Capítulo 36. Ocasos

Daniio el Gordo empezaba a pensar que Aquel que Todo lo Ve lo odiaba. Cuando Lem había entrado en el Viejo Imperial para informar de que acababa de llegar una caravana cargada a Última Esperanza, Daniio supuso que a lo mejor aquellos gilipollas kephianos habían vuelto de su estúpida travesía sin que se los comieran. Pero entonces había entrado Scupps, rascándose los cojones y parpadeando para quitarse el polvo de los ojos, y había dicho que los mamones eran demasiados para tratarse de los kephianos aquellos. En la docta opinión de Scupps, parecían más bien soldados. Daniio el Gordo salió a la calle mayor de Última Esperanza seguido de los chicos y miró la desvencijada caravana de arriba abajo.

—Soldados —había declarado Scupps—. Soldados, o yo soy un hijo de puta de a dos mendigos.

Lem frunció el ceño.

—Kephianos, os lo digo yo.

—Los dos estáis equivocados. —Una sonrisa había deformado el rostro seboso de Daniio—. Son clientes.

La torre de la guarnición no era ni por asomo lo bastante grande para albergar a setenta y, en efecto, aquel capullo nacido de la médula de Garibaldi (que seguía desolado desde que le robaron su puto caballo, parecía que fuese su mujer por cómo no callaba) se presentó en el Viejo Imperial como una hora después de que la caravana llegase a Última Esperanza y alquiló todas las habitaciones libres del lugar, rápido como un escupitajo. Faltaba como mínimo una semana para que Comelobos regresara y pudiera llevarse a los recién llegados a la civilización, de modo que Daniio empezó a soñar con la pequeña fortuna que haría mientras tanto.

Hasta que descubrió que los muy hijos de puta no tenían dinero, claro.

Ni un par de mendigos oxidados entre todos ellos.

Se había plantado delante de la torre de la guarnición, había aporreado la puerta y había exigido hablar con el mamón que estuviera al mando. Un hombre con cicatrices del tamaño de una taberna pequeña había aparecido poco a poco y con gran estruendo en su campo de visión y le había asegurado que era el justicus —el justicus, ojo— de toda la legión Luminatii. Había dicho a Daniio que el Viejo Imperial y todas sus provisiones quedaban confiscados de inmediato «por la seguridad y el bienestar de la República Itreyana». El centurión Besacaballos había dedicado a Daniio una sonrisa engreída, y una rubita que parecía lo bastante joven para ser la hija del tal Titus se encogió de hombros, como disculpándose, antes de que dieran a Daniio con la puerta en las narices.

Y así, se había convertido en dueño de una puta organización benéfica. Se dejaba los cuernos trabajando. Su sala común y todas las habitaciones estaban repletas de hijos de puta Luminatii protestones, pedorreros y desagradecidos. Comían como tintómanos desbocados, bebían como peces sedientos y apestaban como un retrete a la veroluz. Y el pobre Daniio no estaba cobrando por nada de todo ello. Habían pasado tres giros desde que los muy perros llegaron a Última Esperanza. El Pretendiente de Trelene aún estaba a cuatro nuncanoches de distancia, con buen viento, y tal y como iba la suerte de Daniio, no le sorprendería enterarse de que Comelobos y toda su tripulación habían terminado náufragos en la mítica Isla del

Vino y las Putas y habían decidido quedarse allí un tiempo.

La despensa del Imperial estaba destripada después de alimentar a aquellos soldados a pensión completa cuatro giros seguidos, y Daniio había pasado a servir sobre todo sopas y estofados. Para aquella tardera tenía un caldo hecho con las espinas del profundatún que había servido el giro anterior, y lo había dejado hirviendo en el fogón mientras iba a la sala común a servir otra ronda de bebidas. Todos los soldados que dormían en la taberna estaban embutidos en los reservados o apiñados ocho por mesa. No había discurso sobre «la seguridad y el bienestar de la República Itreyana» que pudiera convencer a la dona Amile y sus bailarinas del Siete Sabores de trabajar gratis, por lo que los muy cabrones no tenían otra cosa que hacer en todo el giro más que comer, rondar por allí e intimidar a los parroquianos de Daniio. Después de servir las bebidas, Daniio volvió a la cocina y cerró la puerta de una patada mientras daba un grito de rabia. Se acercó a los fogones y olisqueó el caldo. Olía un poco raro. Igual había dejado las sobras fuera demasiado tiempo. Pero que les dieran por culo: aquellos cerdos estaban comiendo gratis y, si alguno tenía ganas de protestar, Daniio estaba lo bastante harto como para escupirles a la cara. Sirvió la cena y atendió a los gritos que pedían más vino. Después de media hora de ajetreo incansable, logró sacar unos minutos para salir al callejón de atrás a fumar.

—Hijos de puta —murmuró—. Hijos de puta meapilas y mendigos, todos ellos.

Daniio se apoyó en la pared del callejón, renegando. Sus cigarrillos se los traía Comelobos, importados directamente de la Tumba. Y bien buenos que eran, con papel azucarado y todo. Se metió uno entre los labios, hizo pantalla a su yesquero y encendió la llama.

—Tendrías que estar en la torre de la guarnición, Daniio —dijo una voz.

—La polla de Aa —blasfemó él.

Se le cayó el yesquero de las manos y repicó en el suelo del callejón. Una chica vestida toda de negro se destacó de las sombras, suave como los susurros. Soplaba un viento de tormenta desde la bahía que le balanceaba el largo flequillo sobre unos ojos oscuros y duros. La chica se inclinó despacio, recogió el yesquero, lo lanzó hacia arriba y lo atrapó con un puño sucio.

—Por el abismo y la sangre, casi me matas del susto, chica —le aseguró el tabernero—. ¿Se puede saber qué coño haces saliendo así de golpe? —La miró parpadeando, su ojo izquierdo trepando por el cuerpo de la chica un poco más lento que el derecho—. Esto… ¿Te conozco? Creo que me… suenas de algo.

