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Es miércoles, camisa crema. Sasuke se ha ido a un almuerzo. Últimamente me ha hecho varios comentarios sobre mis gustos y mis costumbres. Unos comentarios tan certeros que estoy casi segura de que ha estado fisgoneando entre mis cosas. El conocimiento es poder, y yo no tengo demasiado.
Primero llevo a cabo un examen forense de mi escritorio. Tanto Mei como el señor Dōtonbori desprecian los calendarios informáticos, así que hemos de llevar sendas agendas de papel como si fuéramos pasantes de una novela de Dickens. En la mía, solo figuran las citas de Mei. Yo bloqueo obsesivamente mi ordenador hasta para ir a la impresora. ¿Dejar el ordenador desbloqueado a merced de Sasuke? Sería como pasarle los códigos nucleares.
En Gamin Publishing, mi escritorio era una fortaleza construida a base de libros. Los bolígrafos los guardaba en los huecos entre los lomos. Cuando estaba instalándome en la nueva oficina, vi lo impoluto que mantenía Sasuke su escritorio y me sentí terriblemente infantil. Volví a llevarme a casa mi calendario con la frase del día y mis figuritas de los pitufos.
Antes de la fusión, yo tenía una amiga íntima en el trabajo. Hinata Hyūga se llamaba. Hina y yo nos sentábamos en los gastados sofás de cuero de la sala de personal y nos entregábamos a nuestro juego favorito: pintarrajear sistemáticamente las fotos de la gente guapa de las revistas. Yo le ponía un bigote a Naomi Campbell, Hina le borraba un diente con tinta negra, y al final la cara de la modelo se convertía en un verdadero engendro cubierto de cicatrices, con un ojo tapado por un parche y otro inyectado en sangre, e incluso con unos cuernos diabólicos. Cuando la foto estaba totalmente arruinada y empezábamos a aburrirnos, pasábamos a la siguiente.
Hina fue una de las empleadas que despidieron y se enfureció conmigo porque no la había avisado de ningún modo. Tampoco es que hubiera podido hacerlo, aun en el caso de haberlo sabido. Pero ella no me creyó. Me vuelvo lentamente, y mi reflejo gira simultáneamente en veinte superficies distintas. Me veo reproducida en todos los tamaños: como una figurita de caja de música y como un monstruo de pantalla panorámica. Mi falda de color rojo cereza revolotea suavemente; doy otra vuelta sobre mí misma por simple capricho, tratando de sacudirme la desagradable sensación que me entra siempre que pienso en Hina.
Bueno, mi auditoría confirma que hay un bolígrafo rojo, uno negro y uno azul en mi mesa. Pósits de color rosa. Un pintalabios. Una caja de pañuelos para limpiarme el pintalabios y las lágrimas de frustración. Mi agenda. Nada más.
Ejecuto unos pasos arrastrados de claqué por la superautopista de mármol. Ahora estoy en Territorio Sasuke. Me siento en su silla y lo examino todo con sus ojos. Tiene la silla tan alta que no toco el suelo con la punta de los pies. Meneo el trasero un poco más a fondo en el asiento de cuero. Una sensación totalmente obscena. Mantengo todo el rato un ojo fijo en el ascensor y con el otro examino su escritorio buscando pistas.
El suyo es una versión masculina del mío. Pósits azules. Un lápiz bien afilado junto a tres bolígrafos. Una lata de pastillas de menta, en vez del pintalabios. Le robo una y la guardo en el diminuto bolsillo de la falda. Me imagino a mí misma en la sección de laxantes de una farmacia buscando una pastillita similar y no puedo evitar una risita. Sacudo el cajón del escritorio. Cerrado con llave. El ordenador igual: bloqueado con una clave. Esto es Fort Knox. Muy listo, Uchiha. Hago unos cuantos intentos con la clave de acceso. En vano. Desde luego no es ODIO SAKURAFOREVER. A lo mejor no me odia tanto.
No tiene en el escritorio la típica fotografía enmarcada con su pareja o un ser querido. Ni sonrisas a la cámara, ni perro dando alegres saltos ni recuerdo de una playa idílica. Dudo mucho que quiera a nadie lo suficiente para tenerlo en un retrato. Durante una de sus exaltadas diatribas en una reunión de ventas, Fat Little Dick le soltó con tono sarcástico: «Tenemos que buscarle una novia, doctor Sasu».
