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Tengo una teoría. Odiar a una persona se parece de forma inquietante a estar enamorado de ella. He tenido mucho tiempo para comparar el amor y el odio, y estas son las observaciones que he ido haciendo.
El amor y el odio son viscerales. Ya solo de pensar en esa persona se te retuerce el estómago. El corazón te palpita con fuerza en el pecho: casi se te ve a través de la carne y la ropa. Pierdes el apetito y el sueño. Cada contacto con esa persona te llena la sangre de un tipo peligroso de adrenalina y te coloca al borde de una reacción radical: luchar o huir. Apenas conservas el dominio sobre tu cuerpo. Te consumes. Tienes miedo.
El amor y el odio son versiones especulares del mismo juego; y tú has de ganar a toda costa. ¿Por qué? Por tu corazón y por tu ego. En serio, sé de lo que hablo.
Es viernes por la tarde. Todavía voy a seguir encadenada a mi escritorio unas horas más. Me gustaría estar confinada en soledad, pero lamentablemente tengo un compañero de celda. Cada tictac de su reloj viene a ser como un dígito en la cuenta atrás, como una muesca raspada en la pared de la celda.
Estamos enzarzados en uno de nuestros juegos pueriles: un juego que no requiere palabras. Como todo lo que hacemos, es terriblemente inmaduro.
Lo primero que hay que saber de mí: me llamo Sakura Haruno. Soy ayudante de dirección de Mei Terumi, la codirectora general de Dōtonbori & Gamin.
En otros tiempos, nuestra pequeña editorial, Gamin Publishing, estaba al borde de la quiebra. Con la crisis económica, la gente no tenía dinero para pagar la hipoteca, y la literatura se había convertido en un producto de lujo. Por toda la ciudad cerraban librerías, como velas apagadas de un soplo. Nosotros nos preparábamos para un cierre prácticamente seguro.
En el último momento, sin embargo, llegamos a un acuerdo con otra editorial en apuros. Gamin Publishing se vio obligada a contraer un matrimonio de compromiso con el tambaleante imperio del mal conocido como Dōtonbori Books, dirigido por el insoportable señor Dōtonbori en persona.
Convencida cada una de las empresas de estar salvando a la otra, ambas recogieron sus bártulos y se trasladaron a su nuevo hogar conyugal. Ninguna de las dos partes estaba contenta, ni mucho menos. Los Dōtonbori recordaban el viejo futbolín de su comedor con una nostalgia de color sepia. No acababan de creer que los vanos y fantasiosos Gamins hubieran sobrevivido tanto tiempo con su aproximativo cumplimiento de los objetivos de rendimiento y su soñadora idea de la literatura como un arte. Los Dōtonbori creían que los números eran más importantes que las palabras. Los libros eran «unidades». Hay que vender las unidades previstas. Felicita a tu equipo. Vamos allá.
Los Gamins se estremecían de horror al ver cómo sus bulliciosos hermanastros prácticamente arrancaban las páginas de sus Brontës y sus Austens. ¿Cómo era posible que Dōtonbori hubiera llegado a reunir a tantos tipos encorbatados de ideas clónicas que habrían encajado mejor en contabilidad o en asuntos legales? A los Gamins la idea de los libros como «unidades» les ofendía en lo más profundo. Los libros eran, y serían siempre, algo digno de respeto y dotado de magia.
Al cabo de un año, aún es posible deducir a simple vista la compañía de la que procede un empleado simplemente por su apariencia física. Los Dōtonbori son geometría pura y dura; los Gamins son trazos suaves y sinuosos. Los Dōtonbori se mueven como una manada de tiburones, siempre hablando de cifras y acaparando la sala de conferencias para celebrar sus espantosas reuniones de planificación. De maquinación, habría que decir más bien. Los Gamins se acurrucan en sus cubículos, como dulces palomas en un campanario, y examinan manuscritos en busca de la próxima sensación literaria. El aire que los rodea huele a té de jazmín y a papel impreso. Tienen en la pared a Shakespeare, como si fuera un chico de calendario.
