10

Estoy vomitando. Sasuke Uchiha me sujeta bajo la cara un táper grande: el que utilizo normalmente para llevar pasteles al trabajo. Todavía percibo en el plástico el olor dulce de los residuos de glaseado. Vomito un poco más. Él me sujeta la cabeza flácida, recogiéndome el pelo con un puño.

—Qué asco —gimo entre las arcadas—. Estoy tan... tan...

—Chist —sisea. Me vuelvo a dormir entre gemidos y temblores, mientras él me seca la cara con algo fresco y húmedo.

El reloj marca la 1.08 de la mañana cuando vuelvo a incorporarme en la cama. Una compresa húmeda cae sobre mi regazo. Doy un respingo al notar el peso que hay a mi lado.

—Soy yo —dice Sasuke.

Está sentado con la espalda apoyada en el cabezal y con mi catálogo de precios de los pitufos en las manos. No lleva zapatos, solo calcetines, y tiene los pies cruzados a la altura de los tobillos. Los demás libros los ha apilado ordenadamente sobre el tocador.

—Tengo mucho frío. —Me castañean los dientes. Me paso la mano por el pelo; aún lo tengo húmedo por la ducha.

Él menea la cabeza.

—Tienes fiebre. Y te está subiendo.

—No. Es frío —discuto.

Entro tambaleante en el baño, dejando la puerta entornada. Orino, tiro de la cadena y pienso en la situación tan impropia de una dama en la que me ha visto. Bueno, ahora ya lo ha visto y oído casi todo. No me queda otra salida que fingir mi propia muerte y empezar una nueva vida en otra parte.

Me pongo en el dedo un poco de pasta dentífrica y me restriego la lengua. Me enjuago. Repito la operación.

Me llega un murmullo de ropa, el chasquido de un elástico, el crujido del colchón. Por la rendija de la puerta veo que está poniendo sábanas limpias en la cama. Soy un desecho mustio y repulsivo, pero aún me detengo a mirar su trasero en pompa.

—¿Cómo estás? —Me mira, todavía agachado, por debajo del brazo, y estira la última esquina de la sábana hasta colocarla en su sitio. Mi afortunado colchón se ve zarandeado por unas manos masculinas.

—Ah, bien. Y tú... ¿Cómo estás? —Me desplomo sobre la cama y me apresuro a taparme otra vez con las mantas.

El colchón se hunde a mi lado. Siento su mano en la frente.

—Ay, qué agradable.

Su mano está a la temperatura que yo debería tratar de alcanzar. Todo lo que hacemos es un toma y daca, así que alzo los brazos y le pongo las manos en la frente.

—Vale, está bien —dice divertido.

Estoy tocándole la cara a mi colega Sasuke Uchiha. Debo de estar soñando. En cualquier momento me despertaré en el autocar y él se burlará del hilo de babas colgado de mi barbilla. Pero transcurre un minuto y no me despierto.

Deslizo las manos hacia abajo, por la áspera superficie de su mandíbula, recordando cómo me sostenía la cara en el ascensor. Nadie me ha sujetado nunca así. Abro los ojos. Juraría que se ha estremecido. Le busco el pulso. Él me lo busca a mí.

Ahora tengo las manos en su garganta y recuerdo lo mucho que deseaba estrangularlo. Le rodeo el cuello con los dedos, solo para comprobar su tamaño. Él me guiña un ojo.

—Adelante —dice—. Hazlo.

Tiene un cuello demasiado grueso para mis manos diminutas. Noto una tensión que lo recorre de arriba abajo, como si todo su cuerpo se endureciera. Sale un ruido de su garganta.

Le estoy haciendo daño. Tal vez lo estoy estrangulando mortalmente en este mismo momento. Su cuello se pone cada vez más rojo. Me taladra con sus ojos y comprendo que algo va a ocurrir. Pero igualmente me pilla por sorpresa.

Cuando empieza a reírse a carcajadas, el mundo estalla en mil pedazos.

