13

—Casi estoy esperando que tu hermano mayor aparezca en cualquier momento hecho una furia y se te lleve a rastras. «Cómo andas saliendo de noche cuando mañana tienes colegio...» —dice Dei, mientras hundo la cucharilla sin demasiado entusiasmo en un helado de limón.

—Seguro que está fuera, con el coche al ralentí, preparado para arrollarte. —Solo suena a medias como un chiste.

La camarera se nos acerca para preguntar cómo ha ido. Nosotros volvemos a asegurarle que estaba todo delicioso. Todo condenadamente perfecto. El mantel a cuadros y las velas. La música romántica. Yo, adecentada y acicalada con pintalabios y un vestido rojo. Lo único que me impide echar una cabezada es el leve nerviosismo que siento en el estómago cuando pienso en el beso casi inevitable de esta noche.

—He de preguntártelo. ¿Estás... libre? O sea, ¿disponible? Me parece estar captando una vibración. ¿Tú y él no...?

—Sí, no. ¡No! Ninguna vibración. Absolutamente ninguna. Estoy libre. —Todavía lo repito un par de veces más. Dei me mira con aire dubitativo. Mucho protesta la dama...

Siento una grieta de pánico en mis entrañas. Si alguien sospechara que Sasu y yo estamos liados, habría consecuencias. Para nuestra reputación. Para nuestra dignidad. La cosa llegaría a RR. HH. Me acuerdo de las miradas divertidas y de los codazos durante la reunión celebrada después del paintball y me estremezco al pensar que tal vez ya ha corrido la voz.

—Ha habido muchos ligues en la oficina. Ino y Nagato, por ejemplo. Uy, eso fue un desastre —dice Dei, sonriendo. Es un cotilla, ya lo veo. Arquea las cejas, como esperando que le cuente algún cotilleo jugoso, pero yo meneo la cabeza.

—A mí nadie me cuenta nada. Creen que me chivaré.

—¿Es cierto que Sasu terminó el primer año en la Facultad de Medicina?

—No lo sé. Pero sus padres y su hermano son médicos.

—Nosotros esperábamos que dejara Dōtonbori Books y se fuera a trabajar como proctólogo o algo parecido.

No puedo evitar una carcajada.

—Dime, ¿sufriste una ruptura traumática en el pasado o algo por el estilo? —Dei parece sentir verdadera curiosidad—. Me gustaría averiguar por qué sigues soltera.

—No he tenido tiempo de salir con nadie. Y después de la fusión, al perder el contacto con la gente de Gamin, tampoco me he esforzado en hacer nuevas amistades. El trabajo me ha absorbido totalmente. Trabajar para un director general no es el típico empleo de ocho horas y a casa.

—¿Y esa rosa que había encima de tu mesa? —Alza las cejas, expectante.

—Nada, una broma.

Aguarda a que me explique mejor, pero, cuando ve que no lo hago, lo deja correr y cambia de tema.

—¿Has entregado la solicitud para el nuevo puesto ejecutivo?

—Sí. Las entrevistas son la semana que viene.

—¿Mucha competencia?

—En la preselección para las entrevistas solo estoy yo, un par de externos y mi buen amigo Sasuke Uchiha. Cuatro candidatos en total.

—Parece que llevas mucho tiempo esperando esta oportunidad —aventura Dei. Quizá es que tengo otra vez esa mirada intensa y enloquecida.

—Mei me ha ayudado mucho a crecer profesionalmente. Cuando trabajábamos en Gamin Publishing, yo estaba destinada a ser transferida al equipo editorial tras un año trabajando con ella. —Noto la amargura que resuena en mi voz.

—Bueno, no es raro entrar en el mundo editorial de la manera que sea, aunque eso suponga realizar una tarea administrativa —comenta Dei—. La mitad de la gente que trabaja en la empresa no empezó con el trabajo de sus sueños. Fue inteligente por tu parte aprovechar el primer hueco que se presentó.