El traslado a un nuevo edificio fue algo traumático, especialmente para los Gamins. Basta con tomar un plano de esta ciudad, trazar una línea recta entre los antiguos edificios de las dos empresas y marcar en rojo el punto situado exactamente a medio camino... Ahí es donde estamos. La nueva sede de Dōtonbori & Gamin es una achaparrada mole gris de cemento junto a una importante vía de acceso, abarrotada de tráfico a partir de mediodía. Allí dentro hace un frío ártico por la mañana y un calor asfixiante por la tarde. El edificio, aun así, tiene un punto favorable: un parking subterráneo con algunas plazas libres, normalmente acaparadas por los empleados más madrugadores, o tal vez debería decir por los Dōtonboris.
Antes de la mudanza, Mei Terumi y el señor Dōtonbori recorrieron el edificio y coincidieron, cosa insólita, en una cosa. La planta superior era insultante. ¿Únicamente un despacho ejecutivo? Hacía falta una reforma integral.
Tras una reunión de una hora para aportar ideas —una reunión tan cargada de hostilidad que los ojos de la interiorista brillaban de lágrimas contenidas—, el único término que consensuaron Mei y el señor Dōtonbori para describir el estilo que buscaban fue «reluciente». Ese habría de ser su último acuerdo. La reforma cumplió fielmente el plan de diseño. La décima planta es ahora un cubo de cristal, acero y azulejos negros. Podrías depilarte las cejas usando como espejo cualquiera de las superficies: las paredes, los suelos, el techo. Hasta nuestros escritorios están hechos con enormes láminas de vidrio.
Estoy concentrada en el gran reflejo que tengo frente a mí. Levanto la mano y me miro las uñas. El reflejo sigue mi movimiento. Me paso los dedos por el pelo y me estiro el cuello de la blusa. Me he quedado en trance un momento. Casi se me ha olvidado que estoy jugando a ese jueguecito con Sasuke.
Si estoy aquí con un compañero de celda es porque cada general enloquecido por el poder tiene un segundo en el mando para hacerle el trabajo sucio. La posibilidad de compartir un ayudante de dirección no llegó a considerarse nunca, porque habría implicado una concesión por parte de uno de los directores generales. Así pues, nos colocaron frente a las puertas de los dos nuevos despachos de dirección y nos abandonaron aquí, para que nos defendiéramos por nuestra cuenta.
Fue como si me hubieran arrojado a la arena del Coliseo y hubiera descubierto enseguida que no estaba sola.
Levanto otra vez la mano derecha. Mi reflejo me sigue ágilmente. Apoyo la barbilla en la palma de la mano y suelto un profundo suspiro, que enseguida encuentra eco. Arqueo la ceja izquierda, porque sé que él no puede hacerlo, y, como había previsto, su frente se arruga inútilmente. He ganado el juego. La satisfacción no se manifiesta en la expresión de mi rostro. Me mantengo tan apacible e inexpresiva como una muñeca. Permanecemos con la barbilla apoyada en la mano y nos miramos a los ojos.
Nunca estoy sola en esta oficina. Sentado frente a mí está el ayudante de dirección del señor Dōtonbori. Su secuaz, su fiel criado. La segunda cosa y la más esencial que hay que saber de mí es esta: odio a Sasuke Uchiha.
Ahora mismo está copiando cada movimiento que hago. Es el Juego del Espejo. A los ojos de un observador superficial, no resultaría tan evidente de entrada: él es sutil como una sombra. Pero para mí está más que claro. Cada uno de mis movimientos encuentra réplica en su lado de la oficina con un ligero retraso. Alzo la barbilla de la mano y me vuelvo hacia mi escritorio; él hace otro tanto con toda fluidez. Tengo veintiocho años, pero da la impresión de que me he caído por una grieta entre el cielo y el infierno y he acabado en el purgatorio. En un jardín de infancia. En un manicomio.