Es la misma persona que veo cada día, sí, pero iluminada. Como si estuviera enchufado a la corriente eléctrica. La luz y la alegría irradian ahora de él, haciendo que todos sus colores destellen como vitrales. Marrón, dorado, azul, blanco. Es un verdadero crimen que yo no haya visto hasta ahora esos pliegues sonrientes. Su boca es una sencilla curva, punteada por unos dientes perfectos, flanqueada por unos leves hoyuelos.

Cada carcajada le sale en una ráfaga ronca y jadeante, como si no pudiera contenerla por más tiempo, y para mí resulta tan adictiva como el sabor de su boca o el olor de su piel. Esa risa asombrosa se convierte en algo que necesito con urgencia.

Si alguna vez había pensado de pasada, o había advertido con irritación, que Sasuke era un hombre guapo, está claro que no sabía ni la mitad de la historia. La verdad es que cuando se ríe resulta deslumbrante. El corazón me palpita acelerado. Me apresuro a atesorar este momento único que se ha producido en la penumbra de mi habitación y que solo habrá de perdurar mientras esté delirando de fiebre.

Ojalá pudiera aferrarme a este momento. Ya empiezo a sentir la tristeza que me dejará vacía por dentro cuando concluya. Quisiera decirle: «No te vayas aún». Mis dedos deben de hacerle cosquillas, porque él continúa riendo a carcajadas hasta que el colchón se bambolea bajo nuestros cuerpos. Una perla húmeda destella en el rabillo de su ojo y es como una bala directa a mi corazón. Seré capaz de rebobinar este precioso momento en mi memoria cuando tenga cien años.

—Adelante, mátame, Fresita —jadea, secándose el ojo con la mano—. Lo estás deseando, y tú lo sabes.

—Con toda mi alma —le digo, tal como él me dijo una vez. Noto que se me contrae la garganta, casi no me salen las palabras—. Con toda mi alma. No te haces una idea.

.

.

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Tengo todo el pijama empapado de sudor cuando me despierto sobresaltada. Hay una tercera persona en mi habitación. Un hombre que no he visto en mi vida. Empiezo a chillar como un mono malherido.

—Cálmate —me susurra Sasu al oído.

Me encaramo sobre su regazo, pegando la cara a su clavícula. Inspiro su aroma a cedro con tal fuerza que seguramente acabo succionándole el alma. Están a punto de llevarme a un temible centro médico, lejos de la seguridad de mi casa y de estos brazos acogedores.

—¡No les dejes, Sasu! ¡Me pondré bien!

—Soy médico, Sakura —explica el hombre, poniéndose unos guantes—. ¿Cuánto tiempo lleva así y cuáles son los síntomas?

—Esta mañana ya no estaba del todo bien —le explica Sasu—. Tenía la cara roja y parecía distraída, y ha ido empeorando a lo largo del día. Durante el almuerzo, se la veía muy sudorosa y no ha comido nada. A las cinco, ha vomitado.

—¿Y luego? —El médico sigue sacando cosas de su maletín y colocándolas al pie de la cama. Yo lo observo con recelo.

—Los delirios han empezado hacia las ocho. Ha intentado estrangularme a la una y media de la mañana. Tenía casi cuarenta grados de fiebre. Ahora, cuarenta y medio.

Cierro los párpados cuando esas manos desconocidas forradas de goma me palpan las glándulas de la garganta. Sasu me acaricia los brazos para tranquilizarme. Ahora estoy sentada entre sus muslos y noto su sólido corpachón por detrás de mis omóplatos. Mi sillón particular. El médico me hunde los dedos en el abdomen y yo emito unos quejidos llorosos. Tengo el top alzado unos centímetros.

—¿Qué demonios le ha ocurrido aquí?

Ambos dejan escapar un silbido compasivo.

—Hemos pasado el día jugando al paintball con la gente del trabajo. Pero ni siquiera mi espalda está tan mal. —Los dedos de Sasu me acarician la piel y yo sudo aún más—. Pobre Fresita —me dice al oído. Sin sarcasmo.

—¿Ha comido en algún restaurante?

Me devano los sesos.

—Un tailandés para llevar. Hoy no. En la cena de ayer, creo.