Sasuke respondió: «Tiene razón, jefe. Ya he visto en otras personas los estragos de una sequía demasiado prolongada». Y mientras lo decía, me miraba a mí. Recuerdo perfectamente la fecha. La consigné en mi registro de agravios para RR. HH.
Noto un leve hormigueo en mis narinas. ¿La colonia de Sasuke? ¿Las feromonas que segrega por los poros? ¡Qué asco! Abro su agenda y observo una cosa: unos códigos a lápiz que recorren de arriba abajo las columnas de cada día. Sintiéndome como en una película de James Bond, alzo mi teléfono móvil y consigo sacar una foto.
Una sola, porque en ese momento oigo los cables en el hueco del ascensor y me levanto de un salto. Me sitúo rápidamente al otro lado de su escritorio y acierto a cerrar la agenda de golpe antes de que se abran las puertas del ascensor y aparezca Sasuke. Veo de reojo que su silla aún gira lentamente.
Pillada in fraganti.
—¿Qué estás haciendo?
El móvil ya lo tengo a buen recaudo en el elástico de las bragas. Nota mental: desinfectar el teléfono.
—Nada. —Hay un temblor en mi voz que me condena en el acto—. Estaba mirando si va a llover esta tarde. Y he chocado con tu silla. Perdona.
Él avanza como un Drácula flotante. Su aire amenazador, sin embargo, se ve arruinado por la bolsa de una tienda de deportes que lleva en la mano y que va crujiendo contra su pierna. A juzgar por la forma, contiene una caja de zapatos.
Me imagino al pobre dependiente que ha tenido que ayudarle a escoger calzado: «Necesito unos zapatos adecuados para acabar con los objetivos que asesino por encargo en mis horas libres. Deben tener la mejor relación calidad-precio posible. Mi número es el cuarenta y dos».
Antes que nada, examina su escritorio: la pantalla del ordenador y su inocuo cuadro de acceso; la agenda cerrada. Suelto el aire disimuladamente con un suspiro controlado. Sasuke deja la bolsa en el suelo y se me acerca tanto que sus mocasines de cuero rozan la punta de mis zapatos de charol.
—¿Por qué no me explicas qué estabas haciendo exactamente junto a mi escritorio?
Nunca hemos jugado al Juego de las Miradas a tan escasa distancia. Me siento como una mocosa de metro cincuenta y dos. Esa es la cruz que he llevado a cuestas toda mi vida. Mi corta estatura es un tema de conversación mortificante. Sasuke mide al menos uno noventa. Un metro noventa. Quizá más. Un gigante. Y está hecho de materiales resistentes, además.
Animosamente, le sostengo la mirada. Yo puedo estar donde me plazca en esta oficina. Que le den. Como un animal amenazado que intenta parecer más grande, pongo los brazos en jarras y adopto una expresión desafiante.
No es feo, la verdad, ya lo he dicho antes, pero siempre me cuesta describirlo. Hace un tiempo, mientras cenaba sentada en el sofá, vi en la tele una noticia sobre un viejo cómic de Superman que había alcanzado un precio récord en una subasta. Una mano con guante blanco iba pasando las páginas, y aquellos anticuados dibujos de Clark Kent me recordaron a Sasuke.
Como en el caso de Clark Kent, la estatura y la complexión de Sasuke quedan ocultas bajo unas ropas pensadas para disimular y pasar desapercibido entre la gente. Nadie en el Daily Planet sabe nada acerca de Clark. Bajo esas camisas tan formales, Sasuke podría tener un físico anodino o estar tan cuadrado como Superman. Quién sabe. Es un misterio.
No tiene el rizo en la frente ni las gafitas de pasta negra, pero sí la mandíbula recia y viril, y también la boca bonita y enfurruñada. Yo siempre había pensado que su pelo era castaño oscuro, pero ahora que lo veo de cerca observo que es negro azabache. No se lo peina con tanta pulcritud como Clark. Y no hay duda: no tiene los ojos del color de la tinta azul, sino negros obsidiana y una mirada láser, y probablemente otros superpoderes.
