5
El hecho de haberme quedado dormida con su nombre en la cabeza debe de ser lo que explica mi sueño. Estoy tendida boca abajo, a medianoche, con la mejilla apoyada en la almohada. Él me abraza por detrás, pegado a mi espalda, cálido como la luz del sol. Su voz resuena susurrante y caliente en mi oído mientras remueve las caderas para amoldarse a mi trasero.
«Te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien. Las jodidas. Tuercas. A base de bien».
Saco una nítida impresión de su tamaño y su dureza. Empujo hacia atrás, contra su cuerpo, para volver a sentir la impresión, pero él masculla mi nombre en tono de reprimenda y se arrastra hacia arriba sobre mí, flanqueando mis caderas con las rodillas. Sus dedos se deslizan suavemente junto a mis pechos. Noto su aliento caliente en el cuello. No consigo aspirar una bocanada decente de aire. Él está demasiado tieso y yo demasiado excitada. Algunas partes sensibles y olvidadas de mí cobran vida con una llamarada. Restriego las sábanas con los dedos hasta que empiezan a quemar a causa de la fricción.
El descubrimiento de que tengo un sueño erótico con Sasuke Uchiha me causa una repentina sacudida y me deja tambaleándome en los límites del despertar. Aun así, mantengo los ojos cerrados. Quiero ver adónde va a parar mi mente. Al cabo de unos minutos, vuelvo a sumirme en el sueño.
«Haré lo que quieras, Sakura. Pero me lo tendrás que pedir».
Lo dice con el tono lánguido que emplea a veces, cuando me mira con cierta expresión. Como si me hubiera visto por un agujero y supiera el aspecto que tengo desnuda.
Me vuelvo un poco y atisbo su muñeca junto a mi cabeza, con la manga de la camisa abierta, sin gemelo. Veo solo un centímetro de muñeca: el vello, las venas, los tendones. La mano se crispa en un puño cerrado, y a mí la sola idea de que vaya a explotar me estremece por dentro.
No le veo la cara. Aun a riesgo de estropearlo todo, me doy la vuelta y me pongo boca arriba. Las mantas y las sábanas se me enganchan en los pies. Estoy enredada en sus brazos y sus piernas. Tomo conciencia de mi excitación, y comprendo que debo de estar mojada justo cuando miro sus relucientes ojos negros. Dejo escapar teatralmente un grito de horror. Él asiente con una risotada ronca.
«Me temo que sí». No parece nada apenado.
Noto un peso delicioso sobre mí, estrujándome. Las caderas y las manos. Me muevo sinuosamente contra Sasuke-Soñado; advierto que reprime un gemido y descubro algo chocante.
«Me deseas desesperadamente».
Las palabras salen de mi boca, verídicas e innegables. Un beso en mi mejilla palpitante confirma lo que ya sé. Es más fuerte que una atracción, más oscuro que el deseo. Es una agitación entre ambos que no ha encontrado una salida adecuada hasta ahora. Las sábanas crema arden contra mi piel.
«Estás enredado sobre mí, enmarañado como un montón de jodidos nudos». Siento unas manos deslizándose por mi cuerpo, calibrando curvas, arrancando botones, desplegando costuras. Pelada como una naranja, inspeccionada. Mordida con dientes afilados, devorada. Nunca había visto a nadie ardiendo por mí de este modo. Me siento vergonzosamente excitada, y, a pesar de estar debajo, la expresión de sus ojos me dice que soy yo quien está ganando este juego. Trato de atraerlo hacia mí para que me bese, pero él se mantiene a distancia, burlón.
«Tú siempre lo has sabido», dice, y su sonrisa encendida me empuja por el borde del abismo.
Me despierto temblando. Aparto la mano de la costura de mi pijama mojado. La cara me arde en la oscuridad. No logro decidir qué hacer. ¿Acabar la faena o darme una ducha fría? En definitiva, todo lo que hago allí es mentira.
