NdA: Hola, cucurucho, ¿cómo estás? Ha pasado mucho tiempo pero yo nunca he dejado de acumular letras, una tras otra; en el proceso he terminado Psicología ;u; y he empezado dos másteres (uno de Psicología Sanitaria y otro de Psicología Deportiva). Como en una montaña rusa, he caído en picado y vuelto a subir, pero siempre he tenido claro que en algún momento pararía el ritmo para darte este capítulo. Gracias por acompañarme durante todos estos años, a esta historia le quedan solo cinco capítulos + el epílogo y los iré publicando cada tres meses (sin considerar el 3 una fecha exacta), así que espero que estés en este último arco conmigo.
Hoy es mi cumple y he querido compartirlo de alguna forma contigo (L)
PD: ¿Has leído el OS del manga? Durante la semana que viene publicaré un fic aparte, de un capítulo, sobre este.
PD2: ¿Dónde está mi quinta temporada?
PD3: Véanse Our flag means Death, no tiene desperdicio *3*
Os quiero.
—Iwa-chan.
La voz llega desde su espalda, amortiguada por las henchidas estanterías en las cuales, dependiendo del pasillo, hay: vasos de todos los tamaños, cubertería de oropel, cajas sosas y sin color y otras estampadas en coloridas enredaderas, coleteros para el pelo y, en fin, la idea de trabajar limpiando en esa tienda le da vértigo con solo pensar en mover cada cosa de su lugar, pasar un paño y luego volverlo a colocar.
—Iwa-chaaan —esta vez lo dice con sonsonete, acercándose.
Habían recorrido cincuenta y cinco minutos desde el piso universitario de Oikawa, en Tsukuba, para hacer la compra de Navidad y, por lo que podría atestiguar el maletero de su Honda Civic, terminaron hace media hora. Lo demás ha sido vicio. Y que ahora esté dudando de si comprarles o no unos gorros rojos con pompones blancos a sus padres para Noche Buena solo refuerza su teoría. Extiende la mano para cazar la etiqueta enganchada a la punta, a unos centímetros del gancho metálico. Le da la vuelta esperando que el precio sea astronómicamente alto, o al menos lo suficiente como para que le arranque la idea de raíz. Trescientos yenes. Se muerde el interior de la mejilla, aguantándose el suspiro.
Con trescientos yenes podría comprarme diez chicles en la tienda de conveniencia.
No puede ser que realmente esté cuestionándose algo tan simple.
—Iwa-cha, Iwa-chan, Iwa-chaan —repite sin cansarse hasta que el apodo pierde su sentido y la palabra resbala por el cartílago de su oreja—. Oh, son bonitos, pilla unos cuántos más para casa —y así la duda se le disuelve en el pecho. Un terrón de azúcar que se calienta mientras dos brazos enfundados en un jersey navideño aparecen por detrás, se cuelan por el hueco de los suyos y un mentón descansa sobre su hombro derecho—. ¿Crees que Mattsum necesite urgentemente un pelador de ajos con forma de pulpo?
Básicamente se estampa contra él y, al abrazarle hondeando un objeto violeta delante de su nariz como si fuera un parabrisas, el peso de su cuerpo cae hacia la punta de sus deportivas para evitar el choque contra la estantería. No hace falta verle la cara de fingida modestia —un mechón canela rozándole la ceja derecha y su sonrisa de perdonavidas— para saber que la está poniendo.
Aun así le enfrenta, inclinando un poco la cabeza, teniendo cuidado de que en el proceso sus narices no choquen la una con la otra. Su aliento condimentado y edulcorado por el algodón de azúcar que compartieron dos tiendas más atrás le roza los labios.
—Creo —se los moja, las pupilas de Oikawa caen ahí por inercia. Suben de nuevo hasta las suyas, sin cortarse— que quieres comprárselo para que te diga que no le gusta, acabes regalándole la sudadera Puma de plato estrella que vimos la semana pasada en Sportzone pero que te negaste a comprar inmediatamente por si veías algo mejor y, al final, pasará a ser parte de la remesa de cachivaches de tu cocina.
El destello de años de complicidad reblandece sus facciones.
—No le veo lagunas al plan, todos salimos ganando —admite, combatiendo la mínima distancia que los separaba con un beso caracterizado por una intolerante falta de vergüenza. Incluso en esa postura algo incómoda. Al igual que dos adolescentes escondidos a simple vista. Hay dos lenguas que se buscan—. Me hace feliz lo mucho que me conoces.
—Ojalá no fuera así —carraspea, separándose a regañadientes—. Hay gente —Como si eso lo animase, le roba un pico. Dos. Puede que tres. La insolencia le queda tan bien que Iwaizumi necesita cinco segundos de sus labios para recordarse que están en un sitio público—. Para, venga.
Pese a su semblante orgulloso, Iwaizumi se siente aliviado al vislumbrar un mohín afectado.
—Piénsalo bien. —El invierno se encarga de enrojecerle la punta de la nariz y el contorno de los pómulos. En cuanto se recoloca la bufanda alrededor del cuello, ambos son muy conscientes de que lo que lo ha causado es otra cosa—. Si tu vida corriera peligro y la única forma de sobrevivir consistiera en hacer una tesis doctoral sobre mí, tendrías las de ganar desde el principio.
Ya.
—Claro —hace lo posible para no reír—, porque en el hipotético caso de que un villano me secuestre y quiera matarme lo más probable es que decida preguntarme sobre mi mejor amigo.
—Y marido.
Lo peor es que lo dice sin que le tiemble la voz. Echándole a la cesta una diadema con dos bastoncillos por cuernos, adornados en la base por diminutos muérdagos, antes de enganchar uno de los dedos en la presilla de su vaquero y tirar de él hasta el mostrador.
—No veo ningún anillo en mi dedo.
Sortean a un grupo de chicos encorvados frente a la inmensa selección de velas en el pasillo dedicado a fiestas. Casi se llevan por delante a una niña perseguida por su padre que corretea de un lado a otro colgada de un acorazonado globo transparente.
—Es simbólico, Hajime —chasquea la lengua con deliberada fuerza—, teóricamente llevamos saliendo desde que nos conocemos, eso debe valer de contrato vinculante como mínimo. —En la cola hay un total de seis personas esperando, sin contarlos a ellos, y cero dependientes—. El problema es que hemos nacido en un país homofóbico, machista, racista…
—O sea —le detiene antes de que empiece a enumerar las razones por las que Japón debería modernizarse—, que me pusiste los cuernos durante el instituto con todo el desfile de novias desde la escuela media hasta la superior.
Por toda defensa, encoge los hombros con desinterés.
—Considera que estábamos redescubriéndonos y en un descanso de mutuo acuerdo, ¿te parece?
—Ahora estoy saliendo con Ross, de todos los de Friends. Tengo un gusto pésimo. —Iwaizumi comprende que algo ha llamado su total atención en cuanto Oikawa se queda paralizado, los ojos en algún punto detrás de él, como si no entendiera muy bien lo que está viendo. Persigue la dirección sin captar nada fuera de lo común—. Qué —le toca el codo para atraer de vuelta su atención—. Ey, qué pasa.
Pestañeando, eleva las comisuras, su rostro se ilumina de la misma manera que las mañanas de su cumpleaños.
—Creo que acabo de ver algo lo suficientemente impresionante como para obviar la terrible ofensa que acabas de hacerme.
[Symphony
Like a love song on the radio
Will you hold me tight and not let go?]
XIII. Déjame ver cómo tus ojos me ven.
Desconoce dónde termina la ansiedad y comienzan las yemas de sus dedos, pero advierte su presencia por todas partes como un veneno mortal que va carcomiendo poco a poco partes de su sistema nervioso.
Una ceja levantada por bandera que se esconde tras la guedeja avellana de un flequillo estudiadamente crecido para que caiga encima de la frente sin interponerse en la visión; un pulóver de punto (que de estar Yū allí diría que es hortera) en el que tiene estampado, sobre el profundo fondo rojo tinto y los típicos motivos navideños en blanco, un Darth Vader rodeado de la frase "Even Dark Lords need a holiday"; y la airada sonrisa que afila todas las mañanas al espejo.
Oikawa Tooru ha aprendido en veintiún primaveras que el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin luchar.
Un par de oraciones dispuestas correctamente hilvanadas logran bajarle los fusibles y sembrar el caos.
¿Tobio-chan y Pulgarcito cogidos de la mano en una cita? Acaba de decirlo, pero su voz tiene el efecto venenoso inmediato e invade su mente.
La mínima idea de desenredar su mano de Hinata solo por caer en un juego infantil le crea una bola de asco y desprecio hacia sí mismo que termina de anudarle el estómago por tres partes diferentes. No. La nuez se le mueve bajo el jersey bicolor al tragar, percibe la tela viscosa del guante contra su piel con la misma nitidez que escucha el ritmo de su pulso acelerarse dentro del caracol del tímpano. Ni de coña.
—No te pases, Tontiwi.
No se le caen las bolsas porque los dedos se le han quedado rígidos entorno a las asas de plástico. Procesa la voz con lentitud, elevándose por encima del murmullo constante de la miríada que entra y sale por el vestíbulo del centro comercial. Aunque es inconfundible: su tranquilidad baja que trasmite incluso caminando, con las manos dentro de los bolsillos y los hombros rectos. Al hacer contacto visual, Kageyama vislumbra un atisbo de disculpa en los iris esmeralda de Iwaizumi.
—Oh, venga ya. —Desempolva un puchero—. Qué rápido me aguas la fiesta. ¿Es imprescindible que explique la broma? —busca un poco de comprensión en Hinata, como si fuera su última salvación—. Meterse con alguien por su sexualidad pasó de moda antes de que cualquier garrulo se diera la importancia de hablar, solo quería ver la expresión tan arrebatadora que nuestro querido pupilo insiste en poner cada vez que nos vemos.
Por qué será.
Kageyama cierra la expresión al notar que Hinata apoya el antebrazo con el suyo, no llega a susurrarlo pero casi puede escuchar "estoy aquí" mientras le acaricia los nudillos.
Aguanta.
Su capacidad de hablar ha echado raíces junto a las plantas de sus pies mientras observa cómo la distancia entre ellos se cierra en un diminuto círculo. Presiona el borde de las uñas ligeramente crecidas contra la parte baja de la palma, y la sangre se reunifica, dejando los nudillos blancos, la cara interna de la mano dolorida y enrojecida. No han intercambiado ni el mínimo saludo cordial y sus ganas de huir se intensifican. Cualquiera que pasara a su lado, pensaría que son un grupo de amigos poniéndose al día en épocas festivas, nada más.
—No se lo tengáis en cuenta. —Iwaizumi palmea su hombro con demasiada fuerza, desestabilizándolo. Los conoces desde los doce años—. Se ha saltado la segunda dosis de la rabia.
Casi le hace sonreír.
—PERO BUENO, IWA-CHAN.
No es el fin del mundo.
Comprende que es absurdo y, de todos modos, el mundo se le cae encima como si se hubiera roto la última pieza. No me ha hecho nada. La forma visceral en la que sus inseguridades resurge por la garganta de un volcán inactivo, fundiendo su autocontrol y parte de sus cimientos. ¿Te has puesto así por una broma? Conoce el nombre propio de la tormenta que ha estado conteniendo durante meses.
Indefensión aprendida.
Ese mecanismo automático que endurece su postura, poniendo el cuerpo en tensión de manera inconsciente, y enreda la mayor parte de sus pensamientos hasta congregarlos en un ovillo demasiado grande como para guardarlo dentro durante demasiado tiempo.
O la respuesta coherente que su cerebro establece al tener delante uno de los mayores estímulos que le genera ansiedad.
Solo es Oikawa. Hacía meses que no intentaba algo así, deconstruirlo, racionalizarlo. Un chico, dos años mayor que tú. Hinata y él los observan enzarzarse una y otra vez ("Son la nueva generación, no voy a mentirles" y "deja de utilizarme como un saco de boxeo" y "en todo caso de basura, Mierdikawa") entre muecas familiares a las que su versión adolescente recurría en pro de compañerismo y práctica, experimentando una lejana sensación de irrealidad. Compartimos el mismo sueño. Hacer este tipo de ejercicios, guiados por la mano de Jane, en medio de una sesión, eran llevaderos; intentarlo ahí es—.
También tiene inseguridades y flaquezas y días malos, no te compares con él.
Entonces Hinata se ríe.
A pesar de percibir el calor contra su palma derecha, el sonido alto, claro y vibrante logra sorprenderle. Se encuentra torciendo el cuello. Posando la vista en sus mejillas espolvoreadas en marcas de sol que sobreviven al invierno. Se ha desabrochado el anorak arena, así que la piel de su garganta contrasta con el tono ocre del jersey; solo es Hinata, riéndose, y sin embargo es capaz de atrapar la atención de los tres y de nivelar la presión anidada en su esternón hacia las costillas en una oleada refrescante.
Haciéndolo más soportable.
—Hacía muchísimo que no os veíamos, ¿verdad, Kags? —Probablemente es evidente, al asentir, el agradecimiento y la reverencia que profesa por su capacidad de leerle, de incluirle en la conversación sin forzarle a participar, levantando la barbilla hacia él—. Como desde… ¿hace dos veranos? No sé, un porrón. —Durante un suspiro, mientras las pupilas de Hinata alcanzan las suyas, se tienen—. ¿Estáis de compras?
El embrujo se disipa con rapidez.
—Creo que hemos gastado por encima de nuestra posibilidades —afirma Oikawa. La bufanda se le ha ido descolgando lentamente del hombro y, antes de que ceda a la gravedad, Iwaizumi se la recoloca.
—¿Solo lo crees? —presiona y le da dos vueltas hasta taparle parte de la barbilla.
—Deja de morder la mano que te da de comer —si no fuera porque lo ha dicho con un aterciopelado murmullo, un tono que resulta extraño saliendo de él, parecería que están a punto de discutir de nuevo—. En fin, ¿cómo os va la cosa? —Le pasa el brazo por la cintura a Iwaizumi con naturalidad, descansando la palma sobre su cadera, deslizando un par de dedos dentro del pulóver marino—. He visto la lista del equipo —y silba con mérito—, me alegro por vosotros.
El pulso de Kageyama escala sus cuerdas vocales, se asienta sobre la lengua.
—Oh, estamos supercontentos —suspira Hinata, una media luna dibujada sobre los labios—. Pero bueno, ahora tenemos que pasar los exámenes finales de la uni y está en medio toda la liga universitaria. —Oikawa los estudia, estrechando los ojos en un gesto felino, brindándole una sonrisa a Hinata que se convierte en duda cuando sube hasta él—. Por lo pronto, lo único que quiero es atiborrarme a comida casera durante las navidades y volver rodando a Kioto —suelta un chascarrillo fácil—. Así me ahorro el vuelo.
—Estar lejos de la familia es difícil —coincide Iwaizumi, apaciguador—. ¿Qué estudias allí?
—Educación física y-¡AH! —es todo felicidad cuando lo dice, inflándose como un globo—. También he empezado hace poco a darle clases de voleibol a un grupo de primaria.
Y aunque la idea parece plantar una semilla de ilusión en la expresión de Iwaizumi, Oikawa se hace el sorprendido, alarga la mano libre y le empuja ligeramente el hombro en un ademán apreciativo.
—No me digas, qué bien, nunca habría pensado que fueras a estudiar algo así pero ahora que lo dices te pega muchísimo —y, como un maestro de ajedrez, se gira en su dirección y mueve ficha antes de que se le agote el tiempo—. Y tú qué. Tobio-chan, qué te cuentas, no has dicho ni mú.
