Capítulo 31. Conversión

Lexa durmió como una muerta esa nuncanoche. Unos suaves golpes en la puerta la despertaron algo antes de la centrera, y oyó la voz grave de una mano desde el otro lado de la puerta.

—Preséntate en el Salón de las Elegías dentro de una hora, discípula.

Lexa se vistió despacio y fue al Altar del Cielo. Las mesas y los bancos estaban desiertos, el Monte Apacible más apacible que nunca en su recuerdo. Los pensamientos sobre la iniciación le llenaban la mente. Había terminado primera en Verdades, pero la reverenda madre había insinuado que quedaban más pruebas. No tenía ni idea de lo que afrontaría en el Salón de las Elegías, qué últimos desafíos tendría que superar. Hizo una parada en el athenaeum de camino al salón. El cronista Gabriel estaba cerca de la entrada como siempre, revisando el carrito de DEVOLUCIONES. Sin abrir la boca, salió su eterno cigarrillo de reserva de detrás de la oreja y se lo entregó a Lexa. Los dos se apoyaron en la pared y miraron la nada sobre el mar de estanterías.

¿Cuántas vidas podría pasar Lexa allí abajo, si se lo permitiera a sí misma? ¿Cuánto más fácil sería perderse en aquellas páginas inacabables y dejar atrás aquella senda de sombras y sangre?

—Se acerca la iniciación, ¿eh? —dijo Gabriel.

Lexa asintió con la cabeza y sopló un anillo de humo perfecto en gris sabor fresa.

—En fin. —Gabriel se encogió de hombros—. Todo lo bueno…

Lexa lamió el azúcar de sus labios.

—¿No habéis encontrado el libro que os pedí?

El cronista negó con la cabeza.

—Pero ayer descubrí toda un ala nueva ahí fuera. Miles de libros. Millones de palabras. A lo mejor entre ellas hay algo sobre los tenebros.

Lexa miró por encima de las palabras que había abajo. Suspiró.

—Este es un sitio bonito. Una parte de mí desea quedarse aquí para siempre.

—Cuidado con lo que deseas, chica.

—Lo sé —convino Lexa—. Y siempre gusta más lo ajeno. Pero aun así, os envidio, Gabriel.

—Los vivos no envidian a los muertos.

Lexa miró al anciano. Empezó a fruncírsele el ceño despacio. Cayó en la cuenta de que nunca lo había visto fuera del athenaeum. Ni comiendo en el Salón del Cielo ni cruzando sus puertas hacia el resto de la iglesia, ni una sola vez. La chica se quedó mirando su cigarrillo. La marca del artesano que nunca había visto antes.

Ahora ya no los hacen así.

La biblioteca de Nuestra Señora del Bendito Asesinato.

«Una biblioteca de muertos.»

—Vos…

—La Madre conserva solo lo que necesita —dijo el anciano.

Lexa se quedó mirándolo, con las entrañas heladas. Con el corazón lleno de horror y pena.

—¿Recuerdas lo que te dije aquel giro, cuando encontrasteis al gusano de biblioteca? —preguntó Gabriel.

—Dijisteis que quizá no sea aquí donde se supone que debo estar.

Gabriel aspiró fuerte su cigarrillo. Soltó una sucesión de anillos de humo que se persiguieron en la queda oscuridad.

—Echaré un vistazo en esa ala nueva. Si encuentro algo sobre tenebros, haré que te lo lleven a tu dormitorio. O a algún otro sitio. Si es donde quieres estar.

Lexa lo miró ceñuda a través de una cambiante nube gris.

—Buena suerte en el Salón de las Elegías, chica —dijo Gabriel—. Estoy seguro de que lo harás bien.

—Os lo agradezco, cronista.

Gabriel apagó su cigarrillo contra la pared y se guardó la colilla.

—Mejor que vaya tirando. Tantos libros…

—Y tan pocos siglos.

Entonces el cronista la miró. Había algo vacío y espantoso en aquella mirada azul lechosa. Pero se fue renqueando escalera abajo, hacia las interminables estanterías.

