Capítulo 33. Pasos

Esperó.

Aunque su mente rebosaba de imágenes de lo que podría estar sucediendo arriba, aunque su sangre hervía al pensar en la traición de Clarke, aunque tenía su venganza de Titus al alcance de la mano y no estaba saboreándola, esperó. Si los Luminatii apresaban a Kane y a la reverenda madre, todos los acólitos de la Iglesia Roja correrían peligro. Sus amigos. Gustus también. Su primer paso tenía que ser por fuerza impedir que Titus escapara. Kane y Abby no podían caer en manos del Confesionato. De modo que se quedó oculta en la sangre. Maldiciéndose por tonta. Ya estaba segura: Clarke había matado a Nylah y luego había intentado inculparla a ella del asesinato. Todos los momentos juntas, todas las palabras que había pronunciado, eran mentiras. Hasta Chss se lo había advertido, aquella nuncanoche en el Salón de las Verdades.

tienes un solo amigo entre estas paredes

no era Nylah

no son Lincoln ni Clarke

y no soy yo

Ese amigo acechaba en las sombras de la cámara, observando con sus no-ojos. Titus y sus tropas se habían marchado. Pero seguían quedando una docena de Luminatii en la cámara del orador, que se habían puesto ornamentadas armaduras de cuero, con el símbolo de Aa labrado. Eran armaduras gruesas, con hebillas de madera y sin remaches ni clavos por ninguna parte, sin duda confeccionadas a propósito para el asalto. La mitad vigilaban a Bellamy y Octavia, y los otros seis estaban en el umbral, de guardia mirando hacia el pasillo. La tejedora seguía inconsciente, con Finn agachado a su lado y su hoja cerca del cuello.

«Empieza por el principio.»

Lexa no veía muy bien bajo su capa de todos modos, así que cerró los ojos. Llamó a las sombras de la cámara. Al igual que había ocurrido con los maniquíes de paja en el Salón de las Canciones, sentía esas sombras como se sentía a sí misma. Recordó lo que era ser de nuevo esa chica de catorce años. Hacer añicos la estatua de Aa fuera de la Basílica Grande. Pasar entre las sombras como un espectro. Pero sobre todo, recordó al hombre que había ayudado a que todo empezara, el que había hecho ahorcar a su padre, encadenar a su madre, el que había matado a su hermano antes de que pudiera andar siquiera. Separó los brazos bajo la sangre. Extendió los dedos. En la penumbra titilante, se hizo con las sombras que había a los pies de los legionarios. Las torció en ganchos y las clavó en las botas de los soldados. Y con todo el sigilo que pudo, se alzó del estanque de Bellamy. Comprendió su error al instante. Aunque ella seguía oculta bajo su capa de sombras, la sangre que la recubría no. Y al izarse al borde, el escarlata salpicó la piedra y unas huellas sanguinolentas aparecieron bajo sus manos. Los legionarios se volvieron hacia el sonido y Finn arrugó la frente.

Confusión. Titubeos.

Fue suficiente.

Lexa pasó a la sombra que tenía debajo y

salió de

la sombra

en la pared

detrás de Finn

Un legionario vio movimiento con el rabillo del ojo y dio la alarma, pero para entonces el puñal de Lexa estaba enterrado ya hasta la punta entre el cuello del chico y su brazo de la espada y había seccionado los tendones. Finn chilló, su hoja cayó de entre dedos laxos y Lexa le dio un rodillazo en la mandíbula que lo estrelló contra el suelo. Lexa recogió la daga del chico y al instante

ya estaba

pasando a

la oscuridad a sus

pies y saliendo de las sombras detrás de otro legionario, al que cortó los tendones de las corvas con su hoja y dejó tendido en el suelo. El hombre que había al lado intentó darle un porrazo y ella se inclinó hacia atrás. El golpe pasó silbando junto a su mentón y Lexa entró en su guardia y le hundió la rodilla en la entrepierna con la fuerza suficiente para que todos los hombres presentes hicieran una compasiva mueca de dolor. Los soldados gritaron, pero al intentar embestir contra aquel horror cubierto de sangre del baño del teúrgo, descubrieron que sus botas no querían levantarse de la piedra. Lexa podía sentirlo. El poder de la noche palpitaba bajo su piel. La hambrienta Oscuridad. La mismísima Madre, la diosa que la había marcado, mirando con ojos negros a aquellos hombres que invadían su territorio sagrado.