Encima suya cae una pesada jaula invisible. Diminuta. Le hace agacharse dentro de sí mismo. Constrictora.
Lo ha encarcelado.
—Yo… —empieza. Le cuesta traer al frente un mínimo de coherencia. Se le ha doblegado la respiración y ni siquiera es consciente de que está hablando—. He comprado un par de camisetas.
Para cuando la cara de Oikawa se está retorciendo en un silencioso "¿eso es todo?", Hinata alcanza el golpe y lo retira de su cancha.
—Ha aprobado el teórico del carnet recientemente, también.
Y eso le da ciertas fuerzas. No le apetece compartir con su rival que aprobará dos asignaturas en enero o que se cuestiona constantemente las oportunidades que le ofrecen porque "Oikawa Tooru se toma un año para terminar la rehabilitación" o que está sufriendo un ataque de ansiedad que a duras penas tapa, sin precedentes, porque enfrentarle es un recuerdo de todo lo que quiere ser y de lo que no es,pero puede contarle sobre ese aislado objetivo que en realidad no le importa a nadie.
—Empezaré las prácticas a la vuelta de las vacaciones —inspira, desviando la visión más allá de ellos. Se humedece los labios secos observando a una niña saltar, ensimismada por el movimiento de su globo—, espero tenerlo para febrero.
—Ay, el otro día mi madre se encontró con tu padre en la carnicería, me ha comentado que estás en Derecho, ¿qué tal? La verdad es que te pegaba más dedicarte exclusivamente al voleibol, pero la gente te sorprende, ¿no? —arrastra las palabras. Es tan efectivo como un bumerán. Cada vez que cree tener un respiro, regresa con la misma fuerza—. Los primeros años suelen ser horribles. De todos modos, no te desanimes. —Y la peor es que una parte suya comprende que no lo hace aposta—. Yo he quiero dejarlo varias veces.
Es decir, puede llegar a ser mezquino, incisivamente cruel y, con Kageyama, jamás ha mostrado otra cosa que no sea animosidad. Eso es cierto. Su relación siempre ha transitado en un juego de máscaras. Si cerrara los ojos, sería fácil ver el puño de Oikawa pivotando hacia su nariz cargada de una desconocida rabia y notaría la decepción y la tristeza atravesándole el costado de nuevo, comprendiendo que hubo una vez que estuvo dispuesto a infringirle daño físico con tal de quitárselo de encima por sentirlo como un obstáculo en su camino. Pero es imposible que sepa por lo que está pasando, han estado sin hablarse años; y, si bien comparten algunos conocidos en común, su situación solo la conocen Yū, Arata y Hinata.
Puedes soportarlo.
Simplemente hace lo que se le da bien, atacar diferentes puntos frontalmente para inflarse el ego.
Ya has pasado por esto antes.
Y lo logra, Oikawa es infalible. Le cuesta tenerlo delante sin que le sangren las heridas.
—Si por dejarlo te refieres a pegarte todo el fin de semana viendo Gossip Girl porque has sacado un siete en Biomecánica en vez de un sobresaliente, sí. Has sufrido muchísimo.
Iwaizumi le lanza una pulla entremezclada con cariño que Oikawa devuelve en forma de una mueca caracterizada por una incorregible lengua y Hinata aprovecha para hacerle un gesto que es verdaderamente simple: inclina levemente la cabeza, hacia la salida y subibaja las cejas, mirando hacia la salida, rebajando un poco su tensión.
Aguanta un poquito más.
—Que aspire a la excelencia a diferencia de otros no es mi problema, Iwa-chan. —Y le ofrece un guiño, para luego encararlos—. La verdad es que al veros me he acercado a decíroslo personalmente —se enciende como una bombilla, inclinándose cerca de ellos como si les fuera a soltar un Secreto de Estado. Huele a camomila y a suavizante neutro—, no era nada oficial hasta la semana pasada y como tampoco voy a tener un rol principal han preferido quitarlo del boletín, pero bueno, ahí va: voy a ser vuestro segundo entrenador.
No.
Preferiría percibir el impulso involuntario y estático de querer recibir cuanto antes un golpe que no puede esquivar. Como aquella vez, siendo un niño, en un gimnasio que le estaba viendo crecer. Que esto.
Esto es muchísimo peor.
No. No. No.
Entrenador.
En cambio se queda ahí, estático. Muy quieto. La atmósfera que circula entre ellos muta, de un cariz denso a algo insondable.
Su corazón da una última estocada y luego, no escucha nada más.
No puede ser.
El agobio y la frustración resquebrajando como un seísmo y rompiendo el suelo con violencia. Tendrá que soportarle. Dándole órdenes. Ofreciéndole consejos. Viéndole fracasar. Entrenador. La propia palabra suena ajena. Oikawa va a entrenarle. ¿Por qué tiene que ser el complemento directo de una frase donde el sujeto es una de sus peores pesadillas? La afluencia del centro comercial no ha meguado ni crecido y, sin embargo, cuando Kageyama abre los labios en busca de un poco de aire, nota que le cuesta pasarlo de la nariz a los pulmones.
No. No. No-no-no-no.
—¿Para el equipo Nacional? —de lejos, como si estuviera metido en una burbuja, el timbre de Hinata se ondula.
—Claro, Pulgarcito, seré el entrenador guay, promis —el retintín le saca de quicio—. Os dejaré escabulliros de vez en cuando.
—¿Es por la rodilla? —pronuncia la duda poco consciente, desorientado.
No tiene ni idea de la cara con la que se lo ha preguntado, pero debe de ser lo suficientemente transparente como para que Oikawa despresurice sus energías y descienda las pestañas hasta toparse con él.
—En parte, sí. —Se echa la mano a la cintura—. Todavía no estoy del todo recuperado para jugar muchos minutos.
Sus palabras le atenazan el estómago, mientras el resto de sus extremidades perciben el tirón de la ansiedad exigiéndole que salga de ahí.
Hay algo en su interior que ha terminado de romperse, como si llevase demasiado tiempo en las últimas, aguantando, y toda esa marabunta que se agolpaba tras enormes muros de pura resistencia empieza a filtrarse.
Poco a poco.
Lo sabía.
El temblor que le invade es tumultuoso y ni siquiera la presencia de Hinata es capaz de aplacarlo.
—Es una oportunidad increíble —admite, a media voz.
El equipo nacional lo quiere tanto que lo prefiere como entrenador a no tenerlo.
—Total, ¿eh? —secunda, recuperando su chispa inicial—. Me hubiera gustado jugar con vosotros, ahora que tenéis la edad para entrar a la liga de mayores. Pero en otra ocasión será.
—Espero que no os dé mucho el coñazo —pica Iwaizumi.
—Hoy estamos sembrados, ¿no? —se queja— Por cierto, ¿habéis comido? Podemos tomar algo.
Ni de coña.
La posibilidad de mantenerse un minuto más ahí se le enrolla alrededor del cuello igual que una soga.
Como si estuviera dentro de su cabeza, los cinco dedos que hasta entonces habían estado firmes rodeando su mano, se cuelan entre los huecos propios de la palma, llenándolos, apretando. Devolviéndole un poco a la realidad.
—La verdad es que tenemos que irnos —se disculpa Hinata y Kageyama jamás ha querido tanto a alguien como le quiere a él en ese momento—. Es que, verán, queremos dejar todos estos cachivaches —los amuletos traquetean desde las bolsas cuando las eleva a la altura de su cara— en el piso —y hay algo, esa intencionalidad de evitar posesivo para aclarar que en realidad van al piso de Kageyama, que desequilibrar su foco de la ansiedad y lo redirige a un lugar en calma. Solo un par de segundos—. Hemos pillado comida y vamos bastante apretados de tiempo para la sesión de las ocho, pero ha sido guay volver a verlos.
Los cuatro saben que está mintiendo.
Solo uno abre la boca con toda la pinta de replicar.
—No pasa nada —por suerte Iwaizumi se adelanta, posando sus pupilas rodeadas de un oleaje verdoso primero en Hinata, ascendiendo de inmediato unos centímetros para encontrarle—. Este pesado de aquí —Oikawa esquiva el codazo mientras grita un "oye"— quiere que en un día hagamos la compra de Navidad para todo Miyagi, tampoco podemos entretenernos mucho y no tengo del todo claro que hayamos terminado.
Lo escucha sin prestarle verdadera atención. Su cerebro registra las oraciones compuestas una detrás de otra y su ansiedad se declara en huelga, deshaciéndolas en hilvanes de sílabas átonas. Las luces de las casetas parpadean, de verde a amarillo, de rojo a azul, y mientras Kageyama fuerza la maquinaria hasta los topes, musitando un leve "nos vemos" .
La idea de poner distancia no evita que la soga tensa de la que cuelga una pesada loz y que le rodea el pescuezo tire y le ahogue.
Lo marea.
Entrenador.
Por más que trata de acomodar y asimilar la nueva información, sus engranajes internos se lo impiden.
No puede ser. No puede ser.
Oikawa va a ser su entrenador.
Lo repite en bucle sin poder creérselo.
—Gran rey. Iwaizumi —Hinata se despide tirando de él, revisando su expresión como si temiera que fuera a romperse. Intenta que la preocupación no trasluzca pero sus facciones suelen ser tan dulces que contempla claramente cómo se retuercen de abatimiento—. Espero que tengan unas felices fiestas.
No han podido prescindir de él ni siquiera un jodido año.
Y de repente, antes de que se acostumbre al gélido aliento de Tokio, bajo una estela rosada y violácea que se ve entrecortada tras las barrigas renegridas de las nubes, lo arrastra hacia un coche obligándole a dar largas zancadas.
Un coche bañado en pintura amarillo canario, atravesado desde el morro hasta las luces traseras por una línea carmesí en la que se lee TAXI NINON KOTSU – 1188.
En otras circunstancias, se habría negado a que Hinata pagara dos yenes por un trayecto de diez minutos que en metro le habría supuesto dos viajes de su bono anual. Habrían discutido durante diez minutos, y le habría escuchado gritarle tozudo a voz en cuello, con los ojos de caramelo enrojecidos amenazándole con echarse a llorar por hacerle enfadar en público y no comprender que simplemente está preocupado. Preocupado por él. Y sería una de esa clase de peleas en la que ninguno gana salvo cansancio por haberse dejado la piel a tiras. Kageyama le habría abrazado por los hombros resoplando un "eres idiota" hasta notar la punta de su nariz algo húmeda enterrándose en la camiseta, contra la clavícula, y sus labios antárticos del invierno acallando un "me lo vienes a decir tú". Sería tan fácil. Gritar. Desahogarse un poco. Exprimir la desesperación y la furia.
Ojalá fuera tan fácil.
Desatar las emociones y dejarlas ir. No soy suficiente. Cierra los párpados y apoya la coronilla contra el cabecero del asiento. El mundo se sume en una oscuridad aclarada por retazos de farolas leonadas y letreros de leds blancuzcos que aparecen y desaparecen desde las ventanas del taxi, preguntándose cuándo dejará de estar a la cola. ¿Ha servido de algo que sus padres le costeen un piso en Tokio mientras acumula calabazas académicas y pone toda la carne en el asador en el panorama del voleibol universitario? Kageyama hunde las yemas contra los vaqueros, que se arrugan levemente en el interior de la palma, como si pudiera eliminar la tensión que le incendia las venas conforme piensa en lo estúpido que ha sido. Ahora lo ve tan claro. Se siente tan tonto. Por supuesto que es Oikawa. No ganó ni un solo nacional durante la secundaria pero su nombre pasa de boca en boca como un rumor vicioso que todo el mundo codicia. Soy un sustituto. El año que viene no contarán con él por mucho que tenga un rendimiento adecuado, por mucho que destaque. La pieza reemplazable. Siempre estará a la sombra de alguien más mayor. Con más experiencia y carisma. Sería muy hipócrita de su parte no darles la razón. Seamos francos, ni siquiera él se elegiría, teniendo en cuenta que lo ha tomado siempre de ejemplo a seguir.
Al que alcanzar.
Soy una copia barata.
No es hasta que percibe la presión de cuatros dedos —sin guantes (¿cuándo se ha quitado los guantes?)— acariciándole el mentón, que se da cuenta de que lleva todo el trayecto apretando la mandíbula. La afloja en una acción instintiva. Le arde la dentadura, tiene la encía resentida. Se estremece de la sorpresa contra él, como si su contacto le trajera de vuelta.
Puede que su yemas estén gélidas pero lo primero que percibe al abrir los párpados es la sonrisa más triste del universo.
Y el alma se le hiela dentro del esqueleto.
No deberías estar así.
—Ya hemos llegado, Kags —apenas un rasgueo en el principio de la noche, peinándole un mechón crecido detrás de la oreja. La dirección de las pupilas dilatadas de Hinata persigue el movimiento—. Tenemos que bajarnos.
Y eso hace.
La chofer les despide de un aspaviento, golpeando el marco de la carrocería con la ventanilla bajada. Lleva el pelo decolorado y recogido en dos pompones simétricos a los lados de la cabeza y el nudo de la corbata bermellón aflojado bajo el primer ojal de la camisa blanca reglamentaria.
Hinata le responde con un gracias que retumba los cuatro metros de adoquines que separan la acera de su edificio enjuto y sáxeo.
Lo siento. Quería decírselo, al verle girar el pomo del portal con celeridad. Se suponía que esta sería algo especial para los dos. A medida que los números digitales suben de piso en piso el rostro de Hinata se ensombrece mordiéndose las buenas intenciones para no cargarle más, conteniéndose y ofreciéndole el silencio que cree que le hace falta. Tú te mancharías los carrillos de algún postre con chocolate porque insistirías que es mi cumpleaños, y en los cumpleaños hay que comer paste. Y a parte de estar guapo estarías feliz.. Pero si habla ahora en el pasillo. Si lo intenta. Terminará por explotar.
Y yo pensaría en la suerte que tengo de tenerte.
La cerradura de su piso hace un clic y a continuación Hinata está abriendo su casa.
El olor al friegasuelos de pino que compró el mes pasado se le adhiere a la nariz de un mazazo. La ha abierto con la llave que le había pedido que se detenerse a buscar dónde está el interruptor, lo observa encender el bombillo de la entrada, le flotan los rizos con cada paso que da y es una tontería el anhelo que le asola el pecho al verle hacer algo tan sencillo. No te merezco. Hinata se quita las deportivas colando el índice entre la tela y el tendón recubierto de unos calcetines moteados en rodajas de limones, descalzándose en un silencio roto exclusivamente por el susurro propio de la ropa al tocarse, el ronroneo de un motor que entra desde la izquierda y se pierde por la derecha, muy lejos, y un resuello que a cada inhalación se vuelve más superficial.
Luego, descubriría que es la suya.
El crujido de una puerta limítrofe le hace reaccionar, impulsándose hacia adentro.
No te merezco pero te quiero, de verdad que sí.
Kageyama trastabilla al destrabarse los zapatos con las puntas y, aunque el calor que emana de su piel como una estufa lo está asfixiando, declina la idea de dejar el abrigo a medio desabotonar entrando al corredor principal del piso, reteniendo las provisiones de aire en los pulmones para que Hinata no lo note.
