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Hoy toca camisa de color blanco crudo. Tengo en mi agenda una gran cruz roja destacando el próximo viernes. Me apostaría cien dólares a que hay otra cruz igual en la agenda de Sasuke. Hemos de entregar las solicitudes para optar al puesto.
Estoy medio enloquecida de tanto releer mi solicitud. Me he obsesionado con mi presentación hasta tal extremo que sueño con ella. Me hace falta un descanso. Bloqueo mi ordenador y observo con interés que Sasuke hace lo mismo. Estamos situados frente a frente, como jugadores de ajedrez. Entrelazamos las manos. Aún no he visto su lápiz en movimiento.
—¿Cómo estás, Pequeña Saku? —Su tono animado y su expresión apacible indican que estamos jugando a un juego al que casi nunca jugamos.
Se llama «¿Cómo estás?» y empieza a jugarse como si no nos odiásemos mutuamente. O sea, actuamos como dos compañeros normales que no desean hundir las manos en las vísceras del otro. Resulta inquietante.
—Muy bien, gracias, Grandísimo Sasu. Y tú... ¿Cómo estás?
—Perfecto. Voy a buscar un café. ¿Te traigo un té? —Tiene su pesada taza negra en la mano. Aborrezco esa taza.
Bajo la mirada, ya con mi taza de topos rojos en la mano. Sasu sería capaz de escupir dentro. ¿Cree que estoy loca?
—Te acompaño.
Caminamos resueltamente hacia la cocina con paso sincronizado —izquierda, derecha, izquierda, derecha—, como los fiscales que se dirigen hacia la cámara en la presentación de Ley y orden. Lo cual me obliga prácticamente a doblar el paso. La gente interrumpe sus conversaciones y nos mira intrigada. Sasuke y yo nos miramos el uno al otro, enseñando los dientes. Es hora de actuar de modo civilizado. Como ejecutivos.
—Ja, ja, ja —nos decimos afablemente, compartiendo un chiste imaginario—. Ja, ja, ja.
Doblamos la esquina. Samui se vuelve desde la impresora y a punto está de tirar sus papeles al suelo.
—¿Qué sucede?
Sasuke y yo la saludamos con un gesto y seguimos adelante a grandes zancadas, unificados en nuestro juego interminable por desbancar y aventajar al otro. Mi vestido corto de rayas ondea impulsado por la fuerza gravitacional.
—Mamá y papá os quieren mucho, niños —dice Sasuke en voz baja, de forma que solo yo pueda oírle. A los ojos de cualquier observador, simplemente está charlando con educación. Varias cabezas asoman al estilo suricata por encima de las paredes de los cubículos. Somos figuras legendarias, por lo visto—. A veces nos acaloramos y discutimos. Pero no tengáis miedo. Aunque discutamos, no es por culpa vuestra.
—Son cosas de mayores —digo, también en voz baja, a las caras asustadas frente a las que vamos pasando—. A veces papá duerme en el sofá, pero no importa. Os queremos igual.
Ya en la cocina, mientras pongo la bolsita de té en mi taza, las ganas de reírme casi me derriban como una ola del océano. Me sujeto al borde de la encimera y tiemblo en silencio.
Sasuke no me presta atención mientras deambula de aquí para allá preparando su café. Alzando la vista, veo cómo sus manos abren un armario situado a kilómetros por encima de mi cabeza y noto el calor de su cuerpo a unos centímetros de mi espalda. Es como la luz del sol. Se me había olvidado que las personas son cálidas. Percibo el olor de su piel. Las ganas de reírme se desvanecen.
No he tenido ningún contacto humano desde que mi peluquera, Angela, me dio un masaje en la cabeza, ahora debe de hacer ocho semanas. Imagino que me dejo caer hacia atrás sobre su cuerpo, aflojando todos mis músculos. ¿Qué haría él si me desmayara? Probablemente dejaría que me desmoronara en el suelo y luego me daría un toque con la punta del zapato.
Surge otra imagen congelada en mi mente. Sasuke sujetándome, impidiendo que caiga al suelo. Sus manos en mi cintura, sus dedos hundiéndose en mi piel.
