14

—No, no te vas —dice.

Me hace entrar en el vestíbulo del edificio, sujetándome bajo el brazo como si fuera un periódico enrollado. Incluso se para a revisar su buzón.

—Relájate. Solo voy a enseñarte el apartamento. Así estaremos en paz.

—Yo siempre había creído que vivirías en un lugar subterráneo, cerca del núcleo de la tierra —digo mientras él pulsa el botón del cuarto piso. Al mirar su dedo me vienen recuerdos. Echo un vistazo a la barandilla y al botón rojo de emergencias.

Intento olerle discretamente. Luego me salto la discreción, pego la nariz a su camiseta e inspiro hondo dos veces hasta llenarme los pulmones. Como si estuviera bajo una vergonzosa adicción. Suponiendo que se haya dado cuenta, él no dice nada.

—Es que el tío Satán no tenía ningún apartamento disponible dentro de mis posibilidades económicas.

El ascensor es amplio. No hay motivo para que siga bajo su brazo. Pero cuatro pisos no son nada; para qué voy a dejar de rodearle la cintura con el mío. Él tiene los dedos entre mi pelo.

Extiendo las manos lentamente, una por su espalda, la otra por su abdomen. Músculo, calor, carne. Vuelvo a pegar la nariz a sus costillas e inhalo de nuevo.

—Bicho raro —musita.

Empezamos a recorrer el pasillo. Abre una puerta y yo titubeo indecisa en el umbral del apartamento de Sasuke Uchiha. Me quita el abrigo como si fuera una piel de plátano. Yo me armo de valor.

Me cuelga el abrigo junto a la puerta.

—Venga, pasa.

No sé bien qué esperar. Quizá una especie de celda de cemento gris, carente de personalidad, una enorme pantalla plana de televisión y un taburete de madera. Una muñeca de vudú, con el pelo rosa y los labios pintados de rojo. Una muñeca de Fresita, con un cuchillo atravesándole el corazón.

—¿Dónde está la diana con mi foto? —pregunto, entrando con cautela.

—En la habitación de invitados.

El piso es masculino y oscuro, deliciosamente cálido, con todas las paredes pintadas en tonos arena y chocolate. Hay un penetrante aroma a naranja en el ambiente. Un enorme y mullido diván ocupa el lugar de honor frente al requisito indispensable de cualquier varón: una gigantesca pantalla plana, que ni siquiera ha apagado al bajar. Tenía mucha prisa. Me quito los zapatos y me encojo instantáneamente un poco más. Él desaparece en la cocina; yo me asomo a atisbar por la esquina.

—Fisgonea un poco. Ya sé que te mueres de ganas —me dice mientras llena un reluciente hervidor plateado y lo pone en el fogón.

Dejo escapar un suspiro entrecortado. No voy a ser violada. Nadie calienta agua antes de forzarte, salvo quizá en los tiempos de la Edad Media.

Tiene razón, desde luego. Me muero por echar un vistazo. Por eso he venido aquí, en realidad. El Sasuke que conozco ya no me basta. La información es poder, y en este momento toda la que consiga me parece poca. Me sale de la garganta un gritito de entusiasmo casi inaudible. Esto es mucho mejor que explorar la acera que rodea el edificio.

Una librería cubre una pared entera. Junto a la ventana hay un sillón y una lámpara encendida, con un montón de libros iluminados debajo. Todavía hay más libros sobre la mesita de café. Todo esto me produce un gran alivio. ¿Qué habría hecho yo si él hubiera resultado ser un hermoso analfabeto?

Me encantan las pantallas de las lámparas. Piso uno de los grandes círculos de color verde botella que arrojan sobre la alfombra oriental. Bajo la vista y estudio el dibujo; enredaderas de hiedra curvándose y retorciéndose. En la pared de la sala hay un cuadro enmarcado de una montaña seguramente italiana, quizá de la Toscana. Es un cuadro original, no una copia. Observo los toques diminutos del pincel y los adornos del marco dorado. Hay una serie de casas apiñadas en la ladera de la montaña, así como las cúpulas y agujas de una iglesia, y un cielo morado, casi negro, en lo alto, salpicado por algunas estrellas muy tenues.

