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No obtengo resultados rápidos en el Juego del Espionaje. Pasan los días, y, para cuando Sasuke se presenta con camisa gris perla, me siento en un punto muerto. Él ha percibido mi redoblado interés en sus actividades y se ha vuelto incluso más furtivo y suspicaz. Habré de engatusarlo de algún modo. Nunca voy a ver ese lápiz en movimiento si lo único que hace es mirar la pantalla con el ceño medio fruncido.
Empiezo un juego que yo llamo «Eres tan...». Funciona así:
—Eres tan... Bah, no importa. —Suspiro.
Él muerde el anzuelo.
—Guapo. Inteligente. No, espera. Superior a todos. Empiezas a entrar en razón, Sakura.
Cierra su ordenador y abre la agenda. Su mano planea sobre la taza de los lápices y bolígrafos. Contengo la respiración. Él frunce el ceño y vuelve a cerrar la agenda de golpe. La camisa gris perla tendría que darle aspecto de androide, pero siempre se las arregla para parecer guapo e inteligente. Es insoportable.
—Eres tan... previsible. —Intuyo de algún modo que eso le herirá en lo más vivo. Sus ojos se convierten en ranuras fulgurantes de odio.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
El juego Eres tan... ofrece a ambos jugadores la oportunidad de decirse sin tapujos lo mucho que se odian.
—Camisas. Humores. Pautas. Las personas como tú no pueden triunfar. Si alguna vez te salieras de tu papel y me sorprendieras, me moriría del shock.
—¿Debo tomármelo como un desafío personal? —Baja la vista a su mesa, con aire pensativo.
—Me gustaría ver cómo lo intentas. Eres tan... inflexible.
—¿Y se supone que tú eres tan flexible?
—Mucho. —Me ha pillado, pero es cierto: podría tocarme la cara con el pie ahora mismo. Me recupero del golpe arqueando una ceja y contemplando el techo con una sonrisita. Cuando vuelvo a mirarle a los ojos, mi boca es un pequeño capullo neutro reflejado en un centenar de superficies relucientes.
Él baja lentamente la vista al suelo. Yo extiendo las piernas y cruzo los tobillos, recordando demasiado tarde que me he quitado antes los zapatos. Es difícil ejercer de archienemiga cuando se te ven las uñas de los pies pintadas de rojo.
—O sea, que si hiciera algo saliéndome de mi papel, ¿te morirías del shock?
Veo mi cara reflejada en los paneles que tiene junto al hombro: una versión de mí misma ojiverde y desmelenada. Mi pelo rosa cae en torno a mis hombros en llamaradas escaladas.
—Entonces quizá sí me valdría la pena.
De lunes a viernes, él me convierte en una mujer de aspecto espeluznante. Parezco una adivina gitana anunciando a gritos una muerte inminente. O una loca furiosa, segundos antes de arrancarse los ojos con las uñas.
—Vaya, vaya. Sakura Haruno. La pequeña chica flexible.
Está otra vez reclinado en su silla, con los dos pies en el suelo apuntando hacia mí como revólveres en un tiroteo del salvaje Oeste.
—Recursos Humanos —le digo cortante. Estoy perdiendo este juego y él lo sabe. Apelar a RR. HH. es rendirse prácticamente.
Él coge el lápiz y aprieta la punta afilada sobre la almohadilla de su pulgar. Supongamos que un ser humano pudiera sonreír sin mover la cara: es justo lo que acaba de hacer.
—Quería decir que eres tan... flexible en tu forma de abordar las cosas. Debe de ser por el modo que te han educado, Fresita. ¿A qué habías dicho que se dedicaban tus padres?
—Sabes perfectamente a qué se dedican. —Estoy demasiado ocupada para estas tonterías. Cojo un montón de pósits antiguos y empiezo a clasificarlos.
—Cultivan... —dice, alzando la vista al techo, como si estuviera devanándose los sesos—. Sí, cultivan... —Deja la frase flotando en el aire una eternidad.
Es una auténtica agonía. Hago un esfuerzo para no llenar el silencio, pero la palabra que tanto le divierte sale de mi boca como una maldición.
—Fresas. —De ahí el apodo que me ha puesto. Me doy el gusto de rechinar los dientes. Mi dentista no se enterará.
—Fresas Sky Diamond. Qué mono. Mira, he añadido el blog a mis marcadores. —Hace doble clic con el ratón y gira su pantalla hacia mí para mostrármelo.