El médico frunce el ceño de un modo que me resulta familiar.

—La intoxicación alimentaria es una posibilidad.

—Podría ser un virus —aduce Sasu—. El margen temporal es un poco largo para la intoxicación.

—Si eres tan capaz de diagnosticarla, ¿por qué te has molestado en llamarme?

Empiezan a discutir sobre mis síntomas. A mí me suena igual que si fueran dos hombres discutiendo de deportes, solo que aquí los equipos son los virus de la temporada. Yo los observo con los ojos entornados. Ni siquiera sabía que los médicos hacen visitas a domicilio, y menos aún a las dos y media de la mañana. Este es un tipo alto de treinta y tantos, con el pelo y los ojos negros. Es evidente que se ha vestido de cualquier manera y se ha puesto encima una chaqueta.

—Es usted muy guapo —le digo. Mi filtro perdido requeriría un diagnóstico aparte.

—Uau. Realmente debe estar delirando —responde Sasu mordazmente, rodeándome con el brazo por las clavículas. Ese apretón me deja inmovilizada.

—Qué curioso. El que se lleva normalmente los piropos es él —dice el médico con ironía mientras busca en su maletín—. Vamos, Sasu, cálmate.

—Usted es su HERMANO —digo con asombro infantil, cuando los oxidados engranajes de mi cerebro terminan de girar—. Yo creía que él era un experimento que había salido mal.

Ellos intercambian una mirada. El hermano se ríe.

—Qué lista es esta chica.

—Bueno, en realidad es... —Noto que Sasu menea la cabeza. Me reacomoda un poco sobre su pecho, cosa que mi cerebro febril interpreta como un mimo.

—Soy patética. Me lo dice constantemente. ¿Cómo te llamas?

—Itachi.

—Itachi Uchiha. Jo. Así que tú eres el verdadero doctor Uchiha.

Sigo sentada sobre el regazo de Sasu, con la cabeza apoyada en la curva de su cuello, y probablemente empapándolo de sudor. Intento apartarme, pero él me sujeta con fuerza.

—Soy el doctor Uchiha, cierto. Uno de ellos, vaya. —La expresión divertida se desvanece de su rostro. Suelta una tos y empieza a darse la vuelta.

Yo lo sujeto de la manga para tratar de ver cuánto hay de Sasu en sus rasgos. Él, obediente, permanece inmóvil, pero le lanza una mirada a su hermano, que ahora es una tensa pared de ladrillo a mi espalda.

—Perdón. Sasu es más guapo.

Tras un instante de silencio, ambos se echan a reír. Itachi no parece ofendido en lo más mínimo. El brazo de Sasuke se afloja.

—Cuéntame anécdotas embarazosas sobre él.

—Cuando te encuentres mejor. Sigue dándole fluidos, Sasu. Con un cuerpo tan menudo, enseguida se deshidratará.

—Sí, ya. —Entre los dos me engatusan para que me trague un medicamento amargo. Luego me dejan tumbada en la cama, salen de la habitación y cierran la puerta.

Aun así, sus voces llegan a mis oídos.

—Se te habría dado muy bien esto —dice Itachi, sacudiendo su maletín—. Has hecho todo lo que debías.

Sasu suelta un hondo suspiro. Estoy segura de que tiene los brazos cruzados.

—No hace falta que te pongas a la defensiva —continúa Itachi—. Bueno, otro asunto espinoso. ¿Cuándo me vas a confirmar tu asistencia? ¿Nunca?

—Iba a hacerlo uno de estos días. —Está mintiendo.

—Puedes confirmármelo ahora mismo. Y no finjas que no sabes la fecha. Me consta que mamá te dio la invitación en persona. No queríamos que se «perdiera» como pasó con la invitación a la fiesta de compromiso.

«¡Qué manera de escaquearse, Sasu!».

Itachi está pensando lo mismo.

—Confírmamelo ahora. Izu necesita saberlo. Para detalles menores como el catering. Y la distribución de los asientos.

—Estoy muy ocupado ahora... —intenta Sasu.

