9
—Estás sudando. —Sasuke frunce el ceño. Tal vez no estamos pensando lo mismo, después de todo.
Oigo el chasquido de una rama y deduzco que alguien se nos acerca por detrás. Arqueo las cejas con recelo; él asiente en silencio. Ha llegado mi momento. Debo cubrirlo mientras él va a capturar la bandera. Lo sujeto del traje protector y lo coloco detrás de mí contra el árbol.
—Pero ¿qué...? —empieza a decir a mi espalda.
Yo estoy muy ocupada estudiando el terreno para ver si hay alguna emboscada en ciernes. Soy como Lara Croft cuando esgrime sus pistolas con un brillo justiciero en la mirada. Vislumbro el codo de un enemigo detrás de los barriles.
—¡Corre! —grito. Tanteo con mis gruesos guantes buscando el gatillo —. ¡Yo te cubro!
Todo sucede de un modo instantáneo. Pam, pam, pam. El dolor me irradia por todas partes: brazos, piernas, estómago, tetas. Suelto un aullido, pero siguen lloviendo los disparos, las salpicaduras blancas por todo mi cuerpo. Es una destrucción total, una cosa exagerada. Sasuke me sujeta y nos hace pivotar a los dos a la vez, bloqueando los disparos con su corpachón. Noto cómo se sacude al recibir más impactos. Alza los brazos para proteger mi cabeza. ¿Puedo congelar el tiempo y hacer una pequeña siesta en este punto?
Él vuelve la cabeza y le chilla enfurecido a nuestro atacante. Los disparos se interrumpen. Oigo muy cerca a Sasori soltando un grito triunfal. Está en lo alto del montículo, agitando la bandera por los aires. Maldita sea. Mi única misión era cubrirle a Sasuke las espaldas, pero él no me ha dejado.
—Deberías haber corrido. Yo te cubría. Y ahora hemos perdido. —Una oleada de náuseas está a punto de tumbarme.
—Peeer-dón —replica él sarcástico.
Sai se nos acerca con el fusil bajado. Yo sigo gimiendo. Noto punzadas de dolor por todas partes.
—Perdona, Saku —dice—. Lo siento mucho. Me he... entusiasmado un poco. Es que me gustan mucho los videojuegos. —Al ver la expresión de Sasuke, retrocede unos pasos.
—Le has hecho daño de verdad —le responde Sasuke.
Yo noto cómo me sostiene la cabeza con la mano. Sigue estrujándome contra el árbol, con una rodilla entre las mías. Miro a mi izquierda y veo que Ebisu nos observa con sus prismáticos. Enseguida los baja y escribe algo en su tablilla, con una sonrisita insinuándose en sus labios.
—Aparta. —Le doy un tremendo empujón. Su cuerpo es pesado y enorme, y yo me siento tan acalorada que quisiera arrancarme el traje y tumbarme en un charco de pintura fría.
Estamos todos jadeando mientras caminamos hacia el punto de partida, situado bajo el balcón. Yo cojeo un poco y Sasuke me sujeta del brazo con brusquedad, seguramente para hacerme avanzar más deprisa. Veo a Mei al fondo, bajándose las gafas de sol. La saludo como un gatito alicaído de tira cómica.
Abundan los heridos. La gente gime y se palpa con cautela las partes pintadas de su cuerpo. Muchos recrean con detalle los momentos cumbre de sus refriegas. Bajo la vista y veo que la pechera de mi traje está casi totalmente cubierta de pintura. Sasuke la conserva intacta, pero tiene la espalda hecha un estropicio. Incluso en esto somos opuestos.
Cuando me quito los guantes y el casco, Sasuke me da su sujetapapeles y una botella de agua. Yo me la llevo a los labios. Parece vaciarse en unos instantes. Todo me resulta extraño. Sasuke le pregunta al sargento si tiene una aspirina.
Dei avanza entre sus compañeros caídos para reunirse conmigo. Soy terriblemente consciente de que estoy hecha un adefesio. Él mira la pechera de mi traje.