Mi vestido negro cuelga amenazante a los pies de la cama y me mira fijamente hasta que recobro, lentamente, la respiración. Miro el despertador digital. Me quedan cuatro horas para reprimir este recuerdo.
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Son las siete y media de la mañana, día de camisa crema. El reflejo de las puertas del ascensor confirma que mi gabardina es más larga que mi diminuto vestido, así que tengo toda la pinta de una prostituta de alto standing que se dirige al ático de un hotel llevando solo lencería debajo.
Hoy he tenido que tomar el autobús. Apenas he podido subir del bordillo al primer escalón sin enseñar las bragas; y cuando las puertas se han cerrado a mi espalda, he comprendido que este vestido era un catastrófico error. Los bocinazos entusiastas de un camionero mientras andaba tambaleante por la acera hacia la editorial me lo han acabado de confirmar. Si Target estuviera abierto a estas horas, entraría en un salto y me compraría unos pantalones.
Con todo, creo que puedo superar la situación. Eso sí, tendré que quedarme sentada todo el santo día. Las puertas del ascensor se abren y Sasuke, por supuesto, ya se encuentra en su mesa. ¿Por qué tendrá que estar siempre tan pronto en la oficina? ¿Llega a irse a casa siquiera? ¿Duerme en un cajón para fiambres en el cuarto de las calderas? Aunque supongo que él podría decir lo mismo de mí.
Yo esperaba poder pasar uno o dos minutos sola en la oficina, para prepararme para este largo día sentada. Pero aquí está, el muy pelmazo. Me escondo tras el perchero y finjo hurgar en el bolso para ganar un poco de tiempo.
Si me concentro en la cuestión del vestido, podré hacer caso omiso de los recuerdos del sueño de esta noche. Sasuke alza los ojos de su agenda, con el lápiz en la mano, y me mira fijamente. Empiezo a desabrocharme el cinturón de la gabardina, pero no puedo seguir adelante. El negro de sus ojos es más vívido que en mi sueño. Me mira como si estuviera tratando de leerme el pensamiento.
—Hace frío aquí, ¿no?
Él frunce la boca en un mohín de irritación y agita la mano como diciendo: «déjate de cuentos». Fortaleciéndome con un hondo suspiro, me quito la gabardina y la cuelgo en mi percha especial acolchada. Mientras me dirijo hacia mi escritorio, noto en los muslos la fricción de los diminutos rombos de las medias. Me siento como si estuviera en traje de baño.
Veo que baja otra vez la vista hacia la agenda. Sus pestañas oscuras dibujan una media luna de sombra en sus mejillas. Parece más joven por un momento... hasta que vuelve a mirarme, ahora con unos ojos de hombre, duros y especulativos. Mis tobillos vacilan sobre los tacones.
—¡Córcholis! —exclama, y veo que su lápiz traza alguna marca en la agenda—. ¿Tienes una cita, Fresita?
—Sí —miento de forma automática.
Él se pone el lápiz detrás de la oreja con aire cínico.
—Cuenta, cuenta.
Poso mi trasero en el borde de la mesa con fingida despreocupación. Noto el cristal frío en la parte posterior de los muslos. Ha sido un terrible error adoptar esta posición, pero ahora no puedo volver a incorporarme, quedaría como una idiota. Ambos contemplamos mis piernas.
Bajo la vista a mis zapatos rojos de tacón. Las baldosas del suelo están tan relucientes que entreveo las sombras por debajo de mi propio vestido. Me dejo caer el pelo sobre un ojo. Si me concentro en este absurdo vestido, olvidaré que mi cerebro desea que Sasuke me lama, me muerda, me desnude.
—¿Qué pasa? —Por una vez, emplea un tono normal—. ¿Qué te ha pasado?