Tecleo mi clave de acceso: ODIO SASUKEFOREVER. Mis claves anteriores han sido siempre variaciones de lo mucho que odio a Sasuke. Estoy casi segura de que su clave debe de ser ODIO SAKURAFOREVER. Suena mi teléfono. Tenten, de derechos de autor, otro de mis tormentos. Me dan ganas de desenchufar el teléfono y tirarlo a un incinerador.
—Hola, ¿qué tal? —Siempre le imprimo una dosis adicional de simpatía a mi voz cuando hablo por teléfono.
Al otro lado de la oficina, Sasuke pone los ojos en blanco mientras aporrea el teclado con saña.
—Quiero pedirte un favor, Saku.
Casi soy capaz de anticipar sus palabras siguientes mientras las va pronunciando.
—Necesito una prórroga para el informe mensual. Me parece que me está entrando migraña. Ya no puedo seguir mirando esta pantalla más tiempo.
Tenten es de esas personas insufribles que dicen «migraña», como si se tratara de una dolencia particular suya.
—Claro, entiendo. ¿Cuándo podrás tenerlo terminado?
—Eres un sol. Estará el lunes después del mediodía. Es que necesito llegar un poco más tarde.
Si acepto, el lunes tendré que quedarme hasta última hora para que el informe quede listo para la reunión del martes a las nueve. Ya empieza a ponerse chunga la semana que viene.
—De acuerdo. —Se me encoge el estómago mientras lo digo—. Pero lo más pronto que puedas, por favor.
—Ah, y Neji tampoco puede terminar hoy el suyo. Eres un cielo. Te agradezco tu amabilidad. Justo ahora estábamos comentando que ahí arriba, en la planta ejecutiva, tú eres la mejor: la persona más tratable de todas. Algunos, y no digo nombres, son una verdadera pesadilla.
Sus empalagosas palabras alivian un poco mi rabia.
—No tiene importancia. Hablamos el lunes. —Cuelgo el teléfono, y ni siquiera me hace falta mirar a Sasuke. Ya sé que está meneando la cabeza.
Al cabo de un rato, le echo un vistazo. Me mira fijamente. Es como si faltaran dos minutos para la entrevista más importante de tu vida y bajaras un momento la vista a tu blusa blanca; tu pluma ha soltado tinta y te ha manchado el bolsillo (¡de color azul pavo real!). Sueltas mentalmente una obscenidad y sientes un espasmo de pánico en el estómago. Eres una idiota, la has pifiado. Bueno, pues esa es la expresión que tiene Sasuke en los ojos cuando me mira.
Ojalá pudiera decir que es feo. Tendría que ser un monstruito bajo y gordo, con el paladar hendido y los ojos llorosos. Un jorobado cojo. Con granos y verrugas. Con los dientes amarillentos y pestazo a cebolla. Pero no. Es más bien lo contrario. Una prueba más de que no hay justicia en este mundo.
Mi correo emite un pitido. Aparto bruscamente los ojos de la no-fealdad de Sasuke y veo que Mei me ha pedido las cifras de previsión del presupuesto. Abro el informe del mes pasado como referencia y me pongo manos a la obra.
Dudo que la previsión de este mes vaya a presentar alguna mejora. La industria editorial va cada día más cuesta abajo. He oído resonar varias veces por estos pasillos la palabra «reestructuración», y ya sé cómo acaban estas cosas. Cada vez que salgo del ascensor y veo a Sasuke ahí sentado, me pregunto: ¿por qué no me busco otro trabajo?