La chica se inclinó hacia él con una sonrisa y le quitó el cigarrillo de sus mismos labios. Se lo llevó a los suyos, se apoyó en la pared de enfrente, suspiró y se puso a dar caladas al cigarrillo como si le fuera la vida en ello. Estaba bastante mugrienta, la verdad, y tenía el pelo costroso y la piel sucia. Pero sus curvas eran un regalo para la vista muy poco frecuente, y sus labios eran de los que venderías a tu madre por probar.

—Tendrías que estar en la torre de la guarnición, Daniio —repitió ella.

—¿Para qué?

—Sirves las tarderas allí, si no recuerdo mal.

Daniio frunció el ceño y miró de nuevo a la chica. Era poquita cosa, y Daniio le duplicaba la edad, pero había algo en ella. En sus ojos, a lo mejor. Algo que lo ponía más nervioso que menos, aunque no supiera muy bien por qué…

—Ahora ya no las sirvo —explicó—. A Garibaldi le entró una rabieta cuando él y sus chicos tuvieron cagaleras. Fue la misma nuncanoche en que le mangaron el caballo. Ahora se hacen ellos la comida. Órdenes del centurión.

La chica suspiró gris.

—Me lo tengo merecido, supongo. Pero eso nos plantea un problema.

Daniio miró a ambos lados del callejón, extremadamente consciente de estar solo con aquella chica. De que iba mejor armada que casi cualquiera fuera de un estadio de gladiadores. De que lo estaba mirando como él imaginaba que una víbora miraría a un ratón. De que aún no había parpadeado.

—¿Y qué problema es ese? —logró decir.

—¿Qué oyes, Daniio? —preguntó la chica.

—¿Eh?

—Escucha —susurró ella—. ¿Qué oyes?

Considerándolo un juego de lo más raro pero ya incómodo del todo, Daniio inclinó a un lado la cabeza y escuchó como ella le pedía. Última Esperanza estaba muy tranquila, pero siempre era así de nuncanoche. La mayoría de los lugareños se habrían retirado ya a sus casas y estarían sentados frente al hogar con una copa en la mano. Oyó camellos refunfuñando en la cuadra de la guarnición. Un ladrido de perro en la lejanía. El aullido del viento vespertino y las olas. Se encogió de hombros.

—No gran cosa.

—Tienes a sesenta hombres en tu sala común, Daniio. Serán devotos siervos de Aquel que Todo lo Ve, pero ¿no deberían estar armando un poco más de jarana?

Daniio frunció el ceño. Ahora que lo decía, la posada estaba mucho más tranquila de lo que debería. No había oído ni un solo grito pidiendo bebidas ni una sola protesta a viva voz desde que había salido a echar su cigarrillo…

Bueno, el cigarrillo de ella.

La chica apuró la última vida del cigarrillo, lo soltó y lo aplastó con el talón. Y tras meter la mano en la manga, sacó un estilete tallado en lo que podría ser hueso de tumba. Los pelillos de Daniio se erizaron y sus manos se alzaron, y pasó de estar nervioso a directamente aterrorizado. La chica se acercó a él, que intentó fundirse con la pared. Y bajando la mano a su cinturón, sacó una sola bola de cristal, lisa y pequeña y blanca por completo.

—¿Qué es eso? —preguntó Daniio.

—Desmayo. Tenía media bolsa llena de estos, ayer. Ahora solo me queda uno.

—¿Y… y dónde están los demás?

—Los he disuelto en el caldo que cocinabas para la tardera.

Daniio se arriesgó a mirar a su espalda, hacia la taberna. Silenciosa como una tumba.

—Y ahí está nuestro problema —dijo la chica—. Se suponía que irías a servir la tardera a la torre de la guarnición después de aquí. En teoría, después de eso tenías que volver aquí para encontrar a todos los soldados bajo tu techo con la cabeza metida en su plato de caldo.

—¿Los has puesto a dormir?

La chica miró su cuchillo. Y luego otra vez los ojos de Daniio.

—No por mucho tiempo.

Daniio intentó hablar pero encontró la lengua pegada al paladar.

—Pero como ya no sirves allí la tardera, necesitaré una distracción —dijo la chica—. Así que te interesa ir arriba y coger todo lo de valor que puedas tener en tu… sin duda elegante establecimiento.

Daniio logró despegar la lengua.

—¿Por qué? —preguntó.

La chica sostuvo el yesquero de Daniio con la mano abierta. El ojo lento del tabernero lo comprendió antes que el resto de él y se ensanchó en buena medida. Sus palabras salieron como graznidos.

—Oh, no…

—Si sobrevivo, me encargaré de que la Iglesia Roja te compense las pérdidas. Si no… —La chica se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa torva—. Bueno, si no, tienes mis disculpas. —Miró a Daniio y sacó chispa al yesquero que tenía en la mano—. Más vale que corras. Los segundos no van a ser lo único que se queme dentro de un momento.

El vino dorado de la bodega de Daniio no tenía un buqué excepcional, que digamos. A decir verdad, se parecía más a disolvente que a whisky. Sin que lo supiera ninguno de sus clientes, Daniio lo usaba para limpiar los cacharros una vez al año y siempre terminaban relucientes. Pero las bebidas espirituosas tenían algo estupendo, por muy baratas que fuesen de producir y por fatal que supieran.

Ardían de maravilla.

El humo ya salía del tejado del Viejo Imperial cuando Lexa llegó a la torre de la guarnición, rodeó la cuadra a hurtadillas y escaló la pared de detrás. La torre tenía nueve metros de alto y no había ventanas en los niveles superiores, por lo que estaba casi segura de que allí tendrían al Sacerdocio y a Kane. Supuso que estarían en el mismo estado que durante la travesía desde el Monte Apacible, amordazados y bien atados, pero tendría que verlo para asegurarse. Estaba superadísima en número y no conocía el terreno. Quemar vivas a la mayor parte de las tropas de Titus para provocar una distracción le había parecido una buena forma de matar dos pájaros de un tiro.