Me arreglo vagamente un rombo irregular del muslo. Seguro que llevo escrito el sueño en la cara. Noto un calorcillo en las mejillas. Él luce una camisa crema, tan suave y sedosa como las sábanas de mi sueño. Mi subconsciente es un pervertido. Intento sostenerle la mirada, pero me acobardo, miro para otro lado y, al final, consigo acercarme dignamente a mi silla. Ojalá pudiera salir de aquí con decoro y volverme a casa.
—Eh —dice, ahora con más energía—. ¿Qué pasa? Dime.
—He tenido... un sueño. —Lo suelto como quien dice: «la abuela se ha muerto». Me siento en mi silla y junto las rodillas con tanta fuerza que me rechinan los huesos.
—A ver, cuéntamelo. —Tiene otra vez el lápiz en la mano y yo parezco un terrier siguiendo el movimiento de un tenedor y un cuchillo. Empezamos a jugar al Pasapalabra. Pierde el primero que no encuentre una respuesta.
—Te has puesto completamente roja.
—Deja ya de mirarme. —Tiene razón, claro. Esta oficina, una bola de espejos como quien dice, lo confirma repetidamente.
—No puedo. Estás justo en mi línea de visión.
—Bueno, inténtalo.
—Es que no veo todos los días en la oficina un atuendo tan curioso y sumamente revelador. En el manual de Recursos Humanos sobre atuendo adecuado...
—Podrías apartar los ojos de mis muslos aunque solo fuera el tiempo necesario para consultar el manual. —Es cierto: desvía la mirada hacia el suelo, pero al cabo de un segundo el puntito rojo de su mirilla de francotirador reaparece en mi tobillo y empieza a deslizarse hacia arriba.
—Me sé de memoria ese manual.
—Entonces deberías saber que los muslos no son un tema de conversación apropiado. Si acabo con ese vestido de poliéster tipo saco, ya puedes despedirte de ellos.
—Me encantaría... Conseguir el ascenso, quiero decir. No despedirme de... Bueno, olvídalo.
—Ni lo sueñes. —Tecleo mi clave. La anterior ya ha caducado. Ahora es: «¡MUERE-SASU-MUERE!»—. Ese puesto es mío.
—Bueno, ¿y con quién es la cita?
—Con un chico. —Encontraré alguno antes de que termine la jornada. Lo contrataré, si hace falta. Llamaré a una agencia de modelos y preguntaré por el pescado del día. El chico me recogerá con una limusina delante de D&G y Sasuke se quedará con un palmo de narices.
—¿A qué hora has quedado?
—A las siete —digo a voleo.
—¿Dónde? —Hace lentamente una marca con el lápiz. ¿Una X? ¿Una barra oblicua? No lo veo.
—Te noto muy interesado. ¿A qué viene tanto interés?
—Los estudios demuestran que si los jefes fingen interesarse por la vida personal de sus subordinados consiguen inyectarles ánimos y hacer que se sientan más valorados. Estoy empezando a practicar antes de convertirme en tu jefe. —Su discursito profesional contrasta con la extraña intensidad de sus ojos. Está realmente cautivado.
Yo le lanzo mi mirada más fulminante.
—He quedado para tomar una copa con él en el bar deportivo de Federal Avenue. Y tú jamás serás mi jefe.
—Qué coincidencia. Yo voy allí esta noche para ver el partido. A las siete.
Mi ingeniosa mentirijilla ha sido un error táctico. Lo observo con atención, pero no consigo descifrar dónde termina su cara impertérrita y empieza la falsedad.
—Quizá nos veamos —continúa.
Es diabólico.
—Claro, quizá. —Adopto un tono hastiado para que no note que estoy furiosa y sufriendo un ataque de pánico a la vez.
—Y en ese sueño... salía un hombre, ¿no?
—Sí, ya lo creo. —Mis ojos viajan sin permiso hacia él. Creo atisbar la silueta de su clavícula—. Era tremendamente erótico.
