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Llamo a Mei por la mañana para decirle que no tengo resaca pero que debo resolver unos asuntos personales y llegaré un poco tarde. Ella tiene la gentileza de decirme que descanse y que me tome el día libre.
«Descansa, y termina la solicitud para el puesto, querida. Mañana se acaba el plazo».
Me estoy perdiendo un día de camisa de color amarillo claro. El color de las paredes del cuarto infantil cuando el bebé no ha nacido y su sexo es una sorpresa. El color de mi alma cobarde.
Anoche, una vez que Sasuke se alejó con expresión culpable, me adecenté, volví a sentarme con Dei y conseguí salvar la velada. Dei y yo tenemos varias cosas en común. Sus padres poseen una granja familiar, así que mi confesión de que me crie en una plantación de fresas no desató los habituales comentarios despectivos, divertidos y condescendientes.
Lo cual me animó a hablar más del tema de lo que suelo hacer normalmente. Intercambiamos anécdotas de la vida en una granja. Yo espiaba las expresiones que cruzaban su rostro como quien estudia las nubes. Pero la verdad es que pasamos juntos varias horas riéndonos como viejos amigos. Tan cómodos como con unas zapatillas mullidas.
Debería estar contenta y excitada. Debería estar puliendo mi solicitud. Debería estar pensando en una segunda cita. Pero termino haciendo lo único que no debería hacer. Me tumbo en la cama con los ojos cerrados, evocando el beso.
«Mira, Fresita, si estuviéramos coqueteando, te habrías dado cuenta».
Quizá se le olvidó que yo era Sakura Haruno, la complaciente Fresita, y me transformé para él en algo distinto. Un espacio cerrado, un maquillaje distinto, mi vestido corto, el perfume reciente... Me convertí en objeto de su deseo en un arrebato de locura que se prolongó mientras bajamos de la décima planta al sótano. Y durante ese tiempo fue totalmente mío.
«Quería comprobar una teoría que tenía desde hace un tiempo». ¿Qué teoría? ¿Cuánto tiempo es «un tiempo»? Si yo era una especie de experimento, él debería haber tenido la decencia de explicarme su conclusión.
Cuando pienso en cómo me mordía suavemente el labio inferior, siento una tensión palpitante entre las piernas. Cuando pienso en el contacto de su mano en la cara posterior de mi muslo, me veo obligada a extender el brazo y a palparme la zona en la que se desplegaron sus dedos. ¿Y la dureza de su cuerpo? Me quedo sin aliento unos momentos. Me pregunto qué sabor tuve yo para él. Qué sensación le produje.
Estoy ganduleando en pijama a las tres de la tarde, paralizada por el plazo límite de entrega de la solicitud, cuando oigo el timbre del interfono y me sobresalto. Lo primero que pienso es que es Sasuke, que viene a arrastrarme a la oficina. Pero no: es un repartidor con unas flores. Un enorme ramo de rosas de intenso color rojo. Abro el sobrecito. En la tarjeta hay solo cuatro palabras.
«Tú siempre estás preciosa».
No está firmada, pero tampoco hace falta. Ya me imagino la expresión dulcificada de Koharu al darle a Dei un pósit con mi dirección y añadir por lo bajini: «Esto yo no te lo he dado». Incluso las damas de RR. HH. son capaces de infringir las normas por amor.
Le envío un mensaje de texto. ¡Muchas gracias!
Él responde casi en el acto.
Me lo pasé muy bien. Me encantaría volver a verte.
Yo respondo:
¡Por supuesto!
Me quedo mirando las flores, con los brazos en jarras. Esta inyección para mi ego no podría haberme llegado más oportunamente. Me siento frente al ordenador. El puesto será mío. Y Sasuke tendrá que largarse.
—Acabemos esto de una vez.
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Cuando entro el viernes en la oficina, él es un gran borrón de color mostaza en la esquina de mi campo visual. Cuelgo la gabardina y me voy directa al despacho de Mei. Por una vez, ha llegado temprano. Sería capaz de rodearla con mis brazos y estrecharla con fuerza.
—Aquí estoy. —Ella me indica que pase y yo cierro la puerta.
—¿Ya lo has enviado?
Asiento.