—Uf.
—Ya ves, soy una magulladura andante.
—¿Tengo que vengarte?
—Claro, me encantaría. Sai, del departamento administrativo. Es lo que se llama un gatillo fácil.
—Me ocuparé de él, dalo por hecho. ¿Y tú qué..., Sasu? Me has disparado en la pierna y yo estaba en otro partido.
—Perdona, me he confundido —responde él, con un tono que no suena nada sincero.
Dei lo mira protegiéndose los ojos con la mano; Sasuke alza la vista hacia el cielo con una sonrisita. Nuestros compañeros se mueven tambaleantes, doloridos y embadurnados de pintura, sin saber bien qué hacer. Las cosas están empezando a desintegrarse. Consulto el sujetapapeles. Veo que Sasuke me ha incluido en su equipo en cada rotación, seguramente a instancias de Mei. Pero ella no se enterará de nada: está haciendo un sudoku. Me apresuro a hacer un cambio con un lápiz antes de anunciar la composición de los siguientes equipos. La gente se agolpa a nuestro alrededor, quejándose.
—Espera, ahora traen el botiquín de primeros auxilios. Será mejor que te quedes sentada el resto de la tarde. No pareces estar bien —me dice Sasuke.
Vuelvo a levantar la vista hacia Mei, miro a la gente que nos rodea. Yo podría estar muy pronto al mando de toda esta pandilla. La actividad de hoy es una prueba, no cabe duda. No voy a fallar ahora.
—Ya. Eso llevas diciéndome desde el día que nos conocimos. Disfruta del resto de la tarde. —Y me alejo sin mirar atrás hacia mi nuevo equipo.
Tengo la sensación de que esta es la tarde más larga de mi vida, aunque, por otro lado, parece transcurrir a toda velocidad. La sensación de ser observada y acechada es inquietante, y en nuestros pequeños equipos se forman vínculos instantáneos. Agarro a Quintus (de contabilidad) y lo meto de un empujón en un búnker cuando empiezan a llover perdigones de color rosa sobre nosotros.
—¡Vamos! ¡Rápido! —grito como un jefe de las fuerzas especiales mientras Bridget corre a grandes zancadas hacia la bandera, entre explosiones de pintura.
Que me encuentro rematadamente mal acaba quedando claro al finalizar el tercer partido, una vez que me he apoderado de la bandera. Soy consciente de que resulta patético por mi parte sentirse tan victoriosa, pero la verdad es que tengo la impresión de haber subido a la cima del Everest. Mis compañeros gritan como locos y Ino —una Dōtonbori tan alta como una jugadora de baloncesto— me levanta en brazos y empieza a girar sobre sí misma. A mí me sube un poco de vómito a la boca.
Me duelen los brazos de tanto sujetar el fusil. Todo me parece vagamente surrealista, como si en cualquier momento fuera a despertar de una siesta agitada. El cielo, por encima de mi cabeza, es como una cúpula de color blanco plateado.
Miro las caras brillantes de sudor que me rodean. Siento una profunda afinidad con esta gente. Veo que un Gamin y un Dōtonbori chocan esos cinco entre risas. Estamos todos juntos en esto. Quizá Sasuke ha tenido una buena idea, después de todo, al proponer la idea del paintball. Quizá la única forma de unir de verdad a la gente sea mediante el dolor y el combate. Mediante la confrontación y la competencia. Quizá lo esencial es haber sobrevivido juntos a una situación de peligro.
¿Y dónde está Sasuke, por cierto? No lo veo durante el resto de la tarde, salvo en las pausas para cambiar de equipo. Con tanta gente acechando entre los árboles, mis ojos me juegan malas pasadas. Lo veo arrodillado, volviendo a cargar, haciendo fuego. Distingo la forma de sus hombros, la curva de su espalda. Pero entonces parpadeo y resulta que es otra persona.