—Debería redactar un email para Koharu —dice débilmente, tras una pausa para aclararse la garganta. Hace una pantomima poco convincente de teclear en su ordenador sin mirar siquiera la pantalla.
—¿He dicho erótico? Quería decir esotérico. Me he confundido.
Me mira guiñando un ojo.
—¿Era un sueño... misterioso?
Bueno, que sea lo que Dios quiera. Ha llegado el momento de arriesgarme ante el detector de mentiras.
—Estaba lleno de símbolos y de significados ocultos. Yo me había perdido en un jardín y me encontraba a un hombre. Alguien a quien veo con mucha frecuencia, solo que esta vez parecía un extraño.
—Continúa —dice. Resulta muy extraño hablar con él cuando no adopta esa máscara de aburrimiento.
Cruzo las piernas con toda la elegancia posible y sus ojos se deslizan durante un instante bajo mi escritorio para volver enseguida a centrarse en mi cara.
—Yo no llevaba nada encima, salvo una sábana —digo en tono confidencial. Hago una pausa—. Esto quedará estrictamente entre nosotros, ¿no?
Él asiente, embelesado; yo choco mentalmente esos cinco conmigo misma por haber ganado la partida de Pasapalabra.
He de prolongar este momento. No todos los días tengo la sartén por el mango. Me pongo pintalabios usando la pared como espejo. El color se llama Lanzallamas y es una de mis marcas distintivas. Un rojo violento, cruel, venenoso. Rojo de muñecas seccionadas. «El color de los calzoncillos del demonio», según dice papá. Tengo tantos pintalabios que siempre hay alguno al alcance de mi mano. Yo soy una chica en blanco y negro, pero gracias a Lanzallamas me convierto en una chica en tecnicolor. Vivo aterrorizada por el temor de que el fabricante lo deje de producir; por eso acumulo tantas reservas.
—El caso es que voy avanzando por ese jardín y el hombre camina justo detrás de mí. —Me estoy volviendo una mentirosa patológica. Es el efecto que tiene en mí Sasuke Uchiha—. Justo detrás. Digamos, pegado a mí. Arrimado a mi trasero.
Me pongo de pie y me doy una palmada en el culo lo bastante sonora para recalcar bien la idea. Las palabras suenan extremadamente verídicas, porque en gran parte lo son. Sasuke asiente muy despacio; su garganta se contrae, tragando saliva, mientras sus ojos descienden por mi vestido.
—Creo reconocer su voz. —Hago una pausa de treinta segundos.
Me seco los labios y admiro la marca en forma de corazón del pañuelo de papel antes de estrujarlo y tirarlo a la papelera que tengo a los pies. Vuelvo a aplicarme pintalabios.
—¿Siempre has de hacer eso dos veces? —Sasuke empieza a impacientarse con tanta interrupción y tamborilea con los dedos sobre la mesa.
Le guiño un ojo.
—No quiero que se corra. Ni que deje manchas al besar, ¿entiendes?
—¿Con quién es esa cita exactamente? ¿Cómo se llama?
—Con un chico, y punto. Me estás cambiando de tema, pero no importa. Lamento aburrirte. —Me siento y sacudo el ratón hasta que el ordenador cobra vida.
—No, no —dice Sasuke débilmente, como si le faltara el aire—. No me aburres.
—De acuerdo. Así que voy por ese jardín, que es... completamente reflectante. Como si estuviera lleno de espejos.
Él asiente, con el codo sobre el escritorio y la barbilla apoyada en la mano. Echa la silla hacia atrás.
—Y yo... —Hago una pausa, le lanzo una mirada—. Olvídalo.
—¡¿Qué?! —Levanta tanto la voz que doy un respingo.
—Yo le digo: «¿Quién eres? ¿Por qué me deseas tan desesperadamente?». Y entonces, cuando me ha dicho su nombre, me he quedado tan patidifusa...