La oscuridad se lo tragó entero.

Tres discípulos estaban de pie en la sombra de la diosa.

La Madre de la Noche se alzaba sobre ellos, mirándolos con ojos pétreos. Lincoln y Chss ya estaban esperando cuando llegó Lexa, junto con varias manos que rondaban en el límite de la luz de cristal tintado. Mientras el coro fantasmagórico cantaba en la oscuridad, una figura con túnica la acompañó al estrado. Al mirar de soslayo, Lexa vio rizos morenos.

—Amiga Raven —susurró.

La mujer le apretó la mano.

—Buena suerte. Aguanta.

Lexa se colocó en su lugar al lado de Lincoln. Reparó en que el chico se esforzaba en no hacerle caso. Oyó el eco de una voz de una sombra en su cabeza:

«… es para bien, Lexa…»

Tres discípulos congregados, los ganadores de Verdades, Canciones y Bolsillos.

Lexa se preguntó quién habría quedado primero en el salón de Aalea y qué clase de secreto robaría para ganar el favor de la shahiid. Oyó unas pisadas suaves tras ella. Se descubrió rezando para no encontrar a Costia al volverse. Lexa respiró hondo y miró hacia atrás. Y allí, al borde de la luz, vio a Clarke. Tenía el pelo recogido en trenzas de guerra recién hechas y sus ojos centelleaban. Llevaba una pequeña insignia de jabí enganchada a la camisa, la máscara sonriente de un arlequín.

—Perdonad que llegue tarde —dijo con una sonrisa.

Clarke guiñó el ojo a Lexa y subió al estrado para ocupar su lugar al lado de Chss. Lexa estaba admirada. ¿Qué clase de secreto había desenterrado la chica? ¿Y qué le habría…?

—Discípulos.

Lexa enderezó la espalda y miró al frente. Las puertas que daban a la antecámara se habían abierto en silencio. Una mano envuelta en una larga túnica negra esperaba en el umbral, con un pergamino desenrollado ante ella. A su lado estaba la reverenda madre Abby.

—Os doy mi enhorabuena a todos —dijo la anciana—. Cada uno de vosotros ha demostrado su maestría en uno de los cuatro salones de esta iglesia y una competencia considerable en otras áreas de estudio. De todos los discípulos de la grey de este año, sois los que más cerca estáis de iniciaros como hojas. Pero antes de que mi señor Kane os inicie por completo en los secretos de este círculo, os aguarda una última prueba.

La mujer se volvió y desapareció por la puerta doble con un remolino de tela negra. La mano que llevaba el pergamino dio un paso adelante y leyó.

—¿Discípulo Lincoln?

Lincoln respiró hondo y dio un paso adelante.

—Sí.

—Acompáñame.

Lexa vio al chico marcharse, con Raven a su lado. Se preguntó qué le esperaba. Intentó apartar el recuerdo de su última despedida. El remordimiento por haberle hecho daño, la ira en sus ojos… Si tras la puerta acechaba su muerte, quería arreglar las cosas entre ellos. Pero ya se había ido, ya había cruzado el umbral sin una sola mirada atrás, y las puertas se cerraron en silencio tras él. Lexa sintió a Don Majo en su sombra, gravitando hacia el miedo creciente que la rodeaba. Echó un vistazo a Chss. A Clarke. Se preguntó si el padre de la chica le había dicho qué podía pasarle al otro lado. Los tres esperaron callados a la sombra de la estatua. Pasaron los minutos, largos como años, sin más sonido que aquel perpetuo coro fantasmagórico. Por fin las puertas se abrieron y salió Lincoln. Mandíbula apretada. Un poco pálido. En apariencia ileso. Encontró los ojos de Lexa y ella vio que cruzaba su rostro una expresión torturada. Por un instante, creyó que tal vez hablara. Pero sin decir nada a los demás, Lincoln se dejó escoltar por la escalera de caracol y se perdió de vista. Clarke tenía la mirada fija al frente. Habló con un susurro, casi sin mover los labios.

—Tienes que estar segura, Wood.

—Discípula Lexa.