Me entra una vergüenza tan brutal que se me tuerce algo por dentro. ¿Cómo lo habrá averiguado? Mi madre debe de estar llamando ahora mismo a mi padre. «¡Kizashi, cariño! ¡El blog ha tenido una visita!».
El «Diario de Sky Diamond». Sí, en serio. «Diario». Yo no lo miro desde hace tiempo; no consigo mantenerme al día. Mamá trabajaba en el periódico local cuando conoció a papá, pero lo dejó para tenerme a mí, y luego abrieron la granja. Conociendo sus antecedentes, las entradas diarias del blog cobran sentido: un sentido más bien melancólico. Miro la pantalla de Sasuke guiñando los ojos. La crónica de hoy va sobre irrigación.
Nuestra granja abastece a tres mercadillos agrícolas locales y a una cadena de comestibles. Hay un campo para que los turistas recojan ellos mismos las fresas, y mamá vende tarros de conservas. Cuando hace calor, prepara helado artesano casero. Sky Diamond recibió hace dos años el certificado de producto orgánico, lo cual fue superimportante para ellos. El negocio funciona con altibajos, dependiendo del clima.
Todavía ahora, cuando voy a casa, tengo que hacer mi turno en la verja de entrada y explicar a los visitantes las diferencias de sabor entre las fresas Earliglow y Diamante. Entre las Camino Real y las Everbearer. Parecen nombres de elegantes coches antiguos. Poca gente ve mi placa de identificación y relaciona mi nombre con el de la granja. Los fanáticos de los Beatles que se dan cuenta se sienten profundamente complacidos, no sin un punto de engreimiento.
No hace falta mucha imaginación para adivinar lo que como cuando siento añoranza.
—No, no es posible...
—Y, ¿sabes?, hay una preciosa fotografía familiar en alguna parte... Mira, aquí está.
Vuelve a clicar, casi sin necesidad de mirar la pantalla. Sus ojos se iluminan con una expresión divertida y maligna mientras observa mi reacción.
—Qué bonito. Son tus padres, ¿verdad? Y esta adorable niñita de pelo rosa... ¿quién es? ¿Tu primita? No... Es una foto bastante antigua. —La pincha y la imagen llena toda la pantalla.
Me estoy poniendo más roja que una condenada fresa. Soy yo, claro. Es una fotografía que no creo haber visto nunca. Las borrosas plantas del fondo me ayudan a situarme enseguida. Yo tenía ocho años cuando mis padres pusieron esas nuevas hileras de fresas en la parte oeste de la parcela. El negocio empezaba a prosperar entonces, de ahí la sonrisa orgullosa de mis padres. No me avergüenzo de ellos, pero toda esta historia les parece siempre muy divertida a los que se han criado en la ciudad. La mayoría de los gilipollas encorbatados como Sasuke la encuentran «encantadora» y «pintoresca». Suponen que mis padres son unos simples palurdos de pueblo que viven en una montaña cubierta de plantas trepadoras. Para la gente como Sasuke, las fresas vienen directamente del supermercado empaquetadas en cajas de plástico.
En la foto aparezco tumbada como un potrillo a los pies de mis padres. Voy con un peto de pantalones cortos, todo manchado, y tengo mi pelo hecho un desastre. Llevo mi cartera de retazos de colores en bandolera, sin duda llena hasta los topes de libros de El Club de las Canguro y de anticuadas historias de caballos. Tengo en una mano una planta y en la otra un montón de fresas. Estoy roja a causa del sol y quizá de una sobredosis de vitamina C. Quizá por eso soy tan bajita. Las vitaminas entorpecieron mi crecimiento.
—¿Sabes?, se te parece un montón. Tal vez debería enviar el enlace en un mensaje dirigido a todo el personal de D&G, preguntando quién creen que podría ser esta pequeña salvaje.
Ahora tiembla visiblemente, conteniendo la risa.
—Te mataré.
Realmente tengo un aspecto salvaje en esa foto. Se me ven los ojos muy claros, más claros que el cielo, mientras los guiño frente al sol y sonrío con mi sonrisa más radiante. La misma sonrisa que he tenido toda la vida. Empiezo a sentir una presión en la garganta, un ardor en los senos nasales.
Miro a mis padres. Se les ve muy jóvenes. Mi padre tiene la espalda erguida en la foto; ahora, cada vez que voy a casa está un poquito más encorvado. Vuelvo los ojos hacia Sasuke; no parece que tenga más ganas de reírse. Empiezo a notar en los ojos el escozor de las lágrimas hasta que me paro a pensar dónde estoy y en quién tengo enfrente.