—Ahora le abro la puerta de la habitación a Nesquik. —Hay algo en la forma en la que Hinata le mira mientras habla, con unas reservas que jamás han cabido entre los dos, que le duele. Le duele por el simple hecho de que está así por su culpa. Que no le pregunta ¿estás bien? Porque ambos saben la respuesta y quien tiene que dar el paso esta vez es Kageyama—. Seguro que me ha llenado la maleta de pelos. —La dentadura de su cremallera repiquetea hasta el tope y, así, Hinata está sacándose un brazo del anorak. Luego otro—. Y las almohadas.
No he logrado nada de lo que me he propuesto por mí mismo.
Que no note, incluso asintiendo con tirantez mientras continúa por el pasillo, cómo pierde la batalla interna que forcejea en su interior.
Su intención consistía en dejar las comprar sobre la mesa del salón y sentarse en el sillón a esperar que se le pasara el mareo y luego renovaría el carnet de Persona Funcional. Era una tarea sencilla. Da una zancada, con el izquierdo, advirtiendo con dificultad la forma en que su cuerpo cede al peso y la gravedad. Luego otra. Una sucesiva a la otra. No hago más que buscarle problemas a los demás. Le escuecen los ojos. Por qué-por qué no puedo-. El subibaja a la altura del esternón no mitiga la opresión que tapona sus pulmones y deja inútil el resto del sistema respiratorio.
No soy nadie.
Es como ser succionado por un vórtice de agua y esperar que en algún momento te expulse de casualidad. Da igual gritar, ver u oír.
Lo único que importa es averiguar el modo de salir.
No soy nadie. No soy nadie.
Algo se cae contra el suelo haciendo un ruido plástico y hueco a su derecha. Percibe un arañazo superficial a la altura del tobillo.
Ahogándose.
Qué me pasa.
Se le ha desenfocado la vista pero incluso así, agobiado y sin fuerzas, distingue el temblor de sus manos y comprende que debería apoyarse en algo.
No se parece a nada que Kageyama haya experimentado antes. La grieta que se había abierto minutos atrás termina por romperse con una facilidad que le hiere de gravedad, dando rienda suelta a todos las pesadillas con las que ha estado conviviendo.
Rodeándole.
Hay unaen concreto que se queda muy cerca.
Ha estado agazapada sobre sus patas traseras. Esperando. Arañándole el interior de tanto en cuanto para que no se olvidara de ella. Sigo aquí. La ansiedad. No me has echado. Irracional. Primitiva. Violenta. ¿Pensabas que podrías contenerme? Mal durmiendo cinco horas. Lacerándose los nudillos con alcohol en gel. Tatuándose a fuego un puñado de letras que no entiende. No es suficiente. Es como estar a la orilla de un acantilado sin tener un punto de apoyo. Solo estás tú. Apurando los días para ser mejor jugado, mejor estudiante, mejor hijo. Mejor persona. Roza la pared con las uñas, buscando algo, desconoce el qué. Su visión gira y se focaliza en el respaldo de una silla. En el alógeno trincado al techo. Atisba un borrón anaranjado y algo salta en su pecho. Solo estamos tú y yo.
Inspira.
La falta de aire es insoportable. No puedo más.
Es más un estertor horrible que un nombre.
—Hinata.
Ignora qué impulso nervioso y primigenio le hace obrar tan rápido.
Primero estaba haciendo una lista mental de cómo abordar el tema sin invadirle mientras colgaba por el gorro lanudo su abrigo en uno de los brazos del perchero y, un susurro más tarde, se está agachando para sujetarle la cara con cuidado.
Hinata no había apartado la mirada de él más de unos segundos, no realmente, porque le aterraba la idea de que al hacerlo cayera la última fachada que le había sostenido hasta el piso. Después del primer beso, que había sido precioso pero también fue la consecuencia de una explosión ansiógena para la que ninguno estaba preparado, decidió que debía conocer más sobre lo que le pasaba. Nunca sería lo mismo. No padecería la procesión que lleva por dentro. Ni comprendería la cadena de sucesos que hace para aliviar el estrés. No haría suyo su dolor. No podría quitarle la carga aunque le fastidiara admitirlo. Entendería la razón de su existencia, no obstante, aprendería maneras de ayudarle si los sentimientos volvían a derrumbarle. Así que había hecho los deberes, recabando información en páginas de salud mental y preguntándole a Megumi, que era la persona más cercana a la que podía recurrir abiertamente porque conocía los detalles de su relación mejor que nadie.
En teoría, creía que sería suficiente, que estaría listo para cuidarlo y protegerlo. Estaban todas esas herramientas y técnicas psicológicas barnizadas y listas para ser usadas, pero nada te arma para confrontar el sufrimiento que te produce ver así a la persona que quieres.
—No puedo. No puedo. —Kageyama está trata de empujarle lejos, apartándole las manos. Emite una cantidad de angustia que a Hinata le resulta insoportable—. De verdad que no.
No se lo permite, aunque lo intenta, no le permite que lo aleje ni un centímetro. Parece tan pequeño e indefenso, contraído sobre sí mismo, de rodillas en el suelo, evitando mirarle directamente a los ojos.
—Kags, escúchame, por favor. —Está lívido, congelado de la corriente que aúlla el pasillo a través de la muesca inferior del balcón. El color ha huido de su piel profiriéndole una cualidad mortífera, como si la congoja le hubiera absorbido el alma y solo quedaran unos pozos de agua oscura y las lágrimas que le mojan las mejillas—. Kageyama. —Trata de limpiárselas con los pulgares. Una tras otra. No puede, son demasiadas, y Hinata no lo entiende—. Eh, Tobio, escúchame, estoy aquí, por favor. Escúchame.
No sabría cómo explicárselo a un tercero, cómo resumir el sentimiento de impotencia, pero si tuviera que hacerlo le diría que observar cómo Kageyama menguaba hasta desaparecer frente a Oikawa le rompió el corazón.
—Nonono, no —insiste, su pecho mueve el pesado abrigo a un ritmo vertiginoso y sus manos temblorosas se tensan sobre la curva de sus rodillas con tanta rabia que es como si quisiera hacerse daño clavándose las uñas—. No me quieren a mí, Hinata, ¿es que no lo entiendes? Soy un puto suplente. Me he estado engañando a mí mismo pensando que había logrado cosas todo este tiempo que —nunca lo había oído así: quejumbroso y desorientado y roto—. Solo les gusto porque me parezco a él, ¿no? —se ríe, probablemente sea el sonido menos alegre que se haya escuchado en el mundo. Una carcajada hueca y deslucida que a Hinata le recorre la columna como un latigazo—. Comeré las migajas de otra persona porque no soy válido para tener un plato entero y —la inhalación se le descompensa, atascada en la tráquea.
Cómo puedes pensar así de ti.
—Tobio, eh, no es verdad. —Intenta levantarle la barbilla tras apartarle una guedeja de la frente, apoyándose sobre las rodillas para estar un poco más cerca—. Escúchame. No es verdad. Escúchame bien. —La lengua de trapo. El pulso de cristal—. Sé que ahora mismo no vas a creerme pero tienes que escucharme, ¿vale? —Trata de rescatar hasta la última gota de lo que sea, cualquier cosa, de verdad, sus propios nervios le han nublado la mente así que se conforma con una migaja de información válida que sea útil para relajarlo—. Hay cientos de profesionales en Japón y te escogieron a ti como titular porque te lo mereces, piensa en todos los partidos que has ganado y los ojeadores que-
Kageyama niega, hiperventilando, encadenado a una sentencia que se había autoimpuesto.
—Porque me parezco a él —A Oikawa. Su mirada aletea detrás de sus arqueadas pestañas negras, cambiando de dirección entre el temblor de sus brazos y algún punto del cuello de Hinata y está tan desolado y ausente que por un segundo cree que no va a tener fuerzas para convencerle de lo contrario—. Por qué tenía que ser él. —Nuestro entrenador. El pequeño control que había estado equilibrándole la ansiedad se quema en su interior y termina de asfixiarle con su humo—. No sé cómo voy a-
Eleva la nariz, aspirando, sin éxito. Ha dejado de llora pero es presa del pánico y no puede moverse.
—Tobio, oye.
Y el cuerpo de Hinata le aturulla, pidiéndole que lo abrace hasta que ambos encuentren una forma de reparar los daños, forzándose a aplacar ese deseo porque intuye que eso no es lo que realmente necesita.
—No soy —le oye boquear—. No soy-Ah, joder, nadie —y repite—. No soy nadie, ¿vale? No puedo hacer nada bien.
Entonces, comienza a manotear contra el suelo en movimientos descoordinados y aturdidos, queriendo huir del sitio para evadir lo que está sintiendo, abstraído en su avalancha interna. Párale. En cuanto nota que su cuerpo se bambolea un poco, de izquierda a derecha, incorporándose, a Hinata lo mueve un ímpetu protector que ha estado calentándose a fuego lento durante media hora. Es primario y entrañable. Coloca una palma ahí, sobre el alto cuello de su camisa algodonosa que vio ponerse unas horas atrás mientras se cepillaba los dientes. Contra la yugular, donde el pulso es errático y el sonrojo asciende hasta sus mejillas y comprueba que el calor ha regresado como una fiebre canicular. Ardiendo. Dios, ni siquiera sé si esto es lo que realmente funcionará, la otra enrosca los dedos en los mechones lisos y crecidos de su nuca con suavidad, tratando estabilizarle, de ser su punto de apoyo al menos.
—Tobio —se escucha repetir, con más fuerza. Casi gritando.
Y, como si tuviera el poder de convocarle, sus ojos azules y vidriosos se derivan hasta los suyos cargados de miedo e incomprensión, de miseria.
A Hinata se le hunde unos centímetros más el corazón entre las costillas.
—Respira conmigo, deja de pensar en eso y respira conmigo, céntrate en mí —se moja los labios y no se había dado cuenta de que también estaba llorando hasta que nota las gotas saladas en la comisura. No se trata de mí—. Sé que es difícil lo que te estoy pidiendo, pero puedes hacerlo. —Observa a ese chico, a ese chico que tiene delante avergonzado por cargar unos logros que no cree merecerse, rompiéndose en medio de su salón, compuesto de los claros que inciden desde la calle, y la fiereza cálida que asciende por su pecho y se esparce hacia el resto de extremidades es suficiente como para frenar el llanto—. Tobio, tienes que respirar conmigo, por favor.
—Nono. Me cuesta-
Una frente sobra otra, dos narices que se rozan y un aliento que se entrecorta a unos centímetros de sus labios. Esta vez no voy a besarte. El pulso de Kageyama se salta un latido, a la par que su postura adquiere un matiz rígido. Expectante.
Quiero ser tu calma.
—Coge aire —le guía, bajito, deslizando los dedos por las solapas almidonadas de su gabardina añil—. Aguanta un poco. —Descendiendo por la curvatura de sus hombros encorvados y trémulos—. Despacio. Sin prisas. Tenemos todo el tiempo del mundo, Tobio, hazlo conmigo. —Cierra los ojos y agudiza el oído hacia sus bocanadas de métrica dispareja, esas que tiritan mientras un estremecimiento le recorre de pies a cabeza y Hinata no tiene frío ni siente miedo pero es como si lo estuviera experimentando en primera persona—. Imítame —susurra e inspira por la nariz de manera profunda. Uno. Dibuja con las yemas los bíceps distendidos a través de la tela. Estoy aquí. Le toca los codos. Dos. Las desliza por los antebrazos laxos que le caen sobre los muslos, todavía de rodillas. Tres. El universo se reduce a ellos. Cuatro. Hasta que se encuentra con esos alargados dedos que tantas veces a contemplado en silencio—. Suéltalo.
No lo hace correctamente, espira a trompicones y enseguida retoma los jadeos cortos como un vicio al que tiene abstinencia, pero es algo.
Es mejor que nada.
—No sé —lo intenta, infla los pulmones tratando de retenerlo dentro un instante. El resoplido es tal que le deja estrangulado—. No sé cómo.
Elevando las palmas de Kageyama a los lados de su esternón, Hinata casi le besa al escucharle hablar sollozando pegado a él, solo para confortarle, para hacerle sentir querido.
Para consolarse un poco a sí mismo.
—Sí sabes, cariño —se obliga a continuar reproduciendo las ondas caladas de oxígeno—, nota cómo lo hago yo.
Se quedan en la misma posición mucho más tiempo de lo que son conscientes.
Repitiendo la misma fórmula sin cesar hasta que hallan el error en el procedimiento.
Aledaño al televisor, sobre tres revistas deportivas bien alineadas que compró la semana pasada en un modesto quiosco a dos calles de allí, descansa un reloj cuadrado digital en el que parpadean cuatro números carmesí que los ve sofocar el incendio. Van pedazo a pedazo. Como la primavera, que necesita meses para derretir la escarcha y abrir sus pétalos.
Los latidos de Hinata son el eco de una melodía contra las líneas de la vida que cruzan sus palmas.
Escucha un murmullo a media voz, "lo estás haciendo genial" y el alivio hace que los músculos de Kageyama se desentumezcan y que las bocanadas agitadas se alarguen en una inhalación entera. Baja la revolución de su ritmo cardíaco. Le devuelve el control a su cuerpo. En ningún momento deja de tocarlo, con las huellas dactilares de Kageyama haciendo presión contra la tela zurcida del jersey, Hinata recorre los estrechos que conectan la sien con el inicio del oído enviando a su espina dorsal una refrescante descarga. "Inspira", le dice, metiéndole los dedos en el cabello y cogiendo aire junto a él, "expira".
(Kageyama era un cometa perdido en medio de la nada, viajando a tanta velocidad que se le había olvidado cómo detenerse y, entonces, había entrado en la órbita de Hinata, lenta y estable, y las llamas que le rodeaban se apagaron por completo).
Registra el rastro ligero de una caricia en los pómulos y, a la saga, el mismo hormigueo se dedica a repasar la caída del tabique nasal, descendiendo con una demora cargada de sosiego, deteniéndose al llegar al pequeño arco que habita entre la nariz y el labio superior. Es una ruta circular acompasada de dos respiraciones sutiles. Persigue la sensación con los ojos cerrados y, a medida que reconoce en sí mismo la electricidad estática y residual propia que dejan a sus espaldas las tormentas, la quietud se encarga de aflojar sus articulaciones, se encuentra estirándose.
Atrapándole la boca movido por una necesidad primaria.
O eso es lo que pretendía, porque en el proceso el muy rufián lo esquiva y termina por arañarle apenas un tramo de comisura, que se curva debajo suya con evidente deleite y Kageyama le acusa frunciéndole el ceño, intentándolo otra vez.
—Nooop —lo detiene presionando la manos—, te estoy haciendo caso, ¿recuerdas?
Claro que lo recuerda, considera, y ahora parece la idea más absurda que se le ha podido ocurrir al ser humano sobre la faz de la Tierra.
No puedes besarme cada vez que tenga un ataque de ansiedad.
Lo había dicho en serio pero pensaba que Hinata se lo había tomado a broma.
¿No? Yo creo que es una técnica que funciona de maravilla.
Al otro lado de la calle, alguien ha encendido la luz de una habitación paralela a la de ellos.
No es más que una fuente indirecta de claridad amarilla que se une a la lámpara de la entrada. Y sin embargo partes de su apartamento que antes estaban en penumbra adquieren esa tonalidad viva que tienen las casas cuando alguien regresa después de una larga jornada lejos. Baña la pintura caliza de la pared. La cómoda sin cajones que sostiene el reproductor de DVD. Un marco vacío que le compraron sus padres en verano. Los respaldos de madera intrincada de las sillas alrededor de la mesa.
A Hinata.
