Epílogo
Rompeespadas estaba en su recibidor viendo la lluvia caer sobre la bahía de Camada. Se había señalado la nuncanoche y su ciudad estaba casi silenciosa del todo, su pueblo recogido en sus hogares mientras Trelene y Nalipse desataban su cólera fuera. Las Señoras de los Océanos y las Tormentas reñían mucho de un tiempo a aquella parte. El invierno había sido cruel, con las gemelas peleando a todas horas. Con un poco de suerte, aquella sería la última gran tempestad antes de la tercialba, porque Rompeespadas ya distinguía el brillo amarillo en ciernes de Shiih en el horizonte, tras las nubes, y la salida del tercer sol anunciaba el inicio de la larga escalada hacia el verano. Ya tenía ganas, la verdad. Los inviernos eran más duros allí en Dweym que en cualquier otro lugar de la república. El frío castigaba más sus huesos a cada año que pasaba. Se estaba haciendo viejo. Debería haber renunciado ya a ser bara del clan Tresdracos, pero sus hijas se habían desposado con un par de idiotas, ambos más músculo que cerebro, y Rompeespadas era reacio a legar la Corona de Corales a ninguno de sus yernos. Si Caminatierras estuviera aún allí…
Pero no. Pensar en su hija más joven no le hacía ningún bien.
Esa época se había marchado, y ella también.
Rompeespadas dio la espalda a la bahía y cruzó renqueando los largos salones de piedra de su fuerte. Los siervos se inclinaron a su paso, con los ojos gachos. El trueno resonó en las vigas del techo. Al llegar a su dormitorio, cerró la puerta y miró su lecho vacío. Pensó en lo cruel que era la vida, permitiendo ya no que un marido sobreviviera a una esposa, sino también a una hija. Se quitó la Corona de Corales de la cabeza y la dejó a un lado, torciendo los labios.
—Demasiado pesada estos días —murmuró—. Demasiado pesada con mucho.
Cogió una jarra de cantarín cristal dweymeri y llenó un vaso con manos temblorosas. Se lo llevó a los labios suspirando. Miró por la ventana mientras la lluvia fustigaba el cristal, se acercó al rugiente hogar y suspiró de nuevo cuando el calor le besó los huesos. Su sombra bailó delante de él, titilando por las losas y las pieles.
Frunció el ceño. Separó los labios.
Cayó en la cuenta de que su sombra se estaba moviendo. Se rizaba y se retorcía. Culebreaba por la piedra, se replegaba sobre sí misma y luego —¡gran Trelene, juraba que lo estaba viendo con sus propios ojos!— se extendía hacia el fuego, no huyendo de él.
—En nombre de la Señora, ¿qué…?
El miedo emblanqueció el rostro de Rompeespadas cuando las manos de su sombra se movieron por iniciativa propia. Subieron a su cuello, como para estrangularse a sí mismo. El anciano bara se miró las manos reales, el vino dorado en su vaso, y un escalofrío lo embargó a pesar el calor del fuego.
Y entonces empezó el dolor.
Al principio fue un ligero ardor en el estómago. Una punzada, como si su tardera hubiera llevado demasiadas especias. Pero pronto germinó, volviéndose más intenso, más ardiente, y el anciano hizo una mueca con una mano en la tripa. Esperó a que pasara el dolor. Esperó a…
—Diosa —gimió, cayendo de rodillas.
El dolor era como el fuego, caliente y al rojo blanco. Se dobló por la cintura, dejando caer el vaso de cristal, que resbaló por la piedra dejando un rastro de vino dorado que reflejó la luz de las llamas. Su sombra estaba temblando y convulsionándose, como si tuviera mente propia. Los rasgos del anciano se retorcieron y una lenta agonía le dio zarpazos en las vísceras. Abrió la boca para llamar a los sirvientes y a sus barados. Algo iba mal.
Algo iba muy mal.
Una mano se cerró sobre sus labios, amortiguando su grito. Puso los ojos como platos al oír un frío susurro en su oreja. Olió un aroma a clavo quemado.
—Hola, Rompeespadas.
Las palabras del intruso toparon con la mano. Le ardieron las tripas.
