Capítulo 30. Favores
Cinco giros para que fuese demasiado tarde para resolver el acertijo de Mataarañas. Para que su mejor oportunidad de llegar a la iniciación se deshiciera como el humo. Para que todo por lo que se había esforzado se derrumbara, convertido en polvo.
Solo.
Cinco.
Giros.
Lexa apenas había dormido ni comido desde la prueba de Canciones. Pasaba el tiempo con la nariz metida en un volumen tras otro, sintiendo que tenía la respuesta al alcance de la mano y al instante viendo cómo se le escurría igual que arena al cerrar la mano sobre ella. Había estallado una guerra total de hurtos entre los discípulos para intentar arrebatar a Clarke el liderazgo en la clasificación de Ratonero. La cuenta de puntos había pasado del Salón de los Bolsillos al Altar del Cielo para que todos pudieran consultarla en cualquier momento. Chss iba segundo, pero aún más de ochenta puntos por detrás. Costia los seguía otros veinte puntos por debajo. La victoria de Clarke parecía casi irrevocable, hecho que la joven recordaba en voz alta a todo el mundo durante las comidas, por si acaso les entraban delirios de grandeza. Había incursiones en los dormitorios, bolsillos saqueados y cada choque de apariencia inocente en los pasillos resultaba en cuatro o cinco objetos distintos cambiando de propietario. El cronista Gabriel presentó una queja formal a la reverenda madre después de que Clarke le robara los anteojos de la cabeza mientras echaba una cabezadita, y aprovechó para recuperar el objeto número 5 de la lista del shahiid Ratonero,
Un libro del athenaeum (robado, no prestado, listillos) 6 puntos
pese a las protestas del propio shahiid. Al parecer, Luna había organizado una incursión matutina al athenaeum para afanar unos cuantos tomos del carrito de DEVOLUCIONES y había terminado devorado por uno de los gusanos de biblioteca más ariscos.
—¡Y ahora los demás se han cabreado por no haberles dado también de comer! —había gritado Gabriel—. ¡Quién va a recoger todo el desastre, eso es lo que quiero saber yo!
Dado que las lecciones oficiales habían terminado, los discípulos tenían permitido viajar a Tumba de Dioses siempre que querían. El orador Bellamy pasaba el día sentado junto a su estanque, enviando a futuros asesinos a la Ciudad de los Puentes y los Huesos mañana y nuncanoche. La shahiid Aalea no revelaba quién iba en cabeza de su competición, pero con la cantidad de secretos que fluían de vuelta desde la Tumba, Lexa supuso que la mujer debía saber más a aquellas alturas que el prínceps de los condenados Obfuscatii.
Sola en su habitación, o encorvada sobre una mesa en el Salón de las Verdades (siempre encarada a la puerta), Lexa trabajó en la fórmula de Mataarañas. Había renunciado a volver a la Tumba a buscar susurros. La competición de Aalea suponía dar demasiados palos de ciego para su gusto. Mejor trabajar en algo que pudiera ver.
Tocar. Saborear.
Había montado varios laboratorios con utillaje de cristal: matraces y cuencos, cilindros y frascos, interminables espirales de tubos y canales. Siempre tenía disoluciones burbujeando, diluyendo o precipitándose en sus elaboradas estructuras, y más de un centenar de ratas negras abandonaron sus envolturas mortales mientras Lexa seguía buscando. Mataarañas aparecía por allí a menudo para trabajar en sus propios experimentos en su mesa, pero Lexa sabía que no podía esperar que le diera ninguna pista. Si quería acabar primera en Verdades, tendría que ganárselo. De hecho, la shahiid no hablaba en absoluto; solo lo hizo en una ocasión, el giro siguiente a la competición de Solis.
—Qué pena lo de Jasper.