Yo me he sentido fascinada por las editoriales desde una excursión escolar que hice a los once años y que para mí fue decisiva. Ya entonces era una apasionada devoradora de libros. Mi vida giraba en torno a la visita semanal que hacía a la biblioteca del pueblo. Tomaba prestado el número máximo de títulos permitidos y era capaz de identificar a cada bibliotecario por el ruido de sus pisadas en los pasillos. Hasta esa excursión escolar, yo misma estaba totalmente decidida a convertirme en bibliotecaria. Incluso puse en práctica un sistema de clasificación para mi colección personal. En fin, era lo que se dice un ratón de biblioteca, una friki de los libros.
Antes de nuestra visita a la editorial, nunca me había parado a pensar en cómo llega a existir un libro. Para mí, fue una revelación. ¿Así que podías cobrar un sueldo por buscar autores, por leer libros y, en definitiva, por crearlos? ¿Libros con cubiertas nuevecitas, con las páginas perfectas, sin doblar y sin anotaciones a lápiz? Me quedé pasmada. A mí me encantaban los libros nuevos. Eran los que más me gustaba llevarme de la biblioteca. Al volver a casa, les dije a mis padres: «Cuando sea mayor, trabajaré en una editorial».
Es fantástico que esté cumpliendo un sueño infantil. Pero ahora mismo, si he de ser sincera, la principal razón de que no me busque otro trabajo es sencillamente esta: no puedo permitir que Sasuke acabe ganando.
Mientras trabajo, lo único que oigo son sus pulsaciones de ametralladora sobre el teclado y el zumbido del aire acondicionado. De vez en cuando, coge la calculadora e introduce unas cifras. Me atrevo a apostar a que el señor Dōtonbori también le ha ordenado que saque la previsión del presupuesto. Así, los dos codirectores generales podrán marchar hacia la batalla armados con cifras que quizá no coincidan. El combustible ideal para avivar las llamas de su odio.
—Disculpa, Sasuke.
Él no me hace ni caso durante un minuto entero. Sus pulsaciones se intensifican. Beethoven al piano no le llega a la suela del zapato.
—¿Qué hay, Sakura?
Ni siquiera mis padres me llaman Sakura. Aprieto la mandíbula, pero enseguida relajo los músculos con sentimiento de culpa. Mi dentista me ha suplicado que haga un esfuerzo para evitar estas tensiones tan dañinas.
—¿Estás trabajando en la previsión presupuestaria del próximo trimestre?
Él levanta las dos manos del teclado y me mira fijamente.
—No.
Yo suelto la mitad del aire de mis pulmones y me vuelvo otra vez hacia mi escritorio.
—Ya la he terminado hace dos horas —dice, poniéndose a teclear de nuevo.
Miro fijamente mi hoja de cálculo y cuento hasta diez.
Los dos trabajamos deprisa y tenemos fama de resolutivos... Es decir, somos el tipo de empleado que termina las tareas pesadas y desagradables que los demás evitan a toda costa.
Yo prefiero sentarme con la gente y hablar las cosas cara a cara. Sasuke, en cambio, funciona estrictamente por email. Al pie de sus mensajes siempre pone: «Sdos., S.». ¿Acaso se moriría por escribir «Saludos, Sasuke»? Demasiadas pulsaciones, por lo visto. Seguro que ya tiene calculados cuántos minutos al año ahorra a D&G con esa fórmula.
Estamos al mismo nivel, pero somos como la noche y el día. Yo me esfuerzo por tener un aspecto corporativo, pero todo lo que llevo está ligeramente fuera de lugar en D&G. Soy una Gamin hasta la médula. Mi pintalabios es demasiado rojo; mi pelo, demasiado rebelde. Mis zapatos resuenan excesivamente en las baldosas del suelo. No me decido a utilizar mi tarjeta de crédito para comprarme un traje de chaqueta negro. Nunca tuve que llevar uno cuando estaba en Gamin, y me niego en redondo a asimilarme a los Dōtonboris. Mi vestuario se compone de prendas de punto con un toque retro. Como una especie de bibliotecaria elegante y chic; o eso espero.