Él vuelve a poner lentamente su pantalla en posición normal y se toma su tiempo para cerrar el navegador: un gesto de incomodidad típicamente masculino ante las lágrimas de una mujer. Me giro y miro hacia el techo, tratando de hacerlas volver al lugar de donde han venido.
—Pero, en realidad, estábamos hablando de mí —dice al fin—. ¿Qué podría hacer para parecerme a ti y no ser tan inflexible? —Si alguien estuviera escuchando a hurtadillas, pensaría que ahora su tono es casi amable.
—Podrías tratar de ser menos gilipollas. —Estas palabras me salen en un murmullo. En el reflejo del techo, veo que empieza a arrugar la frente. Ay, Señor. Preocupación.
Nuestros ordenadores emiten un pitido de aviso: reunión de todo el personal dentro de quince minutos. Me aliso las cejas y me repaso los labios usando la pared como espejo. No sin cierta dificultad, me recojo el pelo en un moño bajo con la goma elástica que llevo en la muñeca. Estrujo un pañuelo de papel en una bola y me la aplico a las comisuras de los ojos.
La palabra «añorada», aun sin pronunciarla, sigue sacudiéndome por dentro. «Sola». Cuando abro los ojos, advierto que él está de pie y que ve mi reflejo. Tiene el lápiz en la mano.
—¿Qué? —digo.
Él ha ganado. Me ha hecho llorar. Me levanto y cojo una carpeta. Él coge otra y, sin solución de continuidad, nos vemos metidos en el Juego del Espejo. Ambos llamamos levemente dos veces a la puerta de nuestros respectivos jefes.
—Adelante —nos dicen simultáneamente.
Mei está concentrada en su ordenador, con el ceño fruncido. A ella le cuadran más las máquinas de escribir. Usaba una, de hecho, antes de que nos trasladáramos aquí, y a mí me encantaba escuchar el rítmico tableteo de las teclas que salía de su despacho. Ahora la tiene guardada en uno de sus armarios. Le daba miedo que Fat Little Dick se burlara de ella.
—Hola. Tenemos una reunión con todo el personal dentro de quince minutos, ¿recuerda? Abajo, en la sala de juntas.
Ella suspira hondamente y alza sus ojos hacia mí: unos ojos enormes, verdes claros, expresivos, enmarcados por unas pestañas escasas y unas finas cejas. No detecto ni rastro de maquillaje en su rostro, aparte del pintalabios rosa.
Mei vino de Francia con sus padres cuando tenía dieciséis años y, aunque ahora pasa de los cincuenta, todavía conserva en la voz los restos de un ronco ronroneo.
Es esa clase de mujer que no es consciente de ser elegante, lo cual hace que lo sea todavía más. Lleva el pelo largo e impecable. Las uñas, que nunca se deja largas, se las pinta de color rosa cremoso. Toda la ropa se la compra en París cuando va a ver a sus padres, que ya son mayores y viven en Saint-Étienne. El sencillo jersey de lana que tiene puesto ahora seguramente le costó más que tres carritos de la compra llenos.
Por si no ha quedado bastante claro, yo la idolatro. Ella es la razón de que haya dejado de ponerme tanto maquillaje en los ojos. Quiero ser como ella cuando sea mayor.
Su palabra favorita es «querida».
—Saku, querida —me dice, extendiendo la mano. Deposito la carpeta en ella—, ¿estás bien?
—Es la alergia. Me pican los ojos.
—Hmmm. Eso no es bueno.
Echa un vistazo a la agenda. Para las reuniones importantes hacemos más preparativos, pero estas citas con todo el personal resultan muy fáciles porque quienes llevan la voz cantante son los jefes de departamento. Los directores generales asisten más que nada para demostrar su implicación.
—¿Mizuki ha cumplido cincuenta?
—He encargado un pastel. Lo sacaremos al final.
—Será bueno para levantar los ánimos —responde Mei con aire ausente. Abre la boca, titubea. Veo que trata de elegir las palabras adecuadas—. Dōtonbori y yo vamos a hacer un anuncio hoy. Es algo que te afecta directamente. Hablaremos en cuanto termine la reunión.
Se me encoge el estómago. Estoy despedida, seguro.
—No, no. Son buenas noticias, querida.