—Eres tan gracioso... —digo, dándome cuenta de que llevo un rato callada—. Tan gracioso... —Trago saliva audiblemente.
—Igual que tú —responde, yendo a la nevera.
Koharu, de RR. HH., se materializa en el umbral como un fantasma rechoncho y exhausto. Es una buena mujer, pero está harta de nuestras chorradas.
—¿Qué pasa aquí? —Pone los brazos en las caderas. O, por lo menos, eso creo.
Koharu tiene forma triangular por debajo de ese tintineante poncho tibetano que debe de haber conseguido en un trueque en su última expedición espiritual. Ella es una Gamin, por supuesto.
—¡Hola, Koharu! Estoy preparando un café. ¿Te apetece? —Sasuke agita su taza hacia ella; ella lo rechaza con gesto irritado. Lo odia a muerte. Es el tipo de mujer que a mí me gusta.
—He recibido una llamada de urgencia. Estoy aquí en calidad de árbitro.
—No hace falta, Koharu. Todo va bien. —Sumerjo la bolsita de té en la taza y observo cómo el agua se tiñe de rojo.
Sasuke pone una cucharada de azúcar en mi taza.
—No está lo bastante dulce, ¿no crees?
Suelto una risita falsa sin apartar la vista del armario que tengo delante y me pregunto cómo sabe él cómo me gusta el té. ¿Cómo sabe algo de mí? Koharu nos observa con suspicacia.
Sasuke la mira con calma.
—Estamos preparándonos unas infusiones. ¿Qué tiene eso de particular en la esfera de los recursos humanos?
—A los dos litigantes en serie de la empresa no se los debe dejar solos. —Una esquina del poncho señala la cocina.
—Pues vaya problema, porque estamos solos en la misma oficina todo el día. Me paso entre cuarenta y cincuenta horas a la semana con esta excelente mujer. Completamente a solas.
Su tono es amable, pero el sentido implícito de su discurso es: «que te den».
—Yo les he hecho algunas recomendaciones al respecto a vuestros jefes —dice Koharu enigmáticamente. El sentido implícito de la frase es el mismo.
—Bueno, yo pronto seré el jefe de Sakura —contesta Sasuke. Lo miro a los ojos, pero él no se arredra—. Soy un profesional, o sea, que estoy capacitado para dirigir a cualquiera.
Su forma de decir «cualquiera» da a entender que me considera una deficiente mental.
—En realidad, yo seré pronto su jefa. —Lo digo con tono almibarado. Las manitas de Koharu emergen de debajo del poncho. Se restriega los ojos, emborronándose el rímel.
—Entre los dos me tenéis ocupada a tiempo completo —comenta en voz baja, con un dejo de desesperación. Siento una punzada de remordimiento. Mi conducta no es propia de un inminente alto cargo de la empresa. Ya es hora de arreglar las cosas.
—Sé que en el pasado la comunicación entre el señor Uchiha y yo ha sido un tanto... tensa. Estoy deseando resolver ese problema y reforzar el espíritu de grupo en D&G.
Empleo mi tono más profesional mientras observo cómo ella frunce la cara con recelo. Sasuke vuelve sus ojos hacia mí como si fueran dos rayos láser.
—Le he presentado una propuesta a Mei para montar una actividad destinada a fomentar el espíritu de equipo con los Departamentos de Administración, Diseño, Dirección y Finanzas.
Esa ha sido mi última idea. ¿Qué le parecerá al panel de selección el día de la entrevista? Buenísima, seguro. Excelente.
—Yo también firmaré la propuesta para mostrar mi compromiso —dice Sasuke, el muy pirata, tratando de apropiarse de la idea. Me tiembla la muñeca de las ganas que me entran de tirarle el té caliente a la cara.
—No te preocupes lo más mínimo —le digo a Koharu—. Todo irá bien.
Su poncho tintinea tristemente mientras nos alejamos.
—Cuando yo sea tu jefe, te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien —suelta Sasuke con una voz ronca y sucia.