En la mesita de café veo algunas revistas de negocios. Y sobre el diván hay un elegante almohadón confeccionado con hileras e hileras de cintas azules. Es todo tan... inesperado. No es minimalista, en absoluto. Da la impresión de que aquí vive un ser humano de verdad. Caigo en la cuenta, con un sobresalto, de que este apartamento es mucho más bonito que el mío. Miro debajo del sofá. Nada. Ni siquiera una mota de polvo.

Identifico una pajarita de papel que le arrojé una vez durante una reunión. Está colocada en equilibrio al borde de un estante. Observo a Sasuke de perfil en la cocina, mientras termina de preparar un par de tazas que tiene delante sobre la encimera. Qué extraño me resulta imaginarlo guardándose mi diminuta pajarita en el bolsillo y llevándosela a casa.

En el estante de debajo hay una sola fotografía de Sasuke y Itachi posando entre una pareja que, supongo, deben de ser sus padres. El padre es un hombre grandote y guapo, con un rictus ligeramente sombrío en su sonrisa. Pero la que resplandece de verdad en la fotografía es la madre. Salta a la vista que no cabe en sí de gozo por tener unos hijos tan guapos.

—Me gusta tu madre —le digo cuando se acerca. Él mira la fotografía y aprieta los labios. Yo capto la indirecta y me apresuro a pasar a otra cosa.

En el estante inferior, tiene un montón de manuales de medicina que parecen bastante anticuados. También hay una figura anatómica articulada del esqueleto de una mano. Flexiono las falanges de la figura hasta que solo queda levantado el dedo medio, y sonrío satisfecha ante mi propio ingenio.

—¿Cómo es que tienes estos libros?

—Son de una vida anterior —dice Sasuke, y desaparece otra vez en la cocina.

Quito el volumen de la tele con el mando y un profundo silencio desciende sobre nosotros. Entro en la cocina, pasando junto a él, y echo un vistazo. Está todo reluciente; el lavaplatos ronronea en un rincón. El olor a naranja procede del spray desinfectante para la encimera. Veo pegado en la nevera mi pósit con el beso de pintalabios y se lo señalo con el dedo.

Él se encoge de hombros.

—Te esforzaste mucho para hacerlo. Era una pena tirarlo.

Abro la puerta de la nevera y me quedo un rato bajo la claridad de su iluminación observándolo todo. Hay un amplio abanico de colores ahí dentro. Tallos. Hojas. Raíces. Tofu, salsa orgánica para pasta.

—En mi nevera solo hay queso y condimentos.

—Lo sé.

Cierro la puerta y me apoyo en ella. Los imanes se me clavan en la columna. Alzo la cara esperando un beso, pero él niega con la cabeza.

Algo alicaída, echo un vistazo al cajón de los cubiertos y acaricio la manga de la chaqueta colgada junto a la puerta. En el bolsillo hay un recibo de una gasolinera. Cuarenta y seis dólares pagados en metálico.

Todo está limpio, todo está en su sitio. No es de extrañar que mi apartamento le provocara urticaria.

—Mi apartamento es como una chabola de Calcuta comparado con este. Yo necesito una cesta solo para la ropa de deporte. ¿Dónde están todos los trastos? ¿Dónde está el montón de las tareas dejadas para otro día?

—Acabas de confirmar tus peores temores. Soy un obseso de la limpieza.

La obsesa ahora mismo soy yo, porque me paso al menos veinte minutos examinando prácticamente todas sus pertenencias. Violo su intimidad de un modo tan escandaloso que acabo sintiéndome un poco enferma, pero él aguanta impertérrito y me deja hacer.