La reunión transcurre según el plan previsto. Yo no me siento al lado de Mei en estas reuniones; prefiero sentarme con los demás, mezclarme con la gente. Es mi modo de recordarles que también formo parte del equipo, pero no dejo de percibir cierta reserva en ellos. ¿De veras creen que me voy a chivar a Mei sobre sus quejas y sus cuitas de mierda?
Sasuke se sienta junto a Fat Little Dick en la cabecera de la mesa. Ambos son personajes detestados y parecen encerrarse juntos en una burbuja de invisibilidad.
Mizuki se pone rojo y me mira complacido cuando saco el pastel. Es un viejo y arisco Dōtonbori que trabaja en las entrañas del Departamento Financiero, lo cual hace que me sienta aún mejor por haber hecho el esfuerzo. Ha sido como pasar una oferta de paz cubierta de azúcar glaseado sobre la línea divisoria entre ambos bandos. Así es como funcionamos los Gamins. En territorio Dōtonbori seguramente festejan los cumpleaños regalando una pila nueva para la calculadora.
La sala está atestada de gente que se ha presentado a última hora. Charlan apoyados en las paredes o en el alféizar de la ventana, y el murmullo de sus conversaciones resulta abrumador comparado con el silencio de la décima planta.
Sasuke no ha tocado las porciones de pastel que tiene al alcance de la mano. No es aficionado a picar, ni tampoco un gran comilón. Yo inundo nuestra cavernosa oficina con un rítmico crujido de zanahorias masticadas y manzanas mordisqueadas. Las bolsas de palomitas y los yogures desaparecen en el pozo sin fondo de mi estómago. Cada día me ventilo un pequeño y crujiente surtido de chucherías. Él, en cambio, solo consume pastillas de menta. ¡Pero si es dos veces más grande que yo, por el amor de Dios! Está visto que no es humano.
Antes, cuando he echado un vistazo al pastel, he soltado un quejido en voz alta. De todas las decoraciones posibles que el pastelero podría haber usado... Adivínalo.
Avezado en leerme el pensamiento, Sasuke se inclina sobre la mesa y coge una fresa. Aparta el glaseado y observa el grumo de color marfil que le ha quedado en el pulgar. ¿Qué hará? ¿Lamerlo? ¿Limpiárselo con un pañuelo con monograma? Debe de captar mi expectación porque sus ojos se vuelven hacia mí. Yo me sonrojo y aparto la mirada.
Me apresuro a preguntarle a Chiyo por los progresos de su hijo con la trompeta (lentos) y a Homura por su operación de rodilla (pronto). Se sienten halagados al ver que lo recuerdo y responden sonrientes. Supongo que es verdad que siempre estoy observando, escuchando y coleccionando trivialidades. Pero no lo hago con intenciones perversas. Es más que nada porque soy una pobre pringada.
Me pongo al día sobre la nieta de Hiruzen (está enorme) y sobre la remodelación de la cocina de Menō (una pesadilla). Y, mientras tanto, los siguientes pensamientos circulan en bucle por mi cabeza: «Chúpate esa, Sasuke Uchiha. Soy un encanto. Caigo bien a todo el mundo. Formo parte de este equipo. Tú estás solo».
Deidara Kamiruzu, del Departamento de Diseño, me hace una seña desde el otro lado de la mesa de juntas.
—Vi el documental que me recomendaste.
Me devano los sesos, pero no recuerdo nada.
—Ah. Hmmm..., ¿cuál?
—Fue hace un par de reuniones. Estuvimos hablando del documental sobre Da Vinci que habías visto en el canal de historia, y me lo bajé.
Suelo hacer un montón de comentarios intrascendentes en las reuniones. Nunca había pensado que nadie se detuviera a escucharlos. En el margen de su libreta de notas, hay un intrincado dibujo que intento fisgonear disimuladamente.
—¿Te gustó?
—Uy, sí. Da Vinci fue el ser humano más completo que ha habido, ¿no?
—Sin la menor duda. Yo soy un completo fracaso. Todavía no he inventado nada.
Deidara se echa a reír ruidosamente. Levanto la vista de su libreta y lo miro a la cara. Seguramente es la primera vez que lo miro de verdad. Siento una punzada de sorpresa en el estómago al desconectar el piloto automático. Uau. Es mono.
—En fin, ¿sabes que voy a dejar pronto la editorial?
—No. ¿Por qué? —El atisbo de coqueteo estalla en mi estómago como una burbuja. Se acabó la historia.