Y estaba furiosa.

Derribó a uno, luego a otro, recogió una porra y la descargó contra mandíbulas y nucas, saltando entre manchas de oscuridad y dejando solo huellas ensangrentadas a su paso. Eran hombres de la mejor cohorte de la legión, porque Titus no había sido tan estúpido como para llevar chavales nacidos de la médula o hijos de senadores con él al Monte Apacible. Pero enfrentados a aquel horror ensangrentado, a sus ojos negros, su sonrisa salvaje y sus manos muy muy rojas no tardaron en caer presas del pánico.

—¡Las botas! —gritó uno—. ¡Quitaos las botas!

Las sombras agarraron sus porras y ahogaron sus gritos mientras Lexa los iba tumbando uno por uno. Los camaradas próximos que oían sus gritos y acudían a investigar sufrían el mismo destino: morían por los feroces tajos de Lexa o cuando les abría los cuellos. Hasta que solo quedó uno, un hombre con rizos oscuros y pringados de sangre, que tropezó y cayó de costado al quitarse las botas y se arrastró contra la pared, con los ojos desorbitados de terror mientras aquel daimón del abismo salía de las sombras ante él. Cuchillo ensangrentado en una mano. Porra ensangrentada en la otra. El cabello enganchado como hierba negra a la carnicería que cubría su rostro. Y entonces el monstruo abrió la boca. Y habló con voz de chica.

—Lo siento.

La hoja cayó.

Alzándose entre la carnicería que había desatado, Lexa oyó un gemido y miró hacia Finn, que intentaba levantarse del suelo. Fue hacia el chico vaaniano, le dio un fuerte puntapié en la cabeza y lo hizo caer de nuevo a las losas. Lexa se arrodilló junto a Octavia, comprobó que aún respiraba y le cubrió la piel torturada con los andrajosos restos de su túnica. Luego se acuclilló al lado de Bellamy y midió las palabras al hablar.

—Orador, soy Lexa. Ahora voy a desataros. Vuestra hermana está sana y salva. Veáis lo que veáis, necesito que no asesinéis a nadie durante un par de minutos, ¿de acuerdo?

Bellamy gruñó por respuesta y asintió con la cabeza. Lexa le cortó las ataduras y le quitó la mordaza y la venda de los ojos. Al instante el orador ya estaba de pie, con el rostro crispado y las manos levantadas. Se alzaron tentáculos de sangre del estanque, retorciéndose como serpientes, puntiagudos como lanzas. Los ojos del albino cayeron en su hermana, en el chico de al lado que había amenazado su vida. Finn intentaba levantarse otra vez, gimiendo y agarrándose la mandíbula. Bellamy levantó las manos por encima de la cabeza, con los dedos curvados como un titiritero sobre una marioneta. Emergieron bucles sangrientos latigueando desde el estanque, que asieron las muñecas y los pies de Finn, los arrastraron por las losas y lo hundieron en el rojo.

—¡He dicho que no lo matéis!

Lexa agarró el brazo del orador y lo volvió para encararlo a ella. Con un movimiento de sus dedos, Bellamy enrolló otro látigo de sangre en el cuello de Lexa y la levantó del suelo. La chica dio un respingo, ahogándose y dando patadas en el aire. Una docena de sombras asieron los miembros de Bellamy y otras dos, con los extremos en forma de puntas afiladas, se quedaron flotando a escasos centímetros de sus ojos.

—Suéltame —graznó Lexa—. Acabo de salvarte la vida. A ti y a tu hermana. Estamos en el mismo condenado bando. Y necesitamos vivo a Finn para averiguar qué está pasando arriba.

—¿Acaso no es evidente? —ladró Bellamy—. Los Luminatii han venido para aprehender a mi señor Kane. ¿Qué más necesitamos saber?