—Sasuke también ha enviado el suyo. Y hay dos candidatos externos por ahora. ¿Qué tal la cita? ¿Te encuentras bien?
Ella siempre la viva imagen de la compostura. Hoy lleva un blazer sobre una camiseta que seguramente es de seda y una falda de lana. Nada tan vulgar como el algodón para Mei. Espero que cuando se muera me deje su guardarropa.
Me acomodo en una silla.
—Estuvo bien. Era con Deidara Kamiruzu, del Departamento de Diseño. Espero que no haya problema. La semana que viene deja la empresa para trabajar por su cuenta.
—Lástima. Trabaja bien. Desde luego, no habrá ningún problema en que lo veas.
Me viene a la cabeza el beso a Sasuke en el ascensor. Eso sí que es un problema.
—Pero algo sucedió —aventura Mei.
—Antes de la cita, tuve una tremenda discusión con Sasuke y consiguió alterarme. Y ayer por la mañana me sentía más bien inestable. Con la sensación de que, si venía aquí, acabaríamos los dos saliendo en camilla y bañados en sangre.
Mei me observa con aire especulativo.
—¿Sobre qué fue la discusión?
Quizá no sea tan buena idea desahogarme con Mei y explicarle mis cuitas. No es nada profesional por mi parte. Me arden las mejillas y, como no se me ocurre una mentira, abrevio la historia.
—Él pensaba que yo mentía, que no era verdad que tuviera una cita. Soy muy aburrida, según él.
—Interesante —dice despacio—. ¿Has analizado esto a fondo?
Me encojo de hombros. Lo he analizado obsesivamente, hasta el extremo de no poder dormir.
—Estoy enfadada conmigo misma por dejar que me saque de mis casillas. Pero no puede imaginarse lo duro que es estar sentada frente a él, aguantando sus constantes ataques.
—Me hago cierta idea. Se llama guerra a muerte, querida. —Señala la pared con el pulgar.
Mei es la persona ideal para las confidencias de este tipo. El señor Dōtonbori está ahora mismo al otro lado de esa pared, tramando formas de asesinarla. Ella sigue mi mirada. Oímos débilmente un estornudo, un pedo y unos gruñidos.
—¿Por qué pensaba Sasuke que mentías? Y a ti... ¿por qué te molestó tanto que lo pensara? —Mei va dibujando espirales en su libreta y yo me siento medio hipnotizada. Se ha convertido en mi terapeuta.
—Él me considera cómica. Siempre se está riendo de lo que hacen mis padres. Seguro que se ríe del lugar donde estudié. De mi ropa. De mi estatura. De mi cara.
Mei asiente con paciencia, observando cómo me esfuerzo en desplegar esos pensamientos enmarañados.
—Me molesta que tenga este concepto de mí. Es eso lo que me confunde. Lo único que quiero es que me respete.
—Tú siempre has procurado que te vean como una persona simpática y tratable —comenta Mei—. Le caes bien a todo el mundo. Él es el único que se resiste.
—Él está empeñado en destruirme. —Quizá estoy dramatizando un poquito más de la cuenta.
—Y tú, empeñada en destruirlo a él —señala Mei.
—Sí. Pero yo no deseo ser así.
—Bueno, evita hoy el contacto con él. Te puedes instalar unos días en el despacho vacío de la tercera planta. Te desviaremos allí las llamadas.
Meneo la cabeza.
—Es muy tentador, pero no. Soy capaz de manejar la situación. Prepararé el borrador del informe trimestral y no le diré ni una palabra. Me olvidaré de que existe.
Todavía recuerdo el sabor de su boca. Estuve respirando su cálido aliento hasta que se me llenaron los pulmones del todo. Tenía su aliento en mi interior. Y en solo dos minutos me enseñó cosas que no había descubierto en mi vida. O sea, que olvidar su existencia será todo un desafío, pero este trabajo es así: un desafío constante.
Cierro suavemente la puerta del despacho de Mei y trato de calmarme. Me vuelvo y ahí está, encorvado sobre su mesa.
—Eh —dice. Una versión abreviada de Cómo estás.
—Hola —respondo rígidamente, y me dirijo a mi mesa como si caminara con unos zancos diminutos.
Lo que dice a continuación me deja estupefacta.
—Lo siento, Saku. Lo siento muchísimo.
