Capítulo 32. Sangre

Se habían limpiado la sangre en los baños de la Porqueriza, pero Lexa aún podía olerla en su piel. Había caminado cansada por las calles de Tumba de Dioses, con Gustus cojeando a su lado, los dos en silencio. La consoló un poco que el anciano hubiera ido a recogerla, que hubiera hablado con Abby a favor de ella. Unos giros lejos de la iglesia le aclararían las ideas, había dicho Gustus. Le sentarían bien. Le permitirían pensar en la elección que tenía delante.

La vida de una mano. La vida de una sirvienta.

Dio vueltas a la idea, con el rostro sombrío. No era nada de lo que avergonzarse. Raven era una mano e iba por la vida con la cabeza bien alta. A lo mejor no estaba tan mal. Recorrer los Susurriales y bajar por el sur de Ashkah. Encontrar belleza en partes del mundo que nunca había visto. Pero ¿qué pasaba con Azgeda? ¿Con Jaha? ¿Con Titus?

¿Podía seguir con su vida sabiendo que su familia quedaría sin venganza?

Rugía un viento atroz desde la bahía, gélido y ululante. El invierno había llegado a la Tumba con fuerza y las tormentas asediaban siempre desde el horizonte, amortajando la luz de Saan y aguando el resplandor azul de Saai mientras se alzaba de nuevo por el borde del mundo. Pero aun así… allí fuera todo brillaba mucho. Era casi cegador, después de meses de oscuridad casi constante. La canción del coro estaba sustituida por el ajetreo y el gentío de las calles de la ciudad, los gritos de los pregoneros, el tañido de las campanas de catedral. A Lexa no le daba una buena sensación.

«Ya no me da sensación de hogar.»

La chica y el anciano regresaron a la tienda de curiosidades e hicieron sonar la campanilla de encima de la puerta. Lexa recordó la primera vez que había entrado allí. El giro siguiente a que su padre muriera meciéndose. Gustus se hizo cargo de ella. Seguramente, sería la última aprendiz que entrenara en su vida. Había entregado seis años a Lexa. ¿Y qué le había entregado ella a cambio?

«Fracaso.»

El anciano iba hacia la cocina renqueando y haciendo repicar el bastón sobre los tablones.

—Lo siento, Gustus.

Él se volvió hacia ella. Vio las lágrimas que casi escapaban de sus ojos.

—Te he decepcionado —dijo—. Nos he decepcionado a los dos. Lo siento muchísimo.

El anciano meneó la cabeza a los lados. Pero no le dijo que se equivocaba.

—¿Quieres una infusión? —le ofreció por fin—. Te la llevo a tu habitación.

—No. Te lo agradezco.

Gustus se quitó su pesado abrigo. Encendió un cigarrillo y fue a la cocina. Incluso desde su habitación del piso de arriba, Lexa oyó sus pisotones. Su rabia armonizada en la melodía de cacerolas cayendo y sartenes entrechocando. Lanzó su paquete envuelto en cuero aceitado a su vieja cama y se echó tras él. Nunca antes se había dado cuenta, pero ya le quedaba un poco pequeña. Como aquella habitación.

Como aquella vida.

—… ¿qué hacemos ahora?

Lexa miró la franja de oscuridad, posada sobre un montón torcido de historias.

«Si le viera los ojos, ¿encontraría también decepción en ellos?»

—Dormir —dijo, y suspiró—. Dormir cien años.

Desanudó los cordeles del paquete y sacó su viejo y maltrecho ejemplar de Teorías sobre las Fauces. Pasó una mano cariñosa por la cubierta de Verdades arkímicas. Y luego se reclinó con el cuaderno de Nylah en las manos. Pensó en Chss y se preguntó cómo le iría. En Clarke. En Lincoln. Estarían preparándose para la ceremonia de iniciación, supuso. Tomarían la tardera en el Altar del Cielo y luego bajarían al Salón de las Elegías, para ser ungidos allí con la sangre de Kane e incorporarse a las filas de las hojas. Ese era un motivo para hacerse mano, pensó. Al menos, dentro de la montaña tendría acceso al athenaeum. Quizá de vez en cuando también a Kane. Lexa seguía sin tener respuestas concretas sobre los tenebros, ni ninguna idea sólida sobre lo que era. Pasó las páginas escritas por Nylah. Sonrió al recordar el ingenio seco de su amiga y su mirada inexpresiva. Pero la sonrisa se marchitó al llegar a las páginas en las que había estado trabajando Nylah cuando la asesinaron. Había una salpicadura de sangre seca sobre las notas, que había traspasado a las páginas de debajo.