—Déjame. En. El. Suelo. Cabrón.

Bellamy hizo una mueca de desdén. Pero la presión en el cuello de Lexa remitió y el tentáculo la posó con suavidad en la piedra antes de retirarse al estanque. El orador hizo un ademán y Finn emergió, jadeando, con sangre burbujeando en los labios al susurrar…

—Lexa, por favor.

… antes de volver a hundirse de golpe en la sangre.

—Bellamy, Octavia y tú tenéis que salir de aquí.

—¿Y adónde vamos a ir? —espetó él—. Ha surgido una traición en nuestro seno. A buen seguro, los Luminatii conocen la posición de todas las capillas desde aquí hasta Tumba de Dioses a estas alturas.

—Pero no significa que las hayan atacado todas. Lo más seguro es que no lo hayan hecho para no revelar su jugada. Mi señor Kane es el premio, y hay que impedir que lo lleven a Tumba de Dioses. Si tú no estás, solo les queda una ruta para volver a la civilización.

—Los Susurriales —dijo Bellamy.

—Exacto. Así que deja de dar por culo y lárgate de aquí.

—¿Y qué harás tú, pequeña tenebra? ¿Destruir un ejército tú sola?

—Eso es problema mío, ¿o no?

—… problema nuestro…

Los ojos de Bellamy no abandonaron los de Lexa. Su voz llegó fría y dura como la piedra.

—Esta rata ha amenazado a mi hermana amada, hermana mía, pequeña tenebra. De estar yo en tu lugar, y necesitado de su conocimiento, créeme que formularía raudas mis preguntas.

Bellamy hizo un gesto perezoso con la mano. Finn volvió a emerger del baño de sangre, tosiendo y borbotando, apenas consciente.

—Finn, ¿me oyes?

—Lexa, por f…

—Cierra el puto pico, asqueroso de mierda —rugió ella—. Tienes una sola oportunidad de salir vivo y es decirme lo que quiero saber, ¿entendido?

—Yo… —El chico escupió y tosió entre náuseas—. Sí.

—Habéis envenenado el banquete de iniciación. ¿A todos, Kane, el Sacerdocio y los iniciados?

El chico asintió con la cabeza y le cayó el pelo empapado en sangre sobre los ojos.

—Sí.

—¿Ninguno de ellos está muerto?

—Eh… no. Hemos usado una especie de desmayo. Hicimos que Nylah nos preparara una dosis especializada que actuaría más deprisa de lo normal. Titus quería vivo al Sacerdocio para in… interrogarlos.

—¿Y qué hay de Lincoln? Habría olido el desmayo en la comida a un kilómetro de distancia. ¿Cómo habéis evitado que se dé cuenta?

Finn no dijo nada. Meneó un poco los labios mientras pensaba.

—¿Finn?

—Clarke, hum…

Entonces Lexa lo supo. Lo oyó en su voz. Se le cayó el corazón a los pies. Recordó cómo se había sentido en sus brazos. Cómo la había besado.

Lexa no lo había amado, pero…

No.

No lo había amado.

Abrió los ojos. Miró a Bellamy. Respiró hondo.

—Es todo lo que necesitaba saber.

—Lexa, n…

El gimoteo de Finn se lo tragó el estanque cuando el chico se hundió hacia su muerte.

—… Lexa, debemos movernos…

Lexa asintió con la cabeza al no-gato y se tomó un momento para pensar.

—Bellamy, tenéis que salir de aquí. Ya.

El orador la miró durante un prolongado momento, en el que no hubo más sonido que el tenue chapoteo de su estanque. Pero entonces llevó la mano a su cuello, agarró un vial de plata que colgaba de una cinta de cuero y lo arrancó. Lexa lo reconoció: era del mismo tipo que el que llevaba Raven en el desierto. Del mismo tipo que había en las hornacinas de los aposentos de la reverenda madre.

—Mi vitus —dijo Bellamy—. Si tuvieres la bienandanza de triunfar, derrámala en el suelo y escribe como si el rojo fuese una tabilla y tu dedo el pincel. Lo sabré.