Tardo cuarenta y cinco minutos en terminar la previsión presupuestaria. Trabajo contra reloj, aunque los números no sean mi fuerte, porque me imagino que Sasuke ha tardado una hora. Incluso dentro de mi cabeza compito con él.
—¡Gracias, Saku! —Oigo que me dice Mei, desde el otro lado de la puerta del despacho, cuando le mando el documento.
Vuelvo a revisar el buzón de mi correo. Lo tengo todo al día. Echo un vistazo al reloj. Las 15:15. Reviso mi pintalabios en el reflejo de los azulejos que hay junto a la pantalla del ordenador. Le echo un vistazo a Sasuke, que me mira con expresión ceñuda y desdeñosa. Le sostengo la mirada. Ahora estamos jugando al Juego de las Miradas.
Debería aclarar que el objetivo último de nuestros juegos es conseguir que el otro sonría, o se eche a llorar. O algo parecido. Lo sabré con certeza cuando haya ganado.
Cuando conocí a Sasuke, cometí un grave error: le sonreí. Le dediqué mi sonrisa más radiante, con todos los dientes y con los ojos centelleando de estúpido optimismo, convencida como estaba de que la fusión empresarial no iba a ser lo peor que me ha ocurrido en la vida. Él me escrutó de arriba abajo, de la coronilla a la suela de los zapatos. Yo solo mido uno cincuenta y dos, o sea, que no tardó demasiado. Luego desvió la mirada hacia la ventana. No me sonrió; y yo tengo la sensación de que ha llevado guardada mi sonrisa en el bolsillo de la pechera desde ese día fatídico. Me saca un punto de ventaja. Tras ese comienzo poco afortunado, nos bastaron unas semanas para sucumbir a nuestra mutua hostilidad. Como cuando van cayendo gotas en la bañera y, al final, acaba rebosando.
Bostezo tapándome con la mano y miro el bolsillo de la pechera de Sasuke, situado sobre su pectoral izquierdo. Cada día lleva una camisa de vestir idéntica, en distintos colores. Blanco, blanco crudo, crema, amarillo claro, mostaza, azul celeste, azul turquesa, gris perla, azul marino y negro. Las lleva siempre en esta secuencia invariable.
Dicho sea de paso, la que más me gusta es la negra, y la que menos, la de color mostaza, que es la que lleva ahora. Todas las camisas le sientan bien. Todos los colores le favorecen. Si yo llevara una blusa de color mostaza, tendría aspecto de cadáver. Él, en cambio, ahí está: tan bronceado y saludable como siempre.
—Hoy, mostaza —comento en voz alta. ¿Por qué me empeñaré en buscarle las cosquillas?—. Estoy deseando que llegue el azul celeste del lunes.
Me dirige una mirada engreída e irritada.
—Te fijas mucho en mí, Fresita. Pero te recuerdo que los comentarios sobre apariencia física van contra las normas del Departamento de Recursos Humanos de D&G.
Ah, el Juego de RR. HH. Hacía mucho tiempo que no jugábamos a eso.
—Deja de llamarme así o informaré a Recursos Humanos.
Cada uno lleva un registro de agravios del otro. Deduzco que él lo lleva, porque parece recordar todas mis transgresiones. El mío es un documento protegido con clave que tengo oculto en el disco duro y que recoge puntualmente todos los malos rollos que ha habido entre nosotros. Los dos nos hemos quejado a RR. HH. cuatro veces a lo largo del pasado año.
Él ha recibido una advertencia, de palabra y por escrito, acerca del apodo que me ha puesto. Yo he recibido dos advertencias; una de ellas por agresión verbal y por una travesura que se me fue de las manos y de la que no me siento orgullosa.
Ahora no acierta a encontrar una respuesta y ambos volvemos a mirarnos fijamente en silencio.