Estoy esperándome el disparo fatal. Una gran salpicadura roja, directa al corazón.
«¿Dónde está Sasuke?», pregunto a los árbitros, pero ellos se encogen de hombros. «Dónde está Sasuke», pregunto a toda la gente con la que me cruzo. «¿Dónde está Sasuke?». Las respuestas empiezan a ser secas y malhumoradas.
Me paro a estirarme el traje de paintball, pese a los chasquidos y estampidos del fuego cruzado. Me bajo la tirilla del cuello inútilmente, para dejar al aire un centímetro de piel sudorosa. Luego vomito. No es nada: solo agua y té. No me ha apetecido almorzar hoy. Ni tampoco desayunar. Echo tierra sobre el vómito con el pie y me limpio la boca con la mano. El mundo da vueltas demasiado deprisa. Me agarro de un árbol.
Ya empieza a refrescar cuando suena la última bocina y volvemos arrastrando los pies hacia la oficina central. La gente está visiblemente agotada y arma mucho alboroto mientras se quita los trajes. Todo el mundo se queja. El sargento Paintball parece estar calculando sus posibilidades de salir vivo. Sasuke permanece de pie, con la mano en la cadera. Yo levanto el fusil instintivamente. Ha llegado el momento.
Saku contra Sasuke: aniquilación total.
Él se me acerca, sin hacer ningún caso de mi actitud belicosa, y me coge el fusil. Mientras me quito el casco, se coloca a mi espalda y me desliza los dedos por el cogote sudado. Es como si me hubiera tocado un cable eléctrico: me sale un extraño gorgoteo. Luego coge la cremallera del traje y la baja de un tirón. Me revuelvo para quitármelo, apartándole las manos.
—Estás enferma —dice en tono acusador. Me encojo de hombros evasivamente y subo tambaleante con el resto de la gente al piso superior, donde nos esperan Mei y Fat Little Dick.
—Bueno, parece que ha habido un excelente trabajo de equipo —comenta Mei.
Dejamos escapar unos vítores desmayados, apoyándonos unos en otros. Me alzo el borde la camiseta. Tengo las magulladuras de color morado. El olor del café me da náuseas. Me abro paso hacia la parte de delante. Sasuke ha estado dirigiendo el cotarro demasiado tiempo. Aún puedo salvar la cara.
—¿Pueden acercarse los cuatro árbitros y explicar los actos de valor y de trabajo en equipo que han presenciado?
Procuro aguantar el tipo mientras ellos van haciendo sus observaciones. Al parecer, Yūgao ha hecho una maniobra de distracción, armando un gran alboroto, para permitir que su compañero se deslizara a hurtadillas y capturara la bandera.
—Me he llevado cuatro tiros para lograrlo —dice Yūgao, dándose una palmada en la cadera y haciendo una mueca de dolor.
—Pero ha soportado los disparos por su equipo —dice el señor Dōtonbori, saliendo de su estupor, que empiezo a sospechar que está causado por alguna medicación—. Buen trabajo, jovencita.
—Y hablando de valentía —dice Ebisu. A mí se me encoge el estómago—. La pequeña Saku ha hecho algo extraordinario.
Se eleva una oleada de vítores. Yo los acallo con un gesto. Si alguien más me llama «pequeña», o «canija», o «ridículamente bajita», lo haré trizas a base de golpes de kárate.
—Ella ha recibido al menos diez disparos que iban dirigidos a su compañero de equipo para protegerlo de un atacante que se ha pasado de la raya y cuyo nombre prefiero callarme.
Mira con toda intención a Sai, que agacha la cabeza como un perro culpable. La gente lo mira frunciendo el ceño.
—Saku se ha situado delante de su compañero con los brazos abiertos... ¡dispuesta a protegerlo a muerte!
Ebisu reproduce mi gesto, con los brazos extendidos como un espantapájaros, y va sacudiendo el cuerpo como si recibiera los impactos. Es una buena actriz.