Pero Clark Kent es un encanto, un chico torpe y blando, y Sasuke, en cambio, no se distingue por sus suaves modales. Él es un cínico y sarcástico bizarro, el doble imperfecto de Clark Kent (y de Superman) que aterroriza a todo el mundo en la redacción y atormenta a la pobre Lois Lane hasta hacerla llorar por las noches sobre la almohada.
A mí no me gustan los tipos grandotes. Son como caballos. Podrían pisotearte si te cayeras al suelo. Ahora está haciendo una auditoría de mi apariencia, con los ojos entornados. Yo hago igual. Me gustaría saber qué aspecto tiene mi coronilla. Seguro que él solo fornica con amazonas. Nuestras miradas chocan frontalmente. Es posible que lo de comparar sus ojos con una mancha de tinta negra haya sido excesivo. Pero la verdad es que estos ojos son un derroche en un tipo como él.
Para no morir de asfixia, inspiro de mala gana una bocanada de aire con aroma a cedro y pino. Huele como un lápiz recién afilado. Como un árbol de Navidad en una habitación fría y oscura. Aunque empiezo a sentir calambres en los tendones del cuello, no me permito por nada del mundo bajar la mirada. Si lo hiciera, tal vez le miraría la boca, pero ya la veo lo suficiente cuando se pone a lanzarme insultos desde el otro lado de la oficina. ¿Por qué habría de querer verla más de cerca?
Suena la campanilla de las puertas del ascensor, como atendiendo a mis plegarias, y entra Omoi, el mensajero.
Omoi tiene toda la pinta de un extra de película que luego, en los créditos, aparece simplemente como «Mensajero». Curtido, cuarentón, ataviado con un uniforme amarillo fosforito. Las gafas de sol las lleva sobre la cabeza como una diadema. Igual que la mayoría de los mensajeros, ameniza su jornada coqueteando con todos los miembros del sexo femenino por debajo de los sesenta con los que se tropieza.
—¡Ay, la preciosa Saku! —Lo suelta con tal entusiasmo que oigo a Fat Little Dick despertar con un resoplido en su oficina.
—¡Omoi! —digo, escabulléndome hacia mi mesa.
Sería capaz de darle un abrazo por interrumpir lo que ya empezaba a ser un juego nuevo un tanto extraño. Trae un paquetito en la mano, no más grande que un cubo de Rubik. Tiene que ser mi pitufina de 1984 con uniforme de béisbol. Una pieza superrara, una verdadera monada. Siempre he deseado tenerla y he seguido con ansia su trayecto a través del número de pedido.
—Ya sé que prefieres que te avise desde el vestíbulo cuando llegan tus pitufos, pero nadie respondía.
He desviado mi línea fija al teléfono móvil, que ahora mismo se encuentra situado junto a mi cadera, bajo el elástico de las bragas. Así que el hormigueo que sentía era eso. Uf, qué alivio. Ya creía que tenía que hacerme revisar la azotea.
—¿Pitufos? —Sasuke nos mira con los ojos entornados, como si hubiéramos perdido la chaveta.
—Bueno, seguro que tienes mucho trabajo, Omoi. No te entretengo más. —Me apresuro a coger el paquetito, pero ya es demasiado tarde.
—Es la pasión de su vida. Se muere por los pitufos. Son esos pequeños personajes azules. Como así de grandes. Con un gorro blanco. —Omoi separa un centímetro el índice y el pulgar.
—Ya sé lo que son los pitufos —dice Sasuke irritado.
—No es que me muera por ellos, qué exagerado. —El tono de mi voz delata que estoy mintiendo.
A Sasuke le entra una tos repentina que suena sospechosamente como una risita.
—Pitufos, ¿eh? Así que eso es lo que contienen esas cajitas. Yo creía que estabas comprando tus diminutas prendas online. ¿Te parece apropiado hacer que te entreguen cosas personales en tu lugar de trabajo, Sakura?
—Tiene un armario lleno de esos muñequitos. Incluso tiene... ¿Cómo era? ¿Un pitufo de Thomas Edison? Es una pieza única, Sasu. Se la regalaron sus padres cuando se graduó en secundaria. —Omoi continúa humillándome alegremente.