El apartamento tiene dos habitaciones. Me planto en medio de la que sirve de estudio, con los brazos en jarras. Hay una gran pantalla de ordenador, unas pesas gigantescas. Un armario con ropa de invierno y un saco de dormir. Más libros. Miro con ansia su archivador. Si él no estuviera aquí, examinaría sus facturas de la electricidad.

—¿Ya has terminado?

Bajo la vista. Tengo en la mano un viejo cochecito que he encontrado en uno de los estantes del escritorio. Lo sujeto con la avidez de un carterista chiflado.

—Todavía no. —Estoy tan asustada que apenas me salen las palabras.

Sasuke señala el umbral oscuro de la única puerta que queda. Me acerco con cautela. Él pulsa el interruptor, que está a la altura de mi oreja, y yo suelto un gritito estrangulado de admiración.

Su habitación está pintada con el tono verde de la que más me gusta de sus camisas. Verde turquesa: un verde turquesa claro, mezclado con leche. Siento un extraño despliegue en mi pecho, como una sensación de déjà vu. Como si ya hubiera estado aquí, y tuviera que volver a estar en el futuro. Me abrazo al marco de la puerta.

—¿Este es tu color favorito?

—Sí. —Hay cierta tensión en su voz. Quizá se han burlado de él otras veces a cuenta de su gusto.

—Me encanta. —Lo digo con admiración y profundo respeto.

Esto es una inesperada explosión de luz que contrasta con los tonos chocolates y marrón topo del resto, y me hace pensar en cómo es Sasuke realmente. Un golpe inesperado. Un precioso verde claro. El cabezal marrón oscuro, lujosamente tapizado de cuero, impide que el conjunto resulte femenino. Ahora lo tengo justo detrás de mí, lo bastante cerca para apoyarme sobre su cuerpo, pero resisto la tentación. La fragancia de su piel empieza a nublarme el entendimiento. La cama está hecha y las sábanas son blancas. Cada detalle me parece sexi. El baño está impoluto, resplandeciente. Hay toallas rojas y un cepillo de dientes rojo. Todo parece sacado de un catálogo de Ikea.

—Nunca habría imaginado que pudieras tener un helecho. Yo tenía uno, pero se me puso marrón.

Vuelvo hasta la cama de Sasuke Uchiha. Toco el borde de la funda de la almohada.

—Vale, ahora ya te estás poniendo más que rara.

Tamborileo sobre el cabezal, pero es macizo.

—Basta. Ven a sentarte al sofá. Te he preparado un té.

Me escabullo de lado, como un cangrejo, y entro en la sala.

—¿Cómo has podido aguantar todo el rato, mirando cómo fisgoneaba?

Cojo el elegante almohadón y me lo pongo en la parte baja de la espalda. Él me ofrece una taza; yo la sujeto como si fuera un arma.

—Yo fisgué por tu apartamento. Ahora te toca a ti.

Estoy nerviosa, pero trato de disimularlo con un chiste.

—¿Encontraste todas las fotografías que tengo de ti con los ojos arrancados?

—No, no encontré tu álbum de recortes. Pero sí sé que tienes veintiséis figuritas de Papá Pitufo y que no doblas las sábanas como es debido.

Él está en el otro extremo del sofá, con la cabeza levemente girada y el torso cómodamente recostado. En la silla de su oficina suele repantigarse a menudo, pero yo nunca había visto su cuerpo en una postura tan relajada y desparramada. No puedo quitarle los ojos de encima ni un segundo.

—Cuesta mucho doblar las sábanas. No tengo los brazos tan largos.

Él suspira, meneando la cabeza.

—No es excusa.

—¿Miraste en el cajón de la ropa interior?

—Claro que no. Tenía que dejar algo para la próxima ocasión.

—¿Puedo mirar el tuyo?

Estoy perdiendo la chaveta. Me he dejado la cordura en el umbral. Doy un sorbo de té. Es como un néctar.