Su hermano le corta en seco.

—Imagínate la impresión que dará si no apareces.

Sasu no dice nada y Itachi insiste.

—Ya sé que no resultará fácil.

—¿Esperas que me presente allí como si no hubiera pasado nada?

Itachi parece confuso.

—Pero... tú traerás a Saku, ¿no?

Yo me pregunto en la oscuridad por qué demonios tiene que resultarle a Sasuke tan difícil asistir a la boda de su hermano.

—No es mi novia. Solo somos compañeros de trabajo —dice él irritado.

Ojalá esta frase no me sentara como un puñetazo en el estómago, pero así es como la encajo.

—Ah, pues lo disimulabas muy bien.

—Ya, bueno. Ella está buscando más bien a un buen chico. ¿No es lo que buscan todas?

Se produce un denso silencio.

—¿Cuántas veces he de repetirte...?

—Ni una vez más. —Sasu es todo un maestro para cortar en seco una conversación. Hay otro silencio. Casi puedo oír cómo se vuelven los dos hacia la puerta de mi habitación.

Ahora Itachi baja la voz y ya no capto casi nada, salvo el tono enojado de la discusión. Odiándome a mí misma, me levanto de la cama silenciosamente y procuro avanzar entre las sombras sin tropezar. Soy una fisgona repugnante.

—Te estoy pidiendo que vengas a mi boda y que le des una alegría a mamá. Que me la des a mí. Izu está preocupada. Cree que hay una grave disputa familiar.

Sasu suspira, derrotado.

—Está bien.

—¿Eso es un sí?

«Sí, por favor, Itachi. Me encantaría asistir a tu boda... Acepto tu generosa invitación...».

—Sí. Eso.

—Te apuntaré con una acompañante. Bueno, suponiendo que ella sobreviva a esta noche.

Me agarro de la pared, horrorizada, hasta que oigo que Sasu responde, sarcástico:

—Ja, ja.

.

.

.

Ahora falta poco para el amanecer y mi habitación está de color azul hielo. Me encuentro sentada en la cama, tragando groseramente un líquido que resulta ser limonada. ¿Habrá ido al súper de enfrente? El gusto agridulce de la nostalgia infantil y de la añoranza está a punto de ahogarme.

Él coge el vaso y, sujetándome por los hombros con un brazo, vuelve a acostarme sobre las almohadas. Ayer me tocaba de modo vacilante; ahora me pone encima las palmas y los dedos sin titubear. Tiene pinta de estar agotado.

—Sasu.

Sus ojos destellan con sorpresa.

—Saku.

—Sakura —susurro maliciosamente. Él vuelve la cara para ocultar su sonrisa, pero yo lo sujeto de la manga.

—No te escondas. Ya te he visto sonreír antes. —Nunca voy a reponerme de esa sonrisa.

—De acuerdo. —Noto que está confuso. No es el único. Llevo tanto rato mirándole que se ha convertido en el espectro de colores de mi visión. Ahora él es los días de mi semana, los cuadros de mi calendario.

—Blanco, blanco crudo, crema, amarillo claro sin género definido, repugnante mostaza, azul celeste, verde turquesa, gris perla, azul marino y negro. —Voy contando con los dedos.

Sasu me mira alarmado.

—Todavía deliras.

—No: son los colores de tus camisas. Hugo Boss. ¿No has entrado nunca en un Target?

—¿Cuál es la diferencia entre blanco y blanco crudo?

—Blanco crudo. Blanco cáscara de huevo. Son diferentes. Solo me has sorprendido una vez.

—¿Y eso cuándo fue? —Lo pregunta con el tono indulgente de una niñera. Yo le doy una patada al colchón, enfurruñada.

¿Por qué no estaré envuelta al menos en un picardías? Nunca había tenido una facha tan espantosa. Todavía llevo el top del dormilosaurio... ¡No! Al bajar la vista, descubro que llevo una camiseta roja sin mangas. Santo cielo. Me ha cambiado.

—En el ascensor —le suelto. Quiero desviar su atención de este momento y retrotraerlo a una situación en la que yo estaba más o menos atractiva—. Entonces me sorprendiste.