—¡Silencio, Omoi! ¿Tú cómo estás? ¿Todo bien? —Con mano sudorosa, firmo conforme he recibido el paquete en su dispositivo portátil. Será bocazas.
—¿Te compraron un pitufo al graduarte? —Sasuke se sienta, como desplomándose, y me estudia con cínico interés. Espero no haber calentado el cuero de la silla.
—Sí, bueno, seguro que a ti te compraron un coche o algo así. —Me siento horriblemente mortificada.
—Todo bien, cielo —me informa Omoi mientras vuelve a coger el chisme, pulsa unos botones y se lo guarda en el bolsillo.
Ahora que la parte administrativa de su misión ha finalizado, esboza una sonrisita seductora.
—Y mejor todavía después de verte. Te lo aseguro, amigo mío —añade, mirando a Sasuke—, si yo tuviera sentada delante a esta despampanante criatura, no podría dar ni golpe.
Omoi mete los pulgares en los bolsillos y me sonríe. No quiero herir sus sentimientos, así que pongo los ojos en blanco con expresión simpática.
—Sí, es una lucha —dice Sasuke con sarcasmo—. Tú tienes la suerte de poder largarte.
—Debe tener el corazón de piedra —me dice Omoi.
—Sin duda. Si consigo noquearlo y meterlo en un cajón, ¿podrías mandarlo a algún país remoto? —Me inclino sobre mi mesa y examino el paquetito.
—Las tarifas internacionales han subido —me advierte Omoi. Sasuke menea la cabeza, con aire aburrido, y empieza a introducir la clave en su ordenador.
—Tengo mis ahorrillos. Y seguro que a Sasuke le encantarían unas vacaciones de aventura en Zimbabue.
—Tú tienes una vena malvada, ¿eh? —dice Omoi.
Suena un pitido en su bolsillo y empieza a rebuscar mientras camina hacia el ascensor.
—Bueno, preciosa. Ha sido un placer, como siempre. Nos veremos pronto, seguro. Después de la próxima subasta online.
—Adiós, Omoi. —En cuanto ha desaparecido en el ascensor, me vuelvo hacia mi escritorio, adoptando automáticamente una expresión neutra.
—Absolutamente patético.
Suelto un pitido de advertencia, como el de los programas de preguntas y respuestas.
—¿De qué hablas, Sasuke Uchiha?
—De Sakura coqueteando con los mensajeros. Patético.
Ya está aporreando el tecleado. No cabe duda de que domina la mecanografía al tacto. Paso junto a su escritorio y me siento gratificada al ver que está pulsando repetidamente la tecla de retroceso.
—Soy amable con él.
—¿Tú?, ¿amable?
Me sorprende lo dolida que me siento.
—Soy una persona encantadora. Pregúntale a cualquiera.
—Vale. A ver, Sasu, ¿a ti te parece encantadora? —se pregunta a sí mismo—. Hmmm..., déjame pensar.
Coge su lata de pastillas de menta, abre la tapa, las examina, vuelve a cerrarla y levanta la vista hacia mí. Yo abro la boca y saco la lengua como un enfermo mental ante la ventanilla de la medicación.
—Bueno, tiene algunas cosas encantadoras, supongo.
Alzo el dedo en señal de advertencia y pronuncio secamente las palabras:
—Recursos Humanos.
Él se endereza en la silla, pero la comisura de sus labios se mueve ligeramente. Ojalá pudiera estirárselos con los pulgares hasta arrancarle una enorme sonrisa de perturbado. Mientras la policía me sacara esposada de la oficina, yo gritaría: «¡Sonríe de una vez, maldito!».
Hemos de ponernos a la par, porque esto no es justo. Él tiene una de mis sonrisas, y, además, me ha visto sonreír a infinidad de personas. En cambio, yo nunca le he visto sonreír ni he podido verle más que una cara inexpresiva, aburrida, malhumorada, suspicaz, vigilante y resentida. A veces, después de una de nuestras discusiones, tiene otra expresión en la cara. Su expresión de asesino en serie.
Regreso a la fila central de las baldosas y noto que él vuelve la cabeza.