—Bueno, Fresita. Vamos a hacer algo un tanto insólito.

Vuelve a subir el volumen de la tele, da un sorbo a su taza y se pone a ver una vieja reposición de Urgencias, como si lo hiciéramos cada noche. Yo me acomodo con el corazón palpitante y trato de concentrarme. A ver, tampoco hay para tanto. Estoy sentada en el sofá de Sasuke Uchiha, simplemente.

Vuelvo la cabeza y me quedo mirándolo durante todo el episodio: observando cómo se reflejan en sus ojos las tensas escenas quirúrgicas y los conflictos entre departamentos.

—¿Te molesto?

—No —responde ausente—. Estoy acostumbrado.

No somos normales, la verdad. Van pasando los minutos y él se bebe su café y yo continúo mirándolo. Tiene una sombra de barba que no le veo nunca en horas de trabajo. Noto que mi pecho está tenso de la ansiedad. Mi cuerpo y mi cerebro se han habituado a ponerse en modo de combate siempre que me encuentro dentro de su radio de acción. Sasuke me lanza una mirada y yo doy un respingo; luego deja una mano sobre el sofá, con la palma hacia arriba, y vuelve a mirar la pantalla.

Es como si hubiera dejado ahí un plato de semillas y ahora estuviera esperando muy quieto, aguardando a que la asustadiza gallinita dé un paso. Y a mí me cuesta un rato. Tímidamente, le cojo la mano y entrelazo sus dedos con los míos. Él no reacciona durante un instante aterrador, pero luego, mientras el calor de su mano empieza a irradiar en mi palma, me da un delicioso y profundo apretón. Mantiene nuestras dos manos enlazadas sobre el sofá, coge la taza con la otra mano y señala la pantalla con la cabeza.

—Veo series de médicos para fastidiar a mi padre. A él le sacan de quicio. En la televisión de su casa, jamás podrías tener puesta esta serie.

—¿Por qué? ¿No son realistas? —Me alegra poder concentrarme en otra cosa que no sea esta extraña fase de manitas en el sofá en la que hemos entrado.

—Uf, qué va. Son totalmente ficticias.

—Yo prefiero Ley y orden. Me encanta cuando el pinche de un restaurante encuentra un cadáver en el contenedor de basura.

—O cuando lo encuentra un tipo que pasea al perro por Central Park. —Señala la pantalla con su taza—. Ese supuesto doctor ni siquiera lleva guantes —dice, frunciendo el ceño, como si se sintiera profundamente ofendido.

El arte de hacer manitas está infravalorado, pero aun así resulta vergonzoso cómo algo tan simple puede tenerme casi sin aliento. Las yemas de sus dedos me llegan por el dorso de la mano hasta la altura de la muñeca.

Los hombres grandotes siempre me han intimidado. Si pongo mentalmente en fila a mis antiguos novios, me doy cuenta de que todos, si no tenían exactamente la estatura de un jockey, quedaban en ese extremo de la escala. Era más fácil vérselas con ellos. Era un partido más igualado. No ha habido en mi historial nada parecido a la asombrosa arquitectura masculina que tengo ahora sentada a mi lado.

Los arcos de músculo de sus hombros se sostienen en suave equilibrio sobre unos bíceps curvados. Las articulaciones del codo con la muñeca parecen artilugios de una sofisticada ferretería. ¿Qué sensación producirá estar debajo de un hombre tan enorme? Debe de ser algo asombroso.

Sasu ve al protagonista de Urgencias y bosteza, sin sospechar en absoluto que yo —como un depredador carnívoro— estoy tratando de calcular el tamaño de su caja torácica.

Es posible que la diferencia de talla haya sido una fuente de fricción en nuestras relaciones durante las horas de trabajo. Yo siempre he procurado hacerme fuerte de la única forma que conozco, o sea, con la mente y con la lengua. Creo que él me ha convertido a su fe. Ahora me gustan los músculos.

He empezado a respirar con cierta