—Estoy montando con un amigo una plataforma de autoedición. Me marcho dentro de un par de semanas. Esta es mi última reunión con todo el personal.
—Vaya, qué pena. No por mí, digo. Por D&G. —La aclaración es tan poco sutil que parece digna de una colegiala colada.
Soy única, la verdad, para no reparar en un chico mono en mi entorno. ¡Si lo tenía sentado delante en todas las reuniones, por el amor de Dios! Y ahora resulta que se marcha. Gran suspiro. Ya es hora de que le eche un buen vistazo a Deidara Kamiruzu. Atractivo, delgado, en forma, con el pelo rubio largo. No es alto, lo cual ya me viene bien. Es un Dōtonbori, pero no de los típicos. La camisa, aunque almidonada impecablemente, la lleva arremangada. Su corbata tiene un sutil estampado de tijeras y sujetapapeles minúsculos.
—Bonita corbata.
Él baja la vista y sonríe.
—Es que hago mucho recorta y pega.
Miro de reojo a la gente del departamento, integrado básicamente por Dōtonboris que visten como directores de funeraria. No me extraña que haya decidido dejar D&G y librarse del equipo de diseño más aburrido del planeta.
Luego le miro la mano izquierda a Deidara. No lleva anillo en ningún dedo y tamborilea ligeramente sobre la mesa.
—Bueno, si un día quieres aportar algún invento, estoy disponible —dice con una sonrisa pícara.
—¿Así que te dedicas a los inventos en general, además de reinventar la autoedición?
—Exacto. —Le ha gustado mi juego de palabras.
Aquí, en el trabajo, nunca he dejado que nadie coqueteara conmigo de verdad. Le lanzo una mirada furtiva a Sasuke. Está hablando con el señor Dōtonbori.
—Resultará difícil inventar algo que no se les haya ocurrido ya a los japoneses.
Él reflexiona un momento.
—¿Como esos pijamas de bebé que tienen mopas en brazos y piernas, para que gateen y frieguen el suelo a la vez?
—Sí. ¿Y has visto esas almohadas-marido con forma de hombro masculino, para las mujeres que duermen solas?
Tiene una mandíbula angulosa, cubierta de barba incipiente plateada, y una de esas bocas de aspecto ligeramente cruel, al menos hasta que sonríe. Cosa que hace ahora, mientras me mira directamente a los ojos.
—Seguro que tú no necesitas una almohada como esa, ¿no? —Ahora baja la voz, casi susurra por debajo del bullicio general. Sus ojos centellean, desafiándome.
—Quizá sí. —Hago una mueca melancólica.
—Estoy seguro de que podrías encontrar un voluntario.
Trato de llevar otra vez la conversación a terreno seguro. Por desgracia, la frase que se me ocurre utilizar suena como si estuviera haciéndole proposiciones.
—A lo mejor sería divertido inventar algo.
Mei está dando golpecitos sobre la mesa con su fajo de documentos, para ordenarlos y llamar al orden, y yo vuelvo de mala gana a mi silla. Sasuke me dirige una mirada fulminante, con el entrecejo fruncido. Uso mis ondas cerebrales para enviarle un insulto. Él lo encaja y se pone más erguido.
—Una cosa más antes de concluir —dice el señor Dōtonbori.
Mei trata de mantener la compostura. No soporta que él actúe como si fuera el único que dirige las reuniones, así que se apresura a intervenir.
—Tenemos que anunciar una reestructuración del equipo directivo —dice.
El señor Dōtonbori tensa los labios con irritación y la interrumpe a su vez.
—Se va a crear un tercer escalón en el organigrama: director ejecutivo.
Sasuke y yo sufrimos una especie de sacudida eléctrica en nuestros asientos.
—Será un cargo situado por debajo de Mei y de mí. Queremos dar categoría formal a este puesto encargado de supervisar las operaciones diarias, dejando que los directores generales podamos concentrarnos en tareas más estratégicas.
Le lanza una tensa sonrisa a Sasuke, que asiente enérgicamente. Mei busca mi mirada y arquea las cejas con aire insinuante. Alguien me da un codazo.
—La convocatoria se hará pública mañana, con todos los datos del cargo, en el portal de contratación y en internet —añade Dōtonbori. Lo dice como si internet fuera una simple moda.
—El puesto está abierto tanto a candidatos internos como externos. —Mei ordena sus papeles y se pone de pie.