—Y, para mi sorpresa, voy y descubro que ese compañero al que Saku está protegiendo... ¡no es otro que Sasuke Uchiha!
Hay una carcajada general. La gente se mira divertida. Dos chicas de RR. HH. se dan un codazo.
—Pero entonces... Ah, entonces Sasu la sujeta y le da la vuelta para protegerla a su vez, recibiendo un montón de disparos en la espalda. ¡Para protegerla a ella! Ha sido algo digno de ver.
Un dato curioso: Ebisu lee novelas románticas en la cocina a la hora del almuerzo. Capto la mirada de Sasuke. Él se seca el sudor de la frente con el antebrazo.
—Bueno, parece que el paintball ha servido para unirnos a todos —acierto a decir.
Todos aplauden. Si esto fuera un episodio de la tele, habríamos alcanzado una pequeña moraleja: «Dejad de odiaros mutuamente». Mei, complacida, frunce los labios en una sonrisa astuta.
El premio del Día Libre se lo lleva Yūgao, que recoge con una profunda reverencia un certificado simulado. Karui ha sacado con su cámara algunas fotografías en plena acción y yo le pido que me las envíe por email para incluirlas en el boletín informativo del personal.
Mei me sujeta del brazo un momento.
—Recuerda que el lunes no iré a la oficina. Estaré meditando bajo un árbol.
Todo el mundo baja la escalera para subir al autocar. Observo con satisfacción que ahora es más difícil distinguir a los Gamins de los Dōtonboris. Todos ofrecen un aspecto derrengado, con la ropa desaliñada y las caras enrojecidas y sudorosas. La mayoría de las mujeres tienen el rímel corrido y ojos de panda. Y, sin embargo, pese a la incomodidad y el agotamiento, reina una nueva sensación de camaradería.
Mei y el señor Dōtonbori se largan otra vez a toda velocidad, como dos pilotos chiflados. A algunos empleados han venido a recogerlos sus esposas. Los coches van y vienen, levantando una gran polvareda. La conductora del autocar baja su periódico al ver que nos acercamos y abre la puerta.
—Espere un par de minutos, por favor —le digo, y vuelvo corriendo adentro. Consigo llegar al baño y vomito violentamente. Antes de comprobar que ya lo he sacado todo, suena un fuerte golpe en la puerta. Solo conozco a una persona capaz de llamar con tanta impaciencia e irritación.
—Vete —le digo.
—Soy Sasuke.
—Ya. —Vuelvo a tirar de la cadena.
—Estás enferma, te lo he dicho. —Sacude el picaporte.
—Ya volveré por mi cuenta. Lárgate.
Se hace un silencio. Supongo que ha vuelto al autocar. Vomito de nuevo. Tiro una vez más de la cadena, salgo y me lavo las manos, apoyando las piernas contra la pila. Acabo salpicándome los tejanos. Elvis se me pega húmedamente al torso.
—Me encuentro mal —le confío a mi reflejo. Me siento febril y me brillan los ojos. Estoy azul, gris y blanca. La puerta se abre con un chirrido, y doy un respingo del susto.
—Joder. —Sasuke frunce el entrecejo—. Tienes mal aspecto.
Apenas consigo enfocar la vista. El suelo me da vueltas.
—No voy a poder. No voy a aguantar el viaje en autocar.
—Podría llamar a Mei para que vuelva a recogerte. No debe de estar muy lejos.
—No, no. Ya me las arreglaré. Ella se va a un centro de salud. Sé cuidar de mí misma.
Él se apoya en el umbral, con expresión preocupada.
Para darme fuerzas, cojo un poco de agua fría en la mano y me la echo por el cuello. El moño se me ha soltado y tengo el pelo pegado a la nuca. Me enjuago la boca.
—Vale, ya estoy bien.
Mientras volvemos, él me sujeta por el codo con dos dedos como si yo fuera una bolsa de basura. Percibo las miradas ávidas que nos observan desde detrás de los vidrios ahumados del autocar. Recuerdo a las dos chicas que se daban codazos y me libero de su brazo.
