6

A las seis y media, empiezo a sacudir la rodilla nerviosamente.

—¿Piensas llegar tarde?

—No es asunto tuyo.

Maldita sea, ¿es que no va a marcharse nunca? Lleva trabajando una jornada de once horas y sigue fresco como una rosa. Yo me derrumbaría con gusto en la cama.

—¿No has dicho a las siete? ¿Cómo vas a llegar allí?

—En taxi.

—Yo voy para allá. Te llevo. De veras, insisto. —Mientras mantenemos este pequeño diálogo, me observa con una expresión divertida. Está esperando que reconozca que he mentido. Él no sabe que tengo un as en la manga llamado Dei.

—Vale. Como quieras. —Mi furia por su apropiación de la propuesta corporativa ya se ha extinguido, dejando un poso amargo. Todo parece estar descontrolándose lentamente.

Me dirijo al baño de señoras, con el estuche de maquillaje en la mano. Mis pasos resuenan en el pasillo desierto. No he tenido una cita desde hace mucho. Estoy demasiado ocupada. Se me van las horas trabajando, odiando a Sasuke Uchiha y durmiendo. No me queda tiempo para nada más.

Sasuke no puede creer que alguien esté dispuesto a salir conmigo. Para él, soy una pequeña arpía repugnante. Me hago la raya cuidadosamente con el delineador, trazando un diminuto ojo de gato. Me limpio el pintalabios hasta dejar solo la mancha. Me echo un poco de perfume en el sujetador y me lanzo a mí misma un guiño y unas palabras de ánimo.

Tengo unos pendientes largos en el bolsillo lateral del estuche de maquillaje y me los pongo con cuidado. De la oficina a la vida nocturna, como dicen los artículos de las revistas. Me estoy subiendo el sujetador cuando me tropiezo a la salida del baño con Sasuke, que trae mi gabardina y mi bolso. La impresión del contacto con su cuerpo me recorre de arriba abajo.

Él me mira de un modo extraño, como diciendo: «¿para qué haces todo esto?».

—Uf. Gracias.

Extiendo la mano y él me cuelga el bolso del brazo. Mantiene mi gabardina sujeta y pulsa el botón de llamada del ascensor.

—Bueno, al fin voy a ver tu coche —digo para romper el silencio. Esa idea me resulta más estresante que la perspectiva de encontrarme con Dei. El coche es un espacio estrecho y cerrado. ¿Alguna vez hemos estado Sasuke y yo sentados el uno junto al otro? Lo dudo—. Llevo mucho tiempo imaginándomelo. He pensado que debe de ser un Volkswagen Escarabajo. Uno blanco y oxidado, como Herbie.

—Vuelve a intentarlo.

Abraza mi gabardina distraídamente. Sus dedos juguetean con la manga. Pegada a su cuerpo, parece la chaqueta de un crío. Me compadezco de esa pobre gabardina y extiendo la mano para cogerla, pero él no hace caso.

—Entonces será un Mini Cooper de principios de los ochenta. El asiento no se puede echar para atrás, de modo que has de poner las rodillas a cada lado del volante.

—Tienes una imaginación muy vívida. El tuyo es un Honda Accord de 2003. Plateado. Mugriento y desordenado por dentro. Con un problema crónico en la caja de cambios. Si fuese un caballo, ya le habrías pegado un tiro.

Llega el ascensor y se abren las puertas. Entro con cautela.

—Eres un asediador mucho más bueno que yo, no hay duda.

Siento un escalofrío de temor cuando veo cómo pulsa el botón del sótano con su enorme pulgar. Baja la vista hacia mí y me observa con ojos oscuros e intensos. Es evidente que está tramando algo.

Tal vez vaya a asesinarme ahí abajo. Acabaré muerta en un contenedor de basura. Los investigadores verán mis medias de rejilla y mis ojos maquillados y darán por supuesto que soy una puta. Seguirán todas las pistas falsas. Y, mientras, Sasuke se limpiará con lejía los restos de mi ADN de los zapatos y se preparará tranquilamente un sándwich.