La mano la estaba mirando expectante desde la puerta doble. Don Majo ronroneó en su sombra. Lexa dio un paso adelante, con los puños cerrados.

—Sí.

—Acompáñame.

Lexa bajó del estrado. Raven caminó con ella, acompañándola como había hecho con Lincoln. Cuando llegaron al umbral, la mujer le tocó la mano. Asintió con la cabeza.

—Aférrate a ella, Lexa Wood. Aférrate fuerte.

Lexa miró a los ojos de la mujer, pero no tuvo ocasión de preguntarle a qué se refería. Miró al frente y siguió a la mano por un largo pasillo de piedra oscura. El único sonido eran sus leves pasos, y el coro se amortiguó cuando la doble puerta se cerró tras ellas. Al final del pasillo había una gran sala con el techo en cúpula y todas las paredes cubiertas por enormes ventanas en arco de hermoso cristal tintado. Había motivos abstractos forjados en los paneles, espirales retorcidas y rojas como la sangre, que proyectaban doce dedos de luz superpuestos en el suelo. En el centro de la luz, Lexa vio a la reverenda madre Abby. Tenía las manos en las mangas de su túnica y llevaba puesta aquella sonrisa paciente y maternal. La llave de obsidiana que pendía de su cuello relucía al ritmo de su pausada respiración. Lexa se acercó con cautela, observando las sombras, agradecida de los no-ojos que tenía en la nuca. No pudo evitar fijarse en que el suelo delante de Abby estaba húmedo.

Recién fregado.

—Saludos, discípula.

Lexa tragó saliva.

—Reverenda madre.

—Esta es tu prueba final antes de la iniciación. ¿Estás preparada?

—Supongo que depende de cuál sea.

—Una muy sencilla. Solo te costará un momento. Aquí te hemos sacado tanto filo que podrías cortar la luz de los soles en seis. Pero antes de introducirte en nuestros misterios más profundos, debemos comprobar qué late en ese corazón tuyo.

Lexa recordó la celda donde la habían torturado en Tumba de Dioses. Los «confesores» que la habían apaleado, quemado y casi ahogado en la prueba de lealtad de Kane. Allí no se había venido abajo. Tampoco se vendría abajo ahora.

—Hierro o cristal —dijo Lexa.

—Exacto.

—¿Esa pregunta no ha sido respondida ya?

—Demostraste tu lealtad, cierto. Pero te enfrentarás a la muerte en todos sus tonos si has de servir como hoja de la Madre. Tu propia muerte es solo uno de ellos. Este es otro.

Lexa oyó unas pisadas rasposas en la oscuridad. Vio a dos manos embozadas de negro que arrastraban a una figura por la fuerza. Un chico. Muy joven. Ojos muy abiertos. Mejillas surcadas de lágrimas. Atado y amordazado. Las manos lo llevaron al centro de la luz y lo obligaron a arrodillarse delante de Lexa. La chica miró a la reverenda madre. Vio aquella dulce sonrisa maternal. Aquellos ojos viejos y amables, con patas de gallo.

—Mata a este chico —dijo la anciana.

Cuatro palabras. De una tonelada cada una.

El mundo quedó en silencio. La oscuridad avanzó hacia ella desde todas las direcciones. El peso se asentó en sus hombros y la empujó hacia abajo. Empezó a costarle respirar. Empezó a costarle ver.

—¿Qué? —logró decir.

—Puede llegar el momento en que se te pida dar fin a un inocente para servir a esta congregación —dijo Abby—. A un niño, a una esposa, a un hombre que ha hecho el bien a otros y a sí mismo. No te corresponde cuestionar por qué. Ni quién. Ni qué. Te corresponde solo servir.

Lexa miró al chico a los ojos. Estaban desorbitados de terror.

—Cada muerte que traemos es una plegaria —dijo Abby—. Cada muerte es una ofrenda a Aquella que lo es Todo y Nada. A Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Madre, Doncella y Matriarca. Ella puso su marca en ti, Lexa Wood. Eres su sierva. Su acólita. Quizá incluso su elegida. —La mujer le tendió una daga sobre su mano abierta. Miró a los ojos a Lexa—. Y si cortas la garganta de este chico, serás su hoja.