Él me mira atentamente.

—¿Qué pensaste?

—Pensé que querías hacerme daño.

—Ah, fantástico. —Se recuesta sobre el cabezal, avergonzado—. Está visto que mi técnica está un poco oxidada.

Me agarro de su manga con una fuerza sobrehumana y me incorporo un poco.

—Pero luego comprendí lo que estabas haciendo. Dándome un beso. Claro. Yo no he besado desde hace una eternidad.

Él frunce el ceño.

—¿De veras? —Baja la vista hacia mí.

Desarrollo la idea con tanto énfasis que me tiembla la voz.

—Fue superexcitante.

—No recibí noticias de Recursos Humanos ni de la policía, así que... —Se interrumpe y me mira los labios. Yo retuerzo las manos en su camiseta. La tela se dilata en torno a mis puños. Es tan suave que quisiera envolver todo mi cuerpo con ella.

—¿Mi cama es como te la habías imaginado?

—No me esperaba tantos libros. Y es un poco más grande de lo que suponía.

—¿Y mi apartamento?

—Es una pocilga diminuta. —No es mala intención de su parte. Es la verdad.

—¿Tú crees que el señor Dōtonbori y Mei se lo montan en el ascensor? —Mientras él siga contestando, yo seguiré haciéndole preguntas.

—Fijo. Estoy seguro de que tienen sesiones brutales de sexo salvaje después de cada análisis trimestral.

Sus ojos se tornan de color rojo. Libera su camiseta de mis manos justo cuando atisbo un centímetro de su estómago: duro y velludo. Ahora sudo aún más.

—Seguro que cuando te duchas, el agua se te acumula justo... aquí arriba. —Pongo el dedo en su clavícula—. Tengo sed. Me voy a deshidratar.

Él suelta un bufido y el aire me da directamente en la cara.

—Seamos exactamente como ellos cuando nos hagamos mayores, Sasu. Podríamos empezar un nuevo juego. Imagínate. Podríamos jugar toda la vida.

—Hablaremos de ello cuando no estés enloquecida de fiebre.

—Sí, ya. Cuando no esté enferma, volverás a odiarme. Pero por ahora estamos bien. —Le cojo la mano y me la pongo en la frente para disimular mi repentina desesperación.

—No, no lo haré —dice, pasándome la mano por el pelo.

—Me odias muchísimo. Y ya no lo voy a resistir mucho tiempo. —Soy patética. Lo noto en mi propia voz.

—Fresita.

—Deja de llamarme Fresita. —Trato de ponerme de lado, pero él me sujeta de los hombros suavemente. Dejo de respirar.

—Para mí, ver cómo finges que no soportas ese apodo es el mejor momento del día.

No respondo; él casi sonríe y me suelta.

—Ya es hora de que me hables de la plantación de fresas.

Es un tema delicado. Y no es la primera vez que me lo pide. Quizá estoy a punto de darle munición para que me tome el pelo durante mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Siempre me ha producido curiosidad. Cuéntamelo todo sobre las fresas. —Este susurro zalamero será mi perdición.

Mentalmente casi me veo allí, bajo el gran toldo de lona con la esquina desagarrada, hablando a los turistas mientras los críos se adelantan corriendo, con cubos de metal en la mano. El zumbido de las cigarras llena el aire. Allí nunca hay silencio.

—Bueno. Las alpinas se llaman también «mignonette» y crecen de modo salvaje en las laderas de las montañas francesas. Son tan pequeñas como la uña del pulgar, pero tienen un sabor de una intensidad increíble para su tamaño.

—Cuéntame más.

Entorno los ojos, suspicaz.

—Las fresas no son ningún chiste. La mayoría de la gente que he conocido se ha pitorreado de mí a causa de las fresas.

—Es uno de tus rasgos más monos.

La palabra «mono» se enciende como un neón en la penumbra del dormitorio. Me pongo tan nerviosa que empiezo a balbucear.

