Capítulo 34. Persecución

Se coló en el Salón de las Verdades y lo encontró desierto, lleno solo de la tenue luz que brillaba en las paredes de cristal verde. Pero después de forzar con cautela la cerradura y hurgar en el escritorio de Mataarañas, encontró las tres bolsas de vydriaro. Habían usado casi todos los orbes de ónice, pero los saquitos que contenían el vydriaro de perla y de rubí estaban casi llenos. Dos bolsas llenas de desmayo y del fuego arkímico de Mataarañas.

«Bastarán.»

Después fue al Salón de las Canciones, con una sola parada para asesinar con sigilo a otros dos Luminatii que encontró apostados en el Salón de las Elegías. Corrió frente a las tumbas sin lápida, intentando no imaginarse a Lincoln tendido en una de ellas. Convirtiendo la pena de su pecho en rabia. A media escalera, encontró los cuerpos apaleados de manos asesinadas. En la cima, halló otra docena de cadáveres, Monty y Murphy entre ellos, con los ojos muy abiertos sin ver nada en absoluto.

No había tiempo de rezar.

No había tiempo de que le importara.

Corrió al interior del salón de Solis y se puso un pesado jubón de cuero para prácticas encima de su camisa ensangrentada. Buscó en los aparadores y se llenó las botas de dagas, además de ceñirse un buen gladio afilado al cinto, echarse una bandolera de cuchillos arrojadizos cruzada al pecho y colgarse una ballesta y un carcaj en la espalda.

—Por los dientes de las Fauces…

Se giró hacia el susurro con la ballesta alzada y las sombras a su alrededor extendidas. Vio figuras con túnicas negras en el rellano de la escalera, apenas media docena en total. Entre ellas, entrevió una media melena de cabello rojizo, una cara hermosa, ojos verdes de cazadora.

—¿Costia?

—Wood —siseó la chica—. En nombre de la Madre, ¿qué haces tú aquí?

Una silueta con el rostro velado salió de entre el grupo con una sonrisa en los ojos.

—Raven se alegra de verla —dijo.

—¡Diosa, estás bien!

Lexa cruzó el salón a la carrera y rodeó con sus brazos a la mujer. Pero Raven se encogió en el abrazo de Lexa y la apartó con un gemido. Mirando alrededor, Lexa se dio cuenta de que casi todo el grupo tenía heridas. Costia sangraba mucho por un corte encima del ojo y llevaba el brazo en un improvisado cabestrillo, y algunos otros tenían muñecas o costillas rotas. Raven resollaba, agarrándose el costado.

—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?

—Los hijos de puta nos han atacado en horda. —Costia hizo un gesto de dolor y se quitó la sangre de los ojos—. Sin previo aviso. Han asesinado a todas las manos y discípulos que han encontrado. ¿Cómo abismos han podido entrar? ¿Dónde está el Sacerdocio?

—Supongo que presos ya —dijo Lexa—. Clarke y Finn nos han traicionado. Han envenenado el banquete de iniciación. Han matado a Li…

Lexa mordió el nombre. Negó con la cabeza.

—¿Clarke? —susurró Costia—. ¿Finn? Pero si son acólitos ungidos.

—Venganza por su padre. —Lexa sacudió la cabeza—. Da lo mismo. El justicus Titus está aquí con dos centurias. Han apresado a mi señor Kane y al Sacerdocio. Pretenden llevárselos de vuelta a Tumba de Dioses para torturarlos y ejecutarlos.

—Pues son unos necios, si se atreven a desafiar a los acólitos de Niah en su hogar. —Raven se volvió hacia las otras manos—. Armaos. Hojas y ballestas.

—¿Pretendes que luche junto a ella? —Costia fulminó a Lexa con la mirada—. ¿Después de que matara a Jasper? Me parece a mí que no, joder.

—Debemos mantenernos unidos.

—No pienso mantenerme nada cerca de esta zorra.

—No hay tiempo para nuestras gilipolleces, Costia —dijo Lexa—. Estamos hablando del justicus Marco Titus. Ayudó a sofocar la Rebelión del Coronador. Seguro que ha pisado el cráneo de tu padre a diario desde hace seis años, entrando en el Senado. ¿Sabes toda esa mierda que me has echado encima? ¿Todo ese odio? Ahí tienes a un hombre que de verdad merece saborearlo.