O sesenta, en este caso.

En realidad, ni siquiera sabía si el desmayo iba a disolverse en el caldo de Daniio, pero intentarlo parecía mejor idea que entrar sin más en el Imperial y empezar a tirar vydriaro a puñados por ahí. La peste a carne quemada impregnó los vientos y el humo ascendió en una colina segada al cielo abrasado por los soles, pero si la chica sintió algún remordimiento por el destino que había dado a los Luminatii, quedó aplastado en un instante al pensar en Lincoln y los demás que habían muerto dentro de la montaña. Había escalado media torre de vigilancia cuando el legionario que había en su cima hizo sonar la alarma, aporreando una pesada campana de latón y gritando: «¡Fuego, fuego!». Los habitantes de Última Esperanza salieron corriendo por sus puertas, el centurión Garibaldi se asomó tambaleándose y maldijo, y Lexa se izó sobre las almenas y rajó la garganta del guardia, de oreja a oreja. Se puso sus sombras y abrió la trampilla del suelo antes de que cayera el cuerpo del guardia. Bajó al nivel superior y encontró catres, armarios y un solo y adormecido legionario levantándose para ver qué era todo aquel jaleo. Su gladio lo devolvió a la cama y Lexa le tapó la cara con sábanas ensangrentadas, susurrando una plegaria a Niah. Bajó a hurtadillas la escalera hacia el nivel inferior y soltó un improperio en voz baja al encontrarlo vacío, igual que la sala común de debajo. Miró por las ventanas de la planta baja y vio a cuatro legionarios apostados fuera de la puerta principal. Titus, Garibaldi y los demás debían de haber bajado al Imperial. Ya solo le quedaba un sitio donde buscar, de modo que Lexa abrió la puerta del sótano y bajó a la oscuridad. Dos orbes arkímicos proyectaban una tenue luz sobre barricas de vino y estantes, columnas de madera y siluetas apiñadas. Había tres Luminatii sentados en torno a una caja puesta del revés, discutiendo sobre una baraja de naipes. Los tres levantaron la mirada cuando Lexa entró. Estaba demasiado oscuro para ver bajo su capa allí abajo, por lo que la echó a un lado y arrojó uno de los pocos orbes de vydriaro de ónice que le quedaban. Estalló una humareda negra en el centro de la mesa improvisada que hizo saltar mendigos y bebidas. Lexa saltó los peldaños que le quedaban con las espadas desenfundadas, y atacó al hombre más cercano en absoluto silencio. Aunque había poca luz, Lexa alcanzaba a sentir sus sombras. Les pegó las botas al suelo, uno tras otro. El primer soldado luchó con brío a pesar de la sorpresa, la maldijo por hereje y le prometió que pronto conocería a su oscura madre. Pero a pesar de las fanfarronadas, cayó con la espada de Lexa en la barriga, agarrándose la cota de mallas perforada y llamando a su propia madre, mientras su sangre teñía la piedra de rojo. Lexa lanzó un puñado de cuchillos arrojadizos al segundo hombre, y dos de ellos acertaron y lo enviaron al suelo. El tercero intentó correr, tirando de sus botas y manoseando las hebillas hasta que Lexa se alzó tras él y su espada se le enterró entre las costillas, atravesando su cota de malla y saliéndole por el pecho. Cayó sin hacer el menor ruido, con los ojos abiertos y acusadores.

Lexa se los cerró con otra oración susurrada.

A través del humo arremolinado y del hedor de la sangre, los vio. Siete personas, atadas en una esquina. La shahiid Aalea, amarrada y amordazada. Mataarañas, amoratada e inconsciente. Solis, apaleado hasta casi matarlo, su rostro una masa de hinchazones purpúreas. Chss, Ratonero y Abby, despiertos pero amordazados. Y por último, Kane, echando chispas por sus ojos oscuros, lleno de dolor. El Príncipe Negro. El Señor de las Hojas. Al mirarlo, Lexa tuvo la misma sensación de mareo que cuando se habían encontrado otras veces. Náuseas. Vértigo. Miedo. Era casi doloroso. Una forma oscura se hizo visible junto al hombre, unos colmillos negros se revelaron con un gruñido.

«Eclipse.»

La loba-sombra dio un paso hacia Lexa, erizada. Don Majo arqueó el lomo en su sombra, maullando y escupiendo. Las criaturas se sostuvieron la mirada hasta que Lexa susurró:

—Guardáoslas en las calzas los dos.

—… NECIA NIÑA, YO NO LLEVO CALZAS…

—… ah, tú debes de ser el cerebro del equipo, por lo que veo…

—Don Majo, basta.

El no-gato se sumió en un silencio hosco, y una mirada de Kane bastó para que Eclipse lo imitara. Lexa se agachó junto al Sacerdocio, cortó la mordaza de la madre Abby y la sacó de la boca de la anciana.

—Discípula Lexa —susurró la mujer—. Qué sorpresa… más agradable.

Lexa se afanó en quitar las mordazas a Ratonero y Aalea y, por último, a Kane. Parecía que hubieran usado al hombre como maniquí de entrenamiento: tenía los labios hinchados, los ojos morados y una mejilla partida. Pero incluso sin la mordaza, el Señor de las Hojas no pronunció palabra. Lexa intentó no hacer caso a lo mal que se sentía en presencia de aquel hombre, al corazón que le atronaba contra las costillas. Echó un vistazo a los grilletes y las cuerdas de todos y empezó a serrar las ataduras de Kane con su hoja de hueso de tumba.