—Podría dejarte aquí y volver a buscarte. Pero tardaría al menos una hora.
—¿Tú? ¿Venir a buscarme? Me pasaría aquí la noche.
—Oye, no vuelvas a hablarme así, ¿vale?
Está enfadado.
—Sí, sí. Recursos Humanos. —Subo tambaleante al autocar.
—¡Ay, madre! —grita Ebisu—. Tienes una pinta terrible, Saku.
—¡Saku! —dice Dei desde la parte trasera—. ¡Te he guardado un asiento!
Está tan al fondo del autocar que la idea resulta claustrofóbica. Si me siento ahí atrás, seguro que vomito encima de todo el mundo. «Lo siento», le digo a Dei con los labios. Ocupo el asiento de delante y cierro los ojos.
Sasuke me pone el dorso de la mano en la frente.
—Tienes la mano fría —susurro.
—Estás ardiendo. Hemos de llevarte a que te vea un médico.
—Estamos a viernes y es casi de noche. ¿Qué posibilidades hay de encontrar ahora un médico? Lo que necesito es acostarme.
El viaje de vuelta resulta espantoso. Estoy atrapada en un interminable bucle temporal. Soy como el insecto de un frasco de cristal agitado por un niño. El autocar, sofocante y mal ventilado, avanza bamboleándose, y yo noto cada bache y cada curva. Me concentro en la respiración y en el contacto del brazo de Sasuke, que está pegado al mío. Al doblar una curva cerrada, pone el hombro para mantenerme derecha en el asiento.
—¿Por qué? —farfullo.
Noto que Sasuke se encoge de hombros.
Nos dejan frente al edificio de la editorial. Varias mujeres se congregan alrededor. Intento comprender lo que están diciendo. Sasuke me sujeta por el cuello de la camiseta humedecida y les dice que no se preocupen.
Mantiene un vivo debate con Dei, que me pregunta una y otra vez: «¿Estás segura?».
—Claro que está segura, joder —ruge Sasuke.
Luego nos quedamos solos.
—¿Has venido en coche?
—Guy necesita unos días más. El mecánico. Iré en autobús.
Él me hace avanzar: una marioneta jadeante y sudada. Tengo un gusto ácido en la boca. Sasuke baja la mano desde mi cogote, engancha un dedo en la presilla trasera de mis tejanos y me sujeta por el codo con la otra mano. Noto la presión de sus nudillos justo sobre la raja del culo y suelto una risotada.
La escalera que baja al parking del sótano es muy empinada, y me detengo un momento, pero él me empuja hacia delante sujetándome con más fuerza. Pasa la tarjeta por el lector, abre la puerta y me lleva hacia su coche negro. Percibo un olor a aceite y a gases de escape. Ahora lo huelo todo. Doy una arcada sin vomitar detrás de una columna. Él me pone indecisamente una mano entre los omóplatos y me frota un poco la espalda. Yo me estremezco bajo otro acceso de náuseas.
Me ayuda a subir al asiento del copiloto y deja detrás el bolso, del que yo ya me había olvidado. Arranca el motor. Apoyo la cabeza de lado y me miro en el retrovisor. Tengo las mejillas manchadas de sudor y de rímel corrido.
—Bueno. ¿Vas a vomitar en mi coche, Fresita? —No parece impaciente ni enfadado. Abre mi ventanilla unos centímetros.
—No. Quizá. Bueno, posiblemente.
—Usa esto si te hace falta —dice, pasándome un vaso de plástico vacío. Pone la marcha atrás—. Dime adónde vamos.
—Vete al infierno. —Empiezo a reírme otra vez.
—O sea, que es de ahí de donde vienes.
—Cierra el pico. A la izquierda. —Le voy dando indicaciones hasta mi bloque de apartamentos. En los intervalos del trayecto, mantengo cerrados los ojos, voy contando mi respiración y no vomito. Todo un logro.