La chica evaluó los ojos de Lexa, con el recuerdo de Jasper evidente en los suyos. Unos segundos que no tenían se escurrieron por el reloj de arena. El odio a Lexa combatió contra el odio por quienes habían destruido a su familia. Pero lo cierto era que, en el fondo, Costia y ella estaban cortadas por el mismo patrón. Las dos eran huérfanas de la Rebelión del Coronador. A las dos les habían arrebatado sus familias. Las unía la clase de vínculo que solo el odio puede forjar. Al final, en realidad solo había una opción.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Bellamy no está. —Lexa vio que Raven se tensaba al oírlo y puso una mano tranquilizadora en el brazo de su amiga—. Se ha llevado a Octavia. Están a salvo. Pero sin acceso a la Caminata de Sangre, Titus está aislado. Solo tiene una forma de volver a Tumba de Dioses.

—Los Susurriales —dijo Raven.

Lexa asintió.

—A estas alturas, ya sabrán que no pueden recurrir a la Caminata de Sangre. Pero Clarke está con ellos. Puede llevarlos a la cuadra. Estarán yendo hacia allí, para partir en nuestros carros hacia Nueva Esperanza.

—Pues ataquemos en la cuadra —propuso Costia—. Impidámoslo.

—Espacio reducido —convino Raven—. Su superioridad numérica servirá de menos.

—Estás herida —dijo Lexa—. Todos lo estáis. Allí va a haber una carnicería y no quiero que…

—¿Me recuerdas cuando empezó a importarme una puta mierda lo que tú quieras, Wood? —restalló Costia—. Te creerás el mayor regalo de la Madre al mundo, pero no eres ni la mitad de buena con las hojas de lo que crees. Si quieres tener la oportunidad de acabar con esos cabrones, necesitarás que te ayudemos.

Lexa miró a Raven y encontró unos ojos fríos y duros.

—Ella dice la verdad.

—Muy bien —dijo Lexa, y suspiró—. Tienes razón.

Las manos se armaron hasta los dientes, se cubrieron las túnicas con jubones de cuero y cogieron ballestas y espadas y puñales. Lexa distribuyó el vydriaro entre ellos, aunque se quedó un buen puñado de rubí y otro de perla. No tenía ni idea de cómo iban a hacer aquello. Ni idea de si alguno de ellos viviría hasta el giro siguiente.

Sin tiempo.

Sin posibilidades.

Sin miedo.

Miró a los acólitos que la rodeaban. Asintió una vez.

—Vamos.

Por lo visto, el justicus Titus no era de los que se dejaban engañar dos veces. Había dejado la espalda descubierta al asaltar el Monte Apacible, y ese exceso de confianza había tenido como recompensa la muerte de su retaguardia y la pérdida del orador. Al no disponer ya de la ruta de escape que había previsto, el justicus se había dirigido a la cuadra, como había predicho Lexa. Pero había que concederle que también aprendía de sus errores. Por desgracia, el justicus no había contado con Don Majo. El no-gato bajó sigiloso la escalera por delante de Lexa y los demás, se coló en el Salón de las Elegías e inmediatamente sintió la vibración del miedo en el aire. Encontró a los soldados ocultos, que esperaban tumbados en recovecos o merodeaban por las antecámaras, bisbiseando plegarias a Aquel que Todo lo Ve. Regresó veloz escalera arriba, se materializó en el hombro de Lexa y le susurró al oído.

—Hay legionarios en el Salón de las Elegías —repitió Lexa—. Casi cuarenta.

—Cuarenta —dijo Raven con un hilo de voz, mirando su penosa media docena.

Lexa sacó un puñado de orbes de vydriaro blanco del saquito que llevaba en el cinturón y sonrió.

—Creo que puedo compensar la balanza. Cuando oigáis el escándalo, venid corriendo.