Le creo. La imagen de su atormentada expresión cuando se alejó de mí, en el bar, me ha impedido dormir casi del todo durante dos noches seguidas. Ahora es la ocasión. Ahora podría volver a situarnos a ambos en la posición habitual. Podría lanzarle una pulla y él se apresuraría a devolvérmela. Pero no: yo no deseo ser así.
—Ya sé que lo sientes. —Ambos estamos a punto de sonreír y cada uno observa la boca del otro. El fantasma del beso en el ascensor sigue flotando entre nosotros.
Él no está tan impecable como siempre. Se le ve algo desaliñado, probablemente a causa de un par de noches durmiendo mal. El tono mostaza de su camisa me parece el color más feo que he visto en mi vida. Tiene el nudo de la corbata mal hecho, y una sombra de barba en la mejilla. El pelo lo lleva desgreñado, con un mechón erizado en un lado que parece un cuerno de demonio. Casi parece un Gamin hoy. Está realmente divino y me mira con un recuerdo flotando en los ojos.
Deseo correr hasta que me duelan las piernas. Deseo barrer el contenido de su escritorio de un mandoble. Noto el contacto de la ropa sobre mi piel desnuda. Así es como me hacen sentir sus ojos cuando me mira.
—Vamos a bajar las armas, ¿de acuerdo? —Alza las manos para mostrar que está desarmado. Esas manos son lo bastante grandes para abarcar mis tobillos. Trago saliva.
Para disimular mi incomodidad, hago la pantomima de sacarme una pistola del bolsillo y arrojarla a un lado. Él se lleva la mano a una imaginaria pistolera de hombro, saca la pistola y la deja sobre su agenda. Yo desenfundo un cuchillo invisible de mi muslo.
—Todas —digo, señalando bajo el escritorio.
Él se agacha y simula que se saca un revólver del tobillo.
—Así está mejor. —Me desplomo en mi silla y cierro los ojos.
—Eres una persona muy rara, Fresita. —Su tono no es desagradable.
Me fuerzo a abrir los ojos. El Juego de las Miradas casi me mata. Sus ojos son del mismo negro que el de una pantera. Es como si todo estuviera cambiando.
—¿Vas a denunciarme a Recursos Humanos?
Algo vuelve a cerrarse en mi pecho con una punzada de dolor. O sea, que por eso tiene este aspecto de mierda. Debió de pasar un día infernal ayer, imaginando cómo lo sacarían del edificio los guardias de seguridad en cuanto yo volviera. Mi escritorio vacío debió de ser una visión terrorífica para él. Ya se veía a sí mismo encerrado en una celda por abusar de mujeres diminutas. Ahora lo entiendo todo. Mira que soy idiota.
—No. Pero ¿podríamos no volver a mencionar... eso... nunca más, por favor? —Me salen las palabras algo roncas. Lo estoy soltando del anzuelo, en lugar de tomarle el pelo con el destino que le espera. Un paso más para convertirme en la persona que me gustaría ser.
Pese a todo, él frunce el ceño como si se sintiera profundamente ofendido.
—¿Es eso lo que quieres?
Asiento, pero soy una mentirosa de cuidado. «Lo único que quiero es besarte hasta quedarme dormida. Quiero deslizarme entre tus sábanas y descubrir qué ocurre en tu cabeza, y también debajo de tu ropa. No quiero quedar como una tonta por ti».
La puerta del señor Dōtonbori está entreabierta, así que bajo la voz todo lo posible.
—Me está volviendo loca todo esto.
Él puede apreciar claramente que es cierto. Tengo una mirada desesperada y enloquecida. Asiente, con un gesto terminante. Control + A. Borrar. Ese beso no ha existido.
Rezo para que surja alguna distracción. Un simulacro de incendio. Una llamada de Tenten para anunciarme que nunca más cumplirá un plazo de entrega. Y yo no soy la única que está rezando para que el suelo se hunda bajo nuestros pies.
—¿Y qué tal... tu cita? —dice con voz apagada. Tiene los nudillos blancos de tan crispados. Ser amable conmigo le exige un gran esfuerzo.
—Bien. Tenemos muchas cosas en común. —Trato inútilmente de despertar a mi ordenador de su letargo.