Sasuke cuelga del extremo de mi sedal como un pez lustroso, todavía agitándose pero irremediablemente enganchado. Noto que el aire entre nosotros vibra de pura tensión.
—Ven aquí, te lo diré al oído —murmuro, mirando a uno y otro lado, aunque ambos sabemos que no hay nadie.
Sasuke menea la cabeza reflexivamente y yo miro su regazo. Él no es el único que puede mirar por debajo del escritorio.
—Oh —digo, haciéndome la listilla.
Para mi asombro, las mejillas de Sasuke empiezan a colorearse. Sí, Sasuke Uchiha se ha excitado en mi presencia. ¿Por qué será que me entran ganas de provocarle aún más?
—Ya me acerco yo a decírtelo. —Bloqueo la pantalla de mi ordenador.
—No hace falta.
—Necesito contarlo. —Avanzo lentamente y pongo las manos en el borde de su escritorio. Él mira mis medias de rejilla con una expresión tan torturada que casi me apiado de él.
—Esto no es nada profesional. —Alza la mirada hacia el techo, como buscando inspiración, y finalmente la encuentra—. Recursos Humanos.
—¿Esa es nuestra contraseña para cortar el juego? Está bien, de acuerdo. —Bajo la luz de los fluorescentes, tiene un irritante aspecto bronceado y saludable, con la piel completamente impoluta. Aun así, hay un leve brillo en su rostro—. Estás un poco sudado. —Cojo un pósit de su escritorio y le planto lentamente un gran beso encima. Me lo desprendo de los labios y lo pego en medio de la pantalla de su ordenador—. Espero que no te esté entrando fiebre.
Me alejo hacia la cocina. Oigo el leve resuello que emiten las ruedas de su silla.
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Vive un poco la vida.
El cubículo de Dei está medio desmontado y un tanto caótico. Hay cajas de embalar y montones de papeles y carpetas por todas partes.
—¡Hola!
Él se sobresalta y hace un borrón gris en la foto de autor que estaba retocando en Photoshop. Con tiento, Saku.
—¡Perdona! Debería llevar una campanilla.
—No, no importa. Qué tal. —Pulsa «Deshacer» y «Guardar» y se vuelve hacia mí.
Sus ojos, rápidos como un relámpago, me recorren de arriba abajo y se quedan prendidos en el ruedo de mi vestido durante unos segundos de más.
—Bien. Me estaba preguntando si has encontrado algún invento en el que podamos empezar a trabajar.
Ni yo misma me creo lo directa que estoy siendo, pero, qué demonios, me encuentro en una situación desesperada. Está en juego mi orgullo. Necesito a alguien sentado a mi lado esta noche en un taburete de la barra. De lo contrario, Sasuke se partirá el culo de la risa.
Una sonrisa se expande por su rostro.
—Tengo medio terminada una máquina del tiempo que podría mostrarte para que le eches un vistazo.
—Ah, esas son sencillas. Yo te puedo echar una mano.
—Di el lugar y la hora.
—El bar deportivo de Federal Avenue, esta noche a las siete, ¿te parece?
—Suena fantástico. Toma, te voy a dar mi número. —Nuestros dedos se rozan cuando me da el papel. Ay, ay, ay. Qué chico tan simpático. ¿Dónde demonios estaba todo este tiempo?
—Nos vemos esta noche. Y tráete, hmmm, los planos.
Vuelvo sobre mis pasos sorteando cubículos y subo la escalera hasta la planta superior, sacudiéndome (mentalmente) el polvo de las manos. Asunto arreglado.
Ya es hora de ponerse a trabajar. Me desplomo en mi silla y empiezo a redactar nuestra propuesta para montar una actividad que fomente el espíritu de equipo. Dejo un espacio al final para dos firmas, pongo la mía y deposito la hoja en la bandeja de entrada de Sasuke. Él tarda dos horas de reloj en cogerla. Cuando se digna a hacerlo, se lee la propuesta en unos cuatro segundos, estampa su firma al final y la deja en la bandeja de salida sin mirarme siquiera. Ha estado toda la mañana de un humor más bien raro.