La chica se envolvió en su capa de sombras y oyó que Costia y las demás manos ahogaban un grito cuando desapareció de su vista. El mundo se volvió casi negro bajo su velo y tuvo que bajar la escalera a tientas. Pero al poco llegó a un arco y sintió el inmenso espacio del salón al que daba paso. Los nombres muertos del suelo. Las tumbas sin nombre de las paredes. Vislumbró el difuso perfil de la gran estatua de Niah, destacado sobre la nebulosa luz de cristal tintado. Avanzó despacio, casi cegada, y se agachó tras una columna cercana. Apartó la capa el tiempo justo para echar un vistazo decente a lo que la rodeaba, pasó a la sombra de sus pies y reapareció quince metros por encima del suelo, envuelta en las profundas sombras de los pliegues de la capucha de Niah. Un Luminatii vio movimiento arriba y gritó un aviso. Pero para entonces, Lexa ya estaba arrojando vydriaro desde su posición elevada y haciendo estallar densas nubes de desmayo por todo el salón. Por lo menos una docena de hombres cayeron al inhalarlo, y otros salieron por piernas de sus escondrijos para buscar mejor cobertura. Mientras los Luminatii abandonaban sus posiciones, Raven, Costia y las demás manos cargaron al interior de la estancia, negros y veloces y mortalmente silenciosos. Los soldados ni siquiera comprendieron que tenían más de un atacante hasta que cinco más de los suyos hubieron muerto. Los acólitos cayeron sobre los invasores con una furia que los hizo tambalearse, atónitos. Las hojas de Costia apenas se distinguían, y Raven luchaba como un daimón pese a sus costillas rotas. Quizá fuese la rabia ante aquella invasión de su hogar. Quizá fuese la presencia de la diosa, la espada y la balanza que pendían sobre ellos, los fríos ojos de piedra contemplando la masacre. En cualquier caso, a los pocos momentos, la emboscada Luminatii se había transformado en una carnicería y el negro enrojeció con la sangre de los fieles de Aa. Lexa se levantó en las alturas, ballesta en mano, para impedir la huida y matar a cualquiera que intentaba atacar a un acólito por la espalda. Diez flechas más tarde, desenfundó sus hojas, salió de la sombra de la estatua quince metros más abajo y enterró una daga en la espalda de algún pobre imbécil, para acto seguido dar fin a otro con un puñado de cuchillos arrojadizos. Luchó espalda contra espalda junto a Raven, alzando entre las dos una muralla de sangriento acero y llenando el hueco que había dejado el coro de la Madre con el canto de sus hojas, con los gritos de los masacrados que resonaron en la oscuridad cuando cayó el último hombre. Raven trastabilló, agarrándose las costillas y jadeando. Costia estaba empapada en sangre y sin aliento. Otras dos manos, un chico llamado Pietro que no era mucho mayor que Lexa y un hombre llamado Neraio, habían caído bajo los golpes de los

Luminatii.

La chica estaba de pie junto al cuerpo de Pietro, con la cabeza inclinada. Mirando unos ojos sin vida.

—… Lexa, están en la cuadra…

Se quedó en la silenciosa oscuridad. Intentando no recordar.

Intentándolo y fracasando.

—Solo era un chico, Don Majo. —Negó con la cabeza—. Solo un chico.

—… no es el momento de guardar duelo, Lexa. ni por este chico ni por ninguno…

La chica lo miró al oírlo, con ojos brillantes de dolor.

—… lo que hay que hacer es vengarlos…

Lexa asintió despacio.

Limpió la sangre de sus hojas.

Y siguió corriendo.

La cuadra era un revoltijo de hombres, animales y polvo. La peste a sudor y sangre y mierda, los ladridos de los centuriones, los gorgoteos y murmullos de los camellos inquietos y, por encima de todo ello, el justicus Titus. Rugiendo. Lexa había ocultado a una única persona bajo su capa hasta entonces, pero Lincoln había sido un gigante y Raven y Costia tenían la mitad de su tamaño cada una. De modo que, dejando atrás a las otras manos heridas, las tres habían bajado con sigilo por la escalera y salido a la cuadra. Costia contempló la aglomeración y suspiró.

—Por el abismo y la sangre, llegamos demasiado tarde.

Los Luminatii habían conseguido abrir los muros de la montaña, y entraban una luz cegadora y chorros de arena desde los ventosos Susurriales. Los soldados habían enganchado sendos tiros de camellos a dos caravanas y estaban sacándolas a las faldas montañosas del exterior, mientras otros Luminatii ensillaban a animales sueltos y se los llevaban cogidos de las riendas. Casi ningún soldado había visto un camello en la vida y el proceso estaba siendo más lento de lo esperado, de ahí los mencionados rugidos del mencionado justicus. Pero aun así, los Luminatii estaban a punto de escapar. Lexa vio que hacían subir al primer carro a siete personas atadas y con sacos en las cabezas. Incluso con las caras tapadas, los reconoció al instante. El Sacerdocio, un chico delgado que tenía que ser Chss y, por último, una figura envuelta en un capullo de cuerda y grilletes, alzado en vilo por uno de los Luminatii más grandes que Lexa había visto jamás.