Lexa había levantado la cabeza de su trabajo. Mataarañas estaba recorriendo con paso lento la última escultura de Lexa, pasando una larga uña por el cristal. Tenía las manos manchadas de negro por las toxinas, los labios manchados de negro por la pintura. Su mirada era lo más negro de todo.
—¿Qué pena que no probara su antídoto antes de usarlo, queréis decir? —preguntó la chica.
—Ah, pero es que ahí está el asunto, ¿sabes? —había dicho Mataarañas—. La solución de Jasper, aunque no contrarrestaba por completo mi toxina, sí que retrasaba sus efectos. Así que si lo probó en alguna rata la nuncanoche anterior, seguiría viva cuando me trajo la solución a la mañana siguiente.
—Hum —dijo Lexa, volviendo a su trabajo—. Pues sí que es una pena.
La shahiid había dado una palmadita en el hombro a Lexa y se había marchado sin decir más. A Jasper lo habían enterrado en una tumba sin nombre del Salón de las Elegías por la tarde. Mataarañas nunca volvió a mencionarlo.
Las interminables horas trabajando en el dilema de la shahiid facilitaban a Lexa evitar a Lincoln, al menos. Se concentró en la tarea y procuró pensar en él lo mínimo posible. Comía a deshoras para no encontrárselo. Y si el chico visitaba sus sueños en las pocas horas que dormía, Don Majo se encargaba de devorarlos antes de que pudieran afectarla. Quedaban dos giros para el final de la prueba y Lexa estaba inclinada sobre un matraz hirviendo en el Salón de las Verdades. Había sonado la novena campanada, pero Mataarañas le había dado una dispensa especial para salir después del toque de queda. El perfume a dulzor quemado y rata muerta impregnaba el aire. Se le enredaba en el pelo. Le emborronaba los ojos.
Lexa oyó que se abrían las puertas.
Miró hacia ellas, esperando ver a Mataarañas, pero lo que vio fueron unos brillantes ojos azules. Una piel pálida y unos pómulos marcados. Un chico más hermoso que guapo.
Las enormes puertas se cerraron en silencio a su espalda.
Lexa llevó la mano al estilete de su manga.
—Hola, Chss —saludó.
El chico, por supuesto, no dijo nada. Cruzó sigiloso el salón hasta llegar delante de Lexa, que lo observó a través de sus instrumentos con los labios apretados.
Chss llevaba las manos a la espalda.
Lexa estaba tensa como un muelle de mekkenismo. Al fin y al cabo, aquella era la estancia en la que habían asesinado a Nylah. Don Majo la había advertido de que quizá los culpables no fuesen Costia y Jasper. A Chss lo habían sorprendido paseando por ahí después de la novena campanada, pero nadie había explicado nunca a qué se dedicaba cuando lo descubrieron. Y allí estaba, fuera de su dormitorio después de la novena campanada otra vez. Y nadie había averiguado tampoco qué le había pasado a Llamarriadas…
El silencio del chico era absoluto. No eran solo sus labios, sino toda su persona. No hacía ruido al andar. Ni al respirar. Cuando se movía, hasta el tejido de su ropa se quedaba sin voz. Y sus condenadas manos seguían detrás de su espalda.
—No tendrías que estar fuera después del toque de queda —dijo Lexa.
Chss se limitó a sonreír.
—¿Puedo ayudarte en algo?
El chico negó despacio con la cabeza. Don Majo cobró forma detrás de Chss y lo observó. Lexa tenía tensos todos los músculos del cuerpo. Las sombras de su alrededor titilaban al ritmo al que movía los dedos. Su propia sombra empezó a doblarse y a serpentear por el suelo, más larga y oscura de lo que debería ser. Y Chss se sacó las manos de detrás de la espalda y las mostró vacías. Lexa suspiró. Soltó su daga. Chss empezó a hablar en deslenguado, moviendo los dedos tan deprisa que a Lexa le costó seguirlo.
te ayudo yo a ti
Lexa le respondió por signos, algo más torpes que los del chico.