—Sí, claro. Los dos sois bajitos. —Mira su pantalla, con el ceño fruncido, como si esta conversación fuera la más ardua de su vida. Actuar amigablemente no le sale con naturalidad.
—Ni siquiera se burló de mí por lo de las fresas. Dei es... simpático. Es mi tipo. —Es lo único que se me ocurre.
—Lo que quieres es un tipo simpático, entonces.
—Es lo que quiere todo el mundo. Mis padres llevan una eternidad rogándome que me busque un buen chico. —Mantengo un tono ligero, pero dentro de mí empieza a formarse una burbuja de esperanza. Estamos hablando como amigos.
—Y el señor Simpático ¿te acompañó a casa?
Ya veo lo que quiere saber.
—No. Tomé un taxi. Volví sola.
Deja escapar el aire audiblemente. Se restriega la cara de puro cansancio y luego me mira entre los dedos.
—¿A qué jugamos ahora?
—¿Qué te parece a Compañeros Normales? ¿O al Juego de la Amistad? Hace tiempo que me muero de ganas de probar alguno de los dos. —Levanto la vista, conteniendo el aliento.
Él se incorpora en la silla y me mira ceñudo.
—Los dos serían una pérdida de tiempo, ¿no crees?
—Ay, qué pena. —Si lo digo sarcásticamente, no sabrá que lo proponía en serio.
Veo que abre su agenda, con el lápiz en la mano. Se pone a hacer tal cantidad de anotaciones que yo me vuelvo hacia mi ordenador. Ya no voy a preocuparme más de su estúpida agenda, de su lápiz y de mis pesquisas detectivescas. Todo eso se acabó. Ha sido una pérdida de tiempo.
Me digo a mí misma que debo estar contenta.
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Hoy es un espléndido día de camiseta negra. Anótalo en tu diario. Cuéntaselo en el futuro a tus nietos. Aparto los ojos, pero ellos se deslizan otra vez hacia allí al cabo de un momento. Bajo esa camiseta hay un cuerpo capaz de empañar las gafas de una vieja bibliotecaria. Me parece que las bragas se me están arrugando como una pavesa de papel quemado.
Ha transcurrido una semana desde el beso en el que nunca pienso. La plantilla al completo de Dōtonbori & Gamin va subiendo como un rebaño a un autocar.
—Exenciones —va diciendo Sasuke a la gente, que le entrega el documento por el que renuncia a cualquier demanda por daños—. Las exenciones, a mí. El dinero, a Sakura. Eh, esta hoja no está firmada. Fírmala. Exenciones.
—¿Quién es Sakura? —pregunta alguien al final de la cola.
—El dinero, a Saku. Esta persona ridículamente bajita de aquí. Pelo. Pintalabios. Saku.
Yo sé de uno que va a quedar cubierto de pintura muy pronto. La gente de la cola avanza en una brusca oleada y a punto está de dejarme planchada contra el autocar.
—Eh. No os he dicho que la pisoteéis.
Sasuke los hace retroceder a todos y me endereza junto a él como si fuese un bolo tambaleante. La calidez de su mano sobre mi blusa me quema a través de la tela. Tenten me toca el otro brazo y yo doy un respingo del susto.
—Perdona por no llegar al plazo el otro día. Me muero de ganas de poder dormir toda una noche. Estoy medio zombi.
Me entrega sus veinte dólares y veo que lleva las uñas con manicura francesa. Yo flexiono los dedos para esconder mis uñas ligeramente astilladas.
—Quería pedirte un favor —dice.
Por encima de su hombro, veo a Sasuke poniendo la oreja como si fuera una antena parabólica. Espiar las conversaciones es indecoroso. Me llevo a Tenten un poco aparte, sin dejar de extender la mano para que la gente siga poniendo sus veinte dólares.
—Bueno, dime, ¿de qué se trata? —Ya se me está encogiendo el estómago.
—Mi sobrina tiene dieciséis años y necesitaría hacer un período de prácticas. El consejero de su colegio cree que le serviría para adquirir cierta perspectiva. Ella no puede andar saltándose clases y durmiendo todo el día. Los adolescentes no tienen ni idea de lo que es el trabajo.
—Habla con Koharu. Seguro que tendrá algo que ofrecerte. —Cojo otro billete—. Los jóvenes siempre quieren trabajar en el Departamento de Diseño.