—Ojos de asesino en serie. —Ojalá no sonara tan asustada. Él mira su reflejo, por encima de mi hombro, en la pared reluciente del ascensor.

—Ah, ya veo lo que quieres decir. Tú tienes ese brillo caliente en los ojos. —Mueve el dedo teatralmente sobre el panel de los botones del ascensor.

—Qué va. Esta es mi mirada de asesina en serie también.

Él deja escapar un hondo suspiro y pulsa el botón de emergencias. Nos detenemos con una sacudida.

—No me mates, por favor. Seguramente hay una cámara de vigilancia. —Doy un paso atrás, despavorida.

—Lo dudo.

Él se alza sobre mí con aspecto amenazador y extiende las manos. Yo empiezo a levantar los brazos para cubrirme como si estuviera en una de esas espantosas películas de terror de un cine al aire libre. Ya está. Me va a estrangular. Ha perdido el juicio.

Me levanta del suelo cogiéndome por la cintura y coloca mi trasero sobre una barandilla en la que nunca me había fijado. Mis brazos quedan sobre sus hombros; el vestido se me desliza hasta lo alto de los muslos. Sasuke baja la vista y suelta un ronco jadeo. Como si yo lo estuviera estrangulando a él.

—Bájame. No tiene gracia. —Mis pies se menean inútilmente en espiral.

Esta no es la primera vez en mi vida que un grandullón abusa de su fuerza conmigo. Gaara Sabaku, en tercer curso, me lanzó sobre el capó del coche del director y luego huyó mondándose de risa. Los gajes de las personas bajas. No podemos vivir con dignidad en este mundo de talla grande.

—Hazme una visita por aquí arriba, solo un segundo.

—¿Para qué demonios? —Intento bajarme, pero él me rodea la cintura con las manos y me aprieta contra la pared. Me agarro con fuerza de sus hombros y llego a la fundamentada conclusión de que su cuerpo es asombrosamente musculoso por debajo de esas camisas de Clark Kent—. ¡Santo cielo! —Su clavícula parece una barra de hierro bajo las palmas de mis manos. Farfullo estúpidamente las palabras que me vienen a la cabeza —. Músculos. Huesos.

—Gracias.

Nos estamos quedando sin aliento. Aprieto la pierna contra su cuerpo para mantener el equilibrio y él me rodea la pantorrilla con la mano.

Cuando me sujeta del maxilar con la otra mano y me echa la cabeza hacia atrás, me preparo para sentir la presión en el cuello. En cualquier momento, su palma caliente me estrujará la tráquea y empezaré a morir. Ahora casi nos rozamos las narices. Nos echamos mutuamente el aliento. Noto que pone un dedo detrás del lóbulo de mi oreja y me estremezco al sentir cómo lo desliza.

—Fresita.

El dulce diminutivo se disuelve en el aire. Trago saliva.

—No voy a matarte. Tú siempre tan dramática. —Y entonces pone suavemente su boca sobre la mía.

Ninguno de los dos cerramos los ojos. Seguimos mirándonos como siempre, esta vez más de cerca que nunca. El iris de sus ojos tiene un cerco negro azulado. Baja las pestañas y me mira con una expresión como de rencor.

Sus dientes apresan mi labio inferior en un leve mordisco. Se me pone la carne de gallina. Mis pezones se tensan. Los dedos de los pies se me curvan dentro de los zapatos. Lo rozo sin querer con la lengua cuando compruebo si tengo el labio lastimado, aunque en realidad no me ha hecho daño. Ha sido demasiado suave, demasiado cauto. Mi cerebro zumba inútilmente buscando explicaciones sobre lo que está sucediendo mientras mi cuerpo se remueve y se acomoda mejor.

Cuando él se inclina otra vez y empieza a mover la boca sobre la mía, abriéndola con suavidad, caigo por fin en la cuenta.

Sasuke... Uchiha... me... está... besando.

Durante unos segundos me quedo paralizada. Parece que se me ha olvidado cómo se besa. Ha pasado mucho tiempo desde que practicaba asiduamente. Sin que parezca que le moleste, él me explica las reglas con su boca.