Yo estoy haciendo un esfuerzo para mantenerme a su altura y derramo un poco de té sobre la moqueta.
—Cuando yo sea tu jefa, harás todo lo que yo diga y con una gran sonrisa en la cara. —Saludo a Iruka y a Mizuki con un gesto educado cuando pasamos por su lado.
—Cuando yo sea tu jefe, voy a imponer un uniforme corporativo. Se acabaron tus pequeños y estrafalarios trajes retro. Ya lo he escogido en el catálogo de Corporate Wear. Un vestido gris recto. —Hace una pausa teatral—. De poliéster. Creo que llega hasta la rodilla; así que a ti te llegará a los tobillos.
Soy demencialmente sensible acerca de mi estatura y, además, odio a muerte las fibras sintéticas. Abro la boca y me sale un gruñido animal monísimo. Me adelanto y empujo con la cadera la puerta de cristal del área ejecutiva.
—¿Eso necesitarías para dejar de mirarme con lujuria? —le suelto.
Él alza la vista hacia el techo y suelta un gran suspiro.
—Me has pillado, Fresita.
—Ya lo creo.
Ambos respiramos con un poquito más de agitación de lo que podría justificar la situación en sí. Dejamos las tazas en las mesas y nos enfrentamos cara a cara.
—Yo nunca trabajaré para ti. No habrá vestido de poliéster ni nada parecido. Si tú consigues el puesto, presentaré mi dimisión, está de más decirlo.
Sasuke me mira sinceramente sorprendido durante una fracción de segundo.
—Ah, en serio...
—Como que tú no te marcharías si lo consiguiera yo.
—No estoy seguro. —Ahora me mira de una forma penetrante, especulando.
—Sasuke, debes dimitir si consigo yo el ascenso.
—Yo no soy de los que abandonan. —Su voz adquiere un ribete acerado mientras se pone una mano en la cadera.
—Yo tampoco soy de las que abandonan. Pero si tan seguro estás de que lo conseguirás tú, ¿por qué te cuesta tanto prometer que dimitirías en caso contrario?
Observo cómo reflexiona.
Yo deseo que sea mi subordinado, que se retuerza de los nervios mientras examino alguno de sus informes, que por supuesto haré trizas ante sus narices. Quiero verlo arrodillado a mis pies, recogiendo los trozos, farfullando disculpas por su incompetencia; lloriqueando en el despacho de Koharu, recriminándose a sí mismo por su ineptitud. Quiero ponerlo tan nervioso que se arme un lío de mil demonios.
—De acuerdo. Acepto. Si tú consigues el ascenso, prometo presentar mi dimisión. Tienes otra vez ese brillo obsceno en los ojos —añade, dando media vuelta y sentándose.
Abre su cajón con la llave, saca la agenda y pasa las páginas con aire atareado.
—¿Otra vez estrangulándome mentalmente?
Está haciendo una marca con lápiz, una simple raya recta, cuando observa mi expresión.
—¿A qué viene esa sonrisita? —pregunta.
Creo que traza una raya en su agenda cuando discutimos.
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—Será mejor que me acueste.
Estoy hablando con mis padres. Al mismo tiempo voy limpiando con un cepillo de dientes infantil el pitufo de dos dólares que compré en eBay y que recibí hace unas semanas. Suena de fondo un episodio de Ley y orden (en este momento siguen una pista falsa). Llevo en la cara una mascarilla de arcilla blanca y acabo de ponerme esmalte en las uñas de los pies (ahora se está secando).
—Muy bien, pitufina —gorjean mis padres como un monstruo de dos cabezas. Aún no han descubierto que no hace falta que estén con las mejillas pegadas para caber en la ventana del videochat. O tal vez sí lo saben, pero les gusta más así.
Papá tiene la cara peligrosamente bronceada, aparte de la silueta blanca de las gafas: una especie de efecto mapache inverso. Él es un hombre charlatán y reidor, así que veo un montón de veces el diente que se partió comiendo costillas. Lleva puesta una sudadera que tiene desde que yo era cría y que me provoca una absurda añoranza.