Sangre.

Traspasada.

«¿Que explique qué, reverenda madre?»

«Esto.»

Abby recogió la sábana y la sostuvo ante la cara de Lexa. Allí, empapando el tejido, la chica vio una diminuta mancha de escarlata seca.

Lexa se quedó mirando las gotas de sangre en las páginas.

«No puedes demostrar dónde estuviste ayer, y se ha hallado sangre de la víctima en tus sábanas, hecho que tú misma eres incapaz de explicar. ¿Nylah visitó alguna vez tu dormitorio?»

«No, pero…»

No, pero otra persona sí que había visitado su dormitorio esa mañana.

—No puede ser —susurró.

—… ¿no puede ser qué?

Lexa miró al no-gato. Le costó encontrar las palabras. Le costó pensar la idea que llevaban detrás. Se levantó de la cama y pasó las páginas del cuaderno de Nylah hasta el final. Volvió a la página que faltaba. Buscó en su mesa, encontró un carboncillo y lo frotó con suavidad por la página siguiente a la que no estaba. Y allí, entre el polvo negro, vio la más tenue de las impresiones. La letra de Nylah, su cifra casera, símbolos arkímicos.

—… ¿qué estás…?

—Calla. Déjame un momento.

Miró ceñuda las páginas, entornando los ojos para distinguir la vaga escritura. Las marcas apenas eran legibles. No podía estar segura, pero…

—Esto parece una formulación modificada del desmayo.

—… ¿el sedante?

Lexa asintió con la cabeza.

—Pero estas medidas son más que suficientes para al menos doce adultos. ¿Por qué querría Nylah…?

Nylah se levantó, fue hacia Finn y se puso a hablarle bajito, con el cuaderno mojado en la mano. Finn le dedicó su sonrisa bonita y rozó los dedos de Nylah con los suyos.

Lexa meneó las cejas mirando a Clarke.

«Esos dos llevan una temporada intimando. Los vi trabajando juntos en un compuesto hace unos giros. Y en Verdades acaban de pareja un montón de veces.»

—Esto no tiene sentido —susurró.

—… sensación a la que empiezo a acostumbrarme a marchas forzadas…

Lexa se levantó de su taburete, con el cuaderno de Nylah en la mano. Cuando iba a bajar la escalera para hablar con Gustus, oyó más estrépito en la cocina. La maldición más negra que había oído pronunciar al anciano jamás. No parecía muy buen momento para molestarlo con teorías demenciales. Seguro que le arrancaba la cabeza de un mordisco. Envolvió de nuevo el cuaderno con el cuero aceitado. Tenía el ceño tan fruncido que le dolía la cabeza.

Pero si tenía razón…

«No puedo tener razón.»

—Tengo que volver a la iglesia.

—… ¿tan pronto?

—Tengo que hablar con la reverenda madre.

—… seguro que estará muy ocupada con la ceremonia de iniciación…

Lexa ya estaba subida al alféizar y el viento aullaba por el cristal abierto.

—¿De mi parte o contra mí?

El no-gato suspiró.

—… como desees…

Lexa regresó a toda prisa cruzando el mercado de la Pequeña Liis y las atestadas calles de las Partes Bajas, abriéndose paso a empujones hasta la bahía de los Carniceros. La tormenta ya casi había llegado a Tumba de Dioses, y el trueno y el relámpago se sucedían por el cielo. El olor a vísceras y aguas negras llegaba junto a la sal del océano y Lexa avanzó con los hombros encogidos, notando los latigazos del flequillo en la cara y poniéndose la capucha para protegerse del frío. El puerto estaba concurrido. Más concurrido de lo que debería estar, con tan mal tiempo. A medida que Lexa se acercaba a la Porqueriza, fue reparando en grupos de hombres notablemente corpulentos cerca de la entrada. No bromeaban ni charlaban por los codos como podrían hacer los marineros o mercaderes. Le lanzaron miradas torvas, pero ella les sonrió con dulzura y pasó delante de ellos. Estudiándolos con el rabillo del ojo. Eran grandes, todos ellos. Iban vestidos de plebeyos, pero se les veía muy fornidos. Y con la mirada gacha, vio que todos llevaban botas de soldado.

«¿Qué abismos está pasando aquí?»

