11

Me siento en la cama con cautela. La habitación está iluminada por un sol resplandeciente. Hay vestigios de la enfermedad esparcidos por todas partes. Toallas, paños, el táper limpio. Vasos, medicinas, un termómetro. Ahora el top del dormilosaurio cuelga del cesto de la ropa. También mi camiseta roja. Las ropas que llevaba para jugar al paintball yacen en un gurruño. Habría que quemarlas.

Me pongo el termómetro en la boca para comprobar lo que ya sé. La fiebre ha pasado.

Tengo puesta una camiseta de color azul. Me agarro del colchón cuando la sensación de vulnerabilidad hace su aparición con retraso. Me palpo el hombro y descubro que aún llevo sujetador. Doy gracias a todos los dioses conocidos. Pero aun así, Sasuke Uchiha ha visto el resto de mi torso desnudo.

Me asomo al salón. Está ahí, despatarrado sobre el sofá. Un pie enorme con calcetín cuelga de un extremo.

Cojo ropa limpia y entro tambaleándome en el baño. Santo cielo. El rímel no se me fue del todo al ducharme y se me ha corrido por la cara formando una máscara de Halloween al estilo Alice Cooper. También tengo el pelo de Alice Cooper. Me apresuro a recogérmelo en un moño. Me cambio, me lavo la cara a toda prisa y me enjuago la boca. Espero oír un golpe en la puerta en cualquier momento.

La sensación que tengo es peor que una resaca. Peor que despertarse tras hacer un karaoke desnuda en la fiesta de Navidad de la oficina. Hablé demasiado anoche. Le hablé de mi infancia. Ahora sabe lo sola que estoy. Ha visto todas mis pertenencias. Posee tal cantidad de información que el poder irradiará de él en oleadas tóxicas. He de sacarlo del apartamento.

Me acerco al sofá. Es un sofá de tres plazas, pero no cabe en él ni mucho menos. Se despierta con una sacudida antes de que pueda observarlo dormido a mis anchas.

—Creo que me pondré bien.

Mis revistas están apiladas. No hay zapatos de tacón bajo la mesita de café. Sasuke ha ordenado el apartamento. Está tumbado a poca distancia de la enorme vitrina llena de pitufos, colocados de cuatro y cinco en fondo, y ha encendido las luces que los iluminan y que ofrecen, al mismo tiempo, una prueba fehaciente de que estoy mal de la cabeza. Cuando se levanta del sofá, la habitación se vuelve mucho más pequeña.

—Gracias por sacrificarte toda la noche del viernes. Ahora ya no me importa si quieres marcharte.

—¿Estás segura? —Meticulosamente, me pone el dorso de los dedos en la frente, la mejilla y la garganta. Estoy mucho mejor, no cabe duda, porque, en cuanto me toca, se me tensan la garganta y los pezones. Cruzo los brazos sobre el pecho.

—Sí. Me pondré bien. Vete a casa, por favor.

Él me mira con esos ojos de color negro obsidiana, y el recuerdo de su sonrisa se superpone en mi mente sobre su expresión solemne. Me estudia como si fuera su paciente. Ahora ya no soy digna de un beso en el ascensor. Nada como una vomitona para destruir toda la química.

—Me puedo quedar. Si consigues superar el acceso de pánico. —Hay algo compasivo en su rostro y ahora sé por qué.

Todo tiene su contrapartida: yo también he visto una parte oculta de él durante esta noche interminable. Hay paciencia y amabilidad tras esa fachada de cretino. Decencia y humanidad. Sentido del humor. Esa sonrisa.

Sus ojos contienen vetas de luz en las profundidades, y sus pestañas me parece que se curvarían bajo la yema de mi meñique. Sus pómulos cabrían en la curva de mi palma. Y su boca, bueno..., se me acoplaría en cualquier parte.

—Ya vuelves a tener ese brillo obsceno en los ojos —me dice. A mí me arden en el acto las mejillas—. Debes de sentirte mejor si eres capaz de mirarme así.

—Estoy enferma —replico con voz remilgada y, mientras miro para otro lado, oigo su risa ronca.

Sasu va a mi habitación y yo aprovecho para inspirar hondo varias veces.

—Enferma no sé, pero un poco chalada seguro.

Reaparece con su chaqueta en la mano. Solo entonces me doy cuenta de que se ha pasado la noche entera con la ropa de paintball. Y ni siquiera apesta. ¿No es injusto?