Duró una eternidad. Duró un instante. La chica estaba bajo aquella luz manchada y roja como la sangre con la mente en llamas, el corazón atronando, la cabeza llena de preguntas que no pronunciaría. Porque ya conocía las respuestas.

«¿Quién es él?»

«Nadie.»

«¿Qué ha hecho?»

«Nada.»

«¿Por qué debería matarlo?»

«Porque te lo decimos nosotros.»

«Pero…»

«¿Hierro o cristal, Lexa Wood?»

Tomó la daga de la mano de Abby y probó su filo, creyendo que quizá tuviera un resorte, que aquello podía ser solo otro engaño y solo tenía que demostrar su disposición a hacerlo para que todo terminara bien. Pero la daga estaba tan afilada que le hizo sangre en la yema del dedo. La hoja era tan sólida como cualquiera que hubiese empuñado. Si la descargaba contra el pecho del chico, no cabía duda de que estaría enviándolo a la tumba.

—El lobo no se compadece del cordero —dijo Abby—. La tormenta no suplica su perdón a los ahogados.

La chica miró la piedra húmeda a sus pies. Supo exactamente qué habían limpiado momentos antes de que entrara ella. Supo que Lincoln no había titubeado. No se había derrumbado.

—Somos asesinos —susurró Lexa—, uno y todos.

Allí lo tenía. Todos los años, todos los kilómetros, todas las nuncanoches en vela y los giros interminables. Aquel era el camino en el que había puesto los pies. Habían ahorcado a su padre. La habían arrancado de los brazos de su madre, habían matado a su hermano. Su casa, su familia, su mundo destruido. Pero ¿era motivo suficiente para asesinar a aquel chico sin nombre?

Si le daba fin, aseguraba su puesto en la iglesia. Se convertiría en la hoja que perforaría el corazón de Jaha, que destrozaría las tripas de Titus, que rajaría el cuello de Azgeda de una oreja a la otra. Merecían morir, las Hijas lo sabían. Merecían morir una y mil veces. Chillando. Suplicando. Llorando. Pero el chico también lloraba. Le caían cordeles de moco al labio. Lexa lo miró y el chico gimió tras la mordaza. Negó con la cabeza. Lexa le vio las palabras en los ojos.

Por favor.

Por favor, no.

Miró un instante a la madre Abby. Sonrisa amable. Mirada suave. Piedra húmeda a sus pies. Y Lexa buscó en su interior un motivo para matar al chico. Al hermano de alguien. Al hijo de alguien. Apenas era mayor que ella. Hurgó en lo más profundo, entre el fango y la sangre. Los harapos de moralidad que había apartado cuando puso los pies en aquel camino, adoquinado con las mejores intenciones. Los chillidos de Jasper al morir resonaron en su cabeza. Los incontables hombres y mujeres que había masacrado dentro de la Piedra Filosofal. Los Luminatii que había descuartizado en los peldaños de la Basílica Grande.

«Soy acero», se dijo.

Pensar todo eso le había costado un segundo, un instante bajo la mirada fría de la reverenda madre. Y al segundo siguiente, Lexa se arrodilló frente al chico. Le puso la hoja en la garganta. El corazón le tabaleó en las costillas. Pronunció las palabras que quizá pronunciara un creyente.

«Soy acero.»

—Escúchame, Niah —susurró—. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, mi presente para ti. Tenlo cerca.

La anciana sonrió.

El chico gimió.

Lexa inhaló una bocanada profunda y temblorosa. La advertencia de Raven regresó a su mente. Y para su horror, por fin la comprendió. Por fin la oyó, igual que la había oído en las almenas sobre el foro después de que ahorcaran a su padre.

Música.