El Juego del Beso funciona así, Fresita. Aprieta, retrocede, ladea la cabeza, respira, repite. Utiliza las manos para encontrar el ángulo correcto. Relaja los músculos, como en un lento y húmedo deslizarse. ¿No oyes la palpitación de la sangre en tus propios oídos? Sobrevive con minúsculas bocanadas de aire. No pares. No pienses siquiera. Deja escapar un suspiro estremecido, apártate un poco, deja que tu oponente te atrape con los labios o los dientes, y vuelve a zambullirte en un beso aún más profundo. Más húmedo. Siente cómo cobran vida tus terminaciones nerviosas con cada roce de la lengua. Siente una presión nueva entre las piernas.

El objetivo del juego es seguir así durante el resto de tu vida. A la mierda la civilización y todo lo que implica. Este ascensor es ahora tu hogar. Esto es lo que haremos ahora.

Ni se te ocurra parar, joder.

Me pone a prueba: se aparta durante una fracción de segundo. La regla primordial infringida. Atraigo su boca hacia la mía con el puño crispado que apoyo en su cogote. Soy una alumna rápida y él, un profesor perfecto.

Sabe a esas pastillitas de menta que siempre está masticando. ¿A quién se le ocurre masticar pastillas de menta? Yo lo probé una vez y me quedó la boca ardiendo. Él lo hace para molestarme; sus ojos destellan divertidos ante mis bufidos de irritación. Ahora, en justo castigo, lo mordisqueo yo. Pero eso lo incita a apretarse más contra mí, a estrecharme con ese cuerpo endurecido, transmitiéndome su calor allí donde entramos en contacto. Nuestros dientes entrechocan con un tintineo.

¿Qué coño sucede?, pregunto en silencio con mi beso.

Cierra el pico, Fresita. Te odio.

Si fuéramos actores de una película, estaríamos chocando contra las paredes, saltarían por el aire los botones, la rejilla de mis medias acabaría desgarrada, mis zapatos caerían al suelo. Pero no: este es un beso decadente. Estamos apoyados en un muro iluminado por el sol, lamiendo soñadoramente unos cucuruchos de helado, sucumbiendo velozmente al golpe de calor y a unas absurdas alucinaciones.

Ven, un poquito más cerca. Se está derritiendo todo. Tú lame el mío y yo lameré el tuyo.

La gravedad me agarra del tobillo y empieza a apearme de la barandilla. Sasuke me alza aún más arriba, sujetándome por la parte posterior del muslo. Suelto un gruñido de indignación en protesta por esa fugaz separación de su boca. Vuelve aquí, no te saltes las normas. Él tiene la sensatez de obedecer.

El ruido que emite como respuesta es una especie de «ajá», ese sonido divertido que hace la gente al descubrir algo inesperado pero agradable, como diciendo: «debería haberlo imaginado». Sus labios se curvan. La primera sonrisa que le sale a Sasuke en mi presencia la esboza bajo la presión de mis labios. Me aparto, estupefacta, y en una fracción de segundo su rostro retoma la expresión seria, aunque ahora algo sofocada.

Bruscamente, sale un fuerte zumbido del altavoz del ascensor. Ambos nos sobresaltamos cuando una vocecita suelta un «ejem» y pregunta a continuación:

—¿Va todo bien ahí dentro?

Nos quedamos paralizados en un cuadro vivo titulado Pillados in fraganti. Sasuke es el primero en reaccionar. Se inclina y pulsa el botón del interfono.

—He chocado con el botón. —Me baja lentamente al suelo y retrocede unos pasos. Yo apoyo el codo en la barandilla para sostenerme, porque las piernas se me van para cualquier lado, como si llevara patines.

—¿Qué demonios ha sido esto? —pregunto, resollando, con mis últimos restos de aire.

—Al sótano, por favor.

—De acuerdo.

El ascensor desciende algo así como un metro y las puertas se abren. Si Sasuke hubiera esperado medio segundo más, esto no habría sucedido. Mi gabardina está en el suelo, hecha un gurruño. Él se agacha y la recoge, y empieza a sacudirla con un cuidado sorprendente.

—Vamos.