—Vete.

Bellamy levantó a su hermana del suelo, bajó los peldaños de mármol y se introdujo en el flujo arremolinado. La sangre pareció adherirse a él al andar, y unos minúsculos zarcillos se alzaron de la superficie y lo acariciaron mientras pasaba. Se volvió hacia Lexa y asintió con la cabeza una vez.

—Buena fortuna tengas, pequeña tenebra. Precisarás de ella.

—Cuando se despierte, cuenta a Octavia lo que ha pasado aquí. Dile que está en deuda conmigo.

Bellamy negó con la cabeza y sonrió.

—A los muertos no se les debe nada.

Empezó a salmodiar deprisa, canturreando notas discordantes al estanque como un padre a su bebé dormido. La sangre cantó en respuesta y, con una inundación de rojo y hierro, los dos desaparecieron bajo el oleaje. La superficie quedó lisa como la de una represa. Ni una sola ondulación señaló su marcha. Lexa se escurrió el pelo. Vació las botas de sangre tan bien como pudo y se guardó la hoja serrada de Finn en la espinilla. Don Majo no dejó de mirarla, quieto y callado. Pero finalmente, susurró:

—… lamento lo de Lincoln…

—No tienes nada que lamentar.

—… sentiste lo que sentiste, Lexa. No hay necesidad de negarlo…

—No estoy negando nada.

Una pausa, seguida de un quedo susurro.

—… tampoco hay necesidad de mentir…

El coro no se oía.

Fue lo primero en lo que reparó Lexa al abandonar los dominios del orador e internarse en la oscuridad de la montaña. La melodía fantasmal que la había acompañado en todo momento entre aquellas paredes había desaparecido. Sus pisadas dieron la impresión de sonar más fuerte y su respiración le raspaba en los oídos. No estaba bien. Era como una astilla bajo su piel. Un silencio tan alto que ensordecía. En el extremo opuesto del nivel había dos Luminatii de guardia frente a la escalera ascendente. Pero sus miradas estaban puestas hacia arriba, por supuesto, esperando a que volvieran el justicus y sus hombres. Lexa se acercó a hurtadillas, tan silenciosa que habría llenado de orgullo a Gustus y a Ratonero. Fue menos que un susurro cuando se alzó a sus espaldas. Más que un borrón cuando su hoja de hueso de tumba abrió a un hombre de oreja a oreja y se clavó en el corazón del otro cuando se volvía para ver caer a su compañero. El soldado trastabilló y se derrumbó hacia atrás contra la escalera, con una mano en el pecho. Buscó en la oscuridad lo que lo había matado. Y entonces Lexa echó a un lado su capa, solo para que pudiera verla. Para que viera a la flaca y pálida chica empapada de negro y rojo, su máscara de sangre secándose, los ojos de debajo. Para que viese la sombra de un chico muerto en sus pupilas cuando Lexa le tapara la boca con la mano, le rajara el cuello y susurrara:

—Escúchame, Niah. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, mi presente para ti. Tenlo cerca.

El no-gato que la acompañaba se hinchó y ondeó, bebiendo a grandes sorbos el último terror del soldado. Y Lexa pudo sentirla por todo su alrededor. La Oscuridad.

Susurrando. Animándola.

Estaba satisfecha.