La música fúnebre del coro fantasmagórico. El trueno de su propio pulso. Los débiles sollozos de aquel pobre chico intercalados con el recuerdo de los aplausos de un santo bandido y un hermoso cónsul y con un mundo perdido y podrido. Y entonces lo supo. Como lo había sabido siempre. Durante todos los kilómetros, todos los volúmenes polvorientos y las manos sangrantes y las humaredas tóxicas. Hierro, cristal o acero, de qué estuviera hecha no importaba en absoluto. Lo importante de verdad era en qué se convertiría después de matar a ese chico. Azgeda merecía morir. Y Jaha. Y Titus. Y Jasper. Aquellos Luminatii de la Basílica Grande eran peones de la máquina bélica del Senado. Incluso los hombres y mujeres de la Piedra eran criminales encallecidos. En la oscuridad de su dormitorio, podría convencerse a sí misma de que sus muertes estaban justificadas si se esforzaba lo suficiente. Quizá hasta podría convencerse de que todo aquel a quien había matado hasta entonces, los incontables finales que había concedido, la orquesta de chillidos, y ella, la directora escarlata… todos lo merecían.

Pero ¿aquel chico?

¿Aquel chico sin nombre ni culpa?

Si lo mataba, lo cierto era que ella también merecería morir. Y pese a todos los kilómetros y todos los años, la venganza no era motivo suficiente para convertirse en el monstruo al que estaba dando caza.

Lexa apartó la daga del cuello del chico.

Despacio, volvió a ponerse de pie.

—No por esto —dijo.

Abby escrutó los rasgos de Lexa y su mirada se volvió dura como el hierro.

—Te lo habíamos advertido, Lexa Wood, marcada por la Madre o no. Si fracasas en esto, fracasas por completo. Todo el trabajo de Gustus, todos los giros que pasaste estudiando con él y luego entre estas paredes, la sangre, la muerte, todo habrá sido en vano.

Bajó la mirada a los ojos del chico. El hermano de alguien. El hijo de alguien.

Le temblaron las manos. Se le inundaron los ojos. La ceniza cubrió su lengua.

Pero aun así…

—Ni por nada.

Y devolvió la hoja.

Estaba tumbada en su cama a oscuras. Tenía una sombra al lado, pero no decía ni una palabra. Su último cigarrillo en la mano. Una larga y quebrada columna de ceniza colgando de la punta encendida. Flequillo en los ojos. Negro en la cabeza.

¿Qué iban a hacer con ella? ¿Relegarla al papel de una mano?

¿Flagelarla?

¿Matarla?

En realidad, daba lo mismo. Ya nunca se convertiría en hoja. Nunca aprendería los misterios más profundos de la iglesia, ni los misterios de quién y qué era ella misma. Nunca llegaría a estar tan afilada como necesitaba para tener la oportunidad de acabar con Azgeda. Ahora el cónsul era intocable para ella, como había dicho Gustus…

«Gustus.»

¿Qué haría?

¿Qué diría?

Llaves en su puerta. Ni se molestó en echar mano a su estilete. Le daba igual quién fuera. Se devolvió el cigarrillo a la boca y miró al techo, donde se retorcían las sombras. Pasos suaves. Los chasquidos de un bastón contra la fría piedra. Una silueta encorvada y cansada al pie de su cama.

—Vámonos a casa, cuervecilla.

Miró al anciano con lágrimas en los ojos.

Oh, Hijas, cuánto se odió a sí misma en aquel momento.

—Sí, shahiid —dijo.

Solo pudo conservar un puñado de sus posesiones. Su daga de hueso de tumba. El broche de jabí que tanto le había costado ganar. Un paquete envuelto en cuero aceitado y bien atado con sus libros y las notas ensangrentadas de Nylah. Nada más podría hacer la Caminata de Sangre. Nada más podía llevarse. Raven acompañó a Lexa y al anciano por el camino espiral que llevaba a los dominios del orador. Pero la mujer se negó a entrar en ellos.

—Piénsatelo un giro o dos —dijo Raven desde el umbral—. El tiempo cura las heridas. Raven estará encantada de recibirla de vuelta. Raven puede hablar en su favor a la madre Abby hasta entonces. Ella puede acompañar a Raven en sus viajes a Última Esperanza. Es buen terreno. Una buena vida. Quizá no la que ella quería… —Raven miró hacia la sala y el orador que esperaban a Lexa—. Pero la vida pocas veces lo es.