Sale del ascensor sin mirar atrás. Los pendientes se me han enganchado en el pelo: me los ha enredado él con las manos. Miro alrededor, buscando alguna salida. No hay ninguna. Las puertas del ascensor se cierran a mi espalda. Sasuke abre un coche deportivo negro de estilo arrogante. Cuando llego a la puerta del copiloto, nos miramos de frente. Yo tengo los ojos como platos. Él vuelve la cara para que no vea cómo sonríe. Capto el reflejo de sus dientes blancos en el retrovisor de una furgoneta cercana.

—Ay, Dios —dice lentamente, volviéndose de nuevo hacia mí y pasándose la mano por la cara para borrar la sonrisa—. Te he traumatizado.

—Pero..., pero...

—Vamos.

Quisiera salir corriendo, pero las piernas no me sostendrían.

—Ni se te ocurra —me dice.

Me deslizo en su coche y a punto estoy de desmayarme. Su fragancia está intensificada aquí a la perfección: caldeada por el verano, preservada por la nieve, sellada y presurizada entre el metal y el vidrio. La inhalo como si fuera una perfumista profesional. Notas de salida: menta, café amargo y algodón. Notas corazón: pimienta y pino. Notas de fondo: cuero y cedro. Un olor tan lujoso como el cachemir. Si su coche huele así, imagínate su cama. Buena idea. Imagínate su cama.

Él sube y deja mi gabardina en el asiento trasero. Miro su regazo de reojo. Jooo-der. Aparto la mirada. Lo que tiene ahí es lo bastante impresionante para que mis ojos vuelvan furtivamente a echar un vistazo.

—Te has quedado muerta del susto —me reprende como un maestro de escuela.

A mí me sale una respiración temblorosa. Él se vuelve a mirarme con unos ojos oscuros. Levanta la mano y yo me estremezco. Frunce el ceño, se detiene un momento y luego gira mi pendiente con cuidado y lo coloca en su sitio.

—Creía que ibas a matarme.

—Todavía lo deseo. —Mueve la mano hacia el otro pendiente.

Tengo la cara interior de su muñeca al alcance para darle un mordisco. Él va apartando meticulosamente los mechones enganchados hasta liberar el pendiente del todo.

—Lo deseo. Con toda mi alma. No te haces una idea.

Arranca el coche, da marcha atrás y empieza a conducir como si no hubiera pasado nada.

—Tenemos que hablar de esto. —Me sale una voz ronca y lasciva. Sus dedos se contraen sobre el volante.

—Bueno, parecía el momento adecuado.

—Pero me has... besado. ¿Por qué lo has hecho?

—Quería comprobar una teoría que tenía desde hace un tiempo. Y tú me has devuelto el beso. Sin la menor duda.

Me remuevo en mi asiento. El siguiente semáforo está en rojo y Sasuke frena. Mira mi boca y mis piernas.

—¿Tenías una teoría? Más bien querías confundirme antes de mi cita. —Los coches de detrás empiezan a tocar la bocina. Me vuelvo para echar un vistazo—. Vamos.

—Ah, exacto, tu cita. Tu famosa cita imaginaria.

—De imaginaria nada. He quedado con Deidara Kamiruzu, del Departamento de Diseño.

La sorpresa y la confusión de su cara es un verdadero prodigio. Quiero encargarle a un retratista que refleje esa expresión en un óleo, para legárselo a las generaciones futuras. Es algo realmente impagable.

Los conductores empiezan a adelantarnos por ambos lados, tocando la bocina y pegando gritos. La retahíla de exabruptos y obscenidades consigue arrancarlo de su estupor.

—¿Cómo? —Finalmente, ve la luz verde del semáforo y acelera con brusquedad, aunque vuelve a frenar enseguida para esquivar a un coche que está girando. Se pasa una mano por la boca. Nunca lo he visto tan aturdido.

—Deidara Kamiruzo. He quedado en ese bar con él dentro de diez minutos. Es ahí adonde me llevas, ¿recuerdas? ¿Qué te ocurre?