—Vale, de acuerdo. Las Earliglow. Crecen muy deprisa. Un día caminas al atardecer por la plantación y no ves nada, solo hojas verdes..., y a la mañana siguiente están todas ahí. Esas pequeñas yemas rojas, cada vez más brillantes. A la hora de la cena, ya están formadas, como bombillas rojas de Navidad.

Sasu suspira, cierra los ojos un segundo. Está exhausto.

—¿Cuáles son tus preferidas?

—Las Red Gauntlet. Estaban en las hileras más cercanas a la cocina, y yo era demasiado perezosa para aventurarme más lejos. Me tomaba un gran batido rosa cada mañana.

Él permanece callado. Indudablemente, esos ojos no son los del hombre que yo conozco. Son melancólicos, solitarios, y tan preciosos que me veo obligada a cerrar los míos.

—Te juro que todavía noto la sensación de las semillas entre los dientes. Las Chandler son las preferidas de mi padre. Él dice que me costeó la universidad con ellas.

—¿Cómo es tu padre? Se llama Kizashi, ¿no?

—Tú y el maldito blog... Mi padre trabajó muchísimo para mandarme a la universidad. No tengo palabras para explicártelo. El día que me fui, lloró en el porche trasero. Me dijo...

Se me atraganta la voz. La tensión en la garganta me impide continuar.

—¿Qué te dijo?

Eludo la pregunta.

—Hace mucho que no recordaba estas cosas. Ya han pasado dieciocho meses desde la última vez que fui a casa. Me perdí las Navidades porque Mei se fue a Francia a ver a su familia y yo tuve que quedarme para cubrirla.

—Yo tampoco fui a casa.

—Ya. Mis padres me mandaron una gran caja de provisiones, y comí pastel de fresas y abrí los regalos en el suelo mientras veía los anuncios de la tele. ¿Tú qué hiciste?

—Lo mismo, más o menos. Bueno, ¿y qué te dijo tu padre ese día, en el porche trasero? —Es como un perro que se niega a soltar un hueso.

No puedo reproducir aquella conversación entera, porque me echaría a llorar. Y quizá no podría parar. Todavía lo veo, con los codos en las rodillas, mientras las lágrimas trazaban surcos en su cara bronceada y polvorienta. Resumo la conversación en unas pocas palabras expurgadas.

—Que él sufría una pérdida, pero el mundo salía beneficiado. Y mi madre no podía parar de alardear, de contarle a todo el mundo que su hija se iba a la universidad... Ahora está creando una nueva variedad de fresas. Y se llaman Saku.

—Según cuenta en el blog, Saku Doce era bastante buena. Cuéntame más cosas.

—No entiendo tu fascinación por ese blog. Mi madre era periodista, escribía en un periódico, pero tuvo que dejarlo.

—¿Por qué?

—Por mi padre. Estaba escribiendo un artículo sobre los efectos de unas grandes lluvias en la agricultura y fue de visita a un huerto de la zona. Se encontró a mi padre subido a un árbol. El sueño que él tenía era poseer su propia plantación de fresas, y no podía hacerlo solo.

—¿Crees que tu madre se equivocó al tomar esa decisión?

—Mi padre siempre dice: «Ella me recogió». Como una manzana. Directamente del árbol. Yo los quiero, pero a veces pienso que la suya es una triste historia.

—Deberías preguntárselo a tu madre algún día. Es probable que no se arrepienta de nada. Ellos continúan juntos; y por eso tú estás aquí.

—¿Sabes?, mi padre siempre te llama con otros nombres que empiezan con S, nunca con el tuyo.

—¡¿Cómo?! —exclama alarmado—. ¿Le has hablado de mí?

—Está furioso contigo por ser tan malo. Una vez te llamó Jebediah. Estuve a punto de mearme de la risa. Tendrás que arrastrarte ante él, seguro.

Sasu parece tan turbado que decido darle un descanso y cambiar de tema.

—Cuando siento añoranza noto el olor a fresas calientes. Lo cual sucede casi todo el tiempo. —Veo cómo se remueve mientras trata de descifrar estas afirmaciones absurdas.

—¿Tú jugabas en los campos, de pequeña?