—No, ese no es mi problema realmente. La verdad es que me alegro de haber asumido un puesto ejecutivo.

—Pero entonces llegó la fusión.

—Exacto. Mucha gente perdió su empleo. Al menos yo tuve la suerte de conservar el mío. Aunque eso implicara quedarme donde estaba. Pero perdí a mi mejor amiga en el proceso. —Lo digo como si ella se hubiera muerto.

—Un puesto de directora ejecutiva resultará impresionante en tu currículum. Sobre todo, a tu edad.

—Sí. —Inspiro hondo, imaginándomelo en letras de tipo Arial. Luego me imagino el currículum de Sasuke, y mi delicioso ensueño adquiere un regusto amargo—. Estoy preparando una presentación para la entrevista. Es algo que llevo pensando desde hace mucho. Yo no he podido ejercer tanta influencia como me habría gustado. Las circunstancias siempre han sido inadecuadas. Pero ahora quiero desarrollar un proyecto para pasar todo el catálogo de la editorial a formato digital. Renovando todo el libro, las cubiertas, etcétera. Si consigo el puesto tendré la influencia que me ha faltado hasta ahora.

—Parece que vas a necesitar un montón de ayuda con el diseño de las cubiertas. Acuérdate de mí —dice Dei. Hurga en el bolsillo y me da su tarjeta. Una mujer que está en la mesa contigua lo mira de soslayo, como diciendo: «Menudo idiota».

Dei pide la cuenta con una seña y saca su tarjeta de crédito.

—Oh, gracias —gorjeo torpemente.

Él sonríe.

Caminamos hasta mi coche.

—Perdona que te haya hablado tanto del trabajo.

—No importa. Yo también trabajaba allí, no lo olvides. Bueno, así que este es tu coche. —Coloca los dedos como enmarcándolo para sacarle una foto—. Es increíble.

—¿A que sí? —Me apoyo en la puerta—. Al fin libre, al fin libre.

—¿Acabas de citar a Luther King para referirte a tu coche?

—Hmm. Sí, supongo.

Estalla en carcajadas.

—Por Dios. Eres asombrosa.

—Soy idiota.

—No digas eso. Me gustaría darte un beso. Por favor —añade con cortesía.

—De acuerdo. —Nos miramos a los ojos. Ambos sabemos que ha llegado el momento. El momento de la verdad. O Dei me vuelve loca o me veré obligada a hinchar el ego de Sasu.

En conjunto, parecemos una postal de San Valentín. La calle está reluciente de lluvia; la luz de las farolas nos ilumina con un cerco blanco. Mi vestido de noche rojo es el punto focal de la imagen. Un hombre de angelicales mechones de color rubio platino me inclina ligeramente hacia atrás mientras sus ojos azules descienden hacia mi boca. Su estatura hace que encajemos a la perfección.

El postre le ha dejado un aliento dulzón. Sus manos se extienden respetuosamente por mi cintura. Cuando sus labios tocan los míos, me concentro con la esperanza de sentir algo. Me lo suplico a mí misma. Se lo ruego a cada una de las estrellas fugaces del cielo. Rezo para que surja la primera y vertiginosa punzada de lujuria. Beso a Deidara Kamiruzu repetidamente hasta que me doy cuenta de que el deseo no va a llegar.

Su boca entreabre la mía, aunque él, como un caballero, mantiene guardada la lengua. Le pongo la mano en el hombro. Su físico, que a primera vista parecía musculoso y en forma, resulta ligero e insustancial, como un puñado de huesos de pollo. Apuesto a que no sería capaz de levantarme del suelo.

Nos apartamos a la vez.

—Bueno.

Mis esperanzas se han visto totalmente defraudadas, y creo que él se da cuenta. Estudia mi rostro en silencio. Ha sido como besar a un primo. No ha funcionado. Quiero volver a hacerlo para asegurarme del todo. Cuando me acerco, sin embargo, él retrocede y me quita las manos de encima.