Dobló la esquina, pensando a toda velocidad. Se echó la capa de sombras sobre los hombros, agarró una bajante y trepó por la fachada lateral de la Porqueriza con la destreza de un mono. En el tejado, se puso a trabajar en las tejas, metiendo su estilete de hueso de tumba entre cada dos y soltándolas. Se dejó caer por el hueco y se arrastró sobre las vigas, apartando su capa de sombras para poder ver el matadero de debajo. No había ni rastro de Panceta y sus hijos. Ni rastro de los carniceros normales que se dedicaban al cerdo. Pero sí había más de aquellos caballeros corpulentos en cada acceso, además de en la entreplanta que llevaba al estanque de sangre de abajo. Y con el corazón encogido, con la respiración paralizada, lo vio entre ellos. Habían pasado dos años desde que se enfrentó a él en los peldaños de la Basílica Grande. Seis desde la última vez que lo vio de cerca de verdad, el día en que se quedó el título de su padre y robó los terrenos de su familia. Pero aun así, lo reconocería en cualquier parte. Era el hombre más grande que había visto nunca. Una barba recortada rodeaba unos rasgos lobunos y una mirada en la que centelleaba la astucia animal. Una cicatriz de lo que solo podían ser zarpas de gato le bajaba por la mejilla. Llevaba ropa de plebeyo, como todos los demás. No había a la vista ninguna armadura blanca, ninguna capa roja y ninguna hoja de acero solar. Pero lo conocía. El odio goteó de su lengua mientras susurraba:

—Justicus Marco Titus.

Observó el resto de la Porqueriza. Los hombres con sus manos encallecidas de usar espadas y sus botas de soldado. Y supo a ciencia cierta lo que eran.

—… luminatii…

—Vienen por el estanque de sangre. —Lexa respiró hondo, apenas dando crédito a lo que veía—. Se preparan para invadir la iglesia.

—…Bellamy no les permitiría hacer la caminata…

—A no ser que esté compinchado con ellos —susurró Lexa—. O que le obligue alguien.

—… ¿entrar con toda la tranquilidad del mundo en la madriguera de los asesinos más mortíferos de la república? ¿y justo hoy? estará allí Kane en persona…

—Puede que esa sea la idea.

El justicus Titus habló a uno de sus centuriones, revisando las tropas con ojos entrecerrados.

—¿Está todo preparado?

—Sí, justicus. —El hombre, alto y duro como el hierro, saludó golpeándose el pecho con el puño—. Hemos tomado el matadero sin incidentes. Los herejes que moraban abajo están reducidos o muertos.

El justicus asintió con la cabeza y se dirigió a otro hombre que tenía al lado, un veterano de pelo canoso al que Lexa reconoció, con un parche de cuero en un ojo.

—Centurión Alberio, la Segunda Centuria cruzará el portal en primer lugar y asegurará la zona de despliegue. Preparad a vuestros hombres. El asalto dará inicio en cinco minutos.

El estrangulador de cachorritos se aporreó el pecho.

—Luminus Invicta, justicus. —Se volvió hacia sus hombres y vociferó—: ¡Segunda Centuria, en formación!

Cien Luminatii ocuparon sus puestos con precisión militar, adustos y silenciosos. Llevaban porras y escudos de madera, además de unas pocas hojas de hueso de tumba. Lexa agradeció que al menos ninguno pudiera llevar consigo su acero solar: el metal no podía hacer la Caminata de Sangre, y enfrentarse a unos centenares de Luminatii armados con hojas en llamas era un poco más desmoralizador que enfrentarse a unos centenares de hombres armados con palos grandes.

«Pero solo un poco.»

Titus se volvió hacia su segundo y le habló en tono comedido.

—Centurión Maxxis, la Tercera Centuria permanecerá aquí hasta que hayamos regresado con los herejes y su amo encadenados. La Primera Centuria marchará conmigo sobre el Altar del Cielo.

El estómago de Lexa se revolvió al oír que mencionaba el altar. Titus conocía bien el Monte Apacible. Por tanto, conocía su disposición y su funcionamiento. ¿Cómo podían saber todo aquello los Luminatii, a menos que hubiera un traidor en las filas de la Iglesia Roja?

¡Pero Abby los había puesto a todos a prueba! Todos los discípulos de la grey habían elegido morir antes que revelar la posición de la Porqueriza. ¿Quién estaría dispuesto a sufrir la tortura a manos de los confesores de Kane, solo para entregar después la iglesia a los Luminatii?

«Alguien que supiera que la confesión de Kane se trataba solo de una prueba.»

La comprensión emprendió una danza enfermiza en la tripa de Lexa.

Clarke volvió a llenarse la boca.