Él permanece callado durante varias manzanas. Yo me miro las manos sin poder pensar en nada, salvo en la sensación de su lengua en mi boca. En mi boca. Calculo que debe de haber habido diez mil millones de besos de ascensor en la historia de la humanidad. ¡Qué idiotas! ¡Mira que caer en ese cliché!

—¿Creías que estaba mintiendo? —Bueno, técnicamente estaba mintiendo, pero solo al principio.

—Yo siempre doy por supuesto que mientes. —Cambia de carril con un viraje furioso. Un nubarrón negro y amenazador ensombrece su rostro.

Un dato contrastado. Odiar a alguien resulta agotador. Cada pulsación de la sangre en mis venas me acerca un poco más a la muerte, y yo estoy malgastando esos minutos preciosos con una persona que me desprecia profundamente.

Cierro los ojos para volver a evocar la escena. Estoy de los nervios mientras deposito con esfuerzo una caja sobre mi escritorio, en la décima planta del edificio recién estrenado de D&G. Hay un hombre junto a la ventana, observando el tráfico de primera hora de la mañana. Se vuelve y nos miramos a los ojos por primera vez.

Nunca recibiré otro beso como ese: nunca en toda mi vida.

—Ojalá pudiéramos ser amigos. —Lo digo en voz alta sin querer. He reprimido estas palabras tanto tiempo que me da la sensación de haber arrojado una bomba.

Él está tan callado que pienso que a lo mejor no me ha oído. Pero entonces me lanza una mirada tan tremendamente despectiva que me provoca un doloroso retortijón.

—Nosotros nunca seremos amigos, jamás —pronuncia «amigos» como si hubiera dicho «patéticos».

Frena delante del bar y yo me bajo antes de que el coche pare del todo y me alejo corriendo. Oigo que me llama a gritos, enfurecido. Observo que me ha llamado Saku.

Veo a Dei en la barra, con una botella de cerveza en la mano, me abro paso a toda velocidad entre los corrillos y caigo prácticamente en sus brazos. Pobre Dei. Se ha presentado puntualmente, como un caballero, y no tiene ni idea de lo loca que está la mujer con la que ha quedado esta noche.

—Hola. —Dei está contento—. Has venido.

—¡Pues claro! —Acierto a decir con una risita trémula—. Necesito una copa después del día que he pasado.

Me encaramo como un jockey en el taburete. Dei le hace una seña al barman. Dos bates de béisbol idénticos giran en las enormes pantallas situadas sobre la barra. Todavía siento la boca de Sasuke en la mía. Me aprieto los labios con dedos temblorosos.

—Un gin-tonic bien grande. Lo más grande posible, por favor.

El barman me lo sirve y yo vacío la mitad de su contenido en mi boca y también un poquito por mi barbilla. Me lamo las comisuras de los labios. Todavía noto el sabor de Sasuke. Dei me mira a los ojos cuando bajo la copa.

—¿Va todo bien? Me parece que te conviene desahogarte.

Le echo un buen vistazo. Se ha puesto unos tejanos oscuros y una camisa de vestir a cuadros. Me gusta que haya hecho el esfuerzo de ir a cambiarse a casa.

—Tienes buen aspecto —le digo con sinceridad. Sus ojos relampaguean.

—Y tú estás preciosa —dice en tono confidencial. Apoya el codo en la barra y me observa con una expresión abierta, sin malicia. Siento una extraña burbuja de emoción en mi pecho.

—¿Qué? —Me limpio la barbilla, azorada. Un hombre que me mira como si no me odiara. Qué extraño.

—No he podido decírtelo en la oficina. Pero siempre he pensado que eres la chica más preciosa del mundo.

—Ah. Vaya. —Seguramente me pongo roja como un tomate. Siento que se me contrae la garganta.

—Veo que no te sientan bien los cumplidos.

—No recibo muchos. —Es la pura verdad.

Él se ríe.

—Ya, seguro.

—Es la verdad. Salvo cuando hablo con mi madre y mi padre por Skype.

—Tendré que cambiar eso. Bueno. Háblame de ti.

—Trabajo para Mei, ya lo sabes —empiezo, indecisa.

Él asiente, torciendo la boca.

—Y, bueno, eso es todo.