Junto los dedos de ambas manos y comienzo el Juego de las Miradas. Transcurren unos tres minutos, pero finalmente da un suspiro y bloquea su pantalla. Nos miramos a los ojos con tal intensidad que es como si nos reuniéramos en un oscuro espacio virtual en 3D: no hay nada, salvo líneas de cuadrícula verdes y un profundo silencio.
—Bueno, ¿nerviosa?
—¿Por qué habría de estarlo?
—Por tu gran cita, Fresita. Hace bastante tiempo que no tienes una. Desde que yo te conozco, creo.
Hace el gesto de las comillas con los dedos al decir «gran cita». Está convencido de que es una trola.
—Es que soy muy exigente.
Él junta los dedos de las manos con tal fuerza que parece casi doloroso.
—De veras.
—Hay una tremenda carestía de hombres atractivos aquí.
—Eso no es cierto.
—¿Acaso estás buscando un soltero atractivo para ti?
—Yo..., no..., cierra el pico.
—Sí, será mejor que lo cierres. —Bajo la vista a su boca durante una fracción de segundo—. Al fin he encontrado a alguien en este lugar dejado de la mano de Dios. El hombre de mis sueños —añado, arqueando una ceja.
Él lo relaciona de inmediato con la conversación de primera hora de la mañana.
—Así que tu sueño era sobre alguien del trabajo.
—Sí. Pero va a dejar D&G muy pronto, o sea, que quizá tendré que dar un paso.
—¿Estás segura?
—Sí. —No recuerdo la última vez que ha parpadeado. Sus ojos están oscuros. Dan miedo—. Otra vez se te han puesto ojos de asesino en serie. —Me levanto y recojo la propuesta de la bandeja—. Voy a hacerte una copia para Fat Little Dick. Y no me vayas a fastidiar la propuesta, Sasuke. Tú no tienes ni idea de cómo crear espíritu de equipo. Deja estas cosas a los que saben.
Cuando vuelvo de la fotocopiadora, parece algo menos sombrío, aunque tiene el pelo revuelto.
Coge el documento, donde he puesto el sello de «COPIA» y le echa un vistazo. Noto el momento exacto en que se le ocurre una idea. Es como la brusca pausa que hace un zorro al pasar frente a la puerta abierta de un gallinero. Levanta la vista, con los ojos centelleantes. Se muerde el labio, titubeando.
—Sea lo que sea, no lo hagas —le digo.
Coge un bolígrafo y escribe algo al pie. Intento mirar qué es, pero él se levanta y sostiene en alto la hoja, tan alto, de hecho, que roza el techo con una esquina. No puedo correr el riesgo de ponerme de puntillas con este vestido.
—¿Cómo iba a resistir la tentación? —Rodea su escritorio y me toca la barbilla con el pulgar al pasar por mi lado.
—¿Qué es lo que has hecho? —pregunto a su espalda, mientras él se dirige al despacho del señor Dōtonbori. Yo entro apresuradamente en el de Mei, frotándome la barbilla.
—Estoy de acuerdo —me dice ella, dejando el documento después de leerlo—. Es una buena idea. ¿Te has fijado en que los Gamins y los Dōtonbori se sientan separados en la reunión del personal? Ya estoy harta. No hemos hecho nada como equipo desde el día de la fusión. Me tiene impresionada que Sasuke y tú os hayáis avenido al mismo tiempo en este punto.
Confío en que mi perverso cerebro no archive la frase distorsionando el verbo obscenamente.
—Estamos puliendo nuestras diferencias —digo, sin que se me note que estoy mintiendo.
—Hablaré con Dōtonbori en nuestra batalla campal de las cuatro. ¿Qué ideas tienes?
—He encontrado un centro de retiro corporativo que queda a solo quince minutos de la autopista. Uno de esos sitios con pizarras blancas en todas las paredes.