—Llevo tiempo esperando la ocasión de encontrarte a solas —dijo la voz—. Para hablar.
Comprendió que era una mujer. Una chica. El anciano se revolvió, intentando zafarse de ella, pero la chica lo contuvo, fuerte como el hueso de tumba. Su sombra continuó retorciéndose, doblándose, como si estuviera tendido de espaldas dando garrazos al cielo. Y mientras el dolor duplicaba su intensidad, se encontró haciendo justo eso, caer panza arriba y mirar la silueta que tenía encima con lágrimas de suplicio en los ojos. Una chica, como había pensado. Piel blanca como la leche, curvas esbeltas y labios arqueados. En la oscuridad que había a los pies de la chica, vio que se congregaba una forma. Era plana como el papel y semitransparente, negra como la muerte. Enroscó la cola en el tobillo de la chica, casi con aire posesivo. Y aunque no tenía ojos, Rompeespadas supo que lo observaba, cautivado como un niño ante un espectáculo de marionetas.
—Ahora voy a apartar la mano. A no ser que tengas pensado chillar.
El anciano gimió cuando llameó el fuego de su barriga. Pero miró a la chica con ojos llenos de odio. ¿Chillar? Él era bara del clan Tresdracos. Ni muerto pensaba darle a aquella flacucha la satisfacción. Rompeespadas negó con la cabeza. La chica quitó la mano y se arrodilló a su lado.
—¿Q…? —intentó decir—. ¿Q…?
—¿Quién? —preguntó la chica.
El anciano asintió con la cabeza, conteniendo otro gemido de dolor.
—Me temo que nunca sabrás mi nombre —dijo ella—. La mía es la senda de las sombras. Soy un rumor. Un susurro. El pensamiento que despierta a los hijos de puta de este mundo sudando en plena nuncanoche. Y tú eres de verdad un hijo de puta, Rompeespadas del clan Tresdracos. Un hijo de puta sobre el que hice una promesa a alguien que me importaba, no hace mucho tiempo.
El semblante del anciano se crispó y sus dedos arañaron su barriga. Le hervían las entrañas, le ardían como llenas de ácido y cristal roto. Sacudió la cabeza e intentó escupir, pero le salió un gimoteo. La chica miró el vaso derramado de vino dorado. El fuego centelleó en sus ojos negros.
—Se llama despecho —dijo, señalando el vaso—. Una dosis purificada. Ya te ha abierto un agujero en el estómago. Pasará a los intestinos en los próximos minutos. Y durante los siguientes pocos turnos, tu barriga sangrará, se hinchará y supurará. Y al final morirás, Rompeespadas del clan Tresdracos. Morirás como le prometí que morirías. —La chica sonrió—. Morirás chillando.
Otra forma se materializó al lado de la chica. Otra sombra, que miró a Rompeespadas con sus no-ojos. Un lobo, comprendió. Gruñendo con una voz que parecía provenir de debajo el suelo.
—… VIENEN SIRVIENTES. DEBERÍAMOS MARCHAR…
La chica asintió con la cabeza. Se levantó. Las dos sombras lo miraron. Miraron la vida que había en sus ojos. Todo lo erróneo y lo acertado. Todos los fracasos y los triunfos y lo de en medio.
—Si lo ves cuando deambules junto al Hogar, dile hola a Lincoln de mi parte.
Los ojos de Rompeespadas se ensancharon. La voz de la chica llegó leve como las sombras.
—Dile que lo echo de menos.
La oscuridad se onduló y el anciano se quedó solo.
Con sus chillidos como compañía.
El coro cantaba de nuevo.