«Ajaeso me tiamí.»

«¿Perdona?»

La chica tragó y se lamió los labios.

«He dicho que bueno, para eso me tienes a mí. Mi padre nos contó a mi hermano y a mí todo sobre este sitio. O al menos, todo lo que sabía.»

—El padre de Clarke y Finn…

—… ¿qué pasa con él?

—Clarke me dijo que había criado a sus hijos para que lo reemplazaran. —Miró a la sombra que acechaba junto a ella—. ¿Y si en realidad los crio para que lo vengaran?

—… ¿atacar al señor tenebro de los asesinos más hábiles del mundo en un lugar de perpetua oscuridad? ¿con unos pocos centenares de hombres? os deseo mucha suerte, mi apreciado justicus…

—No le hará falta la suerte —susurró Lexa—. El desmayo, ¿comprendes? Las medidas de las notas de Nylah bastaban para poner a dormir a docenas. Si Finn o Clarke lo vierten en el banquete de iniciación, Kane caerá igual que todo el mundo, tenebro o no.

—… pero Lincoln estará en el banquete. olerá el veneno, ¿verdad?

El corazón de Lexa le saltó a la garganta. El estómago se le congeló.

—Por el abismo y la sangre…

Había bajado de las vigas antes de que Don Majo pudiera proferir otro susurro. Se dejó caer al entrepiso, amortajada de nuevo en su capa de sombras para ser solo un borrón oscuro sobre las paredes de la Porqueriza. La Segunda Centuria marchaba ya hacia el entrepiso, seguida de Titus y su primado. Los hombres bajaron la escalera con paso pesado hacia el estanque de sangre, en fila de a dos. Lexa los siguió escalera abajo, oculta bajo su capa de sombras, que volvía el mundo apagado y negro. Había lámparas arkímicas en las paredes, y Lexa siguió su luz hasta el fondo de la Porqueriza, cuyo aire estaba cargado del olor pungente de la sangre. Oyó salpicaduras, agitación, burbujeo. Se movió sigilosa, de puntillas a lo largo de la pared hasta más allá de la hilera de soldados que esperaban para entrar en el baño de sangre. Los glifos de la piedra emitían un leve zumbido y la energía vibraba en el aire mientras el centurión Alberio ladraba sus órdenes. Seguro que ninguno de ellos había visto nunca los nismos de sangre ashkahi, pero Lexa tuvo que reconocerles que todos se sumergieran en el estanque de Bellamy como les ordenaban. Cerraban los ojos, musitaban sus oraciones y, con una oleada de magya ashkahi, desaparecían uno tras otro. Todos los ojos estaban puestos en el vórtice arremolinado o en los glifos garabateados en sangre por las paredes. Lexa se planteó esperar a que hubiera cruzado toda la Segunda Centuria: así era probable que pudiera aprovechar para cargarse a Titus. Pero pensó en Lincoln. En el veneno. En el banquete. Si Clarke y Finn habían traicionado a la iglesia, tenían buenos motivos para matarlo, y ese pensamiento la llenó de un miedo que ni Don Majo pudo devorar del todo.

«Negra Madre, qué ciega he estado.»

La sangre rodaba y oleaba. Tiraba de los soldados hacia la corriente. A pesar de su arrogancia, Lexa no podía imaginarse a Bellamy traicionando a la iglesia. Tenían que estar forzándolo. En cualquier caso, Lexa necesitaba saber qué estaba pasando. La venganza podía esperar. Las personas a las que quería eran más importantes. No pudo evitar un sentimiento de admiración por la ironía. Si se hubiera convertido en el monstruo que quería la iglesia, si hubiera matado a ese chico sin nombre y la hubieran aceptado para la iniciación, no se habría enterado de lo que tramaban Clarke y Finn. Estaría sentada en el banquete en ese mismo instante, envenenándose con los otros discípulos y el Sacerdocio. En vez de eso, era la única que podía salvarlos. Lexa recorrió poco a poco la pared de la cámara de sangre y se metió en el estanque hasta que el enfermizo calor le llegó a la cintura. No sabía si la Caminata podían hacerla dos personas a la vez. Pero sabía que la sangre de Bellamy estaba mezclada con la de aquel baño, que el orador podría sentirla junto al soldado que vadeaba a su lado.

¿Sabría el orador que era una aliada? ¿Sería capaz siquiera de…?