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Estoy deseando que las camisas de Sasuke se oscurezcan. Hoy toca azul marino; luego viene el negro. El Maravilloso Día de Cobro Negro.
Mis finanzas son de un color similar. Estoy a punto de hacer a pie un trayecto de veinticinco minutos desde D&G para recoger mi coche en el taller de Guy, el mecánico, y fundir mi tarjeta de crédito casi hasta el límite. Mañana es día de cobro; entonces abonaré todo el saldo de la tarjeta...
Por desgracia, el coche sigue rezumando un líquido aceitoso durante todo el fin de semana, cosa que yo solo advierto cuando las camisas de Sasuke vuelven a ser tan blancas como el lomo de un unicornio. Llamo a Guy. Le llevo otra vez el coche y subsisto con un presupuesto espartano. Las camisas se oscurecen de nuevo. Tengo que hacer algo con ese coche.
Ahora mismo, Sasuke está apoyado en la entrada del despacho del señor Dōtonbori. Su cuerpo ocupa la mayor parte del umbral. Lo sé porque estoy espiándole en el reflejo de la pared que hay junto a mi pantalla. Oigo una risa ronca, nada que ver con los rebuznos de asno del señor Dōtonbori. Me paso las palmas por los brazos, alisando los pelillos. No voy a volverme para mirar directamente, porque me pillará in fraganti. Siempre me pilla. Y entonces me ganaré una mirada ceñuda.
El reloj se arrastra lentamente hacia las 17.00. Veo por los ventanales las nubes grisáceas. Mei se ha marchado hace una hora: una de las ventajas de ser codirectora general consiste en trabajar las mismas horas que un colegial y en delegar todas las tareas en mí. El señor Dōtonbori pasa más horas en su oficina porque su silla es extremadamente cómoda y, cuando el sol de la tarde entra por la ventana, suele dar una cabezada.
No pretendo dar a entender que Sasuke y yo llevamos todo el peso de la planta superior, aunque a veces lo parece, la verdad. Los equipos de finanzas y ventas informan a Sasuke directamente y él filtra esa enorme cantidad de datos, la convierte en un informe minúsculo y luego se ocupa de administrárselo a cucharadas a un señor Dōtonbori que no deja de revolverse y protestar, con toda la cara roja.
A mí me informan el equipo editorial, el administrativo y el de marketing, y yo condenso sus informes mensuales en uno solo para Mei... Y supongo que también se lo sirvo a cucharaditas. Se lo encuaderno con espiral para que pueda leerlo en la cinta del gimnasio. Y utilizo su tipo de letra preferido.
Cada día en esta oficina es un desafío, un privilegio, un sacrificio y una frustración. Pero cuando pienso en todos los pasos que he ido dando para alcanzar este puesto, empezando desde los once años, vuelvo a ver las cosas en perspectiva. Recuerdo lo que me ha costado. Y me siento dispuesta a soportar a Sasuke un poco más de tiempo.
Yo suelo llevar pasteles caseros a mis reuniones con los jefes de departamento, y todos me adoran. Dicen que «valgo mi peso en oro». Sasuke lleva a sus reuniones malas noticias, y su peso suele medirse con otras sustancias menos nobles.
El señor Dōtonbori pasa junto a mi mesa, maletín en mano. Supongo que debe de comprar la ropa en la tienda de tallas grandes y pequeñas de Humpty Dumpty. ¿Cómo encuentra, si no, unos trajes tan cortos y tan anchos? Está medio calvo, tiene manchas de vejez y es asquerosamente rico. Su abuelo fundó Dōtonbori Books. Una de las cosas que más le gustan es recordarle a Mei que ella simplemente fue contratada para ocupar su puesto (no lo heredó, como él). Es un viejo degenerado, tanto según Mei como según mis propias observaciones.
Me obligo a sonreírle. Su nombre de pila es Daore, pero yo lo llamo para mis adentros Fat Little Dick.
—Buenas noches, señor Dōtonbori.