Lexa asintió con la cabeza. Apretó la mano de la mujer.

—Gracias, Raven.

Entraron en la cámara de Bellamy. El olor a sangre impregnaba el aire. El orador estaba arrodillado en el vértice del baño, manchado de sangre. Sorprendió a Lexa al hacer una inclinación hacia Gustus, con los ojos en el suelo. El anciano parecía más cansado de lo que Lexa lo había visto jamás. Bajar la escalera había sido un proceso lento y doloroso, y su bastón caía con fuerza en cada paso. Lexa supuso que no había esperado tener que hacer nunca más aquella caminata. No había esperado tener que volver a recogerla, a ella, su mejor alumna y su fracaso, para devolverla a Tumba de Dioses con deshonra. Pero al parecer, la reverenda madre había aconsejado a Gustus que sería mejor si Lexa no estaba presente para la iniciación. Mataarañas estaba furiosa por haber desperdiciado su favor. Kane no tenía tiempo para la debilidad, ni para los débiles, y pronto llegaría al monte para ungir a los demás con su sangre. Lexa debía regresar a la Tumba con su shahiid y meditar sobre su futuro. Podía volver a la montaña y servir el resto de su vida como mano. O podía decidir que una vida fracasada era inaceptable y resolver ella misma el asunto. Abby había dejado muy claro qué opción prefería que escogiera Lexa. Y no había podido despedirse de Lincoln.

—Vamos, cuervecilla. —Gustus suspiró—. Nunca he soportado estos putos baños. Cuando antes entremos, antes saldremos.

—¡Espera! —llamó alguien.

Lexa se volvió con el corazón en un puño, pensando que quizá él había ido a despedirse. Pero vio llegar a Clarke corriendo por el pasillo hacia ella. En el pecho de Lexa se mezclaron la decepción y la alegría mientras Clarke la abrazaba con fuerza y ella le devolvía el apretón con toda su energía.

—¿Pensabas marcharte sin decir adiós? —preguntó Clarke.

—Volveré —dijo Lexa—, dentro de unos giros.

Clarke miró el morral de Lexa, lleno de sus posesiones. No dijo nada.

—Tienes algo que me suena —dijo Gustus—. ¿Cómo te llamas, chica?

—Clarke —respondió ella—. Clarke Griffin.

—¿Eres hija de Jake? ¿Cómo está ese viejo cabrón?

—Igual que desde hace años. Medio ciego. Tullido. Mutilado.

—Y estará orgulloso de ti, Clarke —dijo Lexa—. Has triunfado donde otros han fallado.

—Tú no has fallado, Wood —replicó Clarke—. Eso ni se te ocurra pensarlo.

Lexa sonrió con tristeza.

—Seguro.

—En serio. —Clarke le apretó la mano—. Este nunca fue tu sitio, Lexa. Mereces algo mejor que esto.

La sonrisa de Lexa se desvaneció. Sus ojos se llenaron de confusión. Gustus rezongó, impaciente.

—Venga, vale ya de tanta mierda con los abracitos. Marchémonos.

Clarke frunció el ceño al anciano. Miró a Lexa, insegura. Respiró hondo, como si estuviera a punto de arrojarse a un estanque oscuro. Y entonces se inclinó hacia ella poco a poco, le cogió la cara entre las manos y le dio un suave beso en los labios. Duró un momento de más. ¿O quizá no lo suficiente? Fue cálido y tierno y dulce como la miel. Antes de que Lexa pudiera decidirse, ya había terminado. Clarke separó los labios y apretó la mano de Lexa. Con un millón de palabras sin pronunciar brillándole en los ojos. Y con otro millón en la lengua de Lexa.

—¿Te despedirás de Lincoln por mí? —preguntó por fin.

El rostro de Clarke se derrumbó. Suspiró. Asintió despacio.

—Lo haré. Lo prometo.