Algo masivo estalla dentro de Kageyama cuando enfoca la vista en él, ensanchándole las costuras internas en una oleada reconstituyente. Joder. Hinata, que le ofrece una de esas sonrisas inclinadas y tímidas acentuadas por los alambres de metal que podrían enamorar a cualquiera de un solo vistazo, y que le defiende a capa y espada incluso de sí mismo y le escucha desde esa apariencia desenfadada. Te quiero. Ya lo sabía, son dos palabras tan viejas como el firmamento y se habían integrado en su médula ósea como una dosis de elixir vital hacía tiempo. Eres lo mejor que me ha pasado nunca. La lumbre toca sus pecas y puede apreciar mejor todas las líneas de expresión de nuevo, la nariz respingona eternamente sonrojada los tres meses que dura el invierno, unos rizos indomables y el suéter ocre arrugado a la altura del abdomen. Aun así, brota, esa oración cuidadosamente elaborada rodeando sus cuerdas vocales, intrépidas, amenazando con escaparse sin su permiso. Estoy muy enamorado de ti. Y prácticamente le daría igual, decirlas.
Casi no le importa que sea demasiado pronto… que se esté dejando llevar por la abrumadora y confortable sensación a la que Hinata le conduce siempre que se encuentra cerca.
—¿Desde cuándo? —intenta bromear.
Al hacer la pregunta, Hinata posa la mirada en sus labios unos segundos, deliberados, y luego sus pupilas vuelven a él, líquidos. A punto de caramelo.
Trazando el cartílago de sus orejas.
—Siempre que importa.
Le da de lleno.
Se le atasca el aire en los pulmones.
Las ganas de materializar sus emociones se le hinchan dentro de la garganta.
—Lo siento. No quería reaccionar así —es lo que le sale, guardándose la promesa vacía que le gustaría decir—. No sé qué me-para qué suavizarlo, ambos sabemos lo que me pasó. Me pasa —rectifica, a media voz, atrapando un rizo que cuelga de su frente con el que distraerse—. No es solo el TOC, que también, se descontrola por momentos, pero esto va a parte. En ocasiones pienso que lo estoy haciendo realmente bien porque logro mantenerlo a raya.
—Lo entiendo, Kags —asiente, con la vista fija en su rostro, le desabrocha los botones del abrigo en un gesto distraído.
—Y a lo mejor por eso no te lo he dicho abiertamente, porque una parte de mí considera que en algún momento lo podré arreglar solo. A veces… —resopla, un poco frustrado. Las manos firmes de Hinata están empujando las solapas hacia afuera, colándose entre las capas de ropa para ayudarle a sacar los brazos de las mangas y que la gabardina caiga al suelo por su propio peso—. No sé, a veces las cosas son más sencillas si pretendes que no existen. Si los demás te tratan como siempre y… y sé que debe de haber algo muy jodido en mí para que me preocupe más perder el tiempo que mi salud mental,. —Se detiene unos segundos, ordenando las ideas—. Hace poco, Yū y Arata me hicieron prácticamente una intervención. Fingieron normalidad y quedamos en el kebab de siempre y de repente ambos pasaron de ser un dúo cómico a mis padres. —Kageyama se muerde el labio inferior cuando lo escucha reír—. Es muy difícil ignorar tus propios problemas cuando tus amigos se empeñan en destacarlo. —Hinata huele a su champú de moras y, cuando Kageyama le ahueca la mejilla izquierda en su palma, se inclina y se apoya en él. Y es una tontería, que algo así de simple y cotidiano, logre encogerle el estómago—. Supongo que lo único que quiero que sepas es que ya tenía planeado mandarle un mensaje a mi psicóloga durante las navidades y que gracias —admite, pasando el índice por su ceja cobriza—. Gracias.
Hinata no dice nada al principio.
Primero se sorbe la nariz. Después Kageyama le murmura un "ven aquí, idiota" y le rodea por los hombros en un abrazo estrecho y maravilloso que es imposible no corresponder.
—Quiero que sepas que estas lágrimas son de felicidad —dice, unos segundos después. Le ha mojado el cuello de su camisa—, porque nunca te había escuchado hablar tanto desde esa presentación en Historia.
Se gana un pellizco en las costillas que acaba en un ataque totalmente injustificado de cosquillas.
Lejos de lo esperado, Nesquik se despereza con lentitud retrayendo las uñas y amasando la tela hasta que parte de la colcha blanca se arruga alrededor de sus almohadillas creando una espiral difusa. Algo embobado, Hinata es incapaz de evitar la oleada de ternura que le contrae las tripas al observarlo lamiéndose la parte interna de la pata, de cuclillas a los pies de la cama. No aguanta mucho sin intervenir, así que se tira a su lado para rascarle el final de la columna, la cual eleva a favor del movimiento cerrando los ojos con cierta morriña, mientras el borboteo lejano de la ducha tropieza con el suelo del baño a ritmo constante.
—¿Alguien te ha dicho que eres un chico muy guapo? ¿No? Qué mal, porque lo eres, ¿sabes? Eres guapííísimo —le arrulla, ensimismado con sus bigotes largos y su nariz rosada y sus ojos claros. Enterrando un beso en el puente mullido que separa sus orejas. Nesquik eleva la cabeza con poco interés—. Tu dueño te ha enseñado cómo parecer atrayente sin pretenderlo, eh. —Cuando detiene el compás de las caricias a la altura de las mejillas, el gato empuja la cabeza contra el hueco de su mano, ronroneando—. Pedilón.
Y el muy listo insiste. La gente tacha la manipulación emocional de tóxica, pero cuando es la mascota la que toma el mando resulta mucho más difícil poner límites sanos.
—Lo hago solo porque me apetece —le advierte, fingiendo severidad mientras surca el pelaje tizón detrás de sus orejas—. Que no se te suba demasiado.
El sereno lame los cristales de los coches aparcados junto a la calzada y Hinata se dedica a escuchar el chirrido oxidado que emite el grifo al otro lado del pasillo. Podría acostumbrarse a esa rutina. A esperarle en la cama o en el sofá o encendiendo la vitrocerámica para calentar un poco de sopa. Imagina la escena con tanta nitidez que casi puede percibir el dolor hueco y palpitante de una tarde de entrenamientos, entumeciendo sus gemelos mientras se pone de puntillas para alcanzar de la gaveta que esquina la cocina el paquete de arroz y Kageyama le desordena los pelos de la coronilla poniéndole al día sobre su mañana. Sería fácil. Ni siquiera se pregunta si le da miedo esa profunda claridad o si pasa por la montaña rusa de inseguridades por las que cualquier persona de dieciocho años experimenta al aceptar que podría conocer a muchísima más gente que le aporte otras cosas pero al final ha encontrado todo lo que quiere en una persona, porque no es la primera reflexión que tiene sobre ello. Kageyama es sinónimo de hogar. Y siente una seguridad innata respirando dentro de su cuerpo que le hace creer fielmente en su futuro juntos.
No necesariamente este año. O el siguiente.
Al fondo, reaparece el aluvión de gotas contra los azulejos arena del baño y una tapa de gel que se destapona y Nesquik olisquea en su dirección antes de apoyarse sobre las patas y recostarse sobre su pecho.
Habían decidido ducharse por separado.
Bueno, Hinata se lo había propuesto a Kageyama.
Una fracción suya, la más lógica de las dos, se enorgullece por haber aplacado la evidente decepción de ambos nada más darle un pico, empujándole hacia la puerta con el pijama entre los brazos y cerrándola antes de que defendiera con lógica algún argumento que (para qué engañarnos) Hinata hubiera aceptado de calle. Lo has hecho bien. Es lo más razonable. Ambos acaban de pasar una situación que les ha dejado exhaustos y, sabiendo que se tienen el uno al otro, también deben recordar que es bueno estar a solas. Dejar que se asienten los hechos y asimilarlos. Hinata no es imparcial. Si estuviera en su poder, usaría un método mágico para sacarle a Kageyama el dolor y quemarlo, lo haría aunque supusiera abrasarse las yemas. Pero no puede. No existen hechizos ni intercambios equivalentes que curen las inseguridades, ni las frustraciones, ni la ansiedad. Y él… él solo puede apoyarle, nada más. El resto será cosa suya. Exclusivamente. Y el simple hecho de que haya leído en varios foros las consecuencias de condicionar un evento negativo a lo que podría ser un potencial premio de consolación no ayuda. Su consciencia lo acusa desde la esquina de su habitación cuando sale a la superficie un beso lento que se guardó dentro del pecho.
Lo último que le gustaría sería que su relación se volviera dañina y realmente considera que está haciendo algo bueno por él.
Por ello, le dejará espacio: el que necesita, el que Kageyama no se ha dado cuenta de que quiere o el que agradecerá al salir revitalizado y empapado.
Pero, joder, cuánto le cuesta.
Porque luego está la otra fracción, la que discute las ganancias que obtienen los dos de alejarse y entra en cólera al darse cuenta de que ahora mismo ambos están bien y de que lo único que le apetece es quitarse la ropa a jirones, cruzar los metros que les separan, notar cómo los poros de su piel se abren ante el vapor del chorro caliente y apretarse contra él hasta que lo único que pudiera pensar Kageyama fuera en lo que Hinata está gimiendo.
La imagen se le atasca contra la cremallera del pantalón, estira la piel de entre sus piernas y la punzada retumba en todo el cuerpo hasta que le hace aspirar bronco.
Vale, Dios, esto se me da realmente mal. Nop. No se había percatado de que tenía los ojos cerrados y estaba recreándose hasta que se fija en la lámpara cónica con el tórax agitado. Para, no vayas por ahí, Shōyō, no es el momento. Se sacude las ideas enderezándose sobre sus codos. En el proceso, el núcleo de gravedad del gato se ve afectado por el suyo y, como si hubiera estallado una traca junto a la mesilla de noche, sale escopetado de la habitación.
Puede que esta sea nuestra última oportunidad de estar solos hasta a saber cuándo pero no es el fin del mundo.
Su cola ondulada y negra dobla la esquina que da al salón y Hinata siente el frío y metálico pomo del baño al mismo tiempo de comprender que lo está abriendo.
Por la apertura el oxígeno condensado se escapa.
Le invade la esencia del champú, matizado en violetas, un puñado de partículas gomosas de la pasta mentolada y, sobre todo, le entra calor. Muchísimo calor. Esos niveles de temperatura para los que solo se puede escapar quedándose en ropa interior.
O sin nada.
Si llevara gafas, se le empañarían, de la misma forma en la que el espejo rectangular proyecta una figura desdibujada; y de esperar unos segundos a que el interior del cuarto se nivelara con el resto del piso, vería el reflejo de un brazo flexionado sobre el lavamos, el movimiento horizontal de un cepillo de dientes escarlata, la pretina de unos joggers marinos que difícilmente resisten sobre los oblicuos, algo más caídos de lo saludable por los que se cuela el raíl casi inexistente de un vello oscuro que se escapa. Cada vez más grueso, conforme desciende. Madre mía, necesito desconectar de mi cerebro. Tampoco importa mucho. Para qué. Desde su posición aprecia con lujo de detalles el desplazamiento prologando de los omoplatos bajo la piel cuando desciende a mojar las cerdas del cepillo, pasando el dedo pulgar por ellas, y su capacidad de reflexionar se reduce a morderle ahí. Sería tan fácil. Abrazarle por la espalda y cerrar la boca donde el hueso sobresale y la carne es fina, calentándola contra su lengua.
Aunque, también, está eso otro que puede hacer con su fuerza. Kageyama con él, quiere decir. La que debe de tener para realizar saques rápidos, enviándolos al otro lado de la cancha como si quisiera reventar el balón y a quien se pusiera en medio. Quedarían también, sobre la encimera, levantándole por los muslos hasta que su culo quedara al borde, abriéndole las piernas, a esa distancia en la que la diferencia de alturas se vuelve un suspiro.
Basta.
Al oír el crujido de las bisagras, su flequillo húmedo y profundamente oscuro, se ladea. Sus ojos índigos le encuentran en medio y es imposible no notarlo. El modo en el que la simple presencia de Hinata suaviza el oleaje de sus iris de un plumazo, nivelando las aguas hasta que entran en calma.
—Hola —carraspea, eleva las comisuras y le desborda la absurda necesidad de ponerse recto— Vengo a... —Se muerde los labios abriendo del todo la puerta para que corra el aire—. Había escuchado que cerrabas la llave así que he pensado en ir duchándome y eso.
Y eso.
Definitivamente, ha entrado en colapso, porque eso que acaba de hacer con las manos (algo así como unos aspavientos enormes que no escenifican nada, señalando la ducha con el dedo índice, luego a Kageyama, para finalizar el circuito apuntándose así mismo) no es normal.
—Ey. —Kageyama escupe el remanente y tiene que inclinarse hacia el chorro para hacer gárgaras—. No he usado toda el agua caliente —informa, limpiándose la comisura con una toalla blanca que pesca del gancho metalizado, seca los goterones que se desprenden uno detrás de otro por su cuello, y la devuelve a su sitio. No deja de hablar, describiendo una receta que vagamente le suena. Hinata no le está prestando atención (aunque debería). Se ha quedado atrapado en la redondez de una gota, una única unidad de agua que está a punto de rozar la zona oscurecida y mucho más sensible en la que se deja de llamar pectoral—. ¿Quieres un poco?
La respuesta inicial sería sí, de hecho casi escupe la sílaba. Sí, un poco no, muchísimo. Todo lo que quieras darme. Pero el último resquicio de seriedad agarra el volante a tiempo, que ya es algo.
Eso sí, no evita que se le dispare el corazón.
Levanta la cabeza y comprende al instante que le ha pillado sin atenderle. Fijo que lo intuye. Sino no pondría esa expresión leída que rezuma satisfacción. Además, se queda callado. Contemplándole. A medio vestir. Tan calmado que apenas vislumbra aquella versión vulnerable que media hora atrás le encogía el estómago. Los depredadores huelen el miedo bombear flujo de sangre fresca en las venas de sus presas. Les hace crecer.
Kageyama ha encontrado un hueso que quiere roer, sin duda.
Y, lo que es peor, Hinata quiere que lo haga.
Una punzada le atraviesa desde la espalda hasta el ombligo cuando le recorre de arriba abajo. Sin iniciar ningún movimiento. Una palma todavía abierta sobre la cerámica. Marcas rojas diseminadas bajo las clavículas de frotarse el gel con el filo de las uñas. Una corriente de aire le eriza la piel de la nuca y, aun así, aguanta la respiración para soportar el escrutinio, que detiene la trayectoria una pulgada del botón de sus pantalones.
Sobre una parte de tela marrón abultada.
Al hacer contacto visual, el negro de sus pupilas ha mutado las vetas azules en una fosa marina tan honda que le da vértigo y quiere bucear en ellas, a partes iguales.
—Qué —aúlla. Más determinación nerviosa que valentía.
El desafío emerge agudo, seguido de un "cómo" desmadejado capaz de ruborizarle las cuerdas vocales. Lo ideal hubiera sido imponer un poco, lo que sea, en cambio logra sacarle a Kageyama una sonrisa diminuta y preciosa y suya, porque de algún modo intuye que solo se las ha dedicado a él, que hace que valga la pena su cero en la asignatura Cómo Ser Un Tipo Duro.
Para toda respuesta, Kageyama se mueve.
Da dos pasos.
Borrando los dos metros que habitaban entre ellos.
—Qué —repite, bajo el alógeno brillante incrustado en el techo uno de sus talones trastabilla contra el rodapié, el otro se queda al límite. Más una exhalación que una exigencia. Desorientado. Son solo dos pasos. Hinata se aleja y, como si fueran dos imanes con distinta polaridad, Kageyama alarga la zancada en su busca.