—Tengo que sacaros de aquí —susurró Lexa—. Los he distraído, pero no durará mucho. ¿Podéis andar? O mejor, ¿correr?

—Es evidente que los Luminatii querían que llegáramos vivos —resolló Abby—, pero Solis está malherido y, después de que Ratonero se soltara ayer, el buen justicus se aseguró de que no pudiera correr a ninguna parte en una buena temporada.

Lexa miró hacia el Shahiid de Bolsillos y reparó en el ángulo extraño de sus espinillas.

—Negra Madre —susurró—. Os rompió las piernas.

—Y los dedos. —Ratonero hizo una mueca—. Qué poca… deportividad, pensé.

Lexa cortó las cuerdas, pero los grilletes de la guarnición eran un desafío más complicado. Estaban forjados en pesado hierro, y cerrados con una llave que ninguno de los tres soldados con los que había acabado parecía tener. Todos los miembros del Sacerdocio estaban encadenados de pies y manos, y harían poco más que dar pasos muy cortos hasta que se libraran de sus ataduras.

—Mierda —murmuró—. No llevo ganzúas encima.

—En mis botas —susurró Ratonero con el fantasma de una sonrisa—. Tacón izquierdo.

Lexa sacó el tacón de la bota que le había indicado y musitó una disculpa cuando le movió la pierna e hizo sisear de dolor al shahiid. En su interior encontró unas cuantas ganzúas y una pequeña barra de torsión, y se puso a trabajar en los grilletes de Kane. Aun apaleado como estaba, el Señor de las Hojas podría llevar a Solis, y entre Aalea, Mataarañas y Chss se las apañarían con Ratonero. La cuestión era si iban a dar media vuelta y huir o quedarse y luchar. Solis y Ratonero no estaban en condiciones de cabalgar, y no habría forma de que pudiera preparar la caravana de camellos sin que los Luminatii se dieran cuenta. Pero ¿enfrentarse cara a cara con una decena de hombres armados con acero solar? En cualquier momento podía aparecer alguno para ver cómo estaban los…

—Por el abismo y la sangre…

Lexa miró atrás al oír el susurro y vio a alguien arriba, en los primeros peldaños de la escalera del sótano. Botas polvorientas. Dagas al cinto. Trenzas de guerra rubias. Grandes ojos azules.

—Clarke.

Lexa extendió el brazo, llamando a la sombra a los pies de la chica. Pero sin decir más, Clarke dio media vuelta y corrió escalera arriba hasta perderse de vista, y las ligeras pisadas de sus botas sonaron veloces en los tablones que tenían encima, en dirección a la puerta de la torre.

—Mierda, va a avisarlos.

Lexa soltó las ganzúas en el regazo de Kane, se puso de pie y fue disparada detrás de Clarke. Subió los escalones de tres en tres y salió a la luz de los soles justo a tiempo de ver a los cuatro Luminatii apostados en la puerta de la torre entrar por ella, mientras Clarke levantaba una polvareda calle abajo corriendo hacia el Viejo Imperial y gritando. Los Luminatii eran chicos de la zona y, al contrario que los refugiados del asalto, iban todos armados con su acero solar. Aunque estaba cubierta del polvo de los eriales, también llevaban armadura de placas, y las plumas de sus yelmos eran de un color rojo sucio. Desenfundaron sus espadas con un grito y el acero se prendió en llamas mientras se abalanzaban al recibidor. Espacio reducido. Adversarios bien armados y con armadura. Ausencia de elemento sorpresa y espadas que la atravesarían como a la mantequilla.

A Lexa no le gustaban sus posibilidades.

Arrojó un orbe de vydriaro de ónice al suelo, dio media vuelta y se lanzó escalera arriba. Tosiendo y escupiendo en la densa neblina, los Luminatii se lanzaron en su persecución, ordenándole a gritos que se detuviera. Lexa lanzó un puñado de vydriaro de rubí al llegar corriendo al tercer piso, y los orbes explotaron en el pecho del primer Luminatii y desperdigaron sus trozos por toda la estancia. Chamuscados y salpicados de sangre, los otros tres procedieron con mayor cautela, encorvados tras sus escudos al llegar al tercer piso. El último vydriaro de Lexa fundió los escudos y uno de los pocos cuchillos arrojadizos que le quedaban alcanzó en el cuello al Luminatii que iba delante y lo dejó de rodillas, asiéndose la yugular cortada. Lexa echó un vistazo a la escalera de cuerda que subía al tejado, preguntándose si la alcanzaría antes de que los dos soldados restantes la mataran. En lugar de ello, llamó a sus sombras, que avanzaban lentas por el suelo. El Luminatii de la retaguardia cayó con una expresión sorprendida cuando más de un metro de acero solar sin encender casi le partió la cabeza en dos. Los sesos y la sangre salpicaron las paredes, el cuerpo cayó hacia delante y dejó el suelo perdido. Kane se alzó tras él, con la cara hinchada y magullada y los oscuros ojos entrecerrados de fría furia. Y mientras Lexa miraba asombrada, Kane dobló los dedos de la mano izquierda y las sombras de la sala cobraron vida, contoneándose como serpientes ante su encantador. Con un gesto, el Señor de las Hojas hizo saltar la espada de la mano del último legionario y, sin el menor sonido, descargó su espada larga de acero solar con fuerza contra el cuello del soldado.

Pese a lo que puedan proclamar vuestros poetas, gentiles amigos, es necesario un tajo poderoso y un brazo incluso más poderoso para decapitar limpiamente a un hombre. Y saltaba a la vista que el Señor de las Hojas no estaba en plena forma. Aun así, quedó solo una irregular tira de carne y unas astillas de hueso destrozado sujetando la cabeza del Luminatii a su cuello cuando se derrumbó, y su cuerpo se sacudió en el suelo hasta comprender la triste verdad de que estaba muerto. Lexa miró las sombras, que se plegaban a la voluntad de Kane. Aún tenía aquella sensación enfermiza y aceitosa en el estómago, y Don Majo temblaba a sus pies.