—Aquí. Justo delante, ya está bien.
Él niega con la cabeza y yo me doy por vencida y le indico cómo llegar a mi plaza de aparcamiento vacía. Me ayuda a bajarme del coche. Me caigo sobre él, desfallecida. Mi mejilla reposa un momento en algo que debe de ser su pecho. Mi mano se agarra a su cintura.
Sasuke pulsa el botón y permanecemos apoyados en lados opuestos del ascensor. El Juego de las Miradas está cargado ahora con los recuerdos calientes y sudorosos de la última vez que montamos en ascensor juntos.
—Tenías ojos de asesino en serie aquel día. —Debo de haber vomitado mi filtro, me temo.
—Tú también.
—Me gusta tu camiseta. Mucho. Te queda genial.
Él baja la vista, desconcertado.
—No es nada del otro mundo. A mí... me gusta la tuya. Es casi tan grande como un vestido.
Se abren las puertas del ascensor. Salgo dando tumbos. Por desgracia, me sigue.
—Es aquí —digo, apoyándome en la puerta. Él busca las llaves en mi bolso y abre.
Nunca he visto a nadie tan muerto de ganas de que lo invitara a entrar. Asoma la cabeza, con las manos en el marco de la puerta, como si fuera a caerse dentro.
—No es como me imaginaba. No tiene mucho... colorido.
—Gracias. Adiós. —Me meto en la cocina y cojo un vaso. Al final, bebo directamente del grifo.
—Yo creo que podríamos encontrar alguna clínica de urgencias —dice Sasuke a mi espalda, cogiendo el vaso antes de que se me caiga al suelo.
Coloca la tostadora recta contra la pared y, para llenar el incómodo silencio, dobla un trapo de cocina y rasca con la uña una miga pegada a la encimera. Ay, Dios mío, es de esos obsesos de la limpieza. Tiene ganas de arremangarse y ponerse a fregar.
—Está todo hecho un desastre, ¿no? —Señalo una taza con una marca de pintalabios. Él la mira con avidez. Luego intentamos cruzarnos a la vez en el diminuto espacio de la cocina.
—Deja que te lleve a un médico.
—Necesito acostarme, nada más.
—¿Quieres que llame a alguien?
—No necesito a nadie —le digo con orgullo.
Extiendo la mano para que me devuelva la llave. Él la sostiene fuera de mi alcance. «No necesito que me cuide nadie. Puedo arreglármelas. Estoy sola en el mundo».
—¿Sola en el mundo? Qué dramática. —Por lo visto, lo he dicho en voz alta—. Voy a la farmacia a ver qué te puedo traer.
—Sí, ya. Que pases un buen fin de semana.
Cuando se cierra la puerta suavemente, vuelvo a comprobar que el apartamento parece una zona catastrófica; está desordenado y, sí, le falta colorido. Mi padre lo llama «El Iglú». Aún no he tenido tiempo de imprimirle un toque personal. He estado demasiado ocupada. El armario de los pitufos ocupa una gran parte de la pared del salón. Sin sus luces especiales encendidas, queda muy oscuro. Suerte que Sasuke se ha ido.
Mi cama parece indicar que he tenido perturbadores sueños eróticos, lo cual es cierto. Las sábanas están arrugadas y retorcidas. El lado donde debería haber un hombre se halla cubierto de libros. De los cajones asoman —como las hojas de lechuga de una hamburguesa— tirantes de lencería y bragas con estampados de los pitufos. Saco de la mesilla la fotocopia de la agenda de Sasuke y la escondo.
Me doy una ducha fantástica, tortuosa e interminable. Pongo el agua fría y me congelo. La pongo caliente y me abraso. Bebo agua pulverizada. Me echo un buen montón de champú en la cabeza y dejo que se vaya escurriendo. Una señal de que debo estar al borde de la muerte es que no me molesto en ponerme acondicionador.