Dei sonríe, y a mí poco me falta para caerme del taburete hacia atrás. Me relaciono tan poco que apenas soy capaz de conversar con seres humanos normales. Quisiera estar en casa, en mi sofá, con todos los almohadones sobre la cabeza.

—Sí, pero yo quiero saber cosas sobre ti. ¿Qué haces para divertirte? ¿De dónde es tu familia?

Su expresión es totalmente sincera e inocente. Me hace pensar en los niños antes de que la vida los estropee.

—¿Te importa que vaya primero a refrescarme? Vengo directamente de la oficina. —Me bebo de un trago la otra mitad del vaso. El leve gusto a menta de mi lengua enmascara el sabor.

Él asiente y yo me voy directa hacia el baño. Me apoyo en la pared junto a la puerta, saco un pañuelo de papel de mi sujetador y me lo aplico en el rabillo de los ojos. «Preciosa».

Una sombra oscurece el pasillo y yo deduzco sin más que es Sasuke. Incluso en los márgenes de mi visión periférica, su físico me resulta más conocido que mi propia sombra. Trae la gabardina que me he dejado en el asiento trasero.

Me pongo a reír, y sigo riéndome hasta que las lágrimas surcan mis mejillas, arruinándome probablemente el maquillaje.

—Vete a la mierda —le digo, pero él continúa acercándose. Me coge de la barbilla y examina mi rostro.

El recuerdo del beso flota aún entre nosotros, y no me animo a mirarle a los ojos. Me acuerdo del gemido que he soltado en su boca. Me entra una sensación de humillación.

—No te acerques. —Lo ahuyento con la mano.

—Estás llorando.

Me abrazo a mí misma.

—No, no es verdad. ¿Para qué has venido?

—Aparcar por aquí es una pesadilla. Tu gabardina.

—Ah, mi gabardina. Sí, vale. Estoy demasiado cansada esta noche para pelearme contigo. Tú ganas.

Él parece confuso, así que me explico.

—Ya me has visto reír y llorar. Me has hecho besarte cuando debería haber abofeteado esa cara engreída. Así que has tenido un buen día. Ahora ve a ver tu partido y a comer pretzels.

—¿Crees que es ese el trofeo que pretendo conseguir? ¿Verte llorar? —Menea la cabeza—. No es eso en absoluto.

—Desde luego que sí. Y ahora lárgate. —Se lo digo más enérgicamente. Él retrocede y se apoya en la pared opuesta.

—¿Por qué te escondes aquí? ¿No deberías estar ahí fuera, deslumbrándolo con tus jodidos encantos? —Mira en dirección a la barra y se restriega la cara con la mano.

—Necesitaba un minuto. Y no siempre es tan fácil, créeme.

—Estoy seguro de que no tendrás ningún problema.

No suena sarcástico. Me seco las lágrimas y miro el pañuelo. Está bastante manchado de rímel. Doy un suspiro tembloroso.

—Estás perfecta. —Es el comentario más amable que me ha hecho jamás.

Empiezo a tantear la pared, tratando de encontrar el acceso a otra dimensión, o al menos la puerta del baño. Cualquier cosa con tal de perderlo de vista. Él me pone la mano en el pelo; tiene una expresión agitada en la cara.

—De acuerdo, no debería haberte besado. Ha sido una estupidez por mi parte. Si quieres denunciarme a Recursos Humanos...

—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Temes que te denuncie? —Levanto tanto la voz que varios clientes se vuelven a mirar. Inspiro hondo y continúo con un tono más discreto—. Has acabado totalmente conmigo. Ya ni siquiera sé cómo reaccionar cuando un chico me dice que soy preciosa.

La consternación se adueña de su rostro.

—Por eso estoy llorando. Porque Dei me ha dicho que soy una chica preciosa y yo he estado a punto de caerme del taburete. Has conseguido desmoronarme.

—Yo... —empieza a decir, pero no le sale nada—. Saku, yo...

—Ya no puedes hacerme nada más hoy. Has ganado.

Por la expresión de su rostro, creo que le he dado un buen golpe. Su sombra se aleja por el pasillo y luego desaparece.