—Buen truco —dijo.

—¿Truco? —El Señor de las Hojas enarcó una ceja—. ¿Así es como lo llamas?

—Cuando os conocí en Tumba de Dioses… cuando estáis cerca de mí… —Lexa sacudió la cabeza—. ¿Vos os sentís igual que yo cuando nos acercamos? ¿Enfermo? ¿Asustado?

Kane esperó un largo momento antes de responder.

—Yo me siento hambriento.

Lexa asintió. Tenía la boca seca.

—¿Sabéis por qué?

El Señor de las Hojas lanzó una mirada significativa a los cadáveres del suelo. A las paredes que los rodeaban.

—Quizá este no sea el mejor lugar para hablar de eso.

—Me debéis respuestas —dijo Lexa—. Creo que con esto me las he ganado.

Como si lo hubieran convocado, Eclipse se materializó a los pies de Kane. Don Majo soltó un leve siseo mientras la loba-sombra hablaba, con una voz que parecía proceder de debajo el suelo.

—… VIENEN, KANE. EL PORTADOR DE LUZ Y SUS ESBIRROS…

El Señor de las Hojas miró a Lexa. Señaló la escalera descendente con el mentón.

—Vamos —dijo—. Librémonos de esos perros sarnosos. Te concederé las respuestas que tenga después de tu iniciación.

—¿Iniciación? —Lexa frunció el ceño—. Pero no superé la última prueba.

Una fina sonrisa curvó los labios de Kane.

—Tu prueba final te espera abajo, hermanita.

—¿Hermanita?

Kane ya se había ido y bajaba la escalera sin hacer ningún ruido. Lexa se apresuró a seguirlo, sintiéndose como una borracha tambaleante a pesar de todo su entrenamiento. Incluso apaleado, torturado y muerto de hambre, Kane se movía como una sombra. Sus botas no hacían ruido contra la piedra. Todos sus movimientos eran precisos, sin desperdiciar un solo gesto, sin alardes ni espectacularidades. Su cabello fluía tras él como si soplara el viento, y su espada robada brillaba en su mano mientras abría la puerta y salía a la calle. Los esperaba una docena de Luminatii. El centurión Garibaldi se quedó mirando a Lexa como si le sonara de algo. Había un puñado de legionarios bien armados, con el acero solar llameando en sus manos. El justicus Titus, toda una montaña de hombretón con cicatrices y armadura de hueso de tumba, miró a Kane con ojos entornados y lobunos. Y detrás de Titus, mirando a Lexa con algo entre el odio y la admiración…

—Clarke —susurró Lexa.

Titus dio un paso adelante, con la espada en alto y erizada de llamas. Había sido un gigante a ojos de Lexa la última vez que lo vio a la luz de los soles, con solo diez años y agarrada a las faldas de su madre. Delante de aquella torre, solo parecía un poco más mayor. Un poco menos grande.

Pero solo un poco.

—No tengo ningún deseo de matarte, hereje —gruñó el justicus.

—Pues ya somos uno —replicó Lexa.

Titus enarcó una ceja, como sorprendido de descubrir que la chica tenía lengua. Kane miró de soslayo a Lexa y le habló entre dientes.

—Creo que me lo decía a mí.

—Pues yo creo que me importa una mierda. —Lexa se encaró a Titus y se pasó la espada de mano a mano—. Me alegro de volver a veros, justicus. ¿La zorra traidora que tenéis al lado os ha dicho quién soy?

Titus miró un instante a Clarke antes de devolver sus ojos a Lexa con una sonrisa burlona.

—Sé quién eres, chica. Y no me sorprende un ápice encontrarte en comandita con una panda de herejes y asesinos. De tal palo, tal astilla.

Lexa estrechó los ojos y el pelo le ondeó alrededor de la cara cuando empezó a alzarse el viento. Los Luminatii se miraron los pies y titubearon un poco al caer en que sus sombras estaban latiendo, extendiéndose hacia la chica como si anhelaran tocarla.

—Ahorcaste a mi padre para entretener a una puta turba —le espetó—. Arrojaste a mi madre a un agujero sin luz de los soles y dejaste que se la comiera la locura. Mi hermano era solo un bebé y dejaste que muriera en la oscuridad. ¿Y tú me hablas de asesinos? —Los ojos de Lexa se llenaron de lágrimas, el rostro se le retorció de rabia.

»Cada nuncanoche desde que tenía diez años, he soñado con matarte. A ti, a Azgeda y a Jaha. He renunciado a todo. A toda posibilidad que hubiera tenido jamás de ser feliz. Cada giro, visualizaba tu cara e imaginaba todo lo que te diría para que supieras cuánto te odio. Ahora eso es lo único que soy. Es todo lo que queda dentro de mí. Me mataste, Titus, igual que mataste a toda mi familia. —Lexa levantó su espada y apuntó con ella a la cabeza de Titus—. Y ahora, voy a matarte yo a ti.

Titus ladró a los hombres que tenía al lado:

—Acabad con la chica. Traedme vivo a Kane.