Dos.
Sin apartarle la mirada.
Uno.
Consumiendo los centímetros como el fuego carboniza una hoja de papel: demasiado rápido.
Cero.
Parpadea, reordenando las ideas para soltarle la primera que fuera decente, y para cuando desliza un "Esto es una broma o-" solo quedan cenizas.
Cenizas. Una palma que se extiende sobre sus costillas, ardiendo. El marco avellana clavándosele en las vértebras de la columna. Y su aliento (el aliento de Tobio porque así, tan cerca, suena mejor su nombre) tangible, edulcorado de eucalipto. Se trata de un soplo que oscila. De sus labios encima de los de Hinata y, aun así, demasiado lejos. Del modo fugaz en el que se los moja con la punta rosada y parece que está a punto de lamerle también los suyos. Similar al movimiento del océano en la orilla, hay un momento en el que la costa se reduce en las aguas y Kageyama lo escenifica agachándose para besarle a consciencia.
No sabes cuánto quieres tocar a alguien hasta que entras en contacto y toda superficie tuya se abre a recibirle.
Si Hinata resumiera lo que experimenta al besarle, tendría que explicar que es como si hasta el momento hubiera estado sobreviviendo entubado a una máquina y de golpe recuperase la consciencia, el control de su cuerpo y tomara el primer bocado de oxígeno.
En esta ocasión no tiene tiempo de pensarlo. Antes de ponerse de puntillas, de pasarle los brazos por los hombros y enredarle el cabello carbón, está chocando con una lengua que le busca la suya sin preliminares. Aparece de la nada. Como las lluvias monzónicas del verano que no se las espera y que desbordan las alcantarillas, el cuerpo de Kageyama se aplasta contra el suyo hasta que desconoce dónde empiezan y terminan. Tiene la piel de la espalda cálida de la ducha. Es el más ancho y alto de los dos, el entrenamiento y la adolescencia le han sentado bien, de esa forma injusta en la que algunas personas se estiran y se estrechan por los lugares correctos. Como si hubiera una mano maestra detrás, recreando un boceto.
—¿Ahora importa? —se burla, recordándole sus propias palabras.
Pasando una yema por el contorno de su labio inferior.
Es un sádico. Hinata siente el impulso de cerrar los ojos mientras unos dedos le acarician la pendiente del mentón, su nuez. Y, para su horror, eso le pone. Aprieta los párpados cuando bordea la franja de su jersey y tira del cinturón. Hasta que una mano recorre las costuras de su cremallera, sin bajársela, y el norte se precipita.
A Hinata le cuesta un siglo conectar las ideas y necesita de todas sus conexiones neuronales separarse para contestar.
Se le da realmente mal.
—Siempre —farfulla.
Y eso tendrá que valerle, la verdad, esa intentona fácil por picarle y ese mordisco de después sobre el tendón del cuello.
—Bien.
Repite el movimiento. Sinvergüenza. De arriba abajo. Haciendo presión con el corazón y el anular. Arrogantemente lento. Por encima de los pantalones y los calzoncillos.
—¿Estás seguro de que no te has gastado toda el agua caliente?
Curvando los dedos alrededor de su erección para que la fricción sea mejor y peor.
—Por qué.
Quiero que me desnudes.
En lugar de explicárselo con palabras, se lo pide en silencio. Crean su propio lenguaje y trazan las normas sobre la marcha. Sin movimientos violentos, Hinata levanta los brazos para que pueda sacarle la camiseta por la cabeza, interrumpiéndose en medio del proceso para mojarle los labios. Un pico. Besándose como niños. Solo uno. Lo que les separan no son centímetros, sino ganas. Esas ganas que se cuecen a fuego lento, pasando de sólido a líquido con cuidado de no quemarse. La nariz de Tobio está antártica contra las pecas de su hombro izquierdo cuando baja a besárselas. Lunar a lunar. Le pone la carne de gallina. "Dame otro", se escucha la voz queda mientras la presión de una boca atrapa el pulso en su garganta. "Dime qué quieres". Tobio ni siquiera tiene que tirar de su mano para que le toque. Qué va, está empalmado, recorriéndole todas las líneas del arco del cartílago con la lengua y es una emoción poderosa sentir que se arquea a por más cuando ejerce fuerza con el pulgar contra la punta, con la mano dentro del pantalón. Más. Nunca han necesitado demasiadas palabras para comprenderse y esta no es la excepción. Hinata cuela los índices bajo su propio pantalón y calzoncillo y los deja caer. Por las rodillas. Tú también, Tobio, quiero verte. Por los tobillos.
Le quiere a él, y esto que tienen. Humano y precioso.
—¿Me acompañas?
Al principio, Tobio se quede paralizado y parece sobrecogido. Respira superficial, pero es diferente. No hay miedo. Ni urgencia. Los dedos de Hinata entrelazan los suyos con predeterminada paciencia, decidido a llevar sus tiempos. Todas las reservas se le han descolgado y le mira de una forma que podría traducirse a cualquier idioma.
—Sí.
El despertador suena una vez el minutero toca las y media. Nueve y media. Aunque en realidad son cuatro dígitos consecutivos los que activando la alarma de un móvil. Gotea notas agudas, una detrás de otra, algún instrumento de viento mezclado con metal, aumentando la velocidad del compás en una insistente llamada de atención hasta que Hinata abre un párpado. Le cuesta un par de segundos adaptarse a la oscuridad gris que abriga la habitación, clareada únicamente por los rescoldos de sol infiltrados por los huecos de las persianas, pero cuando logra. Cuando Morfeo lo suelta del duermevela y vuelve en sí el tono muscular, rodea por la espalda a un Kageyama que se está volviendo a tumbar sobre la almohada tras retrasar cinco minutos más la inevitable hora de salir de la cama.
Tiene que apartarle el cabello de la nuca con la nariz para besarle sobre esa vértebra ligeramente más pronunciada que el resto. Está cálido de una madrugada abrigada bajo las sábanas y la colcha, y hay entre ellos esa comodidad consoladora a la que Hinata se agarrará cada vez que le eche de menos. Recordará el semblante relajado que pone al contemplarle, aunque no es la mirada sino es cómo continúa en silencio y dice mucho sin vocalizarlo. Rodando entre sus brazos, todavía un poco torpe de dormir demasiado, Kags inspira hondo, como si se preparar para el mundo y este empezara en Hinata.
Empezara uniéndose a él.
Le atrapa la boca con cuidado, una mano en el cuello y la otra trazando círculos a la altura del hueso sobresaliente de la cadera, y al distanciarse un poco Hinata alcanza a vislumbrar un pedazo de cielo entre las vetas marinas de sus iris.
—Hola, guapo —le aparta una guedeja negra de la cara.
La sonrisa que le brinda, una que aparece sobre la suya, a ojos hinchados de sueño, le expande un hormigueo liguero desde el esternón hasta rodearle las costillas.
—Hola.
El resto de la mañana se desvanece en una maleta que no cierra, al principio, porque luego Hinata se sienta encima de ella con Nesquik desparramado sobre los hombros, y Kageyama le echa el candado apurando los últimos dientes de la cremallera. Pasan el pestillo a todas las ventanas, anudan la basura antes de dejarla en la entrada para sacarla al salir, colocan al final del trasportín un redondo Babo-chan salmón para engatusarle, y de repente la estancia retorna a un alma aséptica, casi fotográfica, propia de las inmobiliarias.
—¿Estás seguro de que no te dejas nada?
—Que no, Pesadoyama.
—Como vuelva y vea algo tuyo, me lo quedaré —le pica, metiéndose las llaves al bolsillo delantero del pantalón.
—¡Sí, hombre!
Se van de la mano.
Recorren toda la calle mayor, ataviados hasta las cejas de múltiples capas de algodón para sofocar las inclemencias que carraspea un viejo invierno, cruzan por un pequeño parque del que cuelgan luces navideñas y solo se desanudan al pasar el control que siempre les espera a todos los transeúntes al adentrándose en la boca de la estación. Han colgado guirnaldas en las puertas de cada establecimiento y luces con motivos estelares del techo. De izquierda a derecha, los holgados pasillos de la terminal se ven repletos de trabajadores a los que la oficina no les ofrece descanso, familias que llegan a la gran ciudad para cambiar de aires en vacaciones y estudiantes que vuelven a casa por Navidad. Verlos produce en Hinata una ligereza dentro sus huesos, una conexión de empatía inmediata.
Para llegar al tren, hacen malabares y casi pierden por el camino una mochila en las que van todos los regalos pequeños sin empaquetar.
—Toma —Kageyama le ofrece el auricular, que había enchufado previamente a la base del IPhone—, ¿qué estás mirando?
Nesquik maúlla bajito desde la mesa plateada que centra los cuatro asientos (recubiertos de tela rojiza aterciopelada y ligeramente reclinables) del vagón que les ha tocado cuando ve la mano de Kageyama colocar el móvil sobre un costado, apoyado en una botella de litro y medio. Se está portando mucho mejor de lo que vaticinaban.
La pantalla les devuelve el fotograma de un partido Japón-Eslovenia, que habían decidido ver juntos durante las dos horas de viaje, a la espera de que uno de los dos decida darle al play.
—¿Eh? ¡Ah!
Desvía la vista de Kageyama a su móvil varias veces.
A parte de ellos, hay una chica de coleta rubia sentada tres filas por delante leyendo un libro. Si agudizaran los oídos, podrían percibir el runrún de la música que emanan sus cascos inalámbricos.
—Estás en Babia o qué.
—Es que no te lo vas a creer —murmura, revisando el chat de nuevo. Básicamente porque ni siquiera él entiende muy bien lo que acaba de pasar—. Mira.
Le cuesta un poco comprender que es Instagram, lo percibe por el modo en el que sus pupilas escanean las esquinas de la página tratando de desentrañar lo que tiene delante; Kageyama no se ha descargado nunca la aplicación a pesar de que gran parte de los links que le manda son reels de ahí. Hurracas que gritan dentro de vasos de plástico, la receta de un pan sin levadura al microondas, un señor vertiendo media botella de aceite de oliva en un bocadillo... Para el caso, tiene Facebook, Twitter, Youtube y mucho le estás pidiendo.
De una conversación con una sola frase, Kageyama lee, en voz baja:
—"Te dije que un día te la colocaría" —y eleva los ojos hasta él—. No ha podido aguantárselo, ¿no?
Hinata sabe que están pensando en lo mismo.
—Es Atsumu —de coletilla a todas sus acciones—, si retiene algo en el cuerpo más de lo debido se le enquista —se ríe para luego arrebatarle el Samsung, bloquearlo y metérselo en el bolsillo del vaquero—. Ya le contestaré luego, ¿empezamos?
—Quédate con los pases cortos y yo los largos, luego comentamos.
—Vale —coge aire y empieza una marcha atrás— Tres, dos… uno.
Recogiendo el cable del casco, advierte un asentimiento por el rabillo del ojo. Y no es que haya hecho algo especial para sembrar el terror en sus venas, simplemente ha cabeceado, dándole un toque a la pantalla con el índice para reanudar el vídeo. Parece normal. Todo lo normal que puede ser Kageyama Tobio, claro. Su rictus de serie: cejas ligeramente fruncidas, labios sin señal de emoción y la belleza asquerosamente natural de un modelo. Todo el pack al completo. Debería ser más que suficiente para relajarle la inquietud que le trinca el estómago.
No soy nadie, ¿vale?
Pero no lo es. Suficiente. Que palabra tan pobre. Su voz bronca y congojada se arrastra contra las paredes de su mente. Arañándola. Insuflando la sangre de preocupación.
No puedo hacer nada bien.
Llega un momento, entre los primeros puntos de Eslovenia y el segundo saque de Japón, en el que Hinata no aguanta más.
Estira el brazo y pausa el partido, mordiéndose los labios para no sucumbir a las ganas aplastantes que le acucican desde la parte posterior del cráneo. Diez minutos de silencio han sido demasiado. ¿Pero esos segundos en los que tarda en girarse y le busca la mirada? Esos son eternos.
—¿Te molesta?
Kageyama parpadea. El cambio de actitud le desconcierta. Lo estudia de hito en hito.
—¿Que lo pares? —Luego parece caer en la cuenta de algo obvio, enarcando las cejas—. ¿Es que necesitas ir al baño? —musita, y la soberbia hace presencia en la comisura de su sonrisa—. Sé que tienes una fuerte necesidad por anunciar e incluso cantar lo que vas a hacer pero no creo que mi opinión sobre tus necesidades básicas deba suponerte un problema.
No, si ahora el problema lo va a tener él.
Lo que le faltaba.
Por preocuparse de un tío que si aprendiera a sumar dos más dos descubriría cuantas patas tiene una silla.
—Guau —silba Hinata, dándole un puntapié en el tobillo— es increíble la capacidad de habla que tienes cuando eres un completo gilipollas.
—Pero si eres tú el que se ha puesto a preguntar tonterías.
—El tonto aquí eres tú.
Y lo empuja del hombro, o lo intenta, porque Kageyama lo esquiva y le agarra de un zarpazo para hundirle los dedos libres en el costado.
—Solo te estaba preguntando por Atsumu —jadea, agobiado, tratando de parar el ataque de cosquillas flexionando los brazos a su alrededor a modo de escudo humano—. No quiero que te sientas incómodo.
Surte efecto inmediato, como un cortocircuito, se detiene. Todavía enredados entre dos sillones enjutos a los que levantaron los reposabrazos de en medio para que pareciera más amplio.
—¿Kags?
Tiene la cara arrebolada de intentar sostenerle cerca, los dedos rígidos contra su camiseta nórdica verde limón y da la impresión de estar aún más perdido que antes de creer que quería ir al baño y le estaba pidiendo permiso para ir al baño.
—¿Porque te haya mandado un mensaje? —se endereza, apoyando las palmas sobre el asiento, a los lados de los costados. Todavía Hinata tiene una pierna subida a sus muslos y la otra detrás de su espalda, haciendo pinza, y si alguien entrara al vagón darían todo el pego de que estaban medio tumbados y abrazados pero esa posición facilita un poco la tarea de hablar—. ¿Por qué tendría que importarme?
A Hinata le entran ganas de estrangularle, en cambio entorna los ojos y decide explicarse.
—No me estás entendiendo —chasquea la lengua-, simplemente… Mira —cuando en realidad lo que quiere decir es "préstame atención", incorporándose sobre los codos para hablar más de cerca. Y hay algo, esa contemplación serena que surca el rostro de Kageyama esperando a que continúe, como si hubiera leído en él la intranquilidad, que convierte su pequeño enfado en papel mojado—. Es que no sé cuáles son los botones que presionan tu ansiedad, ¿vale? Ayer estabas tan mal y-y tampoco quiero ocultarte que me habla nadie, pero como es colocador y sé lo mal que lo pasas con Oikawa y también sé que Atsumu no es arena de otro costal y ha sido un poco muy imbécil contigo. —Coloca ambas manos a los lados su cuello, encima de la porción de piel desnuda que se sobresale del suéter de punto chocolate, anclándole—. Así que si esto te hace sentir mal no quiero que te lo guardes. ¿Entiendes por dónde van los tiros? —Pasa los dedos por el hueso de su mandíbula—. Porque ahora que estoy soltando todo esto comienzo a pensar que quizás sacar el tema no es lo más inteligente por mi parte y necesito un poco de feedback de la tuya. Algo. Lo que sea. Aunque estás poniendo una cara de alelado, ya sabes, como cuando se caen dos batidos de fresa de la máquina expendedora y te pones megaultrafeliz y-
Y parece que quieres besarme.