—No es que me importe tu opinión, pero yo soy muy apreciada aquí. Todo el mundo está entusiasmado con mi club de lectura. Que tú ya dejaste claro que consideras insulso, pero que servirá para fomentar el espíritu de equipo. Lo cual tiene mucha importancia en el lugar donde trabajamos.
—Eres una auténtica líder.
—Me encargo de las donaciones a las bibliotecas. Organizo la fiesta de Navidad. Dejo que los becarios observen cómo trabajo. —Voy contando con los dedos a medida que repaso mis méritos.
—No estás haciendo demasiado para convencerme de que no te importa mi opinión. —Se echa más hacia atrás en la silla, entrelazando los dedos relajadamente sobre el abdomen. El botón junto a su pulgar está medio suelto. Algo en mi expresión le impulsa a bajar la mirada y a abrochárselo bien.
—Lo que tú pienses me tiene sin cuidado. Pero quiero caerle bien a la gente normal.
—Conseguir que la gente te adore es toda una adicción para ti. —Lo dice de un modo que me provoca náuseas.
—Bueno, ya me disculparás por hacer lo posible para mantener una buena reputación. Por intentar ser positiva. A ti lo que te provoca adicción es que te odien. Fíjate si nos parecemos.
Me siento y sacudo el ratón del ordenador unas diez veces con todas mis fuerzas. Sus palabras me hieren en lo más vivo. Sasuke es como un espejo que me muestra las peores partes de mí misma. Es como volver al colegio otra vez: la diminuta Saku, la renacuaja del grupo, explotando su patético atractivo para evitar que la pisotearan los mayores. Yo siempre he sido la mascota, el amuleto de la suerte, la enana a la que empujaban en el columpio o llevaban en carretilla. Siempre mimada y consentida. Quizá sí es cierto que soy un poco patética.
—Alguna vez deberías intentar que no te importara una mierda la opinión de los demás. Es una sensación liberadora, te lo aseguro. —Sus labios se tensan, y una extraña sombra cruza su rostro. Es solo un instante, enseguida desaparece.
—No te he pedido consejo, Sasuke. Lo que me da rabia es que siempre acabas arrastrándome y haciendo que me rebaje a tu nivel.
—¿Y a qué nivel crees que te arrastro exactamente? —Su voz adopta un dejo aterciopelado. Se muerde el labio inferior—. ¿Al nivel horizontal tal vez?
Mentalmente, pulso «Intro» en mi registro de agravios y empiezo a redactar otra línea para Recursos Humanos.
—Eres repugnante. Vete a la mierda. —Creo que voy a darme el gusto de bajar al sótano a pegar un grito.
—Ahí está. Conmigo no tienes problema para mandarme a la mierda. Ya es un comienzo. Te sienta bien. Ahora inténtalo con otros. Ni siquiera te das cuenta de cómo abusa la gente de ti. ¿Cómo pretendes que te tomen en serio? Deja de conceder prórrogas cada mes a las mismas personas.
—No sé a qué te refieres.
—A Tenten.
—No es cada mes.
Lo odio. Porque tiene razón.
—Ya lo creo, cada mes. Y tú tienes que partirte el lomo trabajando hasta las tantas para cumplir tu propio plazo de entrega. ¿Alguna vez me has visto a mí hacer eso? No. Esos gilipollas de abajo siempre me entregan el informe a tiempo.
Recurro a una frase del libro de autoayuda sobre reafirmación personal que tengo en la mesita de noche.
—No quiero continuar esta conversación.
—Te estoy dando un buen consejo; deberías aceptarlo. Y deja ya de recogerle a Mei la ropa de la tintorería. Esa tarea no te corresponde a ti.
—Voy a poner fin a esta conversación. —Me levanto. Quizá salga a dar una vuelta para desahogarme.
—Y al mensajero, por Dios, déjalo tranquilo. El pobre tipo cree que coqueteas con él.
—Eso es lo que dice la gente de ti. —Es una réplica desafortunada, pero me ha salido automáticamente, sin pensarlo. Trato de rebobinar la escena. No funciona.
—¿Crees que es eso lo que hacemos tú y yo? ¿Coquetear?