—Lo he pasado bien contigo —empieza—. Eres una gran chica.

Yo termino la frase por él.

—Pero ¿podemos ser simplemente amigos? Lo siento.

Su expresión revela el descontento de no haber podido decirlo él primero, pero también cierto alivio y un dejo de irritación que hace instantáneamente que me guste menos.

—Claro. Por supuesto. Somos amigos.

Saco la llave del coche.

—Bueno. Gracias por la cena. Buenas noches.

Mientras se aleja, alza una mano en señal de adiós. Camina despacio, jugando con las llaves del coche. Una cena carísima a cambio de un mal beso.

«Bueno, tú ganas la Competición del Beso, Sasuke Uchiha. Me lo estaba temiendo».

Empieza a formarse un nubarrón en mi interior. Ha sido una velada pobre e insulsa. Una pérdida de tiempo.

Pero lo peor no es eso. Lo peor es que si Sasuke no existiera, habría sido una cita estupenda según mis baremos. Extremadamente agradable. Recuerdo citas peores y besos mucho más decepcionantes. Aunque la química no haya sido la ideal, podríamos haberla cultivado. Es la única oportunidad que he tenido últimamente y se ha ido al garete.

Ha sido como si Sasuke estuviera sentado en una tercera silla de nuestra mesita romántica, observando y juzgándolo todo. Recordándome todas las cosas que me faltaban. Cuando he mirado los labios de Dei, me he concentrado para sentir algo. Me lo he suplicado en vano.

Las calles se están volviendo demasiado desconocidas. Paro el coche y me paso un buen rato peleándome con los ajustes del GPS. Mis dedos pulsan los botones atolondradamente mientras sujeto con los dientes un recuadro azul de papel.

Le lanzo a la mujer del GPS todos los insultos que me vienen a la cabeza. Le suplico que se detenga. Pero ella no me hace caso. Como una bruja infernal, me conduce hasta el bloque de apartamentos de Sasu.

No pienso entrar en el edificio. No soy tan absolutamente patética. Aparco en una calle lateral y contemplo el edificio, preguntándome cuál de los recuadros iluminados será el suyo.

«Sasu, ¿por qué me has arruinado la vida?».

Mi móvil emite un zumbido. Es un nombre que raramente he visto en esta pantalla.

Sasuke Uchiha: ¿Y? Qué suspense.

Cierro el coche y me ciño bien el abrigo mientras camino. Intento encontrar alguna forma de responder, pero la verdad es que no se me ocurre nada. Mi orgullo está absurdamente herido. Debería haberme esforzado más esta noche. Convencerme a mí misma un poco más. Pero estoy demasiado cansada.

Le envío una respuesta. Un emoticono de una caca sonriente. Lo resume todo gráficamente.

Decido dar la vuelta entera al bloque de apartamentos. Rezo para que no me secuestren. Aunque no debo preocuparme demasiado. La lluvia ha dejado las calles prácticamente desiertas y libres de acosadores. Mis zapatos de tacón resuenan con fuerza mientras termino de reconocer el terreno.

Es extraña la sensación de caminar intentando mirar las cosas con los ojos de otro, y no digamos cuando se trata de tu enemigo jurado. Observo las grietas de la acera y me pregunto si él las pisará cuando va a esa tienda de comida orgánica. Me gustaría tener cerca una tienda de esas; quizá así no comería tanto queso y tantos macarrones.

Siempre he sospechado que la gente que nos rodea está ahí para enseñarnos algo. Y siempre he creído que la función de Sasu era ponerme a prueba. Presionarme. Volverme más dura. Y así ha sido hasta cierto punto.

Paso junto a una luna de cristal. Me detengo y estudio mi reflejo. Este vestidito es muy mono. Ya he recuperado el color en las mejillas y los labios, aunque la mayor parte es maquillaje. Pienso en las rosas. Aún no consigo hacerme a la idea. Eran de Sasuke Uchiha. Entró en una floristería, por su propia voluntad, y escribió en una tarjeta esas cuatro palabras que cambiaron radicalmente la situación.

