Lincoln, no…
El chico dio un portazo al salir.
Lexa se miró las manos vacías, con las acusaciones de Lincoln resonándole en el cráneo. Visualizó la cara de Jasper. La agonía en sus ojos mientras suplicaba por su vida. Pero se lo había merecido, ¿verdad? ¿Por Nylah?
Sus gritos despertaban ecos en la cabeza de Lexa, entremezclados con los de los hombres a los que había masacrado en los escalones de la Basílica Grande. Los que había ido dejando como trapos rotos y empapados por todas las vísceras de la Piedra Filosofal. Una orquesta de chillidos, y ella, la directora escarlata. Meciendo en el aire sus manos ensangrentadas.
Las pisadas de Lincoln se desvanecieron en el pasillo.
Lexa se quedó de pie en la oscuridad.
Se le hundieron los hombros.
Dejó caer la cabeza.
Sola.
—… es para bien, Lexa…
Y nunca sola.
—… es para bien…