—Has visto la foto del blog. Obviamente, sí, jugaba en el campo. — Vuelvo la cara hacia el otro lado y evoco la imagen. Yo, con las rodillas teñidas de rosa por el jugo de las fresas, con la melena enmarañada y unos ojos más verdes que las esmeraldas. Una pequeña granjera salvaje.

—No tienes por qué avergonzarte. —Me coge la barbilla delicadamente y me gira otra vez la cara—. Llevas un peto de pantalones cortos. Se te ve toda polvorienta. Parece que lleves días a la intemperie. Tu sonrisa no ha cambiado.

—Tú nunca me ves sonreír.

—Seguro que tenías una cabaña en un árbol.

—Es cierto. Prácticamente vivía allí arriba.

Sus ojos brillan con una expresión que nunca le había visto. Cierro los ojos un segundo para darles un descanso. Él comprueba mi temperatura y, cuando levanta la mano de mi frente, protesto. Me coge la mano.

—Yo nunca he pensado que el lugar de donde procedías fuese inferior.

—Ya, claro. Ja. Ja. Pastel de Fresitas.

—Para mí, Fresas Sky Diamond es el mejor lugar imaginable. Siempre he deseado ir. He estudiado la ubicación en Google. Incluso he mirado el vuelo y la compañía de alquiler de coches.

—¿Te gustan las fresas? —No se me ocurre qué otra cosa decir.

—Me encantan. Son mi pasión, no te haces una idea. —Lo dice de un modo tan amable que me inunda una oleada de emoción. No puedo abrir los ojos. Vería que los tengo húmedos.

—Bueno, la plantación está allí, esperándote. Paga a la señora del toldo y coge un cubo. Da mi nombre para que te haga un descuento, aunque te someterá a un interrogatorio para saber cómo me va. Cómo me va realmente. Si estoy sola, si como bien. Por qué no me cojo unos días para ir a casa.

Pienso en las solicitudes para el puesto, guardadas una junto a otra en una carpeta beige. Me entra una sensación de mareo y agotamiento. Me gustaría estar dormida, perdida en ese lugar oscuro donde la angustia y la tristeza no pueden alcanzarme. Empiezo a sentir como si diera vueltas lentamente.

—¿Qué debo contarle?

—Tengo mucho miedo. Todo esto se acabará pronto, de un modo u otro. Mi vida pende de un hilo. No sé si todo el esfuerzo que han hecho por mí acabará valiendo la pena. A veces me siento tan sola que me echaría a llorar. Perdí a mi mejor amiga. Me paso el tiempo con un hombre enorme e intimidante que quiere matarme; y ahora seguramente es mi único amigo, aunque él no desee serlo. Lo cual me rompe el corazón.

Noto la presión de sus labios en la mejilla. Un beso. Un milagro. El cálido aliento de Sasu en mi piel. Desliza sus manos entre las mías. Mis dedos se cierran sobre los suyos.

—No, Fresita.

Doy vueltas y vueltas por una serie interminable de bucles. Él me estrecha las manos con más fuerza.

—Estoy muy mareada... —Es cierto, aunque también lo es que quiero poner fin a esta conversación.

—He de preguntarte una cosa —dice, al cabo de un rato.

Su voz me llega a través de una niebla oscura.

—No es justo que te lo pregunte ahora, pero aun así voy a hacerlo. Si se me ocurriera una forma de sacarnos a los dos de este lío, ¿querrías que lo hiciera?

Yo sigo aferrándome a él con todas mis fuerzas, como si fuera el único punto de apoyo para no precipitarme en el vacío.

—¿Cómo?

—No lo sé. De la forma que fuera. ¿Querrías que lo hiciese?

En realidad, bastaría con que fuese mi amigo durante el tiempo que queda. Sería maravilloso acabar con esta negatividad.

Con esa sonrisa bastaría.

—Ahora viene la parte del sueño en la que tú sonríes, Sasu.

Él suspira, frustrado, y me mantiene sujeta. Mientras me alejo orbitando hacia el sueño, susurro entre la niebla:

—Claro que querría.