—Tengo que...

Me estoy poniendo de los nervios. Lo sujeto del brazo cuando ya está calzándose los zapatos junto a la puerta.

—Sí, sí, ya me voy. No hace falta que me eches. Nos vemos en la oficina, Sakura.

Me pasa un frasco de pastillas.

—Vuelve a meterte en la cama. Y tómate dos más cuando te levantes. —Vacila otra vez y me mira con expresión reticente—. ¿Seguro que estarás bien? —Vuelve a tocarme la frente, para comprobar una vez más mi temperatura, aunque es evidente que no puede haber cambiado en treinta segundos.

—No se te ocurra burlarte de mí el lunes.

La palabra «lunes» resuena funestamente entre ambos. Él aparta la mano en el acto, como si fuera nuestra nueva contraseña para interrumpir el juego.

—Fingiré que no ha sucedido nada, si así lo deseas —me dice rígidamente. A mí se me encoge el estómago. La última vez que le pedí que lo olvidásemos todo fue a propósito del beso. Él mantuvo escrupulosamente su promesa.

—No intentes utilizar nada contra mí. En las entrevistas para el ascenso, quiero decir.

Me mira con una expresión tan furibunda que debe de estar derritiéndose la pintura de la pared que tengo a mi espalda.

—O sea, que conocer la consistencia de tu vómito va a darme ventaja... Joder, Sakura. Por el amor de Dios.

La puerta se cierra con estrépito y el silencio se expande por el apartamento. Me gustaría tener el valor necesario para decirle que vuelva. Para darle las gracias. También para disculparme, porque, en efecto, él tiene razón. Como siempre.

Estoy muerta de pánico. Para no pensar, me duermo.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, tengo una nueva perspectiva. Es sábado por la tarde, y el crepúsculo llena la pared al pie de mi cama de un glorioso resplandor de color melocotón dorado. Justo el color de su piel. La habitación se ilumina con la intensidad de una epifanía.

Contemplo el techo y reconozco ante mí misma esta verdad asombrosa.

No odio a Sasuke Uchiha.

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.

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Es lunes, día de camisa blanca; las seis y media de la mañana. Me siento tan molida que debería llamar para decir que estoy enferma (Mei sigue fuera, de todos modos), pero necesito ver a Sasuke.

He analizado minuciosamente todo lo sucedido mientras estuvo en mi apartamento, y soy consciente de que debo disculparme por haberlo echado de esa manera. Él no hizo más que actuar con amabilidad y gentileza. Ya estábamos casi al borde de la amistad, y yo lo arruiné todo con mi afilada lengua. Cuando recuerdo cómo fisgoneé su conversación con Itachi me siento terriblemente culpable. No debería haber escuchado nada de todo aquello.

¿Cómo debo darle las gracias a un compañero por ayudarme a vomitar? Los viejos manuales de cortesía de mi abuela no me servirán para esto. Una nota de agradecimiento o un bizcocho de vainilla no bastarán.

Me miro en el espejo del baño. La enfermedad me ha quitado todo el color. Tengo los ojos hinchados y enrojecidos; los labios pálidos y llenos de escamas. Parece que me hubiera pasado el fin de semana atrapada en una mina.

Mi cocina está limpia como una patena. Sasu ha ordenado mi correspondencia sobre la encimera en un pulcro montón. Abro con la mano el sobre de encima mientras con la otra sumerjo una bolsita de hierbas en la taza. Es una amable nota para comunicarme que el alquiler ha subido. Examino guiñando los ojos la nueva cifra mensual y suelto una exclamación que seguramente hace temblar a los pitufos en sus estantes. Mi precipitada afirmación de que dejaré D&G si no obtengo el puesto se vuelve ahora infinitamente más terrorífica.

¿Cómo voy a enfrentarme a un panel de entrevistadores de otra empresa? ¿Cómo voy a explicar lo que me vuelve tan eficiente en mi trabajo? Intento pensar en todas las cosas que hago bien, pero solo se me ocurre una: chinchar a Sasuke. Soy una persona infantil y nada profesional.

Me desplomo en una silla y trato de engullir un puñado de cereales directamente de la caja. Luego me regodeo un poco más en mi desánimo y en mi falta de confianza en mí misma.