La melodía fantasmal se había reanudado cuando Lexa y el Sacerdocio llegaron desde los Susurriales, seguidos de Raven, Costia y el resto de su grupo de búsqueda. El interior de la montaña había enrojecido de sangre y decenas de manos y discípulos yacían en las tumbas sin lápida del Salón de las Elegías, junto al Señor de las Hojas. Los nombres del justicus Titus y el centurión Alberio estaban tallados en el suelo entre las otras víctimas de la iglesia, y Lexa halló no poco placer en pisarlos durante el servicio. Eran las únicas tumbas que iban a conocer. La reverenda madre había pronunciado la elegía, honrando a los caídos en defensa del Monte Apacible, alabando a quienes salvaron la Iglesia Roja de la calamidad. El Sacerdocio estaba reunido a su alrededor, solemne y silencioso. Las pocas manos que habían sobrevivido a la matanza emprendieron su salmodia, con menos voces que en giros pasados. Lexa no había dejado de mirar una tumba en todo el tiempo. Era solo otra losa más incrustada en la pared, igual que las demás. No había lápida con nombre y el interior estaba vacío, porque a fin de cuentas no habían recuperado su cadáver. Pero cuando terminó la misa y los restos de la congregación se perdieron en la oscuridad, Lexa se arrodilló junto a su losa, sacó su daga de hueso de tumba y talló cuatro letras en la piedra.
LINCOLN.
Apretó sus dedos contra los labios y luego contra la piedra.
El orador había cumplido su palabra y regresado a la montaña al saber que era segura. Bellamy había emergido de la superficie de sangre junto a Octavia, con los dedos rotos de la tejedora entablillados. Tardaron meses en sanar y que Octavia recuperase sus habilidades. Pero cuando lo hizo, su primera tarea fue saldar la deuda que había contraído con Lexa por salvarles la vida a ella y Bellamy.
Devolvió a Raven su rostro.
La mujer había esperado fuera de los dominios del orador el regreso de Lexa de su visita al bara del clan Tresdracos. Cuando la chica se hubo lavado el rojo en los baños, Raven le dio un cálido abrazo y le besó las mejillas. Y sin una sola mirada hacia la cámara ni al orador que estaba en ella, la mujer había acompañado a Lexa a su dormitorio. Raven seguía llevando el velo, quizá acostumbrada a él después de años ocultando la cara, quizá sabiendo, como Lexa, que, al final, no habría importado el aspecto que tuvieran, sino lo que hubieran hecho con sus vidas.
Quizá simplemente porque le gustaban los velos.
Se detuvieron en la puerta del dormitorio de Lexa, que Raven abrió con una sonrisa. Las habitaciones en el sector de las hojas dentro de la montaña eran más grandes, más privadas, amortajadas en siemprenoche. La cama de Lexa era lo bastante grande para perderse en ella. Pero lo cierto era que odiaba dormir en ella. Le resultaba demasiado fácil sentirse sola. Pero Kane la había ungido ante el Sacerdocio al completo y, por muchos peros que pudieran poner Abby o Solis, Lexa era una hoja. Aquel era el lugar donde se quedaría hasta que el Sacerdocio la asignara a una capilla. Había solicitado Tumba de Dioses, por supuesto, pero nadie sabía dónde podría terminar.
—Antes de que me olvide. —La mujer señaló la mesita de noche. Había un volumen encuadernado en cuero sobre la madera, con un cierre de plata—. Te lo envía el cronista. Dice que ya sabes por qué.
El corazón de Lexa cantó. Volvió a dar las gracias a Raven, cerró la puerta cuando se marchó y se tiró de un salto en su colchón. Don Majo se hizo visible en el cabezal y Eclipse al pie de la cama. Las dos sombras se miraron con sus no-ojos y la desconfianza chisporroteó en el aire. Don Majo había insistido mucho a Lexa en que Eclipse no tenía un lugar junto a ella. Pero la loba-sombra parecía destrozada del todo por la muerte de Kane. Había vagado por el interior de la montaña durante giros enteros, aullando de dolor. Lexa había terminado buscándola a petición de Abby y pidiendo a Eclipse que caminara con ella, ya que no tenía a nadie más con quien andar. La loba-sombra la había mirado despacio y callada, y Lexa había pensado que iba a negarse. Pero cuando la chica había mirado la oscuridad bajo sus pies, la había encontrado más oscura todavía.
Lo bastante oscura para tres.
Lexa cogió el libro de la mesita de noche y miró la cubierta. Había extraños símbolos grabados en el cuero, que dolían a la vista. Abrió el cierre y vio una nota, escrita con la letra enmarañada del cronista. Siete palabras.