—Kane —susurró.

—Negra Madre —dijo Costia en voz baja—, han matado a los demás camellos.

Lexa miró los rediles y lo confirmó: habían degollado a todos los animales que no estaban amarrados a un carro o enjaezados por un soldado. Maldijo entre dientes, mirando el rocoso paisaje al pie de la montaña.

—Raven, cuando tú y yo llegamos, había una especie de magya en la montaña. Una confusión, y así como…

—La Discordia —dijo Raven.

—Sí, eso es. ¿Afectará a…?

—No. —La mujer suspiró—. Solo actúa sobre quienes pretenden entrar en el Monte Apacible sin invitación. Estos hombres quieren abandonarlo, así que la Discordia no se lo impedirá.

—Mierda —dijo Lexa—. ¿Cómo los perseguimos?

—Súbenos a escondidas a los carros con tu nismo de sombras —propuso Costia.

—Ya están fuera. Mi poder fluye profundo en la montaña porque la luz de los soles nunca ha tocado estos salones, pero ahí fuera… no creo que sea lo bastante fuerte para escondernos a las tres. Si nos ven, estamos igual de muertas que esos camellos descartados. Y además, los carros van llenos. Tampoco iba a haber sitio para ocultarnos, de todos modos.

Lexa tenía razón. Incluso después de reducir su número en la biblioteca y en el Salón de las Elegías, seguían quedando más de cien Luminatii y solo seis carros. Entre los prisioneros y los recursos necesarios para sobrevivir a una travesía de semanas hasta Última Esperanza, los hombres de Titus iban apretados como tiras de cerdo salado en un tonel.

—Joder —susurró Costia.

—Sí —convino Lexa—, joder.

Los Luminatii estaban sacando a los últimos camellos vivos a las faldas de las montañas y subiendo a sus lomos. Titus ya estaba a bordo de la primera caravana y, entre el polvo que levantaban, Lexa vio a Clarke, con los ojos enrojecidos y furiosa, de pie sobre el carro y vigilando la entrada de la montaña. La media docena de soldados que Lexa había dejado incapacitados en la cámara de Bellamy tenían que haber contado a la chica qué había pasado con su hermano. Clarke era consciente de que Finn estaba muerto. Y también era consciente de que la responsable era Lexa. La chica espetó algo a Titus y recibió un bramido por respuesta. Por mucho que hubiera ayudado a derrocar a la iglesia, parecía que el justicus de los Luminatii no pensaba dejarse mangonear por una hereje de diecisiete años.

«Me alegro de ser tu espina clavada, zorra.»

Los últimos camellos terminaron de salir. Echaron los toldos sobre los carros y comprobaron los arreos. Raven musitó una plegaria, preparándose para lanzarse a la carga, pero Lexa la agarró del brazo.

—No puedes salir ahí fuera.

—No podemos dejar que escapen —siseó la mujer.

—Son demasiados, Raven. Nos masacrarán antes de que recorramos tres metros.

—¡No podemos quedarnos aquí sentadas! —escupió Costia.

Lexa se mordió el labio. Contempló la carrera de cien metros hasta el carro de cola.

—Puedo hacerlo —dijo—. A mí no me verán. Puedo subir a la caravana.

—¿Y hacer qué? ¿Cargarte a más de cien Luminatii tú sola?

La sombra de Lexa titiló. Un helor dio escalofríos al aire.

—… ella nunca está sola…

Lexa bajó la mirada hacia el no-gato, que meneaba la cola a un lado y al otro. Y allí, en las sombras, encogido entre el polvo y la oscuridad, el puzle se resolvió en la mente de Lexa. La última pieza, el último pensamiento, la última respuesta encajó en su sitio.

Clic.

—Sé cómo detenerlos —murmuró—. ¿Estás conmigo?

Don Majo ladeó la cabeza, socarrón.