Hinata ha aprendido a distinguirlo. La forma en la que prepara el cuerpo en tensión, unos instantes antes de claudicar como un creyente que lucha por seguir la palabra sagrada pero acaba sucumbiendo a su mayor deseo. Esta vez es un poco distinto. Parece un arrebato. Más propio de él que de Kageyama. Simplemente se deja caer encima suya, clavándole el reposabrazos metálico en la mitad de la espalda, y de repente tiene una boca sobre la suya como si fuera inevitable. Enreda los dedos en su pelo azabache y reduce a ese movimiento húmedo que le succiona la comisura todas sus inquietudes. O mucho mejor, como si fuera evitable pero no quisiera intentarlo.
—Vale, vale —habla besándole—. No responde a mi pregunta pero puedes repetirlo si quieres, un diez.
Resopla. Bueno, la realidad es que hace un sonido, casi un mugido de angustia mezclado con desesperación mientras se separa y hunde la nariz contra su clavícula y, entonces, resopla.
—Eres idiota.
—Ya, pero te gusta este idiota.
Ahora sí que los verían muy abrazados, de entrar alguien desde el otro vagón.
—No me molesta.
Lo dice más tarde, cuando ya han visto la mitad del partido y Hinata se ha saltado las normas sacando a Nesquik del bolso para acariciarle la barbilla un rato.
—¿No?
—No.
A Kageyama se le había olvidado el color teja de la estación de Sendai.
El tono rojizo que se entremezcla con la tierra y crea una visión cálida alrededor del edificio con forma de caja de zapatos que se sostiene a columnas blancas.
Sus padres les esperan fuera del Toyota Prius con la misma felicidad vibrante que emitían cuando volvía del instituto; un poco contenida al principio, un despegue de animosidad durante los últimos metros. Es un poco absurdo tener la impresión de que le parezcan más mayores porque no hace tanto que hizo una videollamada con ellos, durante meses ha estado escuchando sus voces por el grupo familiar de Line, ha visto resurgir las canas del teñido castaño de su madre, se ha dado cuenta de la ligera barriga que corona el cinturón de cuero de su padre. Y sin embargo, lo piensa. Han cambiado. No mucho, como un árbol que se inclina levemente después de estar expuesto a ráfagas de viento durante medio año, sin llegar a caerse.
Se le había olvidado lo alto y ancho que era su padre, porque desde el móvil todo parece más manejable y engañoso, pero en cuanto lo atrae obligándolo a encovarse un poco, en cuanto se apoya en él con la misma seguridad en la que los marineros confían en que el ancla no va a dejar a la deriva el navío, en cuanto su madre lo sustituye de puntillas para arrullarle un "te hemos echado de menos," redescubre la definición de lo que es ser hijo. Entender que hay alguien mayor que debería ser eterno y que te va a cuidar siempre.
—Estamos en casa, ¿eh?
Se fija en un rizo perfecto situado sobre el arco de la ceja cobre de Hinata, dos centímetros más abajo encuentra el carmín coral de su madre. Casi encima del pómulo plagado de estrellas pecosas. Le sonríe, con todos los bolsos en medio, abrochándose el cinturón, bajando la ventanilla para que el olor perenne de una ciudad boscosas resbale lejos la esencia de la gasolina, alcanzándole los dedos a través de las mochilas para enredarlos con los suyos.
Si bien es una escena que dura tan pocos minutos que difícilmente podría pasar a formar parte de un álbum de recuerdos, por unos segundos, Kageyama desea que dure para siempre.
—Sí —le contesta, con un nudo en la garganta.
Se lo traga.
Hemos vuelto.
Hay una casa demasiado grande y vieja en lo alto de una colina, de cuya puerta cuelga un tablón de tiza de la que se puede leer a letra blanca "Hinata's Family. Merry Christmast!", un poco más abajo alguien ha enganchado lo que parece un árbol navideño dibujado, coloreado y recortado a mano.
No está sola, por supuesto.
Como toda población urbana, Miyagi no es —ni de lejos— una excepción; en sus colindantes periferias aparece el zacatón salvaje y brotan tejados acampanados algo más modestos. Parcelas rodeadas de vallas barnizadas cada verano. Abedules de hojas aovadas de las cuales la nieve se adormece todo enero. A pie, camino abajo, se encuentra un supermercado Marusho muy pequeño, apretujado entre dos garajes, casi inexistente. Si alguien pasara por la calle sin fijarse, no le prestaría atención. Pero el dueño, todo nariz y cabello blanco, vende la mejor fruta del barrio encorvado sobre un paraguas que usa de bastón, así que le cuesta pasar desapercibido.
De hecho, esa misma tarde, un par de hermanos había arramplado con una buena parte de la mercancía.
Y eso nos lleva de nuevo a la casa. Concretamente, a su salón.
—Papá —Hinata no cabe en sí mismo, trenzando el grueso pelo de Natsu. Se lo ha dejado crecer hasta la mitad de la espalda y le hace ver casi adolescente aunque todavía solo roza los diez años—, ¿pero tú has escuchado a esta niña hablar?
El programa de talentos que pusieron mientras colocaba los cuatro platos y sendos pares de cubiertos sobre la mesa horas atrás se dilata al fondo del chorro de agua, que despega el remanente del curry y los granos secos de arroz.
El hombre ladea la cabeza, los antebrazos mojados y escurriendo espuma.
—¿Sobre qué?
—Repítele tu pregunta.
Ella, que cogía gajos pelados de mandarina, asiente, mastica y trata de hablar. Todo a la vez.
—Traga primero —advierte su madre, sentada al otro lado de la mesa. Quitándole la piel a otras dos sobre cuadros de servilleta para que las gotas del zumo no quemen la madera.
Hinata alarga el cuello en su dirección y abre la boca para que le dé un poco de la pulpa de la fruta, como si eso fuera suficiente comunicación ella se lo lanza. Lo pilla al vuelo, rompe la fina piel de una dentellada y el jugo estalla en su boca, dulce, con ciertas notas agrias al final. Dejando un regusto al final de su lengua.
—¿Qué pasaría —Natsu comienza, con parsimonia, recapitulando lo que había dicho cinco minutos atrás— si hubiera una máquina que hiciera volumen sin usar volumen?
Juega con las migajas de pan que se desperdigaron en la mesa durante la cena.
—Explícate —le anima su madre.
—Sí, a qué te refieres con hacer volúmenes —secunda Hinata, quien para estas alturas sabe que su padre ha picado en el anzuelo y está más interesado en la respuesta que en lavar la loza.
—Por ejemplo —ajusta el tono a ese resabido que en otras personas le harían arrugar la nariz pero que en ella le apasiona. Porque es inteligente y brillante y va a ser la mejor alumna de todo el distrito. Acurrucado bajo el futón contempla a su padre limpiarse las palmas en el delantal, a la altura de la pernera—, imagínate un pedazo de carne. Tú te lo comes y creces —gesticula a lo grande, abriendo los brazos de par en par y los tres miembros de la familia se sonríen hasta los goznes en silencio—. Imagínate eso, papi ¿vale? Creces pero estás usando el trozo de carne, para crecer —añade, siguiendo el camino que hace su padre hasta cruzar las piernas y sentarse, rodeando la cintura de su madre. Apoyando la mejilla en su hombro cubierto de una fina manta esmeralda, sin dejar de mirar a la más pequeña con admiración—. Entonces, al final no estás creando volumen, es un volumen que ya existía. Pero si alguien creara —Natsu pesca otra porción de mandarina, parece que va a darle un mordisco pero se detiene a medio camino—, si creara una máquina que hiciera crecer sin usar volúmenes, ¿qué pasaría?
Se le iluminan los ojos, idénticos a los suyos, pero que cuando los contempla en ella le parecen mejores, como una versión perfecta de sí mismo, y él termina de anudarle el cabello con un coletero marrón.
—¿Te das cuenta de lo lista que es? —cuchichea, acodado al filo de la mesa—. Les va a pagar el asilo.
A su madre la sonrisa se le transforma una carcajada.
—No te vas a libras de cuidarnos, renacuajo —su padre le apunta con el índice, intentando aparentar una seriedad y una amenaza que no siente.
—Pero… ¿me van a escuchar? —esta vez sí, su hermana mordisquea la mandarina y se lame los dedos uno a uno antes de continuar—. Tengo dos teorías.
No una sino dos. Teorías. A Hinata no le entra en la cabeza que su hermana haya aprendido en primaria un vocabulario tan específico. Él, que va a la universidad, le cuesta hacer divisiones de dos cifras.
—De qué —se muere de la curiosidad—. Cuáles serían.
—La primera es que no sucedería nada —explica, convencida. Atrapa un mechón que había quedado holgado de la trenza detrás de la oreja—. La segunda es que si creáramos mucha masa, así, como un montón. —Abre los párpados hasta los topes y eleva las cejas, mirándole, casi demasiado ensimismada en su historia, con las palmas abarcando ese algo ilusorio que dentro de su mente es real—. El aire como que se comprimiría —y lo aplasta de un movimiento, ¿el objeto invisible?, reducido a una franja diminuta de aire entre sus manos—, y se empezaría a hacer más pesado y después de estar algún tiempo siendo volumen, eeeh —flaquea—, ya no podríamos respirar y nos moriríamos.
Y lo dice tan tranquila.
—¿Eso lo diste en el colegio?
Su padre busca en su mujer un poco de comprensión. El asombro que está experimentando ha adquirido unos nuevos parámetros. Por desgracia, ella solo se encoge de hombros.
—No —admite Natsu—, simplemente se me ocurrió.
Y así los Hinata inauguran la primera noche de épocas navideñas juntos.
Tras toda una tarde y gran parte de la noche abasteciendo la despensa de chucherías e ingredientes para la cena de Noche Buena, soplando las velas con forma de regaliz que su madre colocó sobre la tarta de almendra y nata que eligieron los tres en una tiendita del centro comercial y contestando el interrogatorio paternofilial mientras Gato (al que en esa casa también le llaman Nesquik porque Hinata había tardado dos segundos en convencerles) lo traicionaba y se arremolinaba en el regazo de su padre, volver a la soledad de su cuarto implica tirarse de espaldas a la cama y suspirar de placer ante el silencio.
Por fin.
Agradece enormemente el recibimiento, el sobre con dinero que su padre le ha entregado fingiendo estar en un intercambio de contrabando y el conjunto deportivo morado y negro Adidas, pero la perspectiva de los próximos días, que van a ser como mínimo el doble de ajetreados, le drena de energía de solo recordarlo.
Desayuno con Kindaichi y Kunimi. Cena temprana con sus padres y videollamada con sus abuelos por la noche. Intercambio de regalos con Hinata durante el día después. Quedada con Yachi, Yamaguchi y Tsukishima el veintiocho. Despedida del año en el templo con todo el Karasuno. Y entre el montón de tareas sociales debe cuadrar un hueco para estudiar y cortarse el pelo, y (si es posible) hacer alguna práctica de coche. Ni siquiera debería tener la ropa de mañana preparada, porque el plan en cuestión radica en un paseo, una charla y algún comistraje, y sin embargo es un punto menos en su lista de tareas al que prestar atención y que le hace sentirme menos culpable por dedicarle tanto tiempo a eventos que le gustan en vez de a las asignaturas que (tal y como va) tiene toda la pinta que va a suspender.
Eso, sumado a que sus padres se comportan como si la admisión en la Selección fuese otro motivo más por el que tomarse estas vacaciones como un apasionado viaje familiar y pasaran por alto las cinco veces que les ha nombrado que necesita estudiar al menos tres horas al día, le genera una desagradable y viva sensación en el estómago.
Hinata-idiota (22:48)
Buffffffffffffffffffff
que mal me ha sentado el curry
yamayama ven a cuidarme ;A;
(Imagen)
Natsu te quiere decir algo
(Audio – 00:56)
La presión angustiosa se suaviza conforme la fotografía pasa de borrosa a nítida y se amplía, hasta abarcar las cuatro esquinas digitales. Apenas caben en el encuadre. Evidentemente la había sacado Natsu. Demasiado cerca y algo distorsionada por los bordes. Dos mejillas pegadas entre sí, la mitad de dos sonrisas y la clara tendencia pelirroja coloreando sus rizos desparramados sobre una almohada. Luego, los escucha. A ella diciendo "Tooooobiii, ¿cuándo vas a venir?" con ese matiz inocente que lograría edulcorar hasta al café más negro. A Hinata trasteando de fondo y "dale un besito a Nesquik de mi parte" que enseguida se alarga por un "bueno y para ti también, ¿no, Natsu?", a lo que responde "sííííí" lanzando sonidos que emulan besos.
—Buenas noches, Natsu, dile al idiota de tu hermano que deje de comer por encima de sus necesidades y que se tome un poco de agua con limón —lo envía con celeridad y procura actuar con normalidad, aunque no lo tiene delante como para tener que fingir.
Maquillar las ganas de escribirle cualquier bobería que a Hinata le hiciera saber que él también quiere darle un beso de buenas noches, porque tendría que matarse después de hacerlo. Pero no puede evitar sentirse bochornosamente renovado de energías con solo ese mínimo de interacción.
Hinata-idiota [22:48]
te he oído y te odio
espero que los mosquitos te piquen en la cara interna de las rodillas y no puedas dormir
buenas noches, boboyama 3333
Es automático. El cambio interno, de una marcha a otra, la aplastante presión en su corazón se levanta y, fuera de su control, se inclina hacia Hinata.
No babees la almohada.
Con esa sensación latiéndole en el pecho, bombeando sangre caliente hacia el resto de terminaciones nerviosas, abre otra conversación en la que un mensaje ya aparece escrito a pie de página. Preparado. La bala en el cañón. Solo falta disparar. Kageyama ha estado todo el día observándolo y editándolo como si fuera la sentencia de un juicio.
Teniendo la sensación de que si lo envía, no habrá vuelta atrás.
Hola, Jane.
Sé que no he contestado a los últimos mensaje pero si todavía tienes un hueco libre para enero, me gustaría concretar una fecha lo antes posibles.
Saludos.
Y quizás sea cierto.
Desde la pantalla, se observa cómo unas letras suben al panel del chat y Kageyama se da por satisfecho con eso.
Quizás sea el cambio que necesita.
Las horas previas a la Nochebuena contienen una infantil ilusión que alumbran a las personas con el mismo fulgor que despiden las luces navideñas en lo alto de las calles, cada cien metros, colgantes de fachada en fachada. Intrincados cables forman flores bermellón, doradas campanas, redondas esferas esmeraldas, haciendo que las farola pasen a un segundo plano. Resguardados del polvoroso frío y de esa llovizna intermitente que cala lentamente los gruesos abrigos de lana, los transeúntes se saludan y se despiden a la entrada de las tiendas, cargando pasteles empaquetados en lazos de raso y regalos de último momento.
El día veinticuatro de diciembre el mundo es más amable y la ciudad decide vestirse con sus mejores galas y a Hinata se le enrosca dentro de las articulaciones una sensación de plenitud, como si supiera que nada ni nadie podría estropearle su aniversario con la Navidad.
O eso creía.
—¿Estás seguro de que es por aquí? —insiste Koji, por cuarta vez, ajustándose el gorro verde botella a las orejas enrojecidas del aire y observa por encima del hombro el móvil de Hinata.