Cojo el portátil, abro el navegador y empiezo a explorar una web de contratación tan árida como depresiva. Me siento aliviada cuando me interrumpe el zumbido del móvil y veo en la pantalla que es Dei. Qué raro. Quizá ha tenido un pinchazo en el coche.

—¿Hola?

—Hola. ¿Cómo te encuentras? —pregunta con calidez.

—Estoy viva. Por los pelos.

—Traté de hablar contigo varias veces el viernes por la noche, pero siempre se ponía Sasu. ¡Menudo gilipollas!

—Es que me echó una mano. —Noto la rigidez de mi voz y me doy cuenta de que me he puesto a la defensiva. ¿Qué demonios me sucede?

«Me sujetó la cabeza mientras vomitaba. Y llamó a su hermano en mitad de la noche. Me lavó los platos. Y estoy segura de que me estuvo observando mientras dormía».

—Ah, perdona. Creía que no lo soportábamos. ¿Piensas ir a trabajar hoy?

—Sí, voy a ir.

—Yo estoy abajo, en el vestíbulo. Si quieres, hmmm, te llevo.

—¿En serio? Pero ¿no es tu primer día de libertad hoy?

—Sí, pero Genma me ha escrito una carta de recomendación y he de pasar a recogerla. No me cuesta nada llevarte.

—Bajo dentro de cinco minutos. —Compruebo simplemente que tengo subida la cremallera de mi vestido gris de lana. Con esta cara tan demacrada, resultaría ridículo pintarme los labios.

—Hola —me saluda Dei cuando salgo del ascensor. Trae un ramo de margaritas blancas. Mis emociones oscilan en la cuerda floja: digamos que me siento entre encantada y avergonzada.

Él también parece debatirse entre sentimientos encontrados. Habría de estar ciega para no captar el destello de decepcionada sorpresa que brilla en sus ojos. El viernes, por sudorosa y desgreñada que estuviera, tenía mejor aspecto que ahora.

Él borra su reacción con un parpadeo y me ofrece las flores.

—¿Estás segura de que no deberías quedarte en casa?

—Bueno, mi estado no es tan malo como mi aspecto. Quizá debería subirlas... —Señalo el ascensor y lo miro de nuevo. Va con una camiseta de Matchbox Twenty. Sus gafas de sol, apoyadas en lo alto de la cabeza, tienen una horrible montura blanca. Nos quedamos los dos mirándonos con incomodidad.

—Siempre puedes ponerlas en la mesa de tu despacho.

—Sí, es verdad. —Parece más bien una mala idea, pero estoy demasiado confusa para reaccionar. Si llevo las flores arriba, tendré que invitarlo a subir. Salimos a la calle y respiro aire fresco por primera vez en tres días.

Tengo que animarme. Dei se ha limitado a ser atento y considerado esta mañana. Me protejo los ojos del sol con una mano. Quizá yo también debería ser atenta y considerada. A lo mejor en el súper venden ramas de olivo o algo así...

—He de comprar una cosa. Enseguida vuelvo.

Mientras pago el regalo de agradecimiento para Sasuke, junto con un lazo rojo adhesivo carísimo, veo que Dei espera con paciencia apoyado en su coche. Me guardo el regalo en el bolso y vuelvo a cruzar la calle corriendo.

Él me abre la puerta de su todoterreno rojo, me ayuda a subir y da la vuelta al coche. Con ropa informal parece más joven. Más delgado. Más pálido. Mientras se abrocha el cinturón y arranca, caigo en la cuenta de que no le agradecí debidamente las rosas rojas. Soy una chica sin modales.

—Me encantaron las rosas. —Miro el pequeño ramo que tengo en el regazo.

—¿Las margaritas? —dice, incorporándose a la circulación.

—Sí, estas son margaritas. Muy adecuadas para alguien que se está recuperando de un fin de semana épico de vomitona.

Me arrepiento de haber dicho algo tan asqueroso, pero él se echa a reír.

—Bueno. Sasuke Uchiha. ¿Cuál es su problema?

—El diablo envió a la tierra a su único hijo —le digo. Curiosamente, me siento culpable.

—Se lleva un rollo protector de hermanito mayor. —Dei está indagando, me doy cuenta. Yo adopto un tono evasivo.

—¿Tú crees?

—Uy, sí. Pero no te apures. Le explicaré que mis intenciones son honradas. —Me lanza una sonrisa de soslayo, pero yo empiezo a percibir dentro de mí una profunda decepción. La chispeante sensación de coqueteo ha desaparecido de mi pecho.