—… siempre…

Antes de que Raven o Costia pudieran hablar, Lexa había salido disparada, rasgando las sombras y rodeándose los hombros con ellas, a la carrera por la cuadra hacia el aire abierto. Las caravanas ya estaban avanzando y le entraron mugre y arena en la boca y los ojos, haciéndola correr casi a ciegas, hacia lo que solo era una neblina cambiante en el polvo levantado. Corrió a trompicones entre la arena y rebasó a los borrosos jinetes Luminatii que acompañaban el carro de cola, atestado de soldados quejosos y cubiertos de sangre. Moviéndose a tientas, se metió debajo del tablado, trepó hacia la cabeza del carro y se izó sobre el eje delantero para esperar. El carro descendió entre crujidos y saltos por la agrietada cuesta, azuzado por los latigazos de los cocheros sobre los camellos. Era evidente que Titus quería alejarse de la montaña todo lo posible con su botín: el justicus sería muy valiente a la hora de asesinar gatitos o tirar niñas a canales, pero parecía que, si se le torcían los planes, lo mismo hacía su ánimo de enfrentamiento. O quizá solo fuese que Azgeda quisiera tener en su poder a Kane con más ganas de las que Lexa era capaz de imaginar. La chica se aferró a la panza del carro como una sanguijuela. De momento no podía verla nadie, por lo que echó a un lado su capa de sombras y se concentró en no soltarse. Sufrió baches y zarandeos, golpes y embestidas, y su culo y su espalda no dejaron de chillar en protesta. El polvo le rebozó la lengua, le pegó los párpados, se incrustó en la sangre seca de su pelo. Después de casi resbalar media docena de veces, cerró los ojos y suplicó fuerzas. Parecía que aquello no terminaría nunca. Cinco o seis horas después de abandonar el Monte Apacible, el terreno empezó a igualarse y la travesía dejó de parecerse tanto a una tortura. La arena se ablandó y los cocheros hicieron restallar sus látigos. Los camellos se lanzaron al galope y los carros los siguieron, a toda la velocidad de que eran capaces.

«Eso ya lo veremos…»

Aunque del cielo solo pendía Saan, la luz resultaba casi cegadora en comparación con las tripas de la montaña, y Lexa notó su poder escaso y débil. Pero aun así, llamó a la tiniebla de debajo del carro, se la volvió a echar a los hombros y se aferró a ella. Invocó tan fuerte como pudo a las sombras y confió en que respondiera alguna otra cosa.

—… ¿no me pediste que te recordara que nunca volvieras a llamar a la oscuridad en este desierto?

—Creo que es privilegio de las mujeres cambiar de opinión.

Don Majo intentó ronronear y su voz sonó divertida.

—… creo que estás en lo cierto…

Pasaron unos minutos más antes de que Lexa oyera el grito de alarma desde el carro de delante. Pasos arrastrados en los tablones de encima, Luminatii dando voces.

—Claudio, ¿has visto eso?

—¿Qué es?

—¡Ahí veo otro! ¡Son dos!

—¡No, tres!

Por debajo del tembloroso crujido de la madera, del traqueteo de las ruedas y de los gritos de arriba, a Lexa le pareció entreoír un lejano retumbar. Llegó un grito desde la caravana que iba en cabeza.

—¡Krakens de arena!

La chica flacucha y embadurnada de sangre se agarró con fuerza y sonrió. No se molestó en mirar, porque incluso si no estuviera casi ciega bajo su capa, el polvo que levantaban las ruedas y los jinetes no le dejarían verlos todavía. Pero al escuchar con atención, alcanzaba a oírlo, igual que lo había oído el giro en que luchó con Raven sobre aquellas mismas arenas. El raspar de cuerpos gigantescos cruzando las profundidades del desierto. Los tenues ecos de lejanos y atronadores rugidos.

«Son de los grandes.»

Venían directos hacia ellos.

Avanzando a tientas, Lexa trepó por la panza del carro hasta los maderos en forma de Y que lo enganchaban al carro de enfrente. Los cocheros estaban azuzando a los animales con brío, desesperados por escapar de los mastodontes que les pisaban los talones. Lexa sabía que Clarke conocería los horrores de los Susurriales y la forma de evitarlos, y en efecto, ahí llegaba el espantoso ritmo de la canción férrea. Los Luminatii empezaron a golpear aquellos putos tubos con todas sus fuerzas y Lexa se crispó con el estruendo que sonaba justo encima de su cabeza. No tenía ni idea de si el ruido afectaría de verdad en algo a los krakens más grandes, pero el perpetrador de la música no parecía dispuesto a arriesgarse. La cacofonía era ensordecedora, y Lexa ya estaba de mal humor. Como en reflejo de su estado de ánimo, oyó otro bramido horrible y estrepitoso.

Más cerca ya.

—… los estás cabreando mucho…

Lexa escupió, pero tenía tanta arena en la boca que apenas podía hablar.

—Se lo compensaré.