Lexa soltó la mano de su amiga. Miró las paredes. Los glifos y la sangre. Pensó que quizá sería la última vez que viera algo de todo aquello. Echó sendos vistazos a Bellamy, a Gustus, a Clarke. Y después de respirar hondo, se metió en el estanque.

El rojo ascendió en oleadas.

Lexa cerró los ojos.

Y cayó.

Clarke se quedó una eternidad allí, en la oscuridad. Se pasó los dedos por los labios, ensoñada con todo lo que podría haber sido. Mirando a Bellamy mirar la sangre. Aquella belleza suicida, acurrucada en la penumbra. Una araña en el centro de su red escarlata, notando las más tenues vibraciones en cada filamento.

—¿Cuándo llegará el Señor de las Hojas, gran orador? —le preguntó.

Bellamy parpadeó. Apartó la mirada del rojo como sorprendido de que Clarke siguiera allí.

—Cuando llegue, pequeña discípula —respondió.

Clarke sonrió, hizo una gran reverencia y salió de la cámara. Subió la escalera de caracol con los pulgares metidos en el cinturón, mascando la punta de una trenza de guerra. Las campanas dieron las dos y, con una maldición, aceleró el paso. Ascendió veloz por el corazón de la montaña, hasta la enorme plataforma del Altar del Cielo. Habían limpiado la sala y preparado los servicios para el banquete de iniciación. Las cocinas estaban atestadas y ruidosas, pero el altar en sí permanecía desierto. Desierto salvo por una figura solitaria, apartada en la sombra, apoyada contra la barandilla y contemplando la oscuridad de fuera.

—¿Qué tal, Lincoln?

El chico la miró y la saludó con la cabeza. Luego devolvió su atención a los extensos eriales de abajo. A la interminable y hermosa noche.

—Nunca me canso de mirar esto —dijo.

—Es toda una vista —convino Clarke, apoyándose en la barandilla a su lado.

—Finn dice que querías hablar conmigo —musitó él—. Sobre Lexa.

—Ha vuelto a Tumba de Dioses un par de giros. A aclararse las ideas.

—Aún no lo entiendo. —Lincoln suspiró—. De todos nosotros, era la que mejor motivo tenía para estar aquí.

—Casi.

—Nunca pensé que tropezaría con el último obstáculo.

—A lo mejor no ha tropezado. —Clarke se encogió de hombros—. A lo mejor es que no ha querido saltar. Yo me alegro de que no vaya a estar para la iniciación. Decidir no asesinar a un inocente la vuelve mejor que este sitio.

Lincoln la miró de reojo.

—Tú has superado la prueba. Tú has asesinado a un inocente.

—Porque yo tengo mejor motivo para estar aquí del que tenía Lexa, Lincoln.

—¿Y cuál es?

—Familia —dijo ella.

—Lexa también estaba aquí por su familia.

—Sí —aceptó Clarke—. La diferencia es que mi padre sigue vivo. Te sorprendería lo mucho que puede motivar un exasesino cascarrabias sin testículos.

Lincoln sonrió y devolvió la mirada a la oscuridad. Clarke habló sin levantar la voz.

—Lexa me ha pedido que te diga adiós.

—Regresará —repuso Lincoln—. Volveré a verla.

—Yo no estoy tan segura.

—La túnica de mano podría sentarle bien. ¿Y qué va a hacer si no, rendirse? ¿Ella? Ni hablar.

—Ah, es posible que decida unirse a las manos. Pero aun así, no creo que vuelvas a verla.

—¿Por qué no?

El suspiro de Clarke salió de los mismísimos dedos de sus pies.

—Como te he dicho más de una vez, menudo hocico te gastas, Lincoln. No puedo permitir que husmees en los entrantes esta nuncanoche.

—¿Qué estás…? Uj.

Lincoln miró boquiabierto la daga en la mano de Clarke. La hoja brillando roja y goteando. La mancha que se le extendía por la camisa mientras ella le hundía el cuchillo en el pecho otra vez. Y otra. Y otra. Lincoln boqueó e intentó agarrarle el cuello, con los ojos muy abiertos. Pero rápida como las mentiras, Clarke le dio un buen empujón y lo envió de espaldas por encima del pasamanos. Y Lincoln cayó y cayó hacia las tierras baldías siempre negras.