Ya le había visto el pelo totalmente rasurado al uno en las fotos que le pasó a principios de mes, después de que rompiera con la que fue su novia desde los quince años, y aunque la mata negruzca le ha crecido unos centímetros, todavía genera en sus facciones un efecto de redondez que contrasta con el puesto de administrativo en la sucursal ferroviaria de Sendai.
—Que sí —repite, porque no hay manera de que entren en razón. Un poco agobiado se retira un remolino de la frente con un resoplido—, puede que me pierda constantemente pero Google Maps no tiene la capacidad de mentir.
Lo andado desde el parque en el que se habían encontrado quince minutos atrás se refleja en el mapa como una línea rojiza, de ella emerge otra azul, bastante más corta, que acaba en el punto al que pretenden llegar. Cinco minutos. Literalmente solo les queda caminar hasta la esquina y girar a la derecha. Y Hinata augura que es mucho pedir un poco de confianza por parte de los amigos de su infancia en lo que queda de trayecto.
Izumi se sube la cremallera de la parka oliva hasta el final, echándose la capulla lanuda de un movimiento sobre la cabeza.
—Lo que nos preocupa no es una aplicación, sino que tú lo hayas puesto mal —explica el muy listillo, rodeándole por el cuello para pescarle el móvil.
—¡Oye! —Hinata va a tirársele encima de un salto cuando Koji le caza por la espalda y enreda los brazos con los suyos para que no escape—. Déjame, hombre. —Qué manía con hacer piña en su contra cada vez que propone un plan—. Quiero un reembolso.
—¿De nuestra amistad? —se aventura Koji. A pesar de los forcejeos, el chico se ríe desde detrás y refuerza el agarre—. Llegas tarde, el ticket se venció hace por lo menos quince años.
—Yo diría que más —Izumi se ha teñido las greñas de un roza pastel pero el avellana comienza a brotar del cuero cabelludo, recogido en una media coleta dos largos mechos enmarcan la expresión estudiosa que le está echando a su móvil—, ¿El misterioso sitio al que querías llevarnos es a Talleres Palermo? —revisa de nuevo el nombre antes de elevar la barbilla y estirar la pantalla hacia el traidor— ¿Eso no era un garaje industrial donde se arreglaban coches?
Hinata cierra los ojos con mucha fuerza, armándose de paciencia, y relaja los brazos inmóviles a su espalda a la espera del comentario de Koji.
—El otro día pasé con mi padre por ahí y tiene toda la pinta.
—¿Realmente crees que un sitio así va a hacer tarta de queso con Kinder Bueno?
Erre que erre. Se lanzan la pelota de un extremo a otro, intercambiando miradas cómplices emponzoñadas en pura malicia.
—A lo mejor reutilizan el carburante del motor.
—Entonces ya sabemos qué clase de aceite usan para freír las patatas.
Sonidos de fingidas arcas y risas malintencionadas, ese es el precio a pagar por conservar amistades de su niñez. De un aspaviento, Hinata se libera. Bueno, saca los brazos del amarre improvisado que había hecho Koji con las manos a su alrededor sirviéndose de ese instante de complicidad entre los dos y, un segundo después, recuera su móvil y les hace un corte de manga que no tiene ni la mitad del efecto que le hubiera gustado. Uno silba con simulado asombro y el otro le revuelve las greñas riéndose de él.
—¡Oh, venga ya! ¿Podrían fingir un poquito de entusiasmo? Me lo he currado. —Saca lustre a su boca de piñón alimonada con una caída de pestañas triste—. Lo han renovado hace poco. Es un coworking o como se diga, yo qué sé, una de esas cafeterías a los que la gente va a trabajar —explica, enarcando las cejas—. Pero solo por la mañana y parte de la tarde, ¿sabes? Porque por las noches se convierte en bar con grupos musicales por la noche.
Hay un cruce silencioso entre ellos que a Hinata le hace pensar: "ya van a empezar otra vez".
—Es como cenicienta, a las doce de la noche pierde todo el encanto.
Izumi, socarrón.
—Se apagan las luces y el vaso margarita que te ha costado medio riñón pierde la sombrilla y empieza a burbujear.
Koji le clava el codo entre las costillas con tanta fuerza que Hinata pega un respingón.
—¿La idea de la quedada es burlaros de mí? —pregunta por vicio, sobándose lo que en un futuro será un bonito moretón.
Entre los dos no hacen ni media neurona, pero se les da de fábula sonreír de oreja a oreja y hablar a la vez:
—Claro.
—¿Lo dudaba?
Si no fuera porque les quiere y se divierte con esa clase de interacciones ya les habría dejado atrás. Aparcan el rifirrafe con un abrazo que se granjea un par de miradas divertidas por parte de dos señoras acomodadas en un banco al otro lado de la orilla de la acera y caminan poniéndose al corriente de los últimos capítulos de Naruto Shippuden. Pronto, Talleres Palermo se materializa ante ellos. Su cáscara se trata, ni más ni menos, que del antiguo esqueleto de una nave industrial revestida por pintura roja salvo por un alargado rectángulo blanco vainilla en el que se lee su nombre. La puerta tiene la anchura de un armario doble y está coronada por unas letras dibujadas en luces rojizas de neón que dice "todo es mentira".
—Mira que se lo dije —Hinata chasquea la lengua, empezando a sonreír hacia una agrupación de sillas reutilizadas que se agrupan en derredor de una masiva mesa amaderada.
Sus amigos le escudriñan sin comprender.
—¿Sé? —empieza Koji.
—Ahora somos uno, al parecer —bufa Izumi.
—Vosotros no, tontos del culo —les hace una señal al fondo del establecimiento con la mano diestra—. Es Kags.
Efectivamente, allí, no muy alejados de la barra. Acodado sobre el filo de un tablero empapelado en pegatinas simulando una tabla de skate. Kageyama Tobio, uno especialmente relajado, esconde detrás de su taza celeste humeante lo que aparenta (sin lugar a duda) el inicio de una sonrisa.
La cafetería en cuestión la reconstruyeron a base de adoptar inmobiliarios abandonados, darles una lavada de cara, recubrirlos de barniz después de sacarle las astillas y distribuirlos bajo las lámparas como si fueran parte de un mismo conjunto. ¿De esa manera sutil en la que algunas personas saben vestirse porque son naturalmente guapas y con tres piezas de ropa sin sustento logran que la indumentaria quede bien y, para colmo, resulte que van a la moda? Pues lo mismo ocurre en las entrañas de Talleres Palermo.
Con poco, han logrado un nexo moderno que atrae a adolescentes, hípsters, nómadas digitales, maniacos del yoga, crossfiteros y hippies.
Kunimi lo conoció una mañana que se había saltado las clases de Macroeconomía y Sistema Financiero Japonés y Comparado (para escuchar cómo alguien leía en voz alta las diapositivas a tono descafeinado, se los repasaba dos noches antes del examen). Era un 3x1, porque (además de recuperar las ganas de vivir) se ahorraba el rictus de interés cada vez que su compañera Saori lo arrollaba para reformular una frase con el fin de que le confirmara que había entendido bien y evitaba la angustiosa necesidad que caracteriza a Taro por incluirle en su chupipandi de masculinidad frágil en la cual lo único que hacen es cosificar a las chicas y medirse mutuamente los picos de testosterona a través de rituales unga-unga que (honestamente) escapan a su imaginación.
Después de casi un año exponiendo con claridad su desapasionada curiosidad por formar parte de su secta, Kunimi ha comenzado a creer —para su total horror— que le busca con otras intensiones. Podría atribuirle muchas cualidades pero la insistencia brilla al fondo de sus iris pardos una vez el docente desconecta su pendrive de la torre y sale al pasillo. Es inminente, le da una palmadita al primer amigote que tenga al lado y, con la camisa bien abrochada, está cruzan las piernas encima de su mesa como si fuera una silla. En ocasiones le pregunta qué tal está, otras le pone al corriente de su catastrófica vida llena de fiestas, pero siempre (no hay un solo día en la faz de la Tierra que falte a su palabra) le pregunta si quiere tomarse un café con él. Además, lo hace con ese deje a favor que le revienta por dentro; sonriendo (claro, está) desliza de su lengua un "te noto decaído, ¿no crees que te vendría bien tomarte un café? Yo invito" y "vaya, una cara tan larga solo se arreglaría con un viaje a la cafetería a mi lado".
Mentiría si no se le ha pasado por la cabeza soltarle: No, Tora, soy millenial. La falta de expresividad en mi jeta se debe a que nadie me preguntó si quería nacer y, encima, pretenden que busque la manera de mantenerme por mí mismo. Quiero un trabajo fijo en cuanto cumpla los 21 y la perspectiva de cero preocupaciones por el resto de mi vida y eso tú no lo entiendes porque has entrado en Economía para heredar la empresa de tu padre y comprarte una bañera más grande donde despilfarrar el dinero, así que no, gracias, no quiero un puto café.
Pero eso sería abrir la veda a una posible trama que prefiere evitar.
Porque, honestamente, si viviera en una película, lo más probable es que acabara accediendo por pena o por curiosidad, descubriría a un ser humano decente bajo ese petrificado machismo clasista que usa como medio de vida. Y le tocaría hacer de reformatorio, psicólogo y educador a riesgo de pillarse por él, pese a ser una mala idea, mientras malgasta los últimos años de su tiempo como estudiante.
O sea, no. No va a pasar.
De momento no le pagan por hacer obras sociales y se cansa solo de pensar en tener que definirle lo que significa feminismo.
Si tiene algo de poder sobre su historia, espera que su escritora capte el mensaje y se lo curre un poquito más. Gracias.
Y, puestos a elegir, prefiere ser un mero espectador.
Uno mayormente imparcial, o desinteresado. Ve las estaciones pasar y disfruta de la contemplación con serenidad.
Sí, ese va a ser su plan.
De hecho, este preciso instante es un buen ejemplo al que (quien tenga la mala suerte de contar sus inexistentes peripecias) puede atenerse. De verdad. Un gran ejemplo.
Sentado junto a su mejor amigo, el respaldo del banco amilanado (que en realidad son tres asientos morados de avión encajados entre sí pero que llamaremos banco) le sostiene la mitad de la espalda por estar demasiado recostado. Dobla la pierna derecha sobre la izquierda y observa por encima de la orilla de su smoothie de fresa, kiwi y plátano uno de esos acontecimiento astronómicos que solo ocurren cada milenio.
Hinata Shōyō.
O un arrebato de energía incandescente que le inducía la necesidad de sacar las gafas de sol de su mochila en medio de cada partido solo para refugiarse un poco de su… bueno, de él.
Había entrado hecho un torbellino por la puerta hará cosa de tres minutos. Ataviado en un jersey naranja chillón invadido por enormes (de verdad, gigantes) caras de gatos sonrientes bajo su abrigo marrón. Fue ineludible fijarse en su figura, un poco más ancha y alta de la que tenía registrada en su memoria, sobre todo por el modo en el cual su sonrisa se transformó en una travesura al dar con ellos tras empujar la pesada puerta de berilio con ambas palmas, haciendo repicar la campanilla de oropel que colgaba del dintel.
Kunimi había hecho lo propio, lo que hace todo colega que avista un chisme: empujar su rodilla contra la de Kindaichi y lanzarle una miradita disimulada para que lo viera. Había resultado cómico, porque su amigo le estaba contando a Kageyama algo sobre un equipo de Hakkodate de segunda división que le había mandado una propuesta el mes pasado mientras un cacho de crep con dulce de leche volaba hacia sus labios entreabiertos y a él, que se le da muy mal disfrazar sus emociones, se le quedaron los ojos como platos apuntando a la entrada.
Dejando suspendido el tenedor a medio camino del desayuno.
Menos mal que Hinata siempre ha sido un hombre de acción y había tardado un segundo en empezar a gritar "Ka-ge-ya-maaa" (granjeándose unas cuantas miradas desaprobatorias), y otros tres en orbitar hasta dar con Kageyama. Más bien estrellarse rodeándole por la espalda del pobre, que había aguantado el golpe algo aturullado.
—Mira que eres predecible. Hola, chicos. Mola la camisa, Kindaichi —añade rápidamente, señalando al escudo de Capitán América que abarcaba parte de su tórax antes de continuar—. Te enseño por Instagram un lugar bonito al que ir y al que sabías que iba a venir con Izumi y Koji, ¿y tú qué haces? Copiarme.
—No me habías dicho que ibas a venir hoy, penco.
—Ya, claro, y voy yo y me lo creo. No serás tú un listillo, Smartyama.
—Más que tú seguro.
Hinata se había ido inclinando conforme le echaba la bronca para enfrentarle (todavía tirado encima de su espalda) y, a una milla de lo que Kindaichi y él acostumbran a presenciar, su antiguo compañero de equipo relaja los hombros y reduce al mínimo la tensión de la mandíbula. Una de la que no había sido consciente. Produce un efecto extraño. Verle transitar a un estado más relajado. Hasta el momento tampoco parecía realmente incómodo, más bien resultaba una versión tranquila del chico que conoció en el instituto. Parco, ligero y directo. Más callado al principio, entusiasta al nombrar el voleibol.
Pero no es eso lo que llama su atención y hace que un desayuno informal se convierta en un acontecimiento novedoso. Qué va.
Es lo que está pasando justo en este instante, Kunimi apoya su vaso sobre la mesa y las comisuras de Hinata se deslizan unos centímetros hacia arriba con una mansedumbre impropia de su naturaleza vibrante e incansable. Es ahí.
En el instante en el que Kageyama contempla a Hinata como nunca lo ha hecho con nadie. De un modo atemporal, como si la emoción que está experimentando fuera a durar más de los años que en realidad va a cumplir, con una intensidad que le hace querer quitar la vista para darles privacidad.
(Tampoco es como si hubiera estado en muchos momentos de su vida, la verdad, y supone que incluso gente como él puede enamorarse, por supuesto, pero tiene el presentimiento de que Hinata es el único capaz de lograr algo así).
Kageyama contempla a Hinata reírse y se le ilumina el rostro e, impulsado por un mecanismo interno, Kunimi se gira hacia Kindaichi.
Buscándole.
Queriendo descubrir su opinión al respecto de lo que están presenciando.
Hay una mancha oleosa y desleída del dulce de leche sobre la barbilla de su amigo, que crece un poco al echarse otro pedazo a la boca. Parece francamente entretenido. Mastica y le brillan los ojos y sabe que se ha reconciliado consigo mismo al reencontrarse con este Kageyama.
—¿Les importa que nos sentemos con vosotros?
Tarda un momento en comprender que Hinata se ha enderezado, y que mientras lo pregunta aparta la silla contigua a la de Kageyama; detrás suya hay dos figuras con la disculpa escrita en toda la frente, acompañados de un "hola" y "buenas" y dos bandejas atestadas de bollería.
—No, hombre —se adelanta Kindaichi. Señala a la mesa con gestos airados. La mano que ha levantado acaba descansando sobre el respaldo aterciopelado, uno de sus dedos (el índice, probablemente) le toca por encima del cuello de las capas de ropa, deslizándose por la nuca—. Entre más, mejor.
Al final acaban pillando una silla extra (que en algún momento fue un pupitre más de un aula de primaria) para no quedar todos apretujados y, entre presentaciones y un Tetris de platos, Kunimi comprende que lleva sin musitar media palabra más de lo que (incluso para él) es normal. Así que en cuanto… ¿Fuji? ¿Joji? Da igual, el chico del gorro verde que parece una versión de Aliexpress de Iwaizumi le vale. En cuando habla de un interrail con la JR PASS se sume en un debate con él sobre la subida de premios y los costes anuales que las becas universitarias perjuran poder costear aunque en realidad sea solo una bomba de humo para que la gente considere que a los políticos les importa la educación, solo para distraerse del cosquilleo involuntario de una yema enroscándose al inicio de su pelo.
—Ey.
Una mano descansa sobre los huesos de su rodilla, la misma que antes daba cierto calor al inicio de su columna. Aparece de sopetón, en los huecos roídos de un pantalón vaquero que vino así de fábrica, y con el pulgar y el índice pinzan una zona sensible del músculo que le sobresalta. Solo un poco. Kindaichi se ríe a su costa cuando se vuelve hacia él un poco mosca, levantando las manos en son de paz.
—Perdón, se me olvida que tienes cosquillas en todas partes —se excusa rápidamente— y que eres un quejica.
Kunimi no rueda más los ojos porque se quedaría ciego.
—Y así es como tiras por la borda tu única amistad decente, fracturándome.
—Hala, eres un puto exagerado —y lo dice sin piedad, con el risueño fulgor de la burla en lo alto de las pupilas—. Además, llevas en mi vida demasiado tiempo como para que te deje escapar.
Mierda, algo se le encoge dentro del pecho.
—¿Porque iría contando por ahí que tienes una obsesión insana con los patos y te pones los calzoncillos negro exclusivamente para citas?
—Por Dios —los ojos se le doblan en tamaño y un claro alivio maquilla su expresión al recorrer la mesa y darse cuenta de que el resto está enfrascado en otra conversación—. No vayas diciendo esas cosas por ahí como si nada.
Kunimi se encoge de hombros.
—Es verdad.
—Una que solo conocemos tú y yo —suspira, sin apartar la vista de él—. Y no, ¿por quién me tomas? Estás bobo, o qué. —A pesar de que abre la boca con toda la intención de contestarle, Kindaichi continúa—. En fin, te he visto sacar un par de veces el móvil, ¿quieres que nos vayamos? Tienes las pintas de un estudiante universitario al que le gustaría quemar su aulario después de estar diez horas estudiando un examen que ha suspendido.
El otro colega de Hinata, ¿Izuku? (sus esfuerzos por aprenderse los nombres de las personas radican en la cantidad de tiempo que les va a dedicar y aunque estos son muy majos duda bastante que vuelva a coincidir con ellos por intención propia), se ha levantado a pedir un par de cafés con leches, así que el resto de la comitiva se ha agrupado en torno a un sándwich a medio comer.
Se han puesto al día con Kageyama y, por motivos que desconoce, la inexistente agenda de Kunimi ha sido actualizada con muchísimos partidos deportivos y a un viaje a Tokio a finales de mayo, el cual ni siquiera tiene idea de cómo pagará, pero ahí está.
No es un mal momento para escapar.
Siendo honesto consigo mismo, se siente contento por el resultado de la quedada, porque siempre ha pensado que su infructuosa amistad se debió en una época terrible para los tres. Estuvieron en el momento y en el lugar inadecuado y ninguno tenía la madurez ni las herramientas para sentarse y comunicarse con dos dedos de frente.
Ahora es tangencialmente lo opuesto.
—Vale, eso es un ejemplo muy específico pero podría ser mi espíritu animal —asiente—. Tú pones la excusa.
—¿Por qué crees que te lo he propuesto? —dice, y le brinda un guiño cómplice—. Aunque podrías fingir una de tus migrañas.
Pese a morderse el carrillo interno, Kunimi fracasa estrepitosamente en su intentona por no sonreír.
—No tengo necesidad de mentir, siempre me pasa cuando estoy a tu lado.
—Oh —se lleva una mano al pecho con dramatismo—, ¿estás haciéndote el duro? ¿esa es tu forma de ligar conmigo?
Vale, Kunimi reconoce que quizás no sea el mejor ejemplo de cómo ser un personaje secundario que se dedica a ver florecer el amor en otros pastos más verdes, porque Kindaichi rebaña una yema en el remanente del dulce de leche y se la chupa muy concentrado y su cabeza se llena de las ganas que tiene de besarle aun haciendo el tonto.
—Puede —contesta, echándose la capucha a la cabeza—, pero solo si te pones de verdad esos calzoncillos de patos multicolor.
Pero es sin duda un buen ejemplo de cómo puede ser un protagonista con mejor gusto que la media.
Hinataboke (1:05)
ya he abierto los regalos ( ͜͡ʖ͡)
a Natsu y a mí nos han regalado la Wii UUUUUUUUUUUU y the legend of zelda
( ˘ ³˘)
y unas adidas superchulas con la suela color menta fluorescente
Tontoyama (1:10)
Van a juego con tu personalidad.
¿De dónde has sacado esos emoticono? A mí no me salen en el teclado.
Mi madre prefiere que los abramos desayunando así que mañana por la tarde te los enseño cuando vengas, ¿te quedarás a dormir?
Hinataboke (1:10)
es un secretooooo
me estas proponeindo cosas indicentes? (。‿。)
proponiendo*
indecentes*
Tontoyama (1:11)
…
Me voy a dormir, buenas noches. Aprende a escribir.
Hinataboke (1:11)
noooooooooooo
JO
Kags no aguantas ni unas sola broma
mañana te enseño
ademas quería preguntarte una cosa
Tontoyama (1:12)
Como mañana no me enseñes te dejo sin del bizcocho de limón de mi padre. Amenazado quedas.
Pero solo una, la siguiente tiene precio.
Hinataboke (1:12)
no amenaces con la comida SABES que soy debil ಥ﹏ಥ
Tontoyama (1:12)
Bueno, venga, que mañana me tengo que levantar temprano. Sabes que te guardaré un trozo, tolai.
Hinataboke (1:13)
Bieeeeeeeeeeeeeen ‿
nada nada
te importa si te llamo? es mas fácil.
No hace falta que le escriba una respuesta. Hinata da por hecho que puede y, aunque Kageyama ya ha empezado a ponerle un "Vale", su llamada hace que el móvil le vibre entre las manos menos de un minuto después de pedirle permiso.
—Ey.
Se lo imagina sonriendo en la oscuridad de su cuarto.
—Hola —susurra, nivelando la voz y pegando la boca al teléfono todo lo que puede.
—Por teléfono tu voz suena mucho mejor, ¿sabías? Sé que no puedes escucharte a ti mismo, pero de verdad. Un diez.
Se hace el inocente pero apostaría que sus esfuerzos por avergonzarles son totalmente intencionados.
—Eres un idiota.
—¿Te estás sonrojando?
—No —Kageyama se echa el edredón encima, cubriéndose parte de la nariz y las oreja—. Cállate.
—Seguro que sí, siempre que te halago con algo te pones como un tomate.
—¿No me querías contar una cosa?
Al otro lado de la línea, Hinata tararea ligeramente.
—Es una tontería, pero me hacía ilusión hablarla contigo.
—Dispara.
—¿Eres todo oídos?
—Y tímpanos.
—Bien —la inspiración se escucha profundamente y es como si le tuviera al lado—. Creo que a Kindaichi le gusta Kunimi, es solo una suposición, claro. Pero estoy seguro de que ahí hay algo.
La idea colisiona en la mente de Kageyama como un cometa que no había sido detectado por ningún satélite espacial. Al principio, le aturde.
—¿En plan… romántico?
Luego, intenta imaginarse a sus dos compañeros haciendo lo mismo que Hinata y él hacen. Horror.
—Hombre, pues claro —susurra a gritos, exasperado. De tenerle enfrente, hubiera recibido como mínimo un puñetazo en el hombro—. Cómo va a ser si no —y bufa con dramatismo. Kageyama puede ver su mirada fruncida y los mofletes hinchados—. Eres tontísimo.
—Y yo qué sé, Hinata, no me fijo en esas cosas.
—Lo has dejado muy claro. De verdad. Necesitas un cursillo en todo esto.
—¿Pero viste algo?
—Mmm… —vacila—. Bff, es que no sé. No sabría explicártelo con palabras porque es algo que la gente usualmente nota pero como tú eres de otro planeta…
—OYE.
—La cosa es que Kindaichi ronda mucho a Kunimi. Como si quisiera cuidarle todo el rato, ¿de verdad no te diste cuenta? Le compró otro batido en cuanto se lo terminó y ni siquiera se lo había pedido.
—Pero eso no tiene por qué ser algo especial, son amigos.
—Los amigos no se miran como si quisieran comerse hasta el cráneo, Kags —adorna la frase con un sonido que emula succión, muy contento de sí mismo—. Además, tú y yo también éramos amigos.
Éramos.
Pretérito imperfecto.
—Y lo somos, ¿no? —formula la pregunta con cuidado.
El silencio de Hinata dura menos de lo que su corazón entiende, porque Kageyama cuenta los latidos en vez de los segundos y llega hasta trece, mirando a su blanco y prototípico techo en busca de una réplica, una protesta o una alegación. Son rápidos y agónicos e intenta bloquear las ganas de insistirle por si no le ha entendido correctamente o alejar el móvil del oído para comprobar si le ha colgado. Se dedica a oír su respiración casi ausente, como si sus pulmones hubieran dejado de funcionar, y entonces vuelve en sí, un poco descompensada.
—Vale, sí —no parece una afirmación en concreto—. Creo que este es el momento en el que tenemos conversaciones paralelas y no quiero caer en ese berenjenal yo solo. Porque imagino que te refieres a que además de ser amigos, somos… Ya sabes.
Lo deja colgando a posta.
Le tira la pelota para que la coja y él no puede.
El corazón se le hunde entre las costillas.
Por primera vez Kageyama siente que no tiene recursos suficientes para darle lo que quieres escuchar. Le nace decir pareja o compañero, es lo que quiere que sean, y hace dos días Hinata le dijo claramente que estaban saliendo, lo tiene grabado a fuego bajo la piel. Y sin embargo en ese momento ponerle nombre le cuesta.
—¿Qué?
—Creo que esto lo deberíamos hablar en persona porque me está empezando a doler la barriga innecesariamente. Sé que se te da mal la comunicación pero es Navidad y-
—Hinata —le interrumpe, un poco acongojado— no he dicho nada raro. Ser amigos no implica que no podamos salir, ¿no?
—Dios, Kags —musita él—, eres agotador. Sí, por supuesto. Somos lo mejor de los dos mundos cuando no te empeñas en producirme un paro cardiaco.
—Tú sí que eres frustrante.
Y así es como superan sus malentendidos, insultándose. Si hubiera un Premio a La Pareja del Año, no les dejarían participar.
—Ya, ¿quién me está fastidiando la hora del chisme?
—¿A la una de la mañana?
—La respuesta correcta es siempre, Kags, pero no pasa nada. Ya te irás acostumbrando.
Kageyama sonríe, aunque seguramente no es una broma.
—Entonces piensas que hay algo entre ellos, ¿no?
—Sip. Al menos a nivel emocional, no sé si ha pasado algo. Kindaichi le mira de una manera que lo hace taaaan evidente.
—¿Cómo?
—Pues con muchísima suavidad, ¿comprendes? Como si todo fuera mejor cuando Kunimi le habla.
Un poco. Se tiende sobre el costado izquierdo percibiendo cómo su peso vence la elasticidad del colchón y las sábanas se reorganizan alrededor de su torso. Probablemente sea la misma cara que pone él cuando Hinata entra en la misma habitación en la que está él.
—Sí.
—A ver —se detiene antes de continuar y Kageyama juraría que puedo oírle morderse el labio inferior—, sé que ha sido una bobería llamarte por esto pero como hoy nos despedimos a las carreras.
El sueño hace de sedante, sin duda, porque sino no se atrevería a ser tan franco:
—Me ha gustado la llamada.
—¿Sí?
—Sí.
La conexión se anega de un silencio tranquilo, precedido únicamente por el de correr de las ruedas de los coches que pasan de tanto en cuanto por su calle, el viento más frío de la montaña que se filtra desde la ventana de Hinata y el murmullo suave de una respiración a la que se ha acostumbrado demasiado rápido a tener cerca.
—Vale, bien —Hinata rompe el hielo, carraspeando—. Pues eso, me voy a dormir. Mañana llegaré sobre las cinco y media, pero todavía no tengo muy claro si podré quedarme. Todo depende de mi madre.
—Está bien, mándame un mensaje a lo largo del día.
—O más.
—Eso no hace falta que lo jures.
Su risa es suficiente aliciente como arrancarle una sonrisa a Kageyama, incluso medio dormido.
—De verdad, eres bobísimo. Menos mal que eres guapo porque mira que no darte cuenta de lo pillado que está Kindaichi…
—Eso es porque te fijas más en la gente que yo.
—No, es porque sé lo que se siente estar enamorado de alguien despistado, Yamayama.
A Kageyama se le abre la piel y le brotan dos palabras que no alcanzan su garganta.
Yo también.
Sin embargo, tiene que obligarse a coger aire para que el cerebro le vuelva a funcionar.
—¿Qué?
—Nada.
Y siente la repentina necesidad de sentarse, de destaparse, de recorrer la habitación o coger un taxi para mirarle a los ojos y pedirle que le diga lo que acaba de farfullar de nuevo pero en persona, deseando no entrar en combustión espontánea durante eltrayecto. Simultáneamente. Solo logra incorporarse con ayuda de la mano que no sujeta el Samsung.
—Hinata, acabas de-
De decir que estás enamorado de mí.
Hay un grito ahogado al otro lado de la llamada.
—Sí, se ve que el vaso de sake que compartí con mis padres ha decidido salir a flote ahora y soy un cliché con patas. Madre mía del amor hermoso, es que no me lo puedo creer —se le escucha frustrado y avergonzado y Kageyama podría cruzar la ciudad descalzo si se lo pidiera—. Acabo de decirte lo que te he dicho y que ninguno va a repetir y debería tirarme por la ventana pero es de un metro de alto así que como mucho me reiría de mi patetismo. ¿Sabes qué? —bufa—, te doy permiso para que te rías por los dos.
Quiere detenerle y arrancarle el mal trago que está pasando pero solo atina a sonreír como lunático, a escucharle y recrear los aspavientos exagerado que debe de estar haciendo con las piernas cruzadas y hablando a voz en cuello para no molestar al resto de su familia.
—Yo-
—No, ni se te ocurra contestarme ahora mismo. Por Dios, soy un desastre —murmura—. Sé que es mucho pedir y puede que me arrepienta muchísimo y no pueda pegar ojo pero… ¿mañana retomamos esto como dos personas adultas? ¿En persona? ¿Cuándo no tenga que estar imaginándome la cara que has puesto?
Mañana.
Se le estira la piel del corazón y la punzada retumba por todo el cuerpo.
Quiere que espere a mañana.
—Mañana —lo repite lacónico.
—Bueno dentro de unas horas, puedo estar ahí a las cuatro y media.
—Vale.
—Podemos hacer como que no he dicho absolutamente nada y que para ti es una sorpresa total. Practica delante del espejo, hazte el sorprendido —la verborrea en él es hasta tierna— y espero que la respuesta sea que tú también porque… ¿lo es no? —No le permite contestar—. Bueno, da igual. Me voy a dormir y tú a practicar. —Y antes de colgar, susurra—. Dios, de verdad.
Kageyama contiene una risotada apartándose el pelo de la cara.
Tiene la carne ardiendo y el pecho ligero. Asimilándolo. Le da las buenas noches y Hinata le cuelga porque teme sacar a la luz algo más, y se tumba sobre la almohada con la impresión de que acaba de abrir el primer regalo de Navidad.