—… ¿cómo, si no es mucho preguntar?…

Una sonrisa blanca relució en una cara sucia y ensangrentada.

—Invitándolos a comer.

A pesar de las sacudidas y los bandazos de los carros rebotando sobre la arena, Lexa salió del eje y subió a la barra de enganche. A través de la oscuridad que le cubría los ojos, distinguió formas apagadas en el polvo arremolinado. Serían unos quince Luminatii cabalgando alrededor de las caravanas. Quizá veinte soldados en cada carro, todos de pie y mirando a popa. Oyó un retumbar en la tierra, cada vez más cercano.

—¡Ahí hay otro! —gritó alguien.

—¡Al oeste, al oeste!

—¡Por la Luz de Aa, mira lo grande que es!

Lexa sonrió para sus adentros mientras se quitaba arena de los ojos. Había esperado que, tan al interior del desierto, llamar a la Oscuridad sacara a unos cuantos krakens de los más gordos a jugar. Pero por cómo sonaba, había reclutado a unos auténticos monstruos. Al ver a su cuarto huésped inesperado, los Luminatii al cargo de la canción férrea empezaron a aporrear sus tubos como la puerta de un retrete al viento. Lexa renegó de nuevo y se tapó las orejas. El escándalo era más que molesto, era doloroso, joder.

«Mejor que repique a centrera en vez de esto.»

Dio un salto para situarse sobre el enganche de los carros e intentó hacerse una idea precisa de cómo estaban conectados. Agachada y entrecerrando los párpados, distinguió una barra de metal terminada en gancho que pasaba por una argolla horizontal, atada a ella con cuerda gruesa. Sin pensárselo, Lexa sacó un cuchillo de su bota y empezó a serrar, levantando la mirada de vez en cuando hacia los Luminatii de los carros. Como cabría esperar, los hombres solo tenían ojos para las monstruosidades tentaculares que pretendían devorar sus rostros favoritos, y ninguno de ellos vio el borrón en movimiento posado en la barra de enganche, por debajo de ellos. Las cuerdas eran duras, pero a tientas y echando codo, Lexa las serró y dejó solo el gancho y la argolla para unir los carros.

«Una buena sacudida y…»

Pasó bajo la barra y reptó por la tripa del carro del centro. La caravana topó con una roca en la arena y dio un salto brusco, y Lexa contuvo el aliento, esperando a que se soltara el acoplamiento. Pero tanto la suerte de los Luminatii como el gancho aguantaron, de modo que Lexa escupió polvo rojo y siguió hacia delante. Apenas veía nada, pero el estruendo sonaba más cerca. Por encima de la tempestad de ruedas, cascos y la canción férrea, oyó un fuerte tañido y comprendió que los Luminatii estaban disparando al kraken más cercano con las ballestas de los laterales del carro. Apretó los dientes, arañó la madera y trepó al enganche entre el primer carro y el intermedio. Descargó su hoja hasta cortar las ataduras. Lo único que mantenía unida ya la caravana eran la suerte y unos cachos de metal desgastado.

Y la suerte siempre se agota.