«Otra chica con una historia que contar.»
Lexa pasó las páginas, crujientes y agrietadas por los años, y contempló las hermosas ilustraciones. Eran figuras humanas, con las sombras de distintos animales a sus pies. Lobos y aves, víboras y arañas. Y otras cosas, monstruosas y obscenas. Frunció el ceño al ver los extraños sellos que giraban y cambiaban ante sus ojos.
—No conozco esta escritura.
—… dudo que haya muchos en este mundo capaces de leerla…
—¿Y tú puedes?
Don Majo asintió.
—… no sé cómo, pero las letras… me hablan…
Eclipse se puso de pie y cruzó el colchón para sentarse al lado de Lexa. Don Majo siseó y la loba respondió con un gruñido antes de mirar las páginas que había en manos de Lexa.
—… YO TAMBIÉN PUEDO LEERLAS…
—¿Cómo se titula?
El no-gato bajó al hombro de Lexa y escrutó los extraños y cambiantes símbolos.
—… la hambrienta oscuridad…
Lexa pasó los dedos por las páginas. Por las sombras de tinta negra, por el texto enrevesado y movedizo. Podrían estar allí. Las respuestas a todas sus preguntas. A quién era. A qué era. O quizá el libro estuviera lleno de chorradas, quizá fuese un libro que muriera porque nunca debió existir, un cascarón vacío más en la biblioteca de los muertos de Niah.
—¿Me lo leeréis?
—… ¿de verdad quieres saberlo?…
—¿Cómo puedes preguntarlo? Tenemos que comprender lo que somos, Don Majo.
—… a mí me gustan las cosas como están…
—… YO TE LO LEERÉ…
—… vuelve a tu perrera, chucha…
—… TEN CUIDADO, PEQUEÑO FELINO. SOLO LOS GATOS DE VERDAD TIENEN SIETE VIDAS…
—… ella me pertenecía antes de ser tuya…
—… SI PERTENECE A ALGUIEN, ES A ELLA MISMA…
Lexa dio un puñetazo en las páginas. Miró a las sombras que la rodeaban.
—Leed.
El no-gato suspiró. Se sentó en el hombro de Lexa y escrutó el texto cambiante. La tinta era más negra que el negro y se emborronaba y se arremolinaba ante los ojos de Lexa. La embargaba una extraña sensación de vértigo si miraba demasiado tiempo aquella escritura, de modo que se centró en las ilustraciones, las hermosas y las monstruosas. Pasó página tras página, mientras el no-gato meneaba la cola a los lados y la no-loba se quedaba inmóvil del todo.
—… son sobre todo bobadas. la palabrería de los idos…
—Tiene que haber algo.
—… LA AUTORA SE LLAMABA CLEO. VIVIÓ EN LOS TIEMPOS ANTERIORES A LA REPÚBLICA. HABLA DE SU INFANCIA. LA CASARON CON UN HOMBRE CRUEL ANTES DE QUE HUBIERA FLORECIDO. LAS SOMBRAS, SUS ÚNICOS AMIGOS…
—… cuando cayó la veroscuridad el año en que sangró por primera vez, ahogó a su marido con la oscuridad cuando él fue a tomarla. huyó, viajó por liis buscando… creo que esta palabra significa «verdad»…
—… VERDAD, SÍ…
—… no te estaba preguntando, chucha…
Eclipse gruñó y Lexa sonrió, pasando la mano por el cuello de la loba-sombra. Las siguientes secciones del volumen eran sobre todo ilustradas: diseños de oleoso negro, una forma femenina con multitud de sombras distintas. Páginas enteras cubiertas de impenetrables garabatos negros, como un cielo de veroscuridad con las estrellas resaltadas en manchas de blanco desnudo.
—… ESTO NO ESTÁ NADA CLARO. HABLA DEL AMOR DE LA MADRE, DE LOS PECADOS DEL PADRE, DEL NIÑO EN SU INTERIOR…
—¿Estaba embarazada?
—… lo que seguro que estaba es loca…
—¿Encontró la verdad que buscaba?