Para honra suya, la orden de capturar al hombre más mortífero de la República Itreyana no hizo vacilar mucho a los hombres. Quizá anteponer a la orden el asesinato de una chica de dieciséis años la hacía más fácil de digerir. Clarke retrocedió, pero los legionarios, doce en total, dieron un paso adelante, con el centurión Garibaldi al frente. Con plegarias a Aa y súplicas de fuerza a la Luz que Todo lo Ve, alzaron sus escudos y embistieron. Y sin hacer el menor ruido, el Señor de las Hojas avanzó hacia ellos. Lexa había visto a luchadores que se movían como bailarines, flexibles y elegantes. Otros se movían como bueyes, todo fuerza e ímpetu. Pero Kane se movía como un cuchillo. Simple. Directo. Letal. Su estilo no tenía nada de llamativo. Ninguna floritura. Se limitaba a cortar hasta el mismo hueso. Las sombras se alzaron a su llamada y, con un gesto de la mano, desarmó al primer legionario con el que topó y hundió su hoja en el pecho del hombre. El segundo cayó cuan largo era, su carga entorpecida por un matojo de sombras. Kane lo despachó con un tajo rápido en la nuca, casi como si acabara de acordarse. La chica estaba impresionada por la facilidad con que el hombre blandía la Oscuridad. Allí fuera, incluso a la luz de un solo sol y con un segundo casi saliendo, a ella le costaba incluso retener a unos pocos de los legionarios que se abalanzaban sobre ellos. Pero aun así, logró fijar al suelo las botas de dos de los tipos más grandotes y arrojó su último vydriaro de rubí a la cara de un tercero, provocando una explosión que le arrancó la cabeza de los hombros. Una espada ardiente hendió el aire, siseando en su arco. Lexa se dobló hacia atrás y notó el calor en la barbilla. Se agachó, dio una voltereta sobre la arena y lanzó su último cuchillo arrojadizo, que se quedó clavado y temblando en el cuello del Luminatii mientras caía al suelo chorreando sangre y ahogándose. Lexa se levantó del suelo. Mirada fija en Clarke. Las dos se encararon en la arena movida por el viento, con los fantasmas de dos chicos asesinados flotando en el aire entre ellas. Lincoln. Finn. Ambos sin venganza. Pero por algún motivo, Clarke se quedó atrás, merodeando al borde de la batalla mientras un nuevo grupo de Luminatii cargaba contra Lexa blandiendo sus espadas.

—¿Me tienes miedo, Clarke?

Parada. Finta. Acometida.

—No quería que sucediera así, Lexa —dijo la chica desde lejos—. Te dije que este no era tu sitio.

—Nunca te tuve por cobarde. Tu hermano me plantó más cara.

—¿Intentas provocarme a un pequeño cara a cara? —Clarke negó triste con la cabeza—. ¿Crees que esto acabará así, amor? ¿Conmigo metiéndome en una pelea a espada que no puedo ganar?

—Una chica puede soñar.

—Sigue soñando, pues. Yo también recibí clases de Aalea.

Lexa desvió un golpe dirigido a su garganta y pateó un terrón de arena a los ojos de su atacante. El hombre la golpeó con su escudo y la envió despatarrada sobre el polvo. Lexa rodó a un lado mientras la espada llameante del legionario se estrellaba en la arena al lado de su cabeza y dio una patada salvaje en la rodilla del hombre. Oyó un crujido húmedo, un grito ahogado. Se puso de pie con todas las lecciones de Raven cantando en su cabeza. Acero encendido surcando el aire, polvo cubriendo su lengua. Arriesgó una mirada y confirmó que Kane era el espadachín que sugería su reputación. La arena a su alrededor estaba salpicada de media docena de cadáveres, y otros dos hombres yacían heridos y gimiendo en el polvo. Al estilo de casi todos los generales, Titus había retrocedido y dejado la lucha para sus soldados de a pie, pero al ver que sus hombres caían como moscas, escupió al suelo y se lanzó a la refriega. El Señor de las Hojas retrocedió, fintando con sus sombras, con una oscuridad que flaqueaba ante la hoja ardiente de Titus. Con el grueso de sus enemigos sobre Kane, Lexa se quedó combatiendo a un solo adversario, el centurión Garibaldi. El hombre era implacable, aporreando con su escudo y descargando golpe tras golpe contra la guardia de Lexa. Ella era rápida, pero el hombre llevaba armadura pesada y sus placas desviaban los pocos tajos que la chica lograba darle. Garibaldi le estampó el escudo en el pecho y la envió volando hacia atrás. Lexa rodó a tiempo de evitar que le abrieran la cabeza, se quedó en postura baja y arrojó su último orbe de vydriaro de ónice contra el escudo de Garibaldi. El cristal arkímico estalló y liberó una nube de humo negro. El centurión trastabilló tosiendo, y Lexa, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, cerró los puños y asió la sombra de los pies del centurión para trabarle las botas mientras emprendía una nueva embestida. El hombre perdió el equilibrio, hizo rodar los brazos para recuperarlo y no lo logró. Se inclinó hacia delante, con los tacones todavía pegados con fuerza al suelo, y sus espinillas se partieron en dos cuando su peso llevó el resto de su cuerpo hacia abajo. El hombre chilló, agarrándose las piernas mientras Lexa lo liberaba y se quitaba el polvo de los ojos. Kane seguía peleando con los Luminatii; sus cuerpos, un batiburrillo de blanco y negro, de llama y sombra. Que Titus se incorporara a la lucha había equilibrado la balanza y el Señor de las Hojas había pasado a la defensiva, su espada un borrón, la Oscuridad cantando. Lexa miró los rasgos del justicus, crispados de furia. Miró al hombre que había ayudado a asesinar a su familia. A destrozar su antigua vida. Pero entonces se volvió hacia Clarke. La chica que había cogido su nueva vida y la había hecho jirones sangrantes. Clarke le devolvió la mirada, espada en mano, ojos azules entrecerrados. Dar la espalda a la chica no parecía muy buena maniobra, así que Lexa ladeó el cuello hasta hacerlo crujir y dio un paso hacia ella.

—No lo hagas, Lexa —advirtió Clarke.

Lexa hizo caso omiso de la advertencia. Levantó la mano y envolvió de oscuridad los pies de la chica.

—Esto no te dolerá —dijo Lexa—. Mucho.