¿Para Sasuke soy como una hermana pequeña? No sería la primera vez que un chico me dice algo así. Resuena en mi interior un eco de viejas escenas embarazosas. Él me besó en el ascensor, lo cual contradice esa teoría. Pero no volvió a intentarlo, así que quizá sea cierto. Recuerdo de repente que le dije lo excitante que había sido el beso en el ascensor y no puedo evitar una mueca.

—No me contó que habías llamado. Gracias por interesarte.

—No creí que fuera a transmitirte mis mensajes. Pero no importa. Me gustaría volver a salir contigo. Llevarte a cenar, esta vez. Da la impresión de que necesitas una buena comida.

Debería agradecer su persistencia pese a lo rara que estoy y a la facha que tengo ahora mismo. Que haya desarrollado una fascinación especial por Sasuke no significa que deba decir que no. Miro a Dei. Si hubiera arrojado a la chimenea una lista de deseos hecha trizas, este es el chico que Mary Poppins me habría enviado.

—Sí, estaría bien salir a cenar una noche.

Aparca en una plaza de tiempo limitado y yo firmo por él como visitante. Cuando se abren las puertas del ascensor, me doy cuenta demasiado tarde de que me ha acompañado hasta la décima planta.

—Gracias.

Él sale conmigo y me sujeta un momento.

—Tómatelo con calma hoy.

Me arregla el cuello del abrigo, rozándome la nuca con los nudillos. Yo reprimo el impulso de mirar a mi izquierda. O Sasuke está en su mesa, presenciando la escena, o no ha llegado todavía. La tensión de no saberlo resulta insoportable.

—¿Cenamos, entonces? ¿Qué te parece una cenita esta noche? No te vendrá mal, ¿verdad?

—Claro, sí. —Accedo simplemente para que se vaya. Él me da las margaritas con un floreo y yo consigo esbozar una sonrisa. Me vuelvo lentamente.

En otra época, este momento habría sido un triunfo. Yo había fantaseado con escenas similares. Pero cuando veo a Sasuke en su mesa, golpeando enérgicamente unos fajos de documentos para igualarlos en pulcros montones, me gustaría ser capaz de retroceder en el tiempo.

Ahora estamos jugando a un juego nuevo. Ignoro las reglas, pero soy consciente de haber cometido un grave error. Dejo las margaritas en un lado del escritorio y me quito el abrigo.

—Hola, colega —saluda Dei a Sasu, que está encorvado en su silla. Es una pose de jefe que ha ido perfeccionando.

—Tú ya no trabajas aquí.

Sasu no es de los que gastan cumplidos.

—He traído a Saku en mi coche y se me ha ocurrido pasar por aquí para asegurarme de que no estoy molestándote ni invadiendo tu terreno.

—¿Qué quieres decir? —Sasu le clava unos ojos afilados como cuchillos.

—Bueno, ya sé que tú tienes una actitud protectora con Saku. Pero yo —dice, volviéndose hacia mí— siempre te he tratado de un modo correcto, ¿no?

Me quedo un momento vacilando bajo la mirada de ambos.

—Claro, desde luego —afirmo al fin.

Dei tiene sin duda mucho valor para enfrentarse con un tipo del tamaño de Sasuke. Y vuelve otra vez a la carga.

—Quiero decir, es evidente que tú tienes algún problema. El viernes estuviste realmente gilipollas al teléfono.

—Ella tenía la camiseta cubierta de vómito. Ya estaba bastante ocupado sin hacerle además de secretaria.

—Deberíamos hablar seriamente de tu actitud protectora de hermano mayor.

—Bajad la voz —siseo.

La puerta del señor Dōtonbori está abierta.

—Es verdad, nadie acaba de dar la talla para mi hermana pequeña —responde Sasuke. Aunque lo dice con un tono cargado de sarcasmo, a mí se me cae el alma a los pies. Esta mañana está convirtiéndose en un completo desastre.

—Y tú tienes razón, yo ya no trabajo aquí. Así que puedo salir con Saku si quiero. —Dei se vuelve hacia mi escritorio, donde he dejado las flores, y arquea las cejas—. Bueno, bueno. Qué te parece. El romanticismo no ha muerto.

Sasuke frunce el ceño, amenazador, y se mordisquea la uña del pulgar.

—Lárgate antes de que te eche yo.