Lexa separó los brazos e hizo levantarse las sombras, que envolvieron los cadáveres y se los llevaron a la oscuridad. Casi deseó poder quedarse para ver cómo volvían sus camaradas y encontraban solo manchas de sangre para señalar su muerte. Para ver cómo enraizaban las primeras simientes del miedo, cómo aquellos hombres comprendían lo lejos que estaban de casa. Que la Oscuridad de aquel lugar no solo estaba furiosa. Estaba hambrienta. Corrió escalera arriba, encontró otros dos soldados al final y les regaló el mismo fin que a los de abajo. Qué pequeños parecían en la panza de la montaña. Sin sus hojas solares, su malla blanca y sus capas como ríos carmesíes. No eran más que hombres diminutos, cuya fe en Aquel que Todo lo Ve no bastaba para protegerlos de su esposa. De aquella a quien su esposa había marcado. Aquella a quien había elegido, en aquella su casa. En su altar. En su templo. Lexa casi había llegado al Salón de las Elegías cuando la descubrieron. Había acabado con dos legionarios sin hacer ruido, pero no reparó en otros dos que bajaban desde un nivel superior. Oyó bramidos de alarma y se volvió a tiempo para ver a los Luminatii que cargaban contra ella. Adoptó una postura baja y rajó a uno desde la rodilla a sus partes, abriéndole la arteria femoral para dejarlo desangrándose en el suelo. El segundo le atizó en la sien con su porra y Lexa se tambaleó. Le atrapó los pies en oscuridad, pasó tras él y le clavó su hoja doce veces en la espalda. Pero empezó a oír más gritos, más pies corriendo. Bajaba media docena de Luminatii por la escalera en su dirección, entre ellos Alberio, el comandante de la centuria en persona. Podría haberse embozado en su capa de sombras y tal vez cruzarse con ellos sin que se dieran cuenta, pero pensó en la traición de Clarke, en lo que le había hecho a Lincoln, en aquellos hijos de puta invadiendo el lugar que había pasado a considerar su casa… y le ardió el pecho con una intensidad que casi la asustó.

Se acabó huir. Se acabó esconderse.

—Muy bien, cabronazos —susurró—, seguidme.

Los legionarios la vieron y dieron voces de advertencia. Lexa desenfundó su daga de hueso de tumba y empuñó la hoja de Finn con la otra mano. La sangre seca de sus labios se resquebrajó al enseñar los dientes y las sombras que la rodeaban se retorcieron cuando arremetió escalera arriba para enfrentarse a ellos. Alberio y el legionario que tenía al lado eran anchos como casas, y alzaban las porras y los escudos. El centurión la miró con los ojos entrecerrados y, pese a la penumbra, reparó en la hoja que llevaba en la mano, la misma que se había cobrado su ojo. Por fin el reconocimiento se reflejó en su rostro.

—Eres… —susurró. El centurión se tocó la frente con tres dedos y los sostuvo en alto frente a Lexa. Vociferó—: ¡Luminus Invicta!

Lexa dio un grito inarticulado y notó cantar su corazón cuando alzó sus hojas. Los Luminatii rugieron en respuesta y se lanzaron escalera abajo hacia el daimón ensangrentado, levantando sus porras y abriendo mucho los ojos cuando la chica pasó

de la sombra que

tenía a los pies

a la

sombra a sus espaldas

y

siguió corriendo.

Los Luminatii se detuvieron de sopetón y el soldado más rezagado la vio desaparecer escalera arriba. A una voz de Alberio, se reemprendió la cacería, por los pasillos más anchos y hacia el interior de la montaña en sí. Lexa vio más Luminatii por delante, corriendo hacia ella. Apretó el paso y sus hojas relucieron. Y cuando la alcanzaron, con las porras alzadas y los dientes desnudos, de nuevo se les escurrió

a través de las sombras

y salió de la

oscuridad a sus espaldas.

Dieron media vuelta y la vieron, anonadados, doblada sobre sí misma, permitiéndose recobrar el aliento. Los furiosos gritos de Alberio llegaron desde la lejanía. Y después de enderezarse, Lexa alzó los nudillos, les lanzó un beso y siguió corriendo. Había treinta hombres persiguiéndola cuando llegó. Sonaban más gritos a lo largo y ancho de la montaña, y se oían más zancadas en su dirección. Lexa echó un vistazo rápido hacia atrás y vio la ira y el asesinato en sus miradas antes de plantar las suelas para detenerse junto a una puerta doble inmensa, colarse dentro, cerrar las puertas a su espalda, volverse y correr.

Hacia la oscuridad del athenaeum.