Se arrellana en la silla de una forma que a mí nunca me sale. El respaldo de la mía no se mueve cuando intento reclinarme. Solo consigo rodar hacia atrás y chocar con la pared.
—Mira, Fresita. Si estuviéramos coqueteando, te habrías dado cuenta.
Nuestros ojos se encuentran y siento un vuelco extraño en mi estómago. Esta conversación está tomando un giro peligroso.
—¿Quizá porque estaría traumatizada?
—Porque te dedicarías a recordarlo más tarde, cuando estuvieras en la cama.
—Así que has estado imaginándote mi cama, ¿no? —acierto a replicar.
Él pestañea. Una extraña expresión se extiende por su rostro. Como si supiera algo que yo no sé. Una expresión engreída y masculina que me provoca una oleada de odio.
—Apuesto a que es una cama muy pequeña.
Casi echo fuego por la boca. Me entran ganas de rodear su escritorio, apartarle los pies y plantarme entre sus piernas separadas. Así colocada, pondría la rodilla en el reducido triángulo del asiento justo por debajo de su ingle, me subiría encima y le haría gemir de dolor.
Le aflojaría la corbata y le desabotonaría el cuello de la camisa. Rodearía con las manos su recio cuello bronceado y apretaría con todas mis fuerzas. Sentiría su piel caliente bajo mis dedos, su cuerpo forcejando, y el aroma a cedro y pino entre ambos, abrasándome las narinas como un humo fragante.
—¿Qué te estás imaginando? Tienes una expresión obscena.
—Que te estrangulo. Con las manos desnudas. —Apenas consigo articular las palabras. Me sale una voz más ronca que la de una operadora de línea sexual después de un doble turno.
—Así que es eso lo que te pone. —Sus ojos empiezan a oscurecerse.
—Solo cuando se trata de ti.
Mientras sus ojos se vuelven completamente turbios, alza las cejas y abre mucho la boca, pero no consigue decir palabra.
Qué maravilla.
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Es un día de camisa azul celeste cuando recuerdo la foto que saqué de su agenda. Después de leer el Informe trimestral de previsión editorial y de hacerle un resumen a Mei, envío la fotografía desde el móvil a mi ordenador. Enseguida echo un vistazo alrededor como si fuera una criminal.
Sasuke se ha pasado la mañana en el despacho de Fat Little Dick, y las horas han transcurrido de un modo lento y extraño. Esto se queda muy tranquilo sin alguien a quien odiar.
Pulso «Imprimir», cierro el ordenador y cruzo el pasillo con un repiqueteo de tacones. Saco dos fotocopias sucesivas de la hoja impresa para oscurecer la imagen y hacer más visibles las líneas a lápiz. Huelga decir que trituro todas las pruebas desechables. Ojalá pudiera triturarlas dos veces.
Sasuke ha empezado ahora a guardar la agenda bajo llave.
Me apoyo en la pared y giro la hoja hacia la luz. La foto abarca el lunes y el martes de hace un par de semanas. Distingo fácilmente las citas del señor Dōtonbori. Pero junto al lunes hay una V. Y junto al martes una F. Hay una serie de rayitas que suman ocho en total. Puntos cerca de la hora del almuerzo. Una hilera de cuatro X y seis pequeñas barras oblicuas.
Disimuladamente, le doy vueltas al asunto toda la tarde. Me entra la tentación de bajar a seguridad y pedirle a Scott las cintas de vigilancia de ese período, pero Mei podría enterarse. E implicaría malgastar los recursos de la empresa; eso sin contar las fotocopias ilícitas y la desatención a mi trabajo.
Pasan las horas sin que se me ocurra una solución. Ahora ya es media tarde y Sasuke vuelve a ocupar su lugar frente a mí. Su camisa azul reluce como un iceberg. Cuando finalmente comprendo cómo descifrar las marcas de lápiz, me doy una palmada en la frente. Me parece increíble lo lenta que he sido.
—Gracias. Me moría de ganas de hacer eso desde hace rato —dice Sasuke sin apartar los ojos de su pantalla.
Es bien sencillo. Él no sabe que he visto su agenda y sus códigos secretos: observaré cuándo utiliza el lápiz y averiguaré la correlación.
Que empiece el Juego del Espionaje.