Podría haber escrito cualquier cosa. Alguna de las siguientes habría sido perfecta:

«Lo siento. Disculpa. La he pifiado. Soy un cretino integral. La guerra ha terminado. Me rindo. Ahora somos amigos».

Pero lo que escribió, en cambio, fueron esas cuatro palabras: «Tú siempre estás preciosa». Una extraña confesión viniendo de la última persona del mundo de la que podría haberla esperado. Me permito a mí misma considerar la idea que he estado reprimiendo con un tesón admirable.

«Quizá nunca me ha odiado; quizá siempre me ha deseado».

Otro pitido en mi bolsillo.

Sasuke Uchiha: ¿Dónde estás?

Dónde, buena pregunta. No te preocupes, Uchiha. Estoy escondida detrás de tu edificio examinando los contenedores de basura, tratando de averiguar si eres un cliente habitual del café de ahí enfrente, o si alguna vez te paseas por ese jardincillo diminuto con una fuente. Estoy mirando cómo reluce la luz en la acera mojada. Y lo miro todo con estos ojos nuevos.

¿Dónde estoy? En otro planeta.

Otro mensaje.

Sasuke Uchiha: Sakura, me estoy enfadando.

No respondo. ¿Para qué? He de marcar esta noche como una extraña experiencia vital. Abarco la calle con la mirada y veo mi coche al final de la manzana, aguardando con paciencia. Pasa un taxi, reduce un poco la marcha y, cuando meneo la cabeza, vuelve a acelerar.

¿Así es como empiezan los acosadores? Levanto la vista y veo una mariposa nocturna que vuela en círculo en torno a una farola. Esta noche comprendo a esa criatura a la perfección.

Pasaré una vez frente a su edificio y nada más. Volveré la cabeza para mirar dónde están los buzones. Quizá algún día quiera dejarle una amenaza de muerte; o un anónimo obsceno, envuelto en unas bragas del tamaño de una bandera naval.

Alargo el paso al llegar a la altura de la puerta. Capto un atisbo del pulcro vestíbulo y sigo adelante; y, de repente, veo a una figura caminando delante de mí. Un hombre alto, bellamente proporcionado, que camina con agitación y malhumor con las manos en los bolsillos. La misma silueta que vi el primer día en D&G. La figura que conozco mejor que mi propia sombra.

Claro: en este nuevo planeta al que me he trasladado no hay nadie salvo Sasu.

Él mira por encima del hombro, oyendo sin duda cómo mis escandalosos tacones se detienen en seco. Vuelve a mirar otra vez. Una segunda mirada antológica.

—¡Estoy al acecho! —grito. Pero no me sale con el tono que yo pretendía. No suena jovial ni divertido. Suena como una advertencia. Ahora mismo soy una zorra peligrosa. Alzo las manos para mostrar que no voy armada. Mi corazón palpita acelerado.

—Yo también —responde él. Pasa otro taxi muy despacio, como un tiburón estudiando a su presa.

—¿Adónde vas realmente? —Mi voz resuena en la calle vacía.

—Ya te lo he dicho. Ando al acecho.

—¿A pie? —Me acerco unos pasos—. ¿Pensabas caminar?

—Pensaba correr por en medio de la calle, como Terminator.

Me sale una ruidosa risotada. Estoy infringiendo una de mis normas al sonreírle, pero, según parece, no puedo parar.

—Tú también vas a pie, al fin y al cabo. Con zancos —dice, señalando mis zapatos de tacón estratosférico.

—Es que me proporcionan unos centímetros más de estatura para revolver entre tus basuras.

—¿Has encontrado algo interesante? —Se me acerca un poco, hasta que median unos diez pasos entre nosotros. Casi percibo el aroma de su piel.

—Más o menos lo que había supuesto. Restos de verduras, café molido y pañales para adultos.