Los Luminatii irrumpieron en la biblioteca, abriendo de golpe los portones y topando con el carrito de madera de DEVOLUCIONES que, con más bien poco cuidado, al parecer, alguien había dejado justo detrás de la puerta. El carrito se volcó, se rompió contra la piedra y decenas de tomos salieron abiertos por cualquier página, resbalando, rebotando. Alberio, con el rostro enrojecido, entró a zancadas en la biblioteca y apartó el carrito de una patada, enviando más libros por el estrado mientras sus soldados se desplegaban a derecha e izquierda. Escrutó la oscuridad, con un negro ceño en el semblante. Y de algún lugar en el bosque de páginas y estanterías, llegó un estruendoso e inquietante rugido.

—Por Aquel que Todo lo Ve, ¿qué ha sido eso? —preguntó un soldado.

—¡Dispersaos! —ordenó el centurión—. ¡Encontrad a esa zorra hereje y destripadla!

Veintinueve saludos golpearon contra veintinueve pechos. Los Luminatii marcharon escalera abajo y se metieron entre los estantes con las armas levantadas. En silencio, se dividieron en pequeñas columnas de seis hombres, se separaron y registraron un pasillo tras otro. Alberio lideraba un grupo de sus mejores hombres, que buscaban con los ojos entrecerrados en cada hueco y cada rincón. Debía de haber mantenido la mentira durante seis años. Nuncanoches en vela preocupándose por si el giro siguiente Azgeda descubriría que la hija de Wood seguía con vida. Y tenía delante no solo la ocasión de vengar la pérdida de su ojo, sino también de acabar con el temor de que su fracaso saliera a la luz. Me pregunto si se sintió afortunado en ese momento.

Allá en la negrura, sonó otro rugido.

Ya más próximo.

—¿Centurión? —dijo uno de sus hombres—. ¿Qué es eso?

Alberio se detuvo y buscó en la oscuridad. Levantó la voz para que sobrepasara las estanterías.

—¿Graco? ¿Belcino? ¡Informad!

—¡Ni rastro, señor!

—¡Nada, señor!

Otro rugido. El sonido de algo pesado acercándose.

Acercándose más.

El buen centurión pareció preocuparse. Quizá la duda se impusiera a su fervor inicial. Y justo cuando abría la boca para hablar, oyó unas suaves pisadas, notó una ondulante brisa y oyó un rugido de dolor. Al volverse, vio que uno de sus legionarios intentaba tapar con la mano una cuchillada en su espalda y que una chica menuda y morena lo miraba desde una máscara de sangre a medio secar.

—Buen giro tengáis, centurión —dijo la chica.

—¡Está aquí! —bramó Alberio.

La chica sonrió y le lanzó con suavidad algo al pecho.

—Un regalo para vos.

El centurión alzó el escudo y desvió el objeto con un golpe. Se dio cuenta de que era un libro antiguo, encuadernado en cuero y polvoriento. La encuadernación cedió y se soltó una veintena de páginas. El tomo resbaló por el suelo, dejando atrás una estela de sus entrañas.

—… nada recomendable… —dijo una voz susurrando.

—¡Matad a esa put…!

Algo se encabritó por encima de las estanterías. Algo enorme, de muchas cabezas y monstruoso, todo hocicos romos y piel correosa y mandíbulas llenas de, oh, demasiados dientes. Los Luminatii gritaron —hubo que reconocerles que no de alarma, sino a modo de advertencia— y alzaron sus escuditos y sus mondadientes sin dejar de rugir a sus compañeros de otros pasillos. Y entonces ese algo cayó sobre ellos y envolvió al centurión Alberio con sus, oh, tantísimos dientes y lo sacudió como haría un perro con un huesecito particularmente triste y ensangrentado. Llegaron soldados corriendo. Marcharon soldados chillando. Más algos se alzaron sobre los estantes, enormes y ciegos, y empezaron a dar dentelladas y rugir y desmembrar a los hombrecillos, pero sin perturbar ni una sola página de un solo estante. Lexa salió de las sombras de la balaustrada, de vuelta en la antesala. Se quedó de pie junto a un anciano, encorvado como un signo de interrogación, que estaba mirando el espectáculo apoyado en el pasamanos.

—Una chica con una historia que contar. —Gabriel sonrió.

—Eso dicen.

—¿Cigarrillo?

—Puede que luego.

Y desapareció.