Don Majo pasó al otro hombro de Lexa y se inclinó hacia la página.
—… habla de sentir a otros como ella. de verse atraída hacia ellos como la araña a la mosca…
Una ilustración de una mujer, embozada en negro. Sombras desplegándose de las puntas de sus dedos.
—… escribe sobre el hambre…
Una página negra, cubierta por centenares de bocas llenas de dientes afilados.
—… HAMBRE SIN FIN…
Gruesos brochazos, negros y violentos.
—… ay, ay, ay…
—¿Qué?
—… habla de encontrar a otros como ella. a otros que hablan a la oscuridad. De encontrarlos y…
—¿Y?
Eclipse dio un suave gruñido desde el fondo de la garganta.
—… COMÉRSELOS…
—Por el abismo y la sangre…
—… «los muchos fueron uno»… —leyó Don Majo— … «y lo serán de nuevo; uno bajo los tres, para criar a los cuatro, liberar al primero, cegar al segundo y al tercero. oh, madre, la más negra madre, en qué me he convertido»…
—Por los dientes de las Fauces.
—… ya lo creo…
—¿Algo de esto te sonaba, Eclipse? ¿Estos dibujos? ¿Esta historia? ¿Kane o tú visteis alguna vez algo parecido?
—… NUNCA BUSCAMOS…
—¿Nunca?
—… KANE NO CUESTIONABA SU NATURALEZA. NO LE IMPORTABA QUÉ ERA, SOLO QUE LO ERA…
Lexa suspiró. Negó con la cabeza.
—¿Qué fue de ella, de Cleo?
—… sigo leyendo…
Las sombras callaron mientras Lexa pasaba la página. Allí, en el papiro, había un mapa que delineaba el mundo conocido. Los países de Itreya y Liis, Vaan y la antigua Ashkah. Y lejos, en el centro de los Susurriales ashkahi, rodeada por las cambiantes formas de lo que solo podían ser krakens de arena, había una equis marcada en tinta roja.
—… habla de un viaje…
—… «EN BUSCA DE LA CORONA DE LA LUNA»…
Lexa parpadeó, desconcertada.
—¿La Luna?
—… eso dice ella…
Lexa se mordió el labio. Pasó la página y se le trabó el aliento en la garganta.
—Mirad eso…
La página era otro mapa del mundo conocido, trazado por la misma mano. Pero en la costa occidental de Itreya, no estaba la bahía de la ciudad de Tumba de Dioses. En su lugar había tierra, una península que salía al mar del Silencio. Y en el corazón de la península, donde en la actualidad se alzaba la gran metrópolis, había otra equis con un garabato huidizo de tinta roja al lado.
—¿Qué pone?
Don Majo miró la página.
—… «aquí cayó»…
—¿La Luna?
—… cabe suponer…
Lexa contempló el mapa.
El lugar donde debería haber estado la Ciudad de los Puentes y los Huesos.
«Tumba de Dioses.»
—¿Quién o qué es la Luna? —preguntó.
Pero las sombras no respondieron.
Supongo que ahora creéis conocerla.
A la chica a la que algunos llamaron Hija Pálida. O la Coronadora. O Cuervo. A la chica que fue al asesinato lo que los virtuosos a la música. Que hizo a los finales felices lo que una sierra hace a la piel. Mirad ahora las ruinas que dejó atrás, mientras la tenue luz titila en las aguas que se bebieron una ciudad de puentes y huesos. Mientras las cenizas de la república bailan en la oscuridad sobre vuestras cabezas. Mirad sin palabras la ciudad rota y saboread el hierro en vuestra lengua, y escuchad cómo los solitarios vientos susurran su nombre como si también ellos la conocieran.
¿Creéis que ella reiría o lloraría al ver el mundo que trajo su mano?
¿Creéis que sabía que terminaría así?
¿De verdad la conocéis lo más mínimo?
Aún no, pequeños mortales. Ni por asomo.
Pero a fin de cuentas, este relato es solo uno de tres.
Nacimiento y vida y muerte.
De modo que tomad mi mano.
Cerrad los ojos.
Y caminad conmigo.