La cabeza me da vueltas, repleta de imágenes disparatadas. Apoyo la espalda en los azulejos y evoco la sensación de estar estrujada contra el árbol mientras Sasuke Uchiha me protegía con su cuerpo.
En la intimidad de mi mente puedo imaginarme lo que se me antoje, y desde luego no son pensamientos progresistas propios del siglo XXI.
No: son pensamientos depravados y brutales propios de una mujer de las cavernas. En mi imaginación, él se ve dominado por el instinto animal de protegerme y rodea mi cuerpo con su recia musculatura. Encaja cada uno de los impactos enemigos como si fuera un privilegio. Tiene inyectada la droga más dura e intensa de la naturaleza: la testosterona.
Yo me siento envuelta en sus miembros, a salvo de cualquier peligro que el mundo arroje sobre mí. Cualquier agresión cruel o dolorosa habrá de pasar primero por él para alcanzarme. Lo cual jamás ocurrirá.
—¿Aún sigues viva?
Doy un grito al comprender que esa voz no resuena en mi imaginación. Me acurruco contra los azulejos.
—¡No entres! —Menos mal que he cerrado la puerta del baño. Doy gracias a mi ángel de la guarda. Cruzo los brazos sobre todas mis partes clasificadas X.
—No pensaba hacerlo —replica.
—Estoy completamente desnuda. Y cubierta de cardenales...
Soy una acuarela de Monet: nenúfares morados flotando sobre un fondo verde. Él no dice nada.
—Bueno, espérame en el salón.
Me duele la piel cuando me envuelvo en una toalla. Entreabro la puerta. Silencio. Corro a mi habitación. Saco unas bragas, un espantoso sujetador beige, unos shorts y el top de un pijama viejo y cutre, que tiene estampado un dinosaurio con los ojitos medio cerrados. Debajo dice: DORMILOSAURIO.
Estoy desnuda, poniéndome la ropa, separada de Sasuke solo por una pared. Te amo, pared. Qué buena pared. Me desplomo sobre la cama con tanta fuerza que el colchón suelta un crujido. Eso es lo último que oigo.
Me despierto bruscamente.
—¡No! ¡No!
—Tranquila, no te estoy envenenando. Para ya de retorcerte. —Sasuke me sujeta por la nuca mientras me pone dos pastillas en la lengua. Trago un poco de agua y él vuelve a bajarme la cabeza.
—Mi madre siempre me daba limonada. Y se quedaba sentada a mi lado. Cuando yo me despertaba, seguía allí. ¿La tuya hacía lo mismo? —Sueno como una cría de cinco años.
—Mis padres estaban demasiado ocupados en sus guardias, cuidando a otros enfermos.
—Médicos.
—Sí, toda la familia. Salvo yo. —Algo en su voz delata que es un tema delicado.
Noto su mano en la frente, el leve contacto de sus dedos.
—Vamos a tomarte la temperatura.
—Me siento rematadamente idiota. —Me sale una voz confusa porque me ha puesto el termómetro en la boca. Debe de haberlo comprado, porque yo no tengo ninguno. Estoy viviendo ahora una escena destinada a convertirse en el recuerdo más mortificante y vergonzoso de mi vida—. Nunca dejarás que me olvide de este momento. —Eso es lo que intento decir. Pero, gracias al termómetro, me sale como si tuviera una herida en la cabeza.
—Claro que sí. No mastiques el termómetro —dice en voz baja, sacándomelo de la boca—. No podemos dejar que pases de los cuarenta grados.
En la penumbra nocturna, mientras me examina con un estilo casi clínico, sus ojos adquieren un tono más oscuro. Después vuelve a pasarme la mano por la frente con suavidad, ya no para comprobar si tengo fiebre. Me arregla un poco la almohada. Esos ojos no son del hombre que yo conozco.
—Vale. Quédate un minuto, por favor. Aunque puedes marcharte si quieres.
—Voy a quedarme, Saku.
Cuando finalmente me duermo, sueño que Sasuke está sentado al borde de mi cama, velando mis sueños.