El rojo se alzó. El suelo desapareció bajo los pies de Lexa. Se vio absorbida, incorporada a la corriente, rodando y retorciéndose, con sangre en la boca. Arrastrada por aquella espantosa resaca que amenazaba con dejarla hundida para siempre. Nadó hacia la luz de arriba. Le ardía el pecho. Le martilleaba el corazón. Hasta que por fin…

Notó la piedra bajo los pies. Se levantó despacio hasta que su cabeza asomó a la superficie y la sangre le goteó en los ojos. Un legionario Luminatii salió con violencia de la corriente a su lado, escupiendo y tosiendo mientras sus compañeros lo ayudaban a levantarse y recobraba el equilibrio. Los hombres que había en la cámara estaban pintados de la cabeza a los pies en escarlata, y en todos sus rostros se leía un silencioso horror. Los dominios ensangrentados de Bellamy solo podían estar confirmando todas las horripilantes historias que hubieran podido escuchar sobre los adoradores de Niah. Era comprensible que consideraran la iglesia una herejía. Comprensible que Azgeda y Jaha pudieran pintarlos como enemigos.

«Desde fuera, yo pensaría lo mismo de nosotros.»

Lexa parpadeó y se limpió la sangre de los ojos.

«Nosotros.»

Con la capa de sombras aún ocultándola, se mantuvo sumergida, levantando la cabeza solo lo justo para respirar. Como siempre, Bellamy estaba arrodillado ante el estanque. A su lado había una docena de Luminatii ensangrentados, con porras de jabí en las manos. A Lexa se le aceleró el pulso al sentir una sombra conocida detrás del orador.

«Finn.»

El chico estaba agachado en la piedra, con una hoja larga y serrada en la mano. A sus pies, Lexa distinguió otra figura, a la que habían privado de su habitual túnica negra. Deforme y lastimera, con la piel quebrada y podrida, atada como una cerda lista para la matanza. Tenía las manos sujetas por las muñecas, todos los dedos rotos y los ojos rosáceos cerrados. Pero los movimientos regulares del pecho de su sombra informaron a Lexa de que la tejedora no estaba muerta… y de que era la amenaza de la hoja de Finn en el cuello de Octavia lo que empujaba a Bellamy a aquella locura.

«El orador está con nosotros. Algo es algo.»

La mente de la chica estaba revolucionada con el puzle que se le planteaba. Aunque el sentimiento de culpa la destrozaba, no tenía sentido correr escalera arriba, porque lo que tuviera que pasar en el Altar del Cielo ya había ocurrido. Por lo menos, el veneno que estarían usando Clarke y Finn era solo desmayo y nadie moriría al instante. Estaba claro que los Luminatii querían prisioneros. Tortura. Interrogatorios. Crucifixiones públicas. Eso era lo que esperaba a la jerarquía de la Iglesia Roja más adelante. Pero de momento, a Kane y el Sacerdocio les quedaba mucho tiempo de vida. Y en consecuencia, quizá a Lincoln también. Miró a Bellamy, que cantaba sobre el estanque arremolinado. Comprendió que podría matarlo. Con solo rajarle la garganta allí mismo, dejaría aisladas a las tropas que ya estaban en la montaña y cortaría el paso a las de fuera. Pero hacerlo acabaría con el recurso más valioso que la Iglesia Roja tenía en su arsenal. Sin la Caminata de Sangre, la iglesia quedaría mutilada, sus capillas aisladas.

Sin embargo, ¿debería importarle?

¿Salvar a Lincoln y Raven no merecía esa pérdida?

Bajo la sangre, metió la mano en la manga y desenvainó su daga de hueso de tumba. Vio que Bellamy se tensaba y hurtaba una mirada en su dirección.

«Sabe que estoy aquí.»

Bellamy devolvió su atención a la piscina y siguió salmodiando y haciendo cruzar a más y más horrorizados y empapados Luminatii, pero Lexa habría jurado que lo vio menear la cabeza. Y con un gesto casi imperceptible de la mano que identificó como deslenguado, el orador le dejó claros sus pensamientos.

ni lo intentes, señaló.

Una posibilidad menos, pues. No podría matarlo con sigilo y por sorpresa y, si Bellamy decidía oponerse a ella, podría revelar su presencia en el instante en que actuara contra él. Fiel a su carácter, el orador valoraba su propia piel por encima de cualquier otra entre aquellos muros.

«Vale, pues. Qué le vamos a hacer.»

Lexa se agazapó en la sangre y observó a decenas de legionarios más hacer la Caminata. Cuando se reunió todo el grupo, cien hombres en total, el centurión Alberio les ordenó que se desplegaran por todo el nivel y aseguraran escaleras, puertas y pasillos. Con sus hombres ya obedeciendo, el centurión se dirigió a uno de sus reclutas más jóvenes.