La caravana viró al oeste, hacia terreno más rocoso por el que a los krakens les costaría más seguirlos. Lexa se aferró desesperada al enganche del carro de cabeza cuando el terreno se hizo más abrupto, las ruedas traquetearon desbocadas y los ejes rechinaron con los baches y los hoyos y las acumulaciones de piedra. Coronaron una colina baja, con los camellos echando espuma bajo los látigos de los cocheros. La caravana se precipitó pendiente abajo y cruzó una zanja profunda. Los enganches protestaron. Los soldados maldijeron. Y con una ráfaga de arena y gravilla y hierro aullante, el carro de cola se separó. La madera se partió, la barra de hierro abrió surco en el terreno y el carro se alzó, quedó equilibrado sobre el morro durante unos pocos y tortuosos segundos y por último volcó del todo, bocabajo. Zarandeó a los veintipocos hombres que transportaba como peleles en todas las direcciones, chillando y gritando y cayendo unos sobre otros, arrojando a algunos a través de la lona rasgada o aplastándolos bajo cajones de equipo. El carro resbaló hasta detenerse sobre su techo, convertido en una ruina rota y astillada. Se alzaron gritos de alarma en el carro intermedio. Chillidos de horror cuando algo inmenso surgió de la arena cerca del accidente y se puso manos a la obra, con la mandíbula abierta de par en par y azotando a diestra y siniestra con sus tentáculos. Hombres y camellos corriendo o muriendo, roja arena empapada de más rojo, sus compañeros de la caravana en fuga incapaces de hacer más que mirar y rezar. Pero por pura mala suerte, un Luminatii tuvo el sentido común de preguntarse cómo se había soltado el último carro, se inclinó al borde del tablado y vio que los enganches entre carros estaban serrados. Frunció el ceño, convencido de que tenía que haberlo visto mal, y se fijó en la extraña… neblina que parecía posada sobre el listón. Dudó qué sería lo que miraba durante los breves segundos que a esa neblina le costó levantarse, inclinarse hacia él y meterle un estilete de hueso de tumba en un ojo. El hombre se tensó y cayó cuan largo era del tablado. Los Luminatii dieron gritos de aviso mientras el cuerpo se precipitaba bajo el vientre del carro y las ruedas lo hacían picadillo. El carro intermedio dio un buen salto y los hombres de su interior gritaron. Cayeron unos sobre otros, perturbando el centro de gravedad, y el carro se escoró a un lado con el nítido chasquido de la madera rompiéndose y se separó de su compañero. Arena y hombres volando. Ejes y huesos partiéndose. Lexa metió la mano en el saquito que llevaba al cinto y sacó un puñado de brillantes orbes rojos. Y mientras media docena de siluetas borrosas miraba desde la parte de atrás para ver, en nombre de las Hijas, qué pasaba con el enganche, los arrojó por encima del travesaño al suelo del carro. Sonaron explosiones crepitantes por los Susurriales, estallidos que, contenidos en los confines del carro, hicieron trizas el toldo y a los hombres de su interior. Y echando a un lado su capa de sombras, Lexa se izó a la carnicería. Hojas desenvainadas. Dientes desnudos. Se movió entre los hombres cegados y desequilibrados como una serpiente por el agua. Relució el acero y cayeron soldados, gritando y dando porrazos al borrón que había entre ellos, a la mancha ensangrentada que avanzaba entre el humo, blandiendo sus hojas afiladas. Algunos pensaron que había salido del abismo, que era una sirviente daimónica de Niah enviada a perseguirlos. Otros la confundieron con un horror de los Susurriales, una monstruosidad escupida a la existencia por retorcidas magyas. Pero mientras bailaba y se combaba entre ellos, haciendo silbar sus hojas y sisear su aliento, los más listos comprendieron que no era un daimón. Ni tampoco un horror. Era una chica. Solo una chica. Y el pensamiento los aterrorizó más que cualquier daimón u horror que pudieran nombrar. Lexa podía sentirlos. Incluso a los que no alcanzaba a ver. «Cuanto más brillante es la luz, más profundas son las sombras.» Y los sintió, igual que había sentido las sombras de los maniquíes de paja en el Salón de las Canciones. Atacó valiéndose de toda la pericia que le había otorgado Raven, de toda la furia de aquella chica de catorce años en los escalones de la Basílica Grande. Sus enemigos no tenían cardenales ni fulgurantes Trinidades que los ayudaran. No tenían acero solar ardiendo en sus manos ni armaduras blancas y pulidas en sus pechos. Solo cuero en la piel y polvo en los ojos, los ennegrecidos cadáveres de sus camaradas en el tablado a su alrededor, el eco de las explosiones pitando en sus oídos. Y a ella, armada con el odio de todos sus años, hija de padres asesinados, hermana de hermano asesinado, marcada por la Madre más oscura de todas.

Y uno tras otro, uno y todos, los dio de comer a las Fauces.

Los camellos que tiraban del carro siguieron galopando, aún lo bastante aterrorizados por los krakens para correr sin un cochero que les diera latigazos. Con sus enemigos del carro muertos, Lexa sacó la ballesta de su espalda. Hincó una rodilla y apuntó al jinete de camello más cercano. Le atravesó el corazón con una flecha, cargó otra y cruzó con ella la garganta de un segundo. Algunos Luminatii viraron para salir de su alcance pero, en un gesto que los honraba, la mayoría rugieron desafiantes y azotaron con más ímpetu a sus bestias hacia el carro y la chica. Eran hombres de la Primera y la Segunda Centuria, al fin y al cabo, las mejores tropas que podía ofrecer Tumba de Dioses. No iba a derrotarlos la primera niña hereje que pasara por allí. Pero la ballesta de Lexa cantó y el vydriaro voló, y los hombres cayeron de sus sillas de montar o salieron despedidos por las explosiones. Un gigante canoso logró llegar al travesaño del carro, pero un cuchillo arrojadizo en la laringe lo silenció para siempre. Otro saltó desde su camello a la parte trasera del carro pero, mientras se afanaba en levantarse, Lexa le metió un orbe de vydriaro de rubí en la boca y lo tiró de un puntapié, y la explosión resultante se cobró las patas de otro camello e hizo volar a su jinete, pese a la ausencia de alas. Lexa escrutó los eriales y vio que los krakens habían abandonado la caza. Entre que había silenciado sus llamadas a la Oscuridad y el festín que había dejado atrás, los mastodontes parecían satisfechos, rodando y abalanzándose sobre los Luminatii que chillaban en la arena. Lexa enfundó sus hojas y saltó al pescante, concentrada ya en los carros de la primera caravana. Entre tanta carnicería, la caravana de Titus le había sacado una buena ventaja. Pero ya sin el lastre de sus innecesarios acompañantes, los camellos de Lexa arreciaron el galope, escupiendo y bufando y haciendo los sonidos que sea que hacen los camellos al correr. Su carro saltó sobre dunas rocosas, serpenteó entre jardines de quebrados monolitos ashkahi y recuperó terreno poco a poco. Distinguía a Titus en el carro que iba en cabeza, pero solo porque era un hombre enorme y todos los

demás se veían borrosos entre el polvo y la arena. Y sin embargo, era muy consciente de que la esperaban por delante al menos sesenta matones fanáticos y bien entrenados, si alguna vez lograba alcanzarlos. Sopesando las posibilidades poco favorables, se preguntó qué iba a hacer exactamente cuando llegara.

Por suerte, no tuvo que averiguar la respuesta.

Los Luminatii de la caravana de Titus acababan de verla asesinar a más de sesenta compañeros suyos, a fin de cuentas, y aunque debe mencionarse que ninguno de ellos se detuvo a ayudar, las mejores tropas de Itreya sabían guardar rencor. Cuando el carro de Lexa se les aproximó, los soldados al cargo de las ballestas abrieron fuego. Lexa no podía esconderse bajo su capa de sombras, en primer lugar porque entonces no podría ver ni, en consecuencia, conducir, y en segundo y más importante, porque no hacía falta ser el mayor erudito de la Gran Universidad para saber dónde iba sentado un cochero, invisible o no. Pero el justicus Titus, bastante impresionado de que aquella cría de nada se las hubiera ingeniado para asesinar a media centuria de sus mejores hombres, parecía más preocupado por escapar que por vengarse. Y así, en vez de ordenar a sus hombres que dispararan a la lunática que estaba destrozando a sus pobres camellos con el látigo, les ordenó que dispararan a los pobres camellos. Y eso hicieron. El primer pivote alcanzó al camello de cabeza en el pecho y lo derribó como a un árbol. El animal cayó de rodillas, mugió en sus arreos e hizo tropezar al que venía detrás. Salió otro pivote del polvo, seguido de un tercero, y entre el enfermizo crujido de los huesos y los bramidos de los camellos agonizando, el carro de Lexa se estrelló entre las carcasas revueltas que habían tirado de él, dio una vuelta de campana y se arrastró hasta detenerse sobre la sangre y los chillidos. Lexa salió despedida y voló más de seis metros por los aires antes de caer de cara a la arena. Logró hundir el hombro y se le vaciaron los pulmones con el impacto, que levantó arena y le hizo perder una bota, y la chica rodó dejando una estela de maldiciones hasta detenerse sin aliento a unos doce metros de los restos de su vehículo. Intentó levantarse, con los oídos pitando y la cabeza embotada. Logró ponerse de rodillas mientras salían volando más flechas de entre el polvo y se quedó mirando cómo la caravana en la que iban Titus y Kane y el Sacerdocio y su venganza se alejaba al galope cada vez más. Cayó a cuatro patas. Vomitó. Notó que tenía costillas rotas, la boca llena de polvo y bilis. Se hundió bocabajo y dio zarpazos a la arena. Incapaz, al final, hasta de arrastrarse. Qué cerca había estado.

«Qué cerca.»

Pero de nuevo, ante el último obstáculo, había tropezado. Y había caído.

—Así es mi vida —murmuró.

Los ojos se le cerraron.

Suspiró.

Y la oscuridad cayó sobre ella.