—No, yo quiero que trabaje de becaria contigo.
—¿Conmigo? ¿Por qué? —Me dan ganas de salir corriendo.
—Eres la única persona aquí que tendría paciencia con ella. Es una chica algo testaruda.
Una gran primicia mundial, sin duda, pero ahora casi preferiría que Sasu nos interrumpiera. Que pasara algo. Por favor. Estoy enviando mensajes a su antena parabólica pero no los recibe. «Sasuke, socorro, SOS. Haré cualquier cosa por ti si nos interrumpes».
—Tiene un montón de problemas. Con las drogas y con otras cosas. ¿Podrías hacerlo, por favor? Significaría mucho para su madre, y quizá servirá para ponerla otra vez en vereda.
—Hmmm. ¿Me das un tiempo para pensarlo? —Aparto los ojos de Sasuke, que ahora ha dejado de disimular y se ha vuelto a mirarnos, con la mano en la cadera.
—Tengo que saberlo ahora, porque ella se reúne con el consejero escolar dentro de media hora. Y se supone que debería tener algo pensado. —Tenten me mira con una sonrisa expectante.
—¿Cuánto tiempo sería? Digamos, ¿un día?
Tenten se me acerca un poco más, estrujándome el brazo con su mano bellamente decorada.
—Serían dos semanas, durante las próximas vacaciones escolares. Eres un sol. Gracias. Voy a mandarle un mensaje ahora mismo. Ella no estará contenta, pero tú la convencerás.
—Espera —empiezo, pero ya está subiendo al autocar.
—Bueno, lo has bordado. ¿Sabes lo que le hubiera soltado yo? —me dice Sasuke.
Me paso la mano por el pelo. Me pica el cuero cabelludo.
—Cierra el pico.
—Le habría dicho una palabra muy corta. Es fácil, deberías probarlo alguna vez. Repite conmigo. No.
—Eh —dice Dei con una sonrisa, poniéndose en la cola.
—No. Hola. —Saco mi sonrisa más encantadora. Espero que se haya puesto protector solar en esa preciosa piel tan blanca—. Al final has venido. Supongo que un partido de paintball es una buena forma de celebrar tu último día.
—Sí, será divertido. Genma me ha dicho que no hacía falta que viniera, pero a mí me apetecía. El departamento me montó un almuerzo de despedida también.
Yo ya sé la mayor parte de estas cosas. Nos hemos estado comunicando por email toda la semana, y yo misma le ayudé a llevar unas cajas a su coche. El icono del sobrecito que hay en la barra de tareas me ha ido proporcionando pequeñas punzadas de emoción. Hoy he pasado toda la mañana acalorada e inquieta. Con un ligero mareo. Estoy colada, no cabe duda.
—Exención —dice Sasuke, interrumpiendo. Dei le da la hoja sin apartar los ojos de mí.
—Me encanta tu pelo hoy —me dice.
Yo bajo la cabeza, halagada. Es el comentario más correcto que se me puede hacer. Tengo una absurda vanidad sobre mi pelo. Mi acondicionador probablemente cuesta más que treinta gramos de cocaína.
—Gracias. Se me ha alborotado un poco. Hace mucha humedad, me parece.
—Bueno, me gusta un poco alborotado. —Dei toca los mechones caóticos que me caen sobre el brazo. Nos miramos a los ojos y empezamos a reírnos.
—No lo dudo, sinvergüenza —digo, meneando la cabeza.
—Dale el dinero y sube al autocar —ordena Sasuke lentamente, como si Dei fuese un tarado. Se miran con antipatía. Yo cojo sus veinte dólares y le dedico una sonrisa Lanzallamas.
—¿Quieres que seamos compañeros de equipo?
—Sí —contesto al mismo tiempo que Sasuke ladra:
—No.
Se le da muy bien decir esa palabra, no cabe duda.
—Los equipos ya están formados —añade.
Dei me lanza una mirada que viene a decir: «¿Qué mosca le ha picado a este?».
—Yo esperaba que... —Empieza. Pero Sasuke le lanza a su vez una mirada agresiva: «No sé qué pretendes, pero olvídalo».
La última persona de la cola me da su dinero y nos quedamos los tres ahí de pie, envueltos en un tenso y extraño silencio.