Dei me da un beso en la mejilla. Estoy prácticamente segura de que lo ha hecho porque tenemos público. Un gesto mezquino por su parte.

—Te llamaré más tarde para quedar esta noche, Saku. Y es probable que tengamos que volver a hablar, Sasu.

—Adiós, tío —dice Sasuke con una voz falsa. Ambos miramos cómo Dei entra en el ascensor.

El señor Dōtonbori suelta un bramido desde su despacho. Solo ahora, al volverme hacia mi mesa, reparo en la rosa roja que hay sobre mi teclado.

—Oh.

Soy una completa y rematada idiota.

—Ya estaba ahí cuando he llegado. —He pasado más de mil horas en la misma oficina que Sasuke, y percibo la mentira en su voz con toda claridad. La rosa es de un rojo aterciopelado perfecto. En comparación, las margaritas parecen un manojo de hierbas arrancadas de una zanja.

—¿Así que las rosas eran tuyas? ¿Por qué no me lo dijiste?

El señor Dōtonbori pega otro grito, ahora más irritado. Sasuke sigue sin hacerle caso y me atraviesa con su mirada.

—Deberías haber tenido a Dei cuidándote. No a mí.

—Es que él... Solo estábamos... Bueno. No sé... Es amable.

Farfullo a trompicones de nivel olímpico.

—Ya, ya. Amable. La suprema cualidad de un hombre.

—Pues sí, es una gran cualidad. Tú has sido amable conmigo este fin de semana. Fuiste amable al enviarme las rosas. Pero ahora te estás portando otra vez como un jodido idiota. —Ahora ya me sale un tono sibilante y airado.

—Doctor Sasu —nos interrumpe el señor Dōtonbori desde la puerta—, venga a mi despacho si dispone de un momento. Y cuide su lenguaje, señorita Haruno —añade con un bufido.

—Lo siento, jefe. Voy ahora mismo —se disculpa Sasuke, rechinando los dientes. Estamos los dos exasperados y encendidos, a solo unos segundos de estrangularnos mutuamente. Él pasa junto a mi mesa y coge la rosa de un manotazo.

—Pero ¿qué demonios te pasa? —Trato de atraparla y se me clava una espina en la palma de la mano.

—Solo te mandé esas rosas de mierda porque parecías muy dolida después de nuestra pelea. Pero ya ves de qué sirve. Por eso prefiero no ser amable con la gente.

—¡Ay! —Noto un gran escozor. Me miro la palma, donde se está formando una línea roja, y contengo las gotas de sangre—. ¡Me has hecho un arañazo! —Lo sujeto de la manga y le estrujo la muñeca—. Gracias, enfermero Sasuke. Fuiste maravillosamente amable. Y dale las gracias a ese doctor despampanante que tienes por hermano.

Él recuerda algo más.

—Ah, y tú tienes la culpa de que tenga que asistir a su boda. Ya casi me había librado del asunto. Ha sido por tu culpa.

—¿Por mi culpa?

—Si no te hubieras puesto enferma, no habría visto a Itachi.

—Eso es absurdo. Yo no te pedí que le llamaras.

Él examina la mancha de sangre que he dejado en el puño de su camisa con una mueca de absoluta repugnancia. Luego me pone un pañuelo de papel en la palma.

—Fantástico —me dice, tirando la rosa destrozada en la papelera—. Desinféctate eso —añade, y desaparece en el despacho del señor Dōtonbori.

Abro mi correo y veo que han programado nuestras entrevistas para el próximo jueves. Se me encoge el estómago. Pienso en el alquiler.

Aprovecho que estoy sola para levantar la almohadilla del ratón, donde tengo escondida la tarjetita que venía con el ramo de rosas. La semana pasada le echaba ojeadas a hurtadillas cuando Sasuke no estaba mirando.

Examino la tarjeta y me pregunto cómo pude haber pensado que era de Dei. Es la letra de Sasuke; pero no me fijé en la inclinación y los lazos de su caligrafía.

«Tú siempre estás preciosa».

Solo ha quedado un pétalo en mi mesa. Lo aprieto con el pulgar sobre la almohadilla y aspiro su fragancia, todavía con las margaritas a mi lado. La palma me pica y escuece. Sasu tiene toda la razón. Me he hecho daño a mí misma por mi propia falta de cuidado.

Me quedo inmóvil, inspirando la fragancia a rosas y a fresas hasta que estoy segura de que no voy a ponerme a llorar.