Mi madre nunca mira directamente a la cámara. Se distrae con esa ventanita en la que ve su propia cara en la pantalla. Yo creo que se dedica a examinar sus arrugas. Eso le confiere cierta desconexión a nuestras charlas y hace que la eche todavía más en falta.
Su piel clara no resiste la intemperie, y así como papá se ha bronceado, ella está llena de pecas. Tenemos el mismo tipo de tez, así que ya sé lo que ocurrirá si dejo de ponerme protector solar. Las pecas le motean cada centímetro cuadrado de la cara y de los brazos. Incluso tiene algunas en los párpados. Con sus ojos verdes y su pelo rubio, recogido con el moño habitual en lo alto de la cabeza, siempre consigue que le echen un buen vistazo allí donde va. Papá está subyugado por su belleza. Lo sé a ciencia cierta, porque él mismo se lo estaba diciendo a su manera hace solo diez minutos.
—Tú no te preocupes en absoluto. Eres la persona con más determinación que hay en esa empresa, estoy seguro. Querías trabajar en una editorial y lo conseguiste. ¿Y sabes qué? Pase lo que pase, siempre serás la dueña de Fresas Sky Diamond. —Papá lleva un rato explayándose sobre todos los motivos por los que debería obtener el ascenso.
—Ay, papá. —Me río para disimular la emoción que aún me embargaba desde el berrinche que he tenido delante de Sasuke por el blog de mamá—. Mi primer acto como directora ejecutiva es ordenaros a los dos que os acostéis temprano por una vez. Buena suerte con Saku Cuarenta y Dos, mamá.
Mientras cenaba, me he puesto al día con las últimas entradas del blog. Mamá escribe con un estilo claro y objetivo. Yo creo que habría acabado ocupando un puesto importante si no lo hubiera dejado. Mebuki Haruno, periodista de investigación. Ahora, en cambio, se pasa el día arrancando malas hierbas, cargando cajas para el reparto y creando, en plan Frankenstein, variedades híbridas de fresas. A mi modo de ver, que dejara el trabajo de sus sueños por un hombre es una auténtica tragedia, por muy maravilloso que sea mi padre, o el hecho mismo de que yo esté aquí de resultas de aquella decisión.
—Espero que no salgan como Saku Cuarenta y Uno. Nunca había visto nada igual. Parecían normales por fuera, pero estaban completamente huecas por dentro. ¿Verdad, Kizashi?
—Eran como globos de fruta.
—La entrevista te irá bien, cielo, ya lo verás. En cinco minutos se darán cuenta de que te apasiona la industria editorial. Todavía me acuerdo de cuando volviste de esa excursión escolar. Era como si te hubieras enamorado. —La mirada de mamá se llena de recuerdos—. Sé cómo te sentiste. Me acuerdo de la primera vez que entré en la imprenta de un periódico. El olor de la tinta era como una droga.
—¿Aún tienes problemas con Sagan en la oficina? —Papá sabe perfectamente el nombre de Sasuke a estas alturas. Pero opta adrede por no usarlo.
—Es Sasuke. Y sí. Sigue odiándome. —Cojo un puñado de anacardos y empiezo a masticar con cierta agresividad.
Papá se queda halagadoramente desconcertado.
—Imposible. ¿Quién podría odiarte?
—Quién, la verdad —repite mamá, alzando la mano y tocándose la piel junto al ojo—. Es bajita y mona. Nadie odia a una chica bajita y mona.
Papá le da la razón inmediatamente y ambos se ponen a hablar como si yo no estuviera delante.
—Es la chica más dulce del mundo. Está claro que Gari debe de tener algún complejo de inferioridad. O es uno de esos sexistas que quiere machacar a los demás para sentirse mejor. Complejo de Napoleón. Complejo de Hitler. Algo no le funciona bien. —Va contando las posibilidades con los dedos.
—Todo a la vez, papá. Oye, pon un pósit sobre la pantalla para que mamá no se vea a sí misma. No hay forma de que me mire como es debido.
—Tal vez está perdidamente enamorado de ella —apunta mamá con optimismo, mirando por primera vez a la cámara directamente. A mí se me encoge el estómago. Capto un atisbo de mi propia cara: soy una estatuilla de horror y sorpresa.
Papá ridiculiza la idea sin contemplaciones.
—Una manera absurda de demostrarlo, ¿no crees? El tipo ha convertido la oficina en un suplicio para ella. Te lo digo, si llego a tropezarme con él, tendrá que suplicar de rodillas. ¿Has oído, Saku? Dile que se comporte o que tu padre subirá a un avión y tendrá unas palabras con él.
La imagen de ambos, cara a cara, me resulta rara.
—No te preocupes, papá.
Mamá aprovecha la ocasión para cambiar de tema.
—Hablando de aviones, podríamos poner dinero en tu cuenta para que reserves un vuelo y vengas a vernos, ¿no? Hace mucho que no vienes. Mucho tiempo, Saku.
—No es por el dinero. Es cuestión de encontrar el momento —empiezo, pero ellos me interrumpen e intervienen a la vez, en una combinación ininteligible de ruego, súplica y discusión—. Iré en cuanto encuentre un hueco, pero tal vez no sea posible durante un tiempo. Si consigo el ascenso, estaré muy ocupada. Y si no... —Me quedo mirando el teclado.
—¿Sí? —dice papá, cortante.
—Tendré que buscar otro trabajo —confieso.
Levanto la vista.
—Pues claro. Tú jamás trabajarás para el gilipollas de Han. —Se vuelve hacia mamá y añade—: Aunque estaría bien tenerla aquí en casa. Las cuentas no acaban de cuadrar. Necesitamos un cerebro empresarial adicional.
Veo que mamá aún está preocupada por mi situación en el trabajo. Ella es más bien tacaña, y lleva viviendo en una granja el tiempo suficiente para imaginar que la ciudad es una metrópolis bulliciosa y espantosamente cara. Claro que tampoco está tan equivocada. Yo gano un buen sueldo, pero, una vez que el banco me descuenta el alquiler, me queda un presupuesto muy ajustado. La idea de tener que buscar una compañera de piso me produce escalofríos.
—Pero ¿cómo se las arreglará...?
Papá la hace callar y agita las manos, ahuyentando la mera idea del fracaso como si fuera una ráfaga de humo.
—Todo saldrá bien. Será Johnnie el que acabe sin empleo y durmiendo bajo un puente, no ella.
—Eso a Saku nunca le pasará —dice mamá, alarmada.
—¿Ya has hecho las paces con esa amiga que trabajaba contigo? Hinata, ¿no? —pregunta papá.
—No le preguntes eso. La vas a disgustar —lo regaña mamá. Él levanta las manos, en señal de rendición, y mira el techo.
Es cierto, me disgusta hablar del tema. Pero aun así mantengo el tono normal.
—Después de la fusión, conseguí quedar con ella para tomar un café y explicarme. Pero Hina perdió su empleo y yo no. No me pudo perdonar. Me dijo que una verdadera amiga la habría prevenido.
—Pero tú no lo sabías —empieza papá. Asiento. Es verdad. Pero la pregunta con la que me he estado debatiendo desde entonces es: ¿debería haber tratado de averiguarlo por ella?
—Sus amigos habían empezado a convertirse en amigos míos... Y ahora, aquí estoy otra vez, en la casilla de salida.
Una triste y solitaria pringada.
—Pero seguro que debe de haber otras personas en el trabajo de las que podrías hacerte amiga —apunta mamá.
—Nadie quiere ser amigo mío. Temen que vaya a contar sus secretos al jefe. ¿Cambiamos de tema? Esta semana estuve hablando con un chico —digo, y me arrepiento en el acto.
—Ooooh —entonan los dos a la vez—. Ooooh.
Intercambian una mirada rápida.
—¿Es buen chico?
Esa es siempre la primera pregunta que hacen.
—Uy, sí. Muy buen chico.
—¿Cómo se llama?
—Deidara. Está en el Departamento de Diseño. No hemos salido juntos ni nada, pero...
—¡Ay, qué maravilla! —dice mamá.
—¡Ya iba siendo hora! —exclama papá casi al mismo tiempo. Luego tapa el micrófono con el pulgar y los dos empiezan a cuchichear, enzarzados en un sinfín de especulaciones.
—Ya digo, no hemos tenido ninguna cita. Tampoco sé si él lo pretende. —Pienso en Deidara, en la mirada de soslayo que me lanzó, con los labios fruncidos. Claro que quiere.
Papá grita tanto que el micrófono distorsiona a veces su voz.
—Deberías preguntárselo. Debe de ser agotador pasarse diez horas al día en la oficina tirándole pullas a Ibuse. Sal y vive un poco la vida. Ponte tu vestido rojo de fiesta. Quiero que la próxima vez que hablemos me digas que lo has hecho.
—¿Está permitido salir con compañeros? —pregunta mamá.
Papá la mira enfurruñado. Pensar de modo negativo e imaginarse el peor de los casos no le interesa. De todos modos, ella ha planteado un punto importante.
—No, no lo está, pero Deidara está a punto de dejar la empresa. Va a trabajar como freelance.
—Un buen chico —le dice mamá a papá—. Tengo un buen presentimiento.
—Debería acostarme ya —les recuerdo. Doy un bostezo y mi mascarilla de arcilla se agrieta.
—Buenas noches, cielo; buenas noches, cariño —gorjean.
Oigo que mamá dice «Pero ¿por qué no viene a casa...?» mientras papá pulsa el botón y corta la llamada.
¿La verdad? No voy más a menudo porque me tratan como si fuera una celebridad de visita, una triunfadora total y absoluta. Su forma de alardear ante sus amigos resulta francamente ridícula. En fin, cuando voy a casa me siento una farsante.
Mientras me lavo la cara, intento olvidar mi culpabilidad de mala hija pensando en las cosas que me llevaría si tuviera que vivir bajo un puente. Saco de dormir, cuchillo, paraguas, esterilla de yoga. Sobre todo, la esterilla. Puedo usarla para dormir y también para hacer yoga y mantenerme en forma. Los pitufos podría meterlos todos en una caja de aparejos de pesca.
Tengo la fotocopia de la agenda de Sasuke al pie de la cama. Es hora de jugar a los detectives. Resulta inquietante pensar que un trozo de Sasuke Uchiha ha invadido mi dormitorio. Mi cerebro me susurra teatralmente: «Imagínate». Me apresuro a condenar la idea a la guillotina.
Estudio atentamente la fotocopia. Una rayita: eso son las discusiones. Lo anoto en el margen de la hoja. Seis discusiones en ese día en concreto. Suena plausible. Las barras oblicuas no tengo ni idea de lo que pueden significar. Pero ¿y las X? Pienso en tarjetas de San Valentín y en besos. Nada de ese género tiene lugar en nuestra oficina. No; esto tiene que ser su registro de agravios para RR. HH.
Cierro el portátil y lo guardo. Luego me cepillo los dientes y me meto en la cama.
La pulla de Sasuke sobre la ropa que llevo en el trabajo —mis «pequeños y estrafalarios trajes retro»— me ha impulsado a separar el vestido corto negro que tengo en el fondo del armario para ponérmelo mañana. Es exactamente lo contrario de un vestido recto hasta los tobillos. Me realza la cintura y me marca por detrás un culo increíble. Como en una combinación de Pulgarcita y Jessica Rabbit. ¿Se cree, el muy idiota, que ya lo ha visto todo en cuestión de vestidos cortos? Que se prepare.
Las chicas menuditas como yo suelen resultar más monas que despampanantes, así que voy a sacar toda la artillería: las medias de rejilla, tan sutiles que parecen al tacto un suave papel de lija; y mis zapatos de tacón rojos, que me propulsan a la imponente altura de un metro sesenta y cinco.
Mañana no oiré hablar de fresitas ni una sola vez. A Sasuke Uchiha se le saldrá el café por las narices cuando haga mi entrada. No sé muy bien por qué quiero dejarlo patidifuso, pero sé que quiero hacerlo.
Qué idea más confusa para ponerse a dormir.