Clarke respiró hondo. Suspiró. Metió la mano en sus calzas y sacó un puñado de llama ardiente, rodando al final de una cadena dorada.

«La Trinidad.»

Un fogonazo de luz, más brillante que los tres soles juntos. Ver el medallón era como recibir un garrotazo en la nuca que la dejó de rodillas. Con el rabillo del ojo vio a Kane tambalearse y levantar el antebrazo para protegerse los ojos. Titus estaba en pleno tajo cuando el Señor de las Hojas bajó la guardia. Desesperado por mantener con vida a su presa, el justicus hizo rodar su hoja y golpeó a Kane con la cara ardiente. Pero el legionario que estaba junto a él, presa del pánico por la muerte de

sus compañeros, la caída de su centurión y el mortífero silencio de aquel daimón embozado en negro que invocaba sombras del abismo para descuartizarlos a todos, no hizo gala del mismo autocontrol. Mientras Titus daba una voz de aviso, el legionario descargó su arma contra un Kane todavía aturdido por la luz de la Trinidad y el golpe girado de Titus. Una espada en llamas se internó entre las costillas del hombre y se hundió hasta la guarda. El legionario liberó su arma mientras el Señor de las Hojas gritaba de dolor, asiendo su pecho perforado. Cayó de rodillas, tosió rojo y se hizo una bola, con un brazo aún alzado para escudarse de aquella espantosa, abrasadora luz.

—¡Condenado necio! —rugió Titus, volviéndose hacia el hombre y asestándole un poderoso gancho en la mandíbula. La cara del legionario salió despedida a un lado y sus dientes volaron mientras él se arrugaba como un papel—. ¡Lo quería vivo!

Lexa estaba a cuatro patas, con la cabeza encogida y los párpados apretados contra el fulgurante odio de Aquel que Todo lo Ve, sujeto en la mano de Clarke. La chica se acercó a Lexa sosteniendo en alto la Trinidad. Lexa rodó para quedar bocarriba y retrocedió arrastrándose, levantando arena con los talones. Suplicio. Pavor. Don Majo aovillado en su sombra y encogiéndose, igual de indefenso que ella.

—Lo siento, Lexa —dijo Clarke con un suspiro.

Titus miraba a Clarke, enfurecido e incrédulo.

—¿Llevabas eso encima desde el principio? ¿Podías haber resuelto esto cuando quisieras? ¡Serás traidora, zorrill…!

—Anda, vete a la mierda, meapilas —gruñó Clarke—. No hago esto por tu gloriosa república y me importáis tres cojones tú y tus hombres. Si tenía un as en la manga, es asunto mío. Y por si no te has dado cuenta, acabo de salvar tu miserable vida. Así que en vez de rebuznar al respecto, quizá deberías dar fin a la chica que acaba de intentar asesinarte y luego ir a comprobar que el resto del Sacerdocio siga aún bajo llave, ¿no crees? A no ser que tú y tu alegre pandilla de idiotas queráis destriparlos a ellos también, claro.

Aunque Titus le sacaba más de treinta centímetros, Clarke se impuso al justicus. Con un gruñido, Titus fue hacia Lexa con su hoja alzada, sobre cuyo filo ondeaban las llamas. Lexa se arrastró hacia atrás por la arena. Inundada por el dolor, incapaz de levantarse siquiera. El miedo surcaba sus venas, rugía en sus sienes. La angustiaba que todo fuese a terminar así. Después de tantos kilómetros y tantos años. ¿Y verlo acabar de aquel modo? ¿Tirada en el suelo de un pueblucho de mierda, incapaz hasta de alzar la espada en sus últimos instantes?

¿Así?

Tenía los dientes apretados. Los ojos llenos de odiosas lágrimas.

¿Terminaría así?

La luz la cegaba. Daba igual hacia dónde mirara, era como tener delante los tres soles. Solo distinguía siluetas tenues. Clarke de pie ante ella, la Luz ardiendo refulgente en su mano. Titus por detrás, un brillo menor resplandeciendo en su puño. Luminatii heridos gimiendo en la arena. Y Kane, cuyo terror estaba llamando al de Lexa.

Nunca te encojas. Nunca temas.

Negó con la cabeza. Alzó la mirada hacia la silueta de Titus, decidida a mirarlo a los ojos. A demostrarle que, por mucho que doliera, por mucho que su corazón la acusara de mentirosa…

—No te tengo miedo —susurró.

Oyó una leve risita. La luz menor se alzó sobre ella.

—Luminus Invicta, hereje —dijo Titus—. Daré recuerdos a tu hermano.

Las palabras golpearon a Lexa con más fuerza que la luz de la Trinidad. Le licuaron el estómago. ¿Qué estaba diciendo aquel hombre? Aden estaba muerto. Lo había dicho la madre de Lexa. Aquella veroscuridad en que había hecho trizas la Piedra Filosofal, había remontado los peldaños de la Basílica Grande y había caído ante aquel mismo hijo de puta, ante aquella misma condenada luz. En que había llorado después sobre las almenas que dominaban el lugar donde había muerto su padre. En que Gustus había estado a su lado mientras ella decía en voz baja: «Qué brillante era. Demasiado brillante».

El anciano había sonreído. Le había dado unas palmaditas en la mano. «Cuanto más brillante es la luz, más profundas son las sombras.»

Clarke de pie frente a ella, con la Trinidad resplandeciente en la mano. Titus acechando a su espalda, con la espada alzada. Entre ellos dos, extendida por la arena y confundida con la del justicus, estaba la sombra de Lexa. Negra. Retorciéndose. Pero ante aquella espantosa luz, más oscura que nunca. Lexa la llamó. Dientes rechinando. Ojos cerrados. Sintiendo la oscuridad de fuera y la oscuridad de su interior. Y apretando los puños, sosteniendo con fuerza la daga, dio un paso al

interior de su propia sombra

y salió de la del justicus por detrás de él.