Sin un solo sonido.

Sin un solo gemido.

Desapareció.

Clarke miró hacia abajo en la oscuridad. Susurró:

—Lo siento, Lincoln.

La chica se arrodilló con un pañuelo en la mano y limpió la sangre que había caído en la piedra. Luego limpió su hoja y la devolvió a la vaina de su manga. Miró hacia atrás. El altar seguía desierto y las manos seguían atareadas en la cocina preparando el inminente festín. Nueve platos puestos en la mesa. Uno para cada uno de los tres discípulos que se iniciarían al final del banquete. Cinco para el Sacerdocio: Abby, Ratonero, Solis, Aalea y Mataarañas. Y el último, en la cabecera de la mesa, para el Señor de las Hojas. El Príncipe Negro. El líder de la congregación de la Iglesia Roja en persona.

—Kane —susurró.

—¿Está hecho?

Clarke se volvió hacia una silueta vestida con una túnica de mano robada.

—Está hecho. —Clarke enderezó la espalda y miró hacia los eriales—. Nuestro pequeño Lincoln no estará presente para oler nada. Suponiendo que haya algo que oler, claro.

—Me ocuparé de mi parte —replicó su hermano.

—No la jodas, Finn —le advirtió Clarke—. Ya echaste a perder nuestra anterior oportunidad. Podríamos habernos cargado a Kane hace meses. Estaba allí mismo, expuesto.

—Ya te dije que el imbécil de Llamarriadas me vio acechando. ¿Qué querías que hiciera?

—A ver, déjame pensar. ¿Qué tal asesinarlo y dejar su cuerpo a la vista y, de paso, hacer diez veces más difícil que podamos volver a intentarlo?

—Saltar sobre Kane como dos matones de callejón era un plan estúpido, ya te lo dije en su momento. Que Llamarriadas se metiera en medio fue una bendición. Hemos tenido meses para preparar esto. Envenenar el festín nos embolsará a todas las víboras de un solo golpe. La discípula que creó la toxina para mí está muerta. Y el único discípulo que podría haberse olido lo que nos proponemos está muerto. Así que deja ya de lloriquear, joder, y estate preparada.

—Estoy preparada —siseó Clarke.

Finn miró de nuevo a su espalda y bajó más la voz.

—Te reuniste con ellos ayer, ¿verdad?

—Sí —respondió Clarke—. Después de que me dieran el rumor que sirvió de sobra para quedar primera en Máscaras. Como te dije una vez, los chicos Luminatii se enteran de todo lo que pasa.

—¿Están preparados?

—No lo dudes. Nuestro noble justicus tiene a la Primera y Segunda Centurias esperando. Doscientos hombres atacarán la Porqueriza en la séptima campanada. Tú asegúrate de que Bellamy esté motivado.

—Ese bicho raro quiere a su hermana más que a la vida. Con mi cuchillo en la garganta de ella, hasta bailará la puta balinna si se lo pido.

—Ten cuidado cuando te apoderes de Octavia. Ya viste lo que le hizo a…

—No soy un crío, Clarke —escupió Finn—. Me encargaré de la tejedora y el orador. Tú ocúpate de tu parte. Que Kane y el resto del Sacerdocio estén atados y amordazados cuando lleguen Titus y sus matones. Los confesores querrán hablar con todos, así que tendrán que hacer la Caminata todos. Nada de grilletes.

—Tranquilo. —La chica puso una sonrisa lúgubre—. La shahiid Aalea me enseñó unos cuantos trucos con cuerdas.

—En unas pocas horas —dijo Finn, asintiendo con la cabeza—, estas paredes caerán.

Los dos contemplaron las tierras baldías. La interminable negrura de encima, con sus miles de millones de puntitos de luz. El rostro de la diosa que los habían criado para adorar, y a la que estaban traicionando.

—Por papá —dijo Clarke.

—Por papá —repitió Finn.

La chica besó a su hermano en la mejilla y se internó en la oscuridad.