Fat Little Dick se levanta también y coge al pasar otra porción de pastel. Mei lo sigue, meneando la cabeza. La sala se llena de murmullos. La caja del pastel pasa de mano en mano por encima de la mesa. Sasuke aguarda junto a la puerta y, al ver que yo permanezco sentada, se escabulle discretamente.
—Parece que tienes trabajo por delante —me dice Deidara.
Asiento, trago saliva y me pongo de pie. Agito la mano, despidiéndome de todos en general, demasiado abrumada para hacer una salida airosa. En cuanto abandono la sala de juntas, echo a correr y subo los peldaños de dos en dos hasta nuestra planta. Veo cómo se cierra la puerta del señor Dōtonbori, me cuelo a toda prisa en el despacho de Mei y, frenando en seco, cierro la puerta con el trasero.
—¿Cómo queda la línea jerárquica?
—Tú serás la jefa de Sasu, si es eso lo que quieres saber.
Me invade una increíble sensación de euforia. La JEFA de Sasuke. Deberá hacer todo lo que yo diga, lo cual incluye entre otras cosas tratarme con respeto. Ahora mismo corro el riesgo de mearme en las bragas.
—Mucho me temo que ese nuevo esquema sea un desastre, pero yo quiero que tú ocupes el puesto.
—¿Un desastre? —Me desplomo en una silla—. ¿Por qué?
—Tú y Sasu no trabajáis bien juntos. Sois como el agua y el aceite. Y añadir una dinámica de poder como esa... —Chasquea la lengua dubitativamente.
—Pero yo puedo hacer ese trabajo.
—Desde luego, querida. Y yo quiero que tú ocupes el puesto.
Mi entusiasmo va en aumento a medida que hablamos de las funciones del cargo. Hay otra reestructuración en ciernes, pero esta vez yo podría intervenir directamente. Podría salvar empleos, en lugar de recortarlos. La responsabilidad es mayor; el aumento de sueldo, considerable. Podría ir a ver a mis padres con más frecuencia. Podría comprarme un coche nuevo.
—Debes saber que Dōtonbori quiere darle el puesto a Sasu. Tuvimos una tremenda discusión al respecto.
—Si Sasuke se convierte en mi jefe, tendré que dimitir. —La frase me sale instantáneamente. Como una réplica de película.
—Razón de más para que consigamos el puesto, querida. Si me hubiera salido con la mía, habríamos anunciado tu ascenso hace un momento.
Me mordisqueo el pulgar.
—Pero ¿cómo puede ser un proceso justo? Sasuke y el señor Dōtonbori intentarán sabotearme.
—Ya lo he pensado. Las entrevistas las hará un panel independiente de consultores. Podrás competir en un terreno neutral. También habrá candidatos de fuera de la empresa. Candidatos muy fuertes probablemente. Quiero que estés bien preparada.
—Lo estaré.
Eso espero.
—Una parte de la entrevista es una presentación. Tienes que empezar a trabajar en ello. Querrán conocer tus ideas sobre la estrategia de futuro de D&G.
Ya estoy deseando volver a mi escritorio. He de actualizar mi currículum.
—¿Le importa que trabaje en mi solicitud durante las pausas del almuerzo?
—Querida, me tiene sin cuidado si trabajas todo el día en ello hasta que termine el plazo. Saku Haruno, directora ejecutiva de Dōtonbori and Gamin. Suena bien, ¿no?
Una gran sonrisa se expande por mi rostro.
—El puesto es tuyo. Lo presiento. —Mei hace como si se cerrara con cremallera los labios—. En marcha. A por ello.
Me siento ante mi mesa y desbloqueo el ordenador para abrir mi currículum, lamentablemente anticuado. Estoy entusiasmada con esta nueva oportunidad. Todo ha cambiado de golpe. Bueno, casi todo.
Cuando llevo varios minutos revisando el currículum, noto que una sombra se alza a mi lado. Inspiro. Aroma a cedro. La hebilla de su cinturón me lanza un guiño. Yo no dejo de teclear.
—El puesto es mío, Fresita —dice Sasuke.
Cuento hasta diez para no levantarme y darle un puñetazo en el estómago.
—Qué curioso. Es lo que acaba de decirme a mí Mei.
Veo en la reluciente superficie de mi mesa cómo se aleja su trasero y me prometo a mí misma que Sasuke Uchiha va a perder el juego más importante al que hemos jugado jamás.