Él echa la cabeza hacia atrás y se ríe a carcajadas mirando a las diminutas estrellas que asoman entre las nubes. Su asombrosa y vivificante carcajada es incluso mejor de lo que recordaba. Cada átomo de mi cuerpo tiembla pidiendo más. El espacio entre nosotros vibra, cargado de energía.

—Sabes sonreír. —Es lo único que se me ocurre.

Su sonrisa es más valiosa que un millar de sonrisas de cualquier otra persona. Necesito una fotografía. Algo a lo que aferrarme. Necesito que todo este estrafalario planeta deje de girar sobre sí mismo para poder congelar este momento. Menudo desastre.

—¿Qué quieres que te diga? Estás graciosa esta noche.

La sonrisa se desvanece de su rostro cuando doy un paso atrás.

—¿Así que darte mi dirección era lo único que tenía que hacer para encontrarte aquí fuera? Quizá debería habértela dado el primer día.

—¿Para qué? ¿Para arrollarme con tu coche?

Me acerco con cautela hasta que nos acabamos encontrando bajo una farola. He pasado hoy más de ocho horas mirándolo, pero fuera del contexto de la oficina tiene un aspecto nuevo, extraño.

Su pelo está húmedo y reluciente, y sus pómulos ligeramente colorados. La camiseta de algodón que lleva, de un azul marino desteñido, debe de ser más suave que las sábanas de un bebé; el aire frío seguramente le pellizca en los antebrazos desnudos. Esos viejos tejanos aman su cuerpo, no cabe duda, y el botón me lanza guiños como una moneda romana. Los cordones de las zapatillas los tiene flojos, casi sueltos. En conjunto, es un placer mirarlo.

—La cita no ha ido muy bien —aventura.

En su favor hay que decir que no sonríe. Sus ojos de color negro obsidiana me observan con paciencia. Me deja seguir ahí mientras trato de pensar algo. ¿Cómo puedo arreglármelas para salir de esta situación? La vergüenza empieza a apoderarse otra vez de mí, ahora que las bromas se van agotando.

—Ha ido bien. —Miro mi reloj.

—Pero no de fábula si estás delante de mi edificio. ¿O es que has venido a darme la buena noticia?

—Ay, cierra el pico. Quería..., no sé. Ver dónde vivías. ¿Cómo iba a resistir la tentación? Estaba pensando en ponerte un día un pescado muerto en el buzón. Tú has visto dónde vivo yo. Es injusto y poco equitativo.

Él no se deja distraer.

—¿Le has besado, como acordamos?

Levanto la vista hacia la farola.

—Sí.

—¿Y?

Mientras titubeo, pone los brazos en jarras y echa un vistazo a la calle, como si no supiera qué más hacer. Yo me paso el dorso de la mano por los labios.

—La cita en sí ha ido bien —empiezo, pero él se acerca y me sujeta la barbilla con ambas manos. La tensión crepita en el aire como electricidad estática.

—Bien. Bien, estupendo, bueno. Tú necesitas algo más. Dime la verdad.

—«Bueno» es justo lo que necesito. Necesito algo normal, fácil. — Percibo la decepción en sus ojos.

—No es eso lo que necesitas. Créeme.

Intento volver la cara para otro lado, pero él no me lo permite. Noto la presión de su pulgar en mi mejilla. Trato de apartarlo y al final, con los puños enredados en su camiseta, solo consigo atraerlo más hacia mí.

—Él no es suficiente para ti.

—No sé por qué he venido aquí siquiera.

—Claro que lo sabes. —Me planta los labios en la mejilla, y yo me incorporo de puntillas, estremecida—. Has venido a decirme la verdad. Una vez que dejes de hacerte la mentirosilla.

Tiene razón, desde luego. Siempre tiene razón.

—Nadie puede besarme como tú.

Tengo el raro privilegio de ver cómo destellan sus ojos con una emoción que no es malhumor ni furia. Se acerca aún más y hace una pausa para estudiarme. Lo que ve en mis propios ojos parece tranquilizarle. Me envuelve en sus brazos y me levanta del suelo. Sus labios se encuentran con los míos.