¿con qué me ayudas?
Chss señaló las mezclas burbujeantes, los viales y los vasos de precipitados y los frascos. Lexa recordaba su aspecto en la flagelación. Aquellas encías desdentadas expuestas mientras chillaba en silencio. Movió las manos deprisa, sin apartar sus ojos de los de él.
¿por qué?
Chss se quedó quieto un momento. Unas tenues arrugas mancillaron su frente perfecta.
he estado observando tu sitio no es este
Fue el turno de Lexa para fruncir el ceño. Confusa. Insultada.
¿qué significa eso?
Las manos del chico se balancearon y sus dedos diestros crearon palabras del silencio.
después de la flagelación fuiste la única que me preguntó si estaba bien a los demás les daba igual
Chss negó con la cabeza.
tu sitio no es este
Lexa lo miró con hostilidad.
¿y el tuyo sí?
El chico asintió con la cabeza.
horrible como todos los demás
Lexa estaba confundida. Rodeó las montañas de cristal y burbujas, el dulce olor de la muerte. Se plantó delante del chico y le cogió las manos. Susurró:
—Chss, ¿de qué estás hablando? Tú no eres horrible ni de lejos.
El chico se rio de verdad al oírlo. Tenía las cuerdas vocales atrofiadas por la falta de uso, y la carcajada salió más como un gorjeo. Se tapó la boca con las manos y tosió, pero aun así Lexa captó un atisbo de las encías sin dientes detrás de aquellos labios curvados. De las grietas que había tras sus ojos.
—¿Qué te pasó? —preguntó con un hilo de voz.
La mirada del chico fue intensa. Sus ojos parecían el cielo quemado por los soles.
esclavo
—Pero no llevas la marca.
El chico negó con la cabeza.
allí nos querían guapos
—¿Allí?
casa de placer
El estómago de Lexa se heló al ver cómo hacía los signos. Supo al instante a qué se refería el chico. De dónde provenía. Quién había sido su dueño antes de aquello y por qué le habían arrancado todos los dientes.
—Oh, diosa —susurró—. Lo siento mucho, Chss.
¿lo ves?
Los labios del chico se torcieron en lo que quizá fuese una sonrisa.
tu sitio no es este
Miró por el salón, hacia el líquido hirviendo y las ratas muertas, a la podredumbre y el óxido en el aire.
pero la amabilidad debería engendrar amabilidad incluso en un territorio como este
El chico metió una mano en sus calzas y, por un instante, la mano de Lexa se acercó de nuevo a su manga. La oscuridad que tenían alrededor tembló. Pero en lugar de un pincho oculto, el chico sacó una libreta, encuadernada en cuero negro. La abrió por una página al azar y Lexa vio anotaciones en código, una variante de la secuencia Elberti con modificaciones caseras. Reconoció la letra y también la cifra empleada.
—Es el cuaderno de Nylah —musitó.
El chico asintió.
—¿De dónde lo has sacado?
Chss ladeó la cabeza.
te lo he dicho he estado observando
El corazón de Lexa latió más deprisa. Pasó las páginas y vio que había bastantes con salpicaduras de sangre seca. Casi al final había una página arrancada del todo. Una lenta ira bulló bajo su piel, pero decidió controlarla. No tenía sentido estallar sin motivo. Chss le estaba ofreciendo ayuda. Era posible que se hubiera hecho con las notas de Nylah sin matarla; llevaba merodeando por toda la iglesia desde que había llegado. Pero aun así, la respuesta más sencilla solía ser la correcta…
—Chss —susurró, despacio y con cautela—. ¿Asesinaste tú a Nylah?
El chico bajó la mirada a la sombra de Lexa. La alzó a sus ojos.
¿qué importa?
Manos a puños. Rojo en sus ojos.
—¡Importa porque era mi amiga!
El chico meneó la cabeza a los lados. Parecía casi triste.
tienes un solo amigo entre estas paredes no era Nylah no son Lincoln ni Clarke y no soy yo
Chss la miró sin parpadear. Lexa comprendió que no era su aliado. Aquello no era muestra de respeto ni de reticente amistad de aquel chico tan tan extraño. Era una deuda saldada, nada más. Amabilidad por amabilidad. Incluso en un territorio como aquel. Y aunque los dedos de Chss no se movieron en absoluto, sus palabras se escribieron con toda claridad en su mirada.
«Lo tomas o lo dejas.»
Lexa cogió el cuaderno de las manos del chico. Chss inclinó un ápice la cabeza, seguida de otro ápice el cuerpo, y su flequillo cayó sobre unos torturados ojos azules. Entonces dio media vuelta y se dirigió a la salida, silencioso como un rayo de los soles. Llegó a la doble puerta y la abrió con una mano, pero la voz de Lexa lo hizo detenerse.
—Chss.
El chico se volvió. Esperó.
—¿Por qué no usas tú estas notas? ¿No quieres terminar primero de salón?
Chss inclinó a un lado la cabeza. Le dedicó una sonrisa astuta. Y sin el menor sonido, se marchó.
Tardó horas en descifrar el código de Nylah. Más horas en recomponer fragmentos a partir del galimatías, con el coro fantasmagórico por única compañía. La página que faltaba era un misterio, pero al final no importó. A Lexa se le ocurrió que Chss pudiera estar intentando hacerle la misma jugarreta que ella había hecho a Jasper. Pero lo cierto era que antes ya tenía la solución tan cerca que casi podía saborearla, que quizá le faltaran solo unas horas para resolver el acertijo ella sola. Dudó que Chss fuese tan tonto como para desafiarla a su propio juego. Y allí, entre las pulcras notas manuscritas de Nylah, encontró la última pieza que le faltaba, la última clave para abrir la cerradura que había estado esquivándola hasta entonces.
Estaba segura.
Lexa destiló su solución y la vertió en tres viales. Utilizó dos en ratas y guardó el tercero para sí misma. Sus peludas compañeras estaban dormitando en sus jaulas dos horas después, cuando Mataarañas abrió las puertas y encontró a Lexa sentada entre palacios de reluciente cristal.
—Llegas temprano, discípula —dijo la shahiid—. ¿O quizá sales tarde?
La chica alzó un vial a modo de respuesta, lleno de un líquido turbio. Mataarañas cruzó el suelo con un frufrú de su túnica verde jade. Se apartó las rastas de sal del hombro y miró el cristal en la mano de Lexa. Sus labios pintados de negro se abrieron en una sonrisa de curiosidad.
—¿Y qué tienes ahí?
—Una respuesta a lo imposible.
—¿Estás segura?
Lexa se miró los pies. Supo sin lugar a dudas que, aunque Don Majo no estuviera con ella, en ese momento tampoco habría tenido miedo. Miró a Mataarañas y sonrió.
—Solo hay una forma de estar segura, shahiid.
El anuncio se hizo durante la mañanera. Muy al estilo de Mataarañas, no hubo gran pompa ni elogios desmedidos. La shahiid se limitó a esperar a que llegaran el Sacerdocio y los discípulos, fue con pasos suaves al sitio de Lexa y le puso una insignia en el pecho. Era pequeña, tallada en madera de jabí y pulida hasta darle un brillo oscuro.
Una araña lobo.
Se extendieron murmullos entre los discípulos. Mataarañas se inclinó y depositó un negro beso en la frente de Lexa.
—Mis bendiciones —dijo.
Y eso fue todo.
Clarke sonrió de oreja a oreja y ofreció los dedos extendidos a Lexa, que los rozó con una sonrisa. Al comprender que había cometido la estupidez de dejar que la chica la tocara, Lexa se comprobó todos los bolsillos con teatrales aspavientos y se aseguró de llevar todavía el broche de Mataarañas en el pecho. Clarke puso los ojos en blanco, soltó una risita y volvió a su comida sin decir más. Al mirar por la mesa, Lexa vio que Costia le devolvía la mirada con patente odio.
—Bueno —dijo Ratonero, levantándose y pasando delante de la mesa del Sacerdocio—. Si Mataarañas considera adecuado conceder ya sus dones, quizá los demás deberíamos hacer lo mismo. —El shahiid giró la cabeza hacia Aalea con su acostumbrada sonrisa de rufián—. ¿Las damas primero, shahiid?
Aalea objetó con un leve gesto de la cabeza.
—Todavía queda una nuncanoche para que los discípulos saqueen la Tumba. Yo otorgaré mi favor mañana.
—Como desees. —Ratonero hizo una inclinación—. Para mi propia competición, estoy bastante seguro de que nadie puede derrocar a la líder en el arte de los Bolsillos. De modo que, si no hay objeciones entre los participantes…
Clarke se reclinó en su silla y sonrió como una reina en su trono robado. Los demás discípulos torcieron el gesto, pero Ratonero decía la verdad. Mirando la clasificación, Clarke seguía noventa puntos por delante de Chss, y no había nadie más ni siquiera cerca. La competición podía darse por resuelta.
—Discípula Clarke —empezó a decir Ratonero—, permíteme darte la enhorabuena por lo que ha sido la muestra más audaz de latrocinio desde que fui aprendiz de…
El shahiid dejó la frase en el aire al ver que Chss se levantaba de su asiento.
—¿Discípulo? —Ratonero frunció el ceño.
Chss cruzó el Altar del Cielo sin pronunciar ni una palabra. Llegó frente a Ratonero, se metió la mano en el bolsillo y, con una leve inclinación, tendió la mano abierta al shahiid. Los discípulos se levantaron y estiraron los cuellos para ver qué entregaba el chico. Lexa entrevió algo negro y reluciente. Una cadena de plata.
—Por los dientes de las Fauces —susurró, identificando el objeto que había en la palma del chico.
—No puede ser —siseó Clarke.
Chss sostenía la llave de obsidiana de la reverenda madre.
¿Cómo, en nombre de las Fauces, había podido robarla sin que ella supiera que le faltaba?
Lexa miró hacia la mesa del Sacerdocio. Abby había puesto cara de sorpresa al ver su llave en la palma de Chss, y su propia mano fue a su pecho para buscar entre los pliegues de su túnica. Al cabo de unos momentos, sus labios se arrugaron con una sonrisa.
—Mi querido Ratonero —llamó—, me temo que te están engañando. Tenemos aquí un zorro con orejas de chico, me parece a mí.
La reverenda madre levantó la mano. Sostenía con el índice y el pulgar una brillante llave de obsidiana, que giraba en una cadena de plata.
—Lo sabía. —Clarke suspiró—. No había forma de que pudiera mangar eso.
—Ajá. —Ratonero sonrió e hizo una inclinación a Chss—. Buena treta, discípulo, pero la charlatanería no da puntos en esto, me temo. Ratonero acepta solo objetos auténticos o nada en absoluto.
Chss sonrió. Dejó su llave en la mano de Ratonero y caminó sigiloso hasta la mesa del Sacerdocio. Aalea tenía los labios curvados en una sonrisa taimada, e incluso Solis y Mataarañas parecían entretenidos. El chico pálido se detuvo ante la madre Abby, extendió un brazo e hizo signos con la otra mano en deslenguado.
¿me permitís?
Abby arrugó un poco la frente, pero accedió y le entregó su llave. Sin más ceremonia, Chss la soltó a sus pies y la pisó con la bota. Levantó el talón e hizo un gesto teatral en dirección al suelo, como un trilero de callejón. Lexa vio que la llave había quedado pulverizada bajo la bota de Chss.
—Hijo de puta —susurró Clarke.
—Arcilla —dijo Lexa.
Asombro en el rostro de la reverenda madre. En el de Ratonero. En el de todos los discípulos. El chico no solo había robado la llave de Abby de su mismo cuello, sino que la había reemplazado por una falsificación lo bastante perfecta para engañar a la mujer. El silencio llenó la estancia como una niebla. Chss se volvió hacia Clarke, se puso una mano en el pecho e hizo una inclinación. Lexa miró a su amiga, casi esperando que se lanzara furiosa hacia el cuello de Chss. Pero Clarke tenía todo el aspecto de alguien a quien hubieran sacado los intestinos con ganchos de carnicero. Flaqueó en su asiento y miró a su hermano con ojos desesperados. Finn, que había vagado como un fantasma desde su derrota ante Lincoln, solo pudo mirar, tan destripado como ella. Los demás discípulos quedaron impresionados por la gesta de Chss. Ratonero empezó a aplaudir, seguido de las shahiids Aalea y Mataarañas, y luego de Solis y la propia reverenda madre. Ratonero fue al tablón de clasificación y añadió cien puntos a la cuenta del chico, lo que lo situó en primer lugar. Y con una mirada de disculpa a Clarke, tan pálida que Lexa temió que fuera a desmayarse, el shahiid puso la marca de su favor en la camisa de Chss. Era un pequeño broche de jabí, enroscado sobre sí mismo y mirando con negros ojos pulidos.
Un ratón.
—Primero de Bolsillos, discípulo —dijo Ratonero—. Enhorabuena.
«Por eso no necesitaba las notas de Nylah. Ya tenía la llave de Abby.»
Lexa levantó las manos y empezó a aplaudir también. Pero entonces miró a Clarke y sus manos se detuvieron y cayeron. La iniciación entre las hojas había significado tanto para Clarke como significaba para Lexa. Clarke y su hermano habían recibido años de entrenamiento de su padre, una hoja retirada de la iglesia cuya única voluntad era que sus hijos lo reemplazaran después de ser mutilado en nombre de la Madre. Costaba imaginar la presión que tenían que haber sufrido. Costaba imaginar su deseo de que los sacrificios de su padre, su brazo de la espada, un ojo y, diosa, hasta su hombría, tuvieran algún significado. Y ahora, ninguno de los dos tenía apenas posibilidades de llegar a la iniciación.
—¡Ese hijo de puta amacabras, chupamulos y follacerdos! —gruñó Clarke.
La chica andaba arriba y abajo por el dormitorio de Lexa, que estaba echada entre sus almohadas con uno de sus últimos cigarrillos en los labios. Lo que quedaba de su vino dorado robado estaba sin tocar en dos vasos sobre la mesita de noche de Lexa.
—¿Cómo abismos lo ha hecho? —exigió saber Clarke.
—Es listo. —Lexa se encogió de hombros—. Más listo de lo que creía nadie. Vete a saber si se dejó encontrar después de la novena campanada a propósito.
—¿Crees que sufrió el flagelo porque quería?
—Puede. Para que lo tomáramos por un patán.
—Joder, pues le funcionó.
Lexa suspiró una bocanada de gris.
—Ya lo creo.
—Y ahora estoy vendida. —Clarke hizo una mueca de disgusto y echó a andar otra vez—. La prueba de Ratonero ya solo podía perderla yo. Y voy y la pierdo, joder. Kane volverá dentro de dos giros para la iniciación. Tú estarás bebiendo la leche de la Madre en el banquete con las otras hojas y a mí me tocará quedarme con los demás pringados, reclutada como mano. Eso suponiendo que no me suspendan directamente y me entreguen a la Madre.
Lexa dio una calada al cigarrillo y cerró los ojos por el humo.
—Entonces, lo mejor es que pases la noche lloriqueando.
Clarke se volvió hacia Lexa con una mirada venenosa.
—Te agradezco de verdad la comprensión, Wood. Muchas gracias.
—A la mierda la comprensión. —Lexa sonrió—. Si acudes a mí, lo que sacas son soluciones.
Clarke meneó las manos en el aire.
—Soluciona, pues.
—Aalea todavía no ha declarado ganador, Clarke.
—¿Y qué posibilidades crees que tengo?
—Si te quedas desgastando un agujero en mi suelo con las botas, ninguna. Pero si vas a la Tumba y encuentras algo jugoso de verdad…
—Es una aguja en un puto pajar.
—Bueno, buscar agujas es mejor que quedarte aquí echando culo y rezando, ¿no?
Clarke se metió la punta de una trenza de guerra en la boca. La mordisqueó, pensativa.
—Te acompaño —se ofreció Lexa.
Clarke levantó la mirada al oírlo.
—Conque intentando evitar a Lincoln, ¿eh?
—Esto no tiene nada que ver con Lincoln.
—Seguro que no.
Lexa le hizo los nudillos. Se echó el whisky al gaznate de un solo trago.
—Venga, andando.
Clarke puso una cara rara y negó con la cabeza.
—Creo que es mejor que vaya sola.
—¿Dos pares de oídos no son mejores que uno?
—Sí. —Clarke se encogió de hombros—. Y te agradezco la intención y tal. Es solo… que no estaría bien. Si no puedo conseguirlo yo sola, a lo mejor es que no merezco estar aquí.
Lexa hizo un asentimiento. Aunque lo ocultara con bromas y sonrisas, Clarke era una persona orgullosa. Orgullosa de sus habilidades, de su padre y su legado. Lexa entendía que no quisiera llegar a la iniciación a hombros de nadie. De modo que se levantó de la cama, rodeó a su amiga con los brazos y apretó.
—Que la diosa te acompañe. Ten cuidado.
Clarke devolvió el apretón a Lexa, tan fuerte que le provocó una mueca.
—¿Sabes? Por aquí se te considera una zorra despiadada después de la artimaña con Jasper. Pero yo sé que no. Si hacen daño a alguien a quien quieres, no perdonas. Pero por debajo de todo eso, eres buena persona, Wood.
Lexa dio un beso a Clarke en la mejilla, sonriendo.
—No se lo cuentes a nadie. Tengo una reputación que mantener.
—Lo digo de corazón. A veces me pregunto qué haces en un sitio como este, Lexa.
—¿Desde cuándo me llamas Lexa?
—Hablo en serio —dijo Clarke—. Deberías estar segura.
—¿De qué?
Clarke buscó en la mirada de Lexa. De su sonrisa ya no quedaba ni rastro.
—De si de verdad quieres estar aquí o no mañana por la tarde.
—¿Y dónde iba a estar?
Clarke pareció a punto de decir más, pero se le endureció la mirada y se controló antes de hablar. Se quedó quieta un momento más, con los brazos aún en torno a la cintura de Lexa. Los labios separados. Las pupilas dilatadas. Y entonces la soltó, salió por la puerta y desapareció pasillo abajo en busca del orador. Lexa cerró la puerta y volvió a su cama. Miró cómo se le consumía el cigarrillo en la mano.
¿De qué hablaba Clarke? Aquello era por lo que había trabajado tanto. Lo único que quería. Tantos años, tantos kilómetros, tantos esfuerzos… y las cosas que había hecho para llegar allí, las vidas que había segado en aquel camino sangriento. Las manos manchadas de rojo. Y ya estaba a solo un paso de la iniciación.
Un paso más cerca de la garganta de Titus.
Del corazón de Jaha.
De la cabeza de Azgeda.
Entonces todo habría merecido la pena, ¿verdad?
«¿Verdad?»
Una forma negra se materializó a sus pies. Susurró como el viento entre los árboles invernales.
—… mañana… —dijo.
Lexa asintió.
—Mañana.