—Buenas noches, Sakura —Se detiene junto a mi mesa para mirar desde lo alto la pechera de mi blusa de seda roja.
—Espero que Sasuke le haya dado el ejemplar de The Glass Darkly que he recogido para usted. El primero.
Fat Little Dick tiene una estantería enorme con todas y cada una de las novedades de D&G. Cada libro es el primero que llega de la imprenta. Es una tradición que inició su abuelo. A él le gusta alardear de esa colección ante las visitas, aunque una vez eché un vistazo a los anaqueles y vi que los lomos no tenían una sola grieta: estaban intactos.
—Ah, lo ha recogido, ¿eh? —El señor Dōtonbori se vuelve para mirar a Sasuke—. No me ha dicho usted nada, doctor Sasuke.
Seguramente Fat Little Dick lo llama así, «doctor Sasu», por su frialdad clínica. Una vez oí comentar que, cuando las cosas se pusieron realmente feas en Dōtonbori Books, Sasuke planeó y dirigió la extirpación quirúrgica de un tercio de la plantilla. No sé cómo se las arregla para dormir por las noches.
—Con tal de que lo acabe recibiendo, no importa —responde Sasuke sin alterarse, y Dōtonbori recuerda entonces que el jefe, en realidad, es él.
—Sí, claro —resopla mientras vuelve a bajar los ojos hacia mi blusa—. Buen trabajo, pareja.
Cuando se mete en el ascensor, examino mi blusa. Tengo todos los botones abrochados. ¿Qué demonios verá? Levanto la vista hacia los azulejos de espejo del techo y apenas distingo un diminuto triángulo de escote, velado por las sombras.
—Si te abotonas más, no te veremos la cara —dice Sasuke, mirando su pantalla, mientras finaliza la sesión.
—Quizá podrías decirle a tu jefe que me mire a la cara de vez en cuando. —Yo también apago el ordenador.
—Seguramente trata de verte los circuitos de la placa base. O se pregunta con qué combustible funcionas.
Me encojo de hombros, ya con el abrigo puesto.
—Mi combustible es el odio que me provocas.
Sasu tuerce la boca un instante; esta vez casi lo he pillado. Observo cómo se rehace y adopta una expresión neutral.
—Si tanto te molesta, deberías decírselo tú. Defenderte por ti misma. Bueno, ¿y cuál es el plan esta noche?, ¿pintarte las uñas desesperadamente sola?
¿Habrá acertado por chiripa?
—Sí. ¿Y tú, qué? ¿La pasarás masturbándote y llorando en la almohada, doctor Sasu?
Él mira el botón superior de mi blusa.
—Sí, exacto. Y no me llames así.
Me trago una risotada.
Nos empujamos sin la menor simpatía al subir al ascensor. Él pulsa el botón del sótano; yo, el de la planta baja.
—¿Vas en autostop?
—Tengo el coche en el taller.
Me pongo los zapatos planos y guardo los de tacón en el bolso. Ahora aún se me ve más baja. En el reflejo deslustrado de las puertas del ascensor, observo que apenas le llego a la mitad del bíceps. Parezco un chihuahua al lado de un gran danés.
Las puertas del ascensor se abren en el vestíbulo del edificio. En el exterior de D&G hay una neblina azulada, llueve ligeramente y hace un frío de cámara frigorífica; y, además, acechan montones de violadores y asesinos. Una triste hoja de periódico pasa volando por la calle justo en ese momento.
Él sujeta la puerta del ascensor con una mano enorme y se asoma para echar un vistazo fuera. Luego vuelve esos ojos de color negro obsidiana hacia los míos y frunce la frente. Una burbuja conocida se perfila en mi mente: «Ojalá fuese mi amigo». Me apresuro a pincharla con una aguja.
—Te llevo en mi coche —balbucea.
—Uy, ni hablar —contesto por encima del hombro, y me alejo corriendo.