Ambos dejamos escapar idénticos suspiros de alivio. No tiene sentido mentir acerca del motivo por el que estoy aquí, sobre la acera mojada, delante de su edificio.

Al principio no hacemos más que respirar mutuamente nuestro aliento entrecortado. Luego nuestros labios ceden a la presión y se abren de par en par. Hace solamente unas horas he dicho: «Por una vez, qué importa». Por desgracia para mí, este beso sí que importa.

Los músculos de mis brazos empiezan a temblar de un modo patético en su cuello. Él me estrecha con más fuerza hasta que siento que me tiene en sus manos. Mis dedos se curvan entre su pelo; tiro de unos sedosos y tupidos mechones. Él suelta un gruñido. Nuestros labios se sumergen en una deliciosa sucesión de besos. Se deslizan, se apresan, se acarician.

La energía que normalmente se agita en vano dentro de nosotros encuentra ahora un conducto y forma un arco de electricidad entre ambos que circula a través de mi cuerpo y del suyo. El corazón se me ilumina en el pecho como una bombilla y brilla con más intensidad a cada movimiento de sus labios.

Consigo aspirar una bocanada de aire, y el lento y excitante deslizamiento de nuestros labios se disgrega en una serie de besos entrecortados que son como suaves mordiscos. Él está probando, explorando, y hay cierta timidez en juego. Me siento como si me estuviera contando un secreto.

Hay una fragilidad en este beso que jamás me habría esperado. Es como la conciencia de que este recuerdo un día se desvanecerá. Él está esforzándose para que yo recuerde este momento. Y es algo tan agridulce que empieza a dolerme el corazón. Justo cuando abro la boca y trato de deslizar mi lengua fuera, él interrumpe el beso con una nota pudorosa.

¿Ha sido un beso de despedida?

—Mi beso especial para una primera cita.

Aguarda una respuesta de mi parte, pero debe de deducir por mi expresión que no soy capaz de articular palabra.

Continúa estrechándome en un confortable abrazo. Cruzo los tobillos y lo miro a la cara como si nunca le hubiera visto. El impacto de su belleza resulta casi aterrador desde tan cerca, con esos ojos destellando como faros. Nuestras narices se rozan. Todavía hay chispas en mi boca, que se muere por conectar otra vez con la suya.

Solo de imaginármelo en una cita con otra, siento una terrible punzada de celos en la boca del estómago.

—Sí, sí. Tú ganas —digo cuando recobro el aliento—. Más.

Me inclino hacia delante, pero él no capta la indirecta. Por fabuloso que haya sido, esto no ha pasado de ser una fracción de lo que él es capaz.

Necesito la intensidad del ascensor.

Una pareja de mediana edad pasa cogida del brazo por nuestro lado, rompiendo nuestra pequeña burbuja. La mujer se vuelve a mirar por encima del hombro, con el corazón en los ojos. Obviamente, debemos parecer adorables.

—Mi coche está por allí. —Me remuevo y lo señalo con el brazo.

—Mi apartamento está por aquí —dice él, señalando hacia arriba y dejándome en el suelo como si fuera una botella de leche.

—No puedo.

—Ga-lli-na. —Me tiene calada, no cabe duda. Ahora me toca a mí ser totalmente sincera.

—Vale, lo reconozco. Estoy cagada de miedo. Si subo a tu apartamento, los dos sabemos lo que pasará.

—Dímelo, te lo ruego.

—O algo así. Eso pasará. Esa única vez de la que te he hablado antes. Y entonces no podremos prepararnos para las entrevistas de la semana que viene. Acabaremos los dos baldados en tu cama, con las sábanas hechas jirones.

Su boca se tuerce en lo que me temo que va a ser una sonrisa devastadora, así que doy media vuelta en dirección a mi coche. Levanto un pie y empiezo a correr.