—Suena caro —dice Mei, con una mueca. Ya tenía prevista esa reacción.
—He hecho números. Estamos por debajo del presupuesto de formación de este año.
—¿Y qué haremos en ese nidito corporativo?
—Ya se me han ocurrido varias actividades para fomentar el espíritu de equipo. Las haremos siguiendo un sistema de todos contra todos, rotando cada grupo de manera que los miembros de los equipos se mezclen regularmente. Me gustaría actuar como dinamizadora de las actividades. Quiero acabar con esta guerra entre Dōtonboris y Gamins.
—La gente odia a muerte las actividades en equipo —señala Mei.
No puedo discutírselo. Es una verdad corporativa universalmente reconocida que los empleados preferirían comer esqueletos de rata antes que participar en actividades grupales. Yo misma lo preferiría. Pero hasta que los sistemas para crear espíritu de equipo mejoren de forma significativa... esto es lo que hay.
—Habrá un premio al final para el participante que más se haya esforzado y que mayor aportación haya hecho a las actividades. —Hago una pausa teatral—. Un día libre pagado.
—Me gusta —dice, riendo.
—Sasuke está tramando algo, sin embargo —le advierto.
Ella asiente.
A las cuatro en punto, Sasuke entra en el Coliseo. Como de costumbre, los oigo gritar desde aquí.
A las cinco, Mei sale del despacho del señor Dōtonbori y se acerca a mi escritorio en un estado de gran irritación.
—Sasu —masculla, mirando por encima del hombro, con un tono impregnado de desagrado.
—¿Cómo está, señora Terumī? —responde Sasuke haciéndose el inocente, como si tuviera un halo de santo en la cabeza.
Ella no le responde.
—Lo lamento, querida. Lo hemos echado a suertes con una moneda y he perdido. Hemos optado por la idea de Sasu para fomentar el espíritu de equipo. ¿Cómo se llama esa tontada...? ¿Paintball?
No, por Dios.
—Pero si no era esa la actividad recomendada. Y bien que lo sé, porque la propuesta la he redactado yo.
Sasuke casi sonríe. Es como la luz trémula de un holograma cruzando su rostro y vibrando en oleadas.
—Me he tomado la libertad de ofrecerle una alternativa al señor Dōtonbori. Un partido de paintball. Se ha demostrado que es una actividad efectiva para crear equipo. Aire fresco, actividad física...
—Heridas y demandas a la compañía de seguros —dice Mei, contando con los dedos—. Costes adicionales.
—La gente pagará veinte dólares de su propio bolsillo para disparar bolas de pintura a sus colegas —le asegura Sasu, mirándome a mí—. A la empresa no le costará un centavo. Y todos firmarán un documento de exención, renunciando a cualquier demanda por daños. Los dividiremos en equipos.
—A ver, querido, ¿quieres decirme cómo fomentas el espíritu de grupo separando a la gente y dándoles pistolas de pintura?
Mientras ellos discuten con un tono falsamente educado, yo hiervo de furia. Sasuke se ha apropiado de mi iniciativa corporativa y la ha rebajado a un nivel infantil y denigrante. Una maniobra típica de un Dōtonbori.
—Quizá veamos cómo se forman alianzas inesperadas —le dice a Mei.
—En ese caso, quiero veros a vosotros dos juntos —sugiere ella astutamente.
Yo sería capaz de darle un abrazo. Sasuke no puede disparar bolas de pintura a su compañera de equipo.
—Como digo, se formarán alianzas inesperadas. Pero, bueno, no pongamos nerviosa a Sakura antes de su cita romántica.
—Ah, ¿de veras, Saku? —Mei da unos golpecitos sobre mi escritorio—. ¿Una cita? Espero un informe completo por la mañana, querida. Y ven más tarde, si quieres. Trabajas demasiado. Vive un poco la vida.