El cuerpo del hombre bloqueó la luz de la Trinidad, convertido en una inmensa silueta por la llama cegadora. Y descargando un tajo con su hoja, la hoja que su madre había sostenido contra el cuello de Azgeda, la hoja que Don Majo le había regalado en la oscuridad, la hoja que le había salvado la vida antes y volvía a salvársela, la hincó hasta el pomo en el cuello de Titus. El justicus agarró el agujero que Lexa acababa de tallar y una fuente de sangre manó entre sus dedos. Lexa se apartó trastabillando, empapada de rojo. La luz seguía quemándola. Tenía los ojos entornados. Su pelo sobre la cara en mechones enredados mientras tropezaba y caía. Titus se tambaleó y su espada cayó de entre sus dedos y se clavó temblorosa en la arena. Se llevó también la otra mano al cuello. La sangre arterial se escurría entre sus dedos. El entendimiento que asomaba a su mirada —«Me ha matado, oh, Dios, me ha matado»— se transformó en furia y se volvió hacia la chica con los brazos extendidos y las manos convertidas en garras. La sangre manó libre, cayendo a chorro por aquel pecho como un tonel, drenando todo el color de sus rasgos lobunos. El justicus de la legión Luminatii dio un paso trastabillante, dos y tres. Cayó de rodillas, con la mirada fija en la chica que hacía lo posible para apartarse a rastras sobre la arena. Titus gorgoteó mientras la luz abandonaba sus ojos. Y con un fuerte golpe, su cadáver cayó de cara al suelo y los últimos y débiles latidos de su corazón mojaron la tierra de un rojo más profundo. Como ella siempre había soñado. Como ella siempre había querido.

«Muerto.»

Clarke se había quedado quieta, horrorizada. Lexa sintió que se congregaban más sombras a su espalda, agrupadas en torno a sus propietarios en la puerta de la torre de la guarnición.

La reverenda madre.

Solis, apoyado en su hombro, sangrando y magullado.

Chss, silencioso como la muerte, con una hoja caída en un puño apretado.

Aalea y Mataarañas detrás de él, sosteniendo a Ratonero entre ellas.

Aunque estaban apaleados y sangraban, ninguno de los asesinos era tenebro.

Ninguno estaba acobardado por la Trinidad que Clarke tenía en la mano. Y frente a cinco de los mejores asesinos de toda la República Itreyana, la chica hizo lo que habría hecho cualquiera en su posición, anhelara venganza o no.

Clarke dio media vuelta y corrió.

Chss y el Sacerdocio salieron a trompicones de la torre, ninguno de ellos en condiciones de perseguir a la chica. Al desaparecer la Trinidad calle abajo y remitir su dolor, Lexa se puso bocabajo y vomitó sin hacer ruido. Miró a Kane y gateó hacia él, arañando la arena con los dedos. El Señor de las Hojas estaba hecho un ovillo, agarrándose el pecho, con la cara crispada. Lexa murmuró con suavidad, le apartó las manos sanguinolentas y palideció al ver la herida. Eclipse estaba gimoteando, merodeando con las orejas apretadas contra el cráneo. Enseñando sus dientes negros.

—… ¡NECIA NIÑA, AYÚDALO!

—Yo…

—… ¡AYÚDALO!

Kane intentó hablar, pero casi no podía ni respirar. Tosió y se le mancharon los labios de rojo pegajoso. Tomó la mano de Lexa y la apretó con fuerza. Abby llegó renqueando a su lado y los demás miembros del Sacerdocio se agacharon en la arena junto a él.

—No puedes morir —suplicó Lexa—. ¡Me prometiste respuestas!

Kane hizo una mueca de dolor, tensó todos los músculos del cuerpo, arqueó la espalda. Fijó su mirada en Lexa, que la sintió en los huesos. Era algo primordial, una gravedad aplastante, un frío agónico, una terrible e interminable rabia. Algo que superaba el hambre y los mareos que sentía cuando él estaba cerca. Algo más próximo al anhelo, como el de unos amantes separados. Como el de un amputado. Como el de un puzle que busca la pieza que falta de sí mismo. Quería hacerle preguntas. Quién era él. Quién era ella. Si sabía algo de la oscuridad de fuera o la oscuridad del interior. ¡Qué cerca estaba! ¡Cuánto había esperado! Las preguntas se le arremolinaron tras los dientes, esperando a que las pronunciara, pero la respiración de Lexa se le atascó en los pulmones. Kane alzó sus manos escarlatas y apretó una palma contra la mejilla de Lexa. Le manchó la piel con su sangre. Aún estaba caliente y el aroma a sal y cobre llenó las fosas nasales de la chica. El hombre

le marcó una mejilla y luego la otra, para terminar trazando una larga línea descendente por los labios y el mentón de Lexa. Ungiéndola, como podría haber hecho en el Salón de las Elegías si aquel momento, aquel final, aquel relato, hubiera sido otro distinto.

Ungiéndola como hoja.

Y con un último suspiro, silencioso como lo había sido en vida, el Príncipe Negro la abandonó.

Llevándose consigo las respuestas de Lexa.

La loba-sombra cesó su merodeo. Alzó la cabeza y llenó el aire de un aullido que partía al alma. Se tumbó en la arena junto a Kane e intentó lamerle la cara con una lengua incapaz de saborear. Intentó ponerle en la mano una zarpa incapaz de tocar. Don Majo lo observó todo en silencio. No tenía ojos que pudieran llenarse de pena. Los vientos tormentosos siguieron llegando desde la bahía, fríos y amargos. Los harapientos asesinos inclinaron las cabezas. Lexa cogió la mano de Kane y notó el calor de su piel desvaneciéndose contra la de ella.

Y susurró al viento:

—Escúchame, Niah. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, nuestro presente para ti. —Suspiró—. Tenlo cerca.