—Informa al justicus de que la posición es segura.

Por debajo del escarlata que ya se secaba, Lexa vio que el chico perdía todo el color del rostro ante la perspectiva de volver a meterse en aquel horrible estanque. Pero vadeó por el rojo y desapareció con la corriente. Lexa lo vio partir y devolvió la mirada a Bellamy. Era su última oportunidad de aislar las tropas. Si el orador moría antes de que la Primera Centuria pudiera cruzar…

La sangre se alzó a su alrededor y la resaca le tiró de los talones. Trastabilló y se agarró al borde del estanque, manchando el mármol de rojo. Bellamy volvió a hacer una levísima negación de cabeza y movió los dedos.

ni se te ocurra

Lexa hizo rechinar los dientes. Vio cómo la Primera Centuria empezaba a hacer la Caminata. Hombre tras hombre, minuto tras minuto, sacados a rastras de la sangre por sus compañeros. Y en último lugar, alzándose del rojo, Lexa vio al hombre a quien llevaba soñando con matar seis largos años. Apartó a los soldados que intentaban ayudarlo y salió del estanque, derramando grandes chorros de sangre en la piedra. Sangre de color rojo oscuro, enmarañada en su barba, cayéndole por la espalda. Unos hombros tan anchos como el mismísimo Monte Apacible. El justicus de las legiones Luminatii se acercó al orador Bellamy con una mueca de repugnancia.

—Paganismo —gruñó—, paganismo y herejía.

Bellamy no dijo nada y sostuvo la mirada del justicus sin inmutarse. Con una sonrisa en sus bonitos labios. Titus se limpió la sangre de la cara y habló a su segundo mientras un ayudante empezaba a ceñirle una bella armadura de hueso de tumba.

—Centurión, informad.

—El nivel es nuestro, justicus. Primera y Segunda Centurias en posición.

—Excelente. —Señaló a Bellamy—. Atad bien fuerte a este cabrón apóstata.

Unos soldados marcharon hacia él, con cuerdas ensangrentadas en las manos. Tiraron a Bellamy al suelo y le ataron las manos y los pies tras la espalda, como un ternero esperando la matanza. Le metieron un trapo en la boca y le vendaron los ojos con otro. Un soldado le dio una patada, ya que estaba, pero Titus lo detuvo con una mano levantada. El justicus miró a Finn y le habló con brusquedad.

—¿Qué hay del Sacerdocio?

—Clarke sabía lo que se hacía —respondió Finn—. Estarán todos bien atados como cerdos para la Gran Ofrenda cuando lleguéis al Altar del Cielo, no temáis.

—Espera aquí hasta que volvamos con ese elogiado Señor de las Hojas y su rebaño impío. —Señaló a Bellamy—. Si este hereje tiembla siquiera de alguna forma que no te guste, empieza a cortar cachos de su hermana hasta que aprenda educación.

Finn asintió con la cabeza. Bellamy se tensó al oír la amenaza, pero por lo demás se quedó quieto. Ya equipado con armadura completa, Titus miró a sus hombres, adustos y empapados de sangre. Se llevó la mano al cinto y desenvainó una espada larga de hueso de tumba, con una hermosa talla de cuervos volando en el pomo y la guarda. Lexa entornó los ojos al reconocerla: era la que estaba colgada en el estudio de su padre junto a su colección de mapas.

«¿Cuánto más puede quitarme este hombre ya?»

—Mis rectos hermanos —empezó a decir Titus—. Hoy descargaremos un golpe sobre una blasfemia que lleva décadas ennegreciendo nuestra gloriosa república. Debemos llevar vivos a los sacerdotes de esta iglesia impía a Tumba de Dioses para interrogarlos, pero no mostréis la menor piedad con ningún otro cabronazo adorador de la noche que encontréis entre estas paredes. Somos la Mano Derecha de Aa y hoy pondremos de rodillas este nido de herejía.

El justicus sostuvo su hoja robada contra la frente e inclinó la cabeza. Los legionarios de toda la cámara hicieron lo mismo y sus labios se movieron al unísono.

—Escúchame, Aa. Escúchame, Padre. Tu fuego, mi corazón. Tu luz, mi alma. Por tu nombre, y tu gloria, y tu justicia, marcho. Brilla sobre mí.

Titus levantó la cabeza. Asintió a sus hombres.

—Luminus Invicta.