8

—Hablamos luego —me promete Dei y sube al autocar.

No le culpo. Sasuke tiene los brazos cruzados como un gorila de discoteca.

—¿A qué demonios venía eso? —le pregunto.

Él menea la cabeza.

Mei y el señor Dōtonbori salen a toda velocidad en sus respectivos Porsche y Rolls para reunirse allí con nosotros. Por supuesto, ellos no van a participar en la actividad para fomentar el espíritu de equipo. Ellos se sentarán en el balcón desde el que se domina el parque de paintball, tomarán café y se dedicarán a odiarse a muerte, que es su actividad favorita.

—Vamos —dice Sasuke, empujándome para que suba.

Solo quedan dos asientos libres y están en la primera fila. Sasuke los ha dejado reservados poniendo un montón de sujetapapeles encima. Dei se inclina en el pasillo y me mira con pesar, encogiéndose de hombros.

Sasuke envió un mensaje a todo el mundo indicando que nos cambiáramos a la hora del almuerzo y nos pusiéramos ropa informal. Prendas que no nos importara arruinar del todo. Yo llevo unos tejanos ceñidos y una camiseta vintage de Elvis muy estirada. Era de mi padre. El Elvis gordo, con un traje de lentejuelas y el micrófono pegado a los labios. Está tan dada de sí que se me escurre por el hombro. El look que pretendía imitar era el de Kate Moss en un festival de música. A juzgar por la cara de Sasuke al verme, parezco una pringada patética. Aunque él sí se ha fijado en el tirante verde esmeralda de mi sujetador deportivo. De eso estoy completamente segura.

Sasuke también se ha puesto ropa informal. Mientras doblaba sobre el escritorio su camisa negra de vestir con la pulcritud de un dependiente de boutique, he visto mi reflejo en la pared de enfrente: una máscara boquiabierta y embobada de lujuria. Para empezar, Sasuke lleva tejanos: están muy gastados y hechos polvo, con salpicaduras de pintura azul, y se le tensan sobre los muslos cuando se sienta. No puedo poner ningún reparo a esos tejanos.

Para continuar, lleva una camiseta cuyo suave y raído algodón se funde con su torso cuando se arrellana en el asiento. Y las formas que se dibujan bajo esa camiseta son... Las mangas se ciñen sobre unos bíceps que me están poniendo... Pero es su estómago completamente plano lo que me... Sin hablar de la piel, que es de un tono dorado...

—¿Necesitas algo? —pregunta, alisándose la camiseta. Mis ojos siguen el recorrido de su mano. Quisiera estrujar esa camiseta, hacerla una bola y comérmela con una cucharita de postre.

—No me habría imaginado que llevarías... —Señalo vagamente ese torso fabuloso.

—¿Creías que jugaría a paintball con un traje de Hugo Boss?

—Hugo Boss, ¿eh? ¿Ellos no diseñan uniformes nazis?

—Sakura, por Dios. —Cierra los ojos durante casi un minuto entero.

Se pinza el puente de la nariz. Juraría que está haciendo un esfuerzo para no reír, o gritar.

Lo miro bizqueando, le saco la lengua y digo: «Buuu». Pero no se ríe. Derrotada, me doy la vuelta y miro por encima de los asientos hasta que diviso el pelo enmarañado de Dei. Nos saludamos con la mano y ponemos caritas para indicar lo descontentos que estamos con nuestros compañeros de asiento. Entonces se me ocurre que debo de tener las tetas a un par de centímetros de la cabeza de Sasuke y vuelvo a sentarme.

—¿Tú y él? La cosa empieza a resultar un poco patética —dice Sasuke de mal humor.

Sus palabras me hieren en lo más vivo. «Patética». Ya me lo ha dicho otras veces. Hemos vuelto a la posición en la que nos sentimos más cómodos. Yo me había preguntado cómo serían las cosas después del beso, de las lágrimas, de la tristeza dolorida de sus ojos. De la disculpa. Del silencio que se ha extendido desde entonces a lo largo de cada jornada.

Para él, hemos vuelto al odio. Pero yo no lo resistiré mucho tiempo. No puedo seguir la pelea. Me quita demasiada energía. Lo que antes me resultaba tan fácil como respirar ahora se me hace cuesta arriba. Estoy tan cansada que me duele todo.

—Seguro. Soy patética. —Miro la carretera que se extiende por delante. Él empieza el Juego de las Miradas, ahora de soslayo. No le hago caso. Nadie nos ve, salvo la conductora si echa un vistazo; pero ella está ocupada con el tráfico.

—Fresita.

No le hago caso.

—Fresita.

—No conozco a nadie con ese nombre.

—Juega un minuto conmigo —me pide al oído. Yo vuelvo la cara hacia la suya, procurando controlar la respiración.

—Recursos Humanos —acierto a decir.

Tiene la cara tan cerca de la mía que puedo saborear su aliento, ese gusto caliente y dulce a menta. Veo las vetas diminutas del iris de sus ojos: trazos inesperados de color rojo y negro. Hay tantos rojos que me hacen pensar en galaxias. En pequeñas estrellas fugaces.

—¿Tus rosas siguen vivas?

¿Es que hay algo que este hombre no sepa? Nuestros codos se rozan ligeramente, pero procuro no hacer caso. Los codos no son erógenos. O, al menos, yo no creía que lo fueran.

—¿Quién te lo ha contado?

—Bueno, todo el mundo sabe que Dei Kamiruzu es el hombre de tus sueños. Rosas y todo lo que haga falta. Almuerzos para dos con velas en la cocina de la empresa. —Me mira los labios; yo me los lamo. Mira el tirante de mi sujetador y yo junto las rodillas con fuerza.

—¿Quién es tu fuente?

Sus ojos se están oscureciendo por momentos. La pupila va devorando el negro, y yo me acuerdo de sus ojos en el ascensor. Ojos asesinos. Ojos apasionados. Ojos de demente.

—¿Mi infiltrado, quieres decir? ¿Como hacen las revistas con los famosos? ¿Acaso eres una celebridad, Sakura?

—No entiendo cómo sabes tantas cosas.

—Soy perspicaz. Me entero de todo.

—Y deduces que tengo unas rosas en mi dormitorio..., ¿a santo de qué?, ¿por mi lenguaje corporal? ¿Porque me lees el pensamiento? Mientes más que hablas. Seguro que me espías por la ventana con un telescopio de larga distancia.

—Quizá tengo un apartamento delante del tuyo.

—Ya te gustaría, pervertido. —Empiezo a notar un hormigueo de sudor en la espalda. Si tuviera ese apartamento, probablemente sería yo la que se pasaría las horas en la oscuridad con unos prismáticos.

—Bueno, ¿están vivas aún?

—Se han marchitado. He tenido que tirarlas esta mañana.

Su mano se desliza a lo largo de mi brazo, lenta y suavemente, presionando los puntitos de carne de gallina. Tiene la mano tan fría que levanto la mirada hacia su rostro, instalado en su expresión ceñuda habitual.

—Estás muy caliente —me dice.

—Es sabido que provoco incendios —contesto sarcástica, apartando la mano.

El autocar se bambolea al tomar una curva. Siento un leve mareo que me enturbia la visión y un principio de náusea en el estómago. No es que vaya a vomitar. Seguramente es una reacción de mi cuerpo ante tantas tensiones: el proceso de solicitud, el beso, el brillo asesino en los ojos de Sasuke.

—¿Preparada para ser aniquilada?

Le suelto la mejor réplica que se me ocurre.

—Voy a destruirte. El Juego del Odio. Tú contra mí. Es la única forma posible de acabar con esto.

—Muy bien —responde Sasuke con brusquedad, levantándose y poniéndose de rodillas en el asiento para dirigirse a nuestros compañeros. Todos dejan de hablar de mala gana. Detecto un ambiente de motín.

Me arrodillo también en el asiento y saludo a la gente con la mano. Todos sonríen. El policía bueno, despreciado por todos. Observo que los Gamins están sentados a la izquierda y los Dōtonboris a la derecha.

—Hoy tendréis que superar seis desafíos —empieza Sasuke.

—Siete, si lo incluís a él —añado, cosechando algunas risas. Él me mira de soslayo, con el ceño fruncido.

—Habrá cada vez seis equipos de cuatro personas, luchando de dos en dos. En cada partido estaréis en un equipo distinto. El objetivo es conseguir que conozcáis a vuestros compañeros en una actividad al aire libre. Tendréis que idear estrategias en equipo para ser los primeros en capturar la bandera.

La gente lo mira sin comprender; él suelta un hondo suspiro.

—¿En serio? ¿Nadie ha jugado nunca al paintball? Debéis intentar apoderaros de la bandera antes que el equipo contrario. La norma principal es que no se puede disparar al árbitro. Ni a la cara del adversario, ni tampoco a la entrepierna.

Maldita sea. ¡Si era eso lo que yo estaba deseando!

—Ebisu, Fudō, Mabui, Nae. Vosotros seréis los árbitros. Debéis valorar el juego de cada equipo desde vuestra posición estratégica junto a la bandera. Podéis puntuar a los jugadores si queréis.

Estoy impresionada. Me inquietaba imaginarme a esos cuatro arrastrando sus cuerpos pesados y achacosos por una pista de paintball. Nae y Ebisu se miran y asienten con aire engreído, mientras Sasuke pasa hacia atrás cuatro sujetapapeles. Me gustaría que hubiera comentado todo esto conmigo. Él lleva la batuta totalmente, lo cual no me gusta.

—Al final, nos reuniremos en la terraza para tomar café y analizar lo que hemos aprendido unos de otros a lo largo del día.

Dicho esto, vuelve a deslizarse en su asiento.

—¿Alguna pregunta? —Miro en derredor y veo algunas manos alzadas.

—¿Nos daréis monos para protegernos?

Sasuke masculla algo entre dientes, que suena más o menos como «malditos idiotas».

Me encargo yo de responder.

—Cada uno tendrá un traje protector y un casco para cubrirse los ojos y la cara.

A través de la camiseta, noto que Sasuke suelta un largo suspiro sobre la zona de mi cadera.

—¿Sí? —digo, señalando a Omoi.

—¿Duelen las pelotas de pintura?

—Un montón —responde Sasuke desde su asiento.

—Recordad todos que el objetivo no es hacerse daño. —Bajo la vista hacia Sasuke—. ¡Por muchas ganas que tengáis!

—¿Vosotros dos estaréis en bandos opuestos? —pregunta alguien desde el fondo, provocando una oleada de risas.

La fama de nuestro odio mutuo se nos ha ido un poco de las manos, y la culpa en gran parte es mía. He de dejar de hacer chistes a costa de Sasuke.

—Esto está pensado para unirnos a todos. Todos estaremos en algún momento en el mismo equipo, igual que una situación de trabajo. E incluso Sasuke y yo conseguiremos encontrar puntos en común. Bueno. ¡Y atención al premio!

Todo el mundo estira el cuello.

—El premio —me interrumpe Sasuke en voz alta, sin levantarse del asiento— es un día libre extra pagado. Sí, señor. Un día libre. Pero habréis de ganároslo demostrando un compromiso excepcional con vuestro equipo.

Hay un murmullo general. Un día libre pagado. Un día fuera de la prisión. La idea oscila por encima de las cabezas como una apetitosa y suculenta zanahoria.

El campo de paintball se halla en una pequeña plantación de pinos. El terreno es de tierra desnuda y polvorienta. Los árboles parecen medio moribundos. Un cuervo vuela en círculo en lo alto, soltando graznidos siniestros. La gente forma un corro irregular junto a la entrada.

Un tipo con mono de camuflaje de paintball se sitúa junto a Sasuke con la pose de un sargento del ejército. Ambos poseen el mismo físico espigado y musculoso de marine. Quizá Sasuke pasa aquí todas sus horas libres. Parecen compañeros de armas. Compañeros que han vivido brutales combates (de colores) en este terreno baldío. Ambos me miran con expectación y yo deduzco que debo situarme también ahí delante con ellos.

Sasuke hace una demostración para explicar cómo hay que ponerse el mono y el equipo de protección. Todo el mundo observa con interés. El sargento Paintball se encarga de las preguntas estúpidas con paciencia profesional. Todos recibimos el mono, el casco y las rodilleras. Luego nos dan las armas.

Somos adultos a punto de realizar una actividad para promover el espíritu de equipo en la empresa, pero nos pasamos varios minutos haciendo el idiota, ensayando poses con nuestros fusiles de paintball y emitiendo efectos de sonido como una pandilla de críos. Sasuke y el sargento Paintball nos observan como celadores de un psiquiátrico. Mizuki, el reciente Chico del Cumpleaños, finge que acaba con todos nosotros. «¡Pam, pam, pam!», grita con su voz de barítono. «¡Pam, pam, pam!».

Me escabullo de una refriega simulada. Empiezo a sentirme endeble y demasiado diminuta. Observo las largas piernas, los ojos sedientos de pintura de los demás. Quizá las tensiones se acaben desbordando; quizá se desmanden todos en una guerra de Gamins contra Dōtonboris, cambiando los fusiles de paintball por metralletas AK-47 de verdad.

Se me empieza a perlar de sudor la frente y el labio superior; y no sé qué me pasa en el estómago, pero no es nada bueno. El pintalabios se me ha convertido en una mancha rosada, y el pelo lo tengo aplastado bajo el pesado casco. El traje más pequeño que tenían es tan enorme que la gente se monda al verme. Qué elegancia. Qué garbo. Voy a tener que concentrarme de verdad para superar las próximas horas.

Mei me saluda con la mano. Está de pie en un balcón de observación, con una visera blanca, una blusa de lino crema y unos pantalones pitillo blancos, sorbiendo con una pajita una Coca-Cola light. Solo Mei se atrevería a vestir de blanco en un campo de paintball. El señor Dōtonbori está enfurruñado por algún motivo y permanece sentado, de brazos cruzados, como un sapo con pantalones caquis.

—¡Pasadlo bien todos! —grita Mei—. ¡Y recordad que os estamos mirando!

Con este inquietante comentario de «Gran Hermano» resonando en los oídos, empezamos a jugar.

Sasuke lee en voz alta los nombres de los primeros equipos y resulta que yo estoy en el suyo. Nos situamos en medio con nuestros compañeros, Abiru y Samui. Dos Gamins y dos Dōtonboris. El equipo contrario, compuesto con la misma proporción, se sitúa también en el centro. Sasuke debe de haber configurado todos los equipos así.

Yo tendría que haber abierto la boca esta semana para preguntarle por los detalles, pero la tensión que hay entre nosotros ha resultado insuperable. Además, una vez que mi idea de reunirnos en un centro de retiro corporativo quedó totalmente desmantelada, he perdido el interés en el asunto. Ya que Sasuke se apropió de la idea, que se ocupe de organizarlo todo.

Pero mientras el ambiente se llena de un entusiasmo palpable, me doy cuenta de que mi fantástica idea se ha convertido en un logro suyo. Soy una idiota integral.

Veo a Ebisu con la bandera. Nos saluda alegremente, con un bolígrafo entre los dientes y un sujetapapeles en la mano. Tiene unos prismáticos colgados sobre el pecho. Se está tomando en serio su papel falsamente importante.

—Bueno, ¿cuál es el plan, equipo? —pregunto. No veo a nuestros oponentes.

—¿Nos mantenemos juntos o nos dispersamos? —dice Samui indecisa.

—Hmmm, yo diría que nos mantengamos juntos, puesto que se trata de una prueba para fomentar el espíritu de grupo. —Me apoyo en unas ramas bajas de pino. Ojalá pudiera secarme la cara. Tengo tanto calor con este traje que estoy mareada.

—Deberíamos elegir a alguien para que vaya a buscar la bandera, y los demás nos encargaremos de protegerle —propone Abiru, lo cual es una buena idea.

—Me gusta. ¿A quién escogemos?

Ambos miran a hurtadillas a Sasuke. Es evidente que le tienen miedo. Curiosamente, el casco no le da un aspecto estúpido. Su mano enguantada parece lo bastante recia para atravesar una pared de ladrillo. Deberían fabricar una miniatura suya y venderla en las jugueterías para los niños violentos.

—Samui —decide Sasuke—. Si le dan a ella, iremos a buscar la bandera en orden alfabético, según el nombre de pila.

Fantástico. Lo cual significa: Abiru, Sasuke y, por último, Sakura. En resumen, a mí nadie va a protegerme. Soy carne de cañón. Desfilamos por el campo y nos ponemos a cubierto. percibe mi pánico creciente y sonríe con amabilidad.

—Todos cuidaremos de ti, Saku, no te preocupes.

Ya sabía yo que Sasuke encontraría la manera de fastidiarme. Saldré de aquí magullada, maltrecha y salpicada de pintura. Y ni siquiera puedo disparar contra él hasta que las rotaciones me sitúen en otro equipo.

La bocina de inicio me pilla subiendo a gatas trabajosamente por una pendiente. La tierra está suelta y me hace resbalar. Yo voy delante; lo cual es lógico, dada nuestra estrategia. Exploraré el terreno para avanzar. Soy la más prescindible.

Los brazos no me sostienen como es debido y acabo desmoronándome sobre la barriga. Samui me adelanta moviendo los miembros como molinillos, sin sigilo ni estrategia. Me incorporo de rodillas para decirle que vuelva. Una mano me agarra de la pantorrilla y me tira hacia atrás. Sasuke se deja caer a mi lado, fusil en mano. Me indica con un gesto que me agache.

—Déjame —siseo.

—Te van a dar en la cara si te asomas así.

—¿Y cómo no has dejado que me dieran?

Su mano se extiende por la parte baja de mi espalda, pegándome al suelo con firmeza. En lo más recóndito de mi cerebro, reconozco que el peso de esa mano es delicioso. Las capas de tela entre nuestras pieles empiezan a irradiar calor.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—No me pasa nada. —Trato de escabullirme a rastras.

—Tienes una pinta horrible.

—Gracias. Hemos de cubrir a Samui.

Me incorporo y la veo avanzar bamboleante entre los delgados troncos de los árboles, completamente expuesta. Abiru, con galantería, sale corriendo tras ella. A lo lejos se vislumbra el retal anaranjado de la bandera.

Me levanto y echo a correr, seguida de cerca por Sasuke. Me parapeto detrás de una roca. Veo a Iruka, del equipo contrario, disparo un par de cartuchos y le doy en el hombro.

—Ay —exclama, y se retira con aire frustrado.

Me vuelvo hacia Sasuke. Parece ligeramente impresionado.

—Genial.

He perdido de vista a Samui. El aire se llena de chasquidos y gritos de dolor. Tras varios esprints cortos, me encuentro a Abiru arrodillado en el suelo, atándose los cordones de las botas. Tiene una gran mancha de pintura en el pecho.

—¡Ay, Abiru!

Él levanta la vista y me mira con la expresión cansada de un veterano de Vietnam que ve cómo le sale la sangre a chorros del estómago y sabe que está a punto de morir. Me agarra de la rodilla con gesto melodramático.

—Ve a salvarla.

Se nota que ha visto muchas películas de acción; pero lo mismo puede decirse de mí, a juzgar por el arrebato responsable que me sale de dentro. Yo salvaré a Samui.

—Voy a buscar una Coca-Cola —dice Abiru, arruinando el momento.

Sigo corriendo. Me falta el aliento y se me están empañando un poco las gafas. Oigo un chasquido y me meto de un salto detrás de una pirámide de barriles, sobre los que resuenan los impactos de los disparos. Bajo la vista. Por ahora no me han dado. Supongo que lo notaré. Me echo un vistazo en la parte posterior de las piernas.

—¡No tienes nada! —me grita Sasuke.

Me vuelvo a mirarlo. Está agazapado muy cerca, detrás de un gran tocón. Sujeta el fusil con elegancia, apuntando hacia el cielo. Trato de imitarlo y poco me falta para que se me caiga el fusil.

—Serás tonta —comenta de modo totalmente innecesario. Debe de tener mucha fuerza en las muñecas.

—Cierra el pico.

Samui está agachada detrás de un arbolito miserable: un auténtico suicidio. Veo cómo levanta el arma y liquida a Chōji, del equipo contrario. Doy un gritito de alegría; ella se vuelve y alza los pulgares, sonriendo ampliamente e indicándome que avance. La bandera ondea a unos treinta metros. De repente, recibe un disparo en el centro de la espalda y suelta un aullido de dolor. No me hace falta volverme hacia Sasuke para saber que está meneando la cabeza.

—Bueno, te toca avanzar. Yo te cubro —le digo—. Solo quedamos tú y yo, compañero. Los viejos, primero.

—Fantástico. Soy hombre muerto. —Hace un breve esprint hasta mi escondite detrás de los barriles, revisa su munición y echa un vistazo por encima del hombro.

—¿Tus padres eran militares?

Eso explicaría muchas cosas. La rigidez de comportamiento, los modales bruscos e impersonales. La adicción a las normas y las secuencias lógicas. La pulcritud y la economía en todo lo que hace. De ahí la falta de amigos y la incapacidad para conectar también. Seguro que sus padres tuvieron varios destinos en el extranjero. Todo lo hace a la perfección, como un recluta aplicado.

—No —me dice, revisando mi arma—. Son médicos. Cirujanos. Bueno, eran.

—¿Es que han muerto? ¿Eres... huérfano?

—¿Qué dices? Están jubilados. Vivitos y coleando.

—Ah. ¿Tú eres de aquí? —Apoyo el cañón del fusil en el suelo. Estoy demasiado cansada. Ojalá me peguen un tiro. Necesito un descanso.

—Solo mi hermano y yo vivimos en la ciudad. —Frunce el ceño y da un golpecito en mi fusil con el suyo—. Levanta el arma.

—¿Así que hay otro como tú? Que Dios nos asista. —Intento obedecer, pero me fallan los brazos.

—Te complacerá saber que no nos parecemos en nada.

—¿Lo ves a menudo?

—No. —Examina el terreno que tenemos delante.

—¿Por qué?

—No es asunto tuyo.

Uf.

Veo a Dei a lo lejos, acechando entre los árboles, en la batalla que se desarrolla más allá, tras una cuerda de separación. Le hago un gesto de saludo y él me responde levantando el brazo y sonriendo. Sasuke le apunta con su arma y le dispara dos veces en la parte posterior del muslo con una precisión de francotirador. Luego suelta un bufido burlón.

—Pero ¿qué te pasa? Yo no voy contra ti —grita Dei.

Pide la intervención de su árbitro y sigue adelante, ahora con una leve cojera.

—Eso ha estado de más, Sasuke. Muy poco deportivo.

Empezamos a movernos. Él avanza a gachas, esquivando con sorprendente agilidad los disparos, y me empuja detrás de un árbol para que me ponga a cubierto. La bandera está muy cerca, pero aún quedan dos adversarios por ahí sueltos.

—Cuidado —nos susurramos a la vez, mirándonos a los ojos. No hay peor momento para jugar al Juego de las Miradas que en mitad de un partido de paintball.

Yo he de echar el casco hacia atrás y apoyarlo contra el tronco del árbol para poder mirarle bien. Tiene los ojos de un color que nunca le había visto. La emoción del combate en vivo le produce un efecto electrizante. Él aparta la mirada, para echar un vistazo a nuestra espalda. Una expresión ceñuda ensombrece su rostro. ¿Cómo es que consigo normalmente mantener la compostura bajo esos ojos feroces?

Estamos pegados el uno al otro. Mi piel se sensibiliza en el acto y, cuando miro de soslayo, capto un atisbo de su abultado bíceps. El corazón me da un respingo al recordar la sensación de su mano en mi barbilla, mientras me la sujetaba y ladeaba hacia arriba para buscarme los labios. Como quien saborea un dulce. Veo que ahora me mira la boca y deduzco que está recordando exactamente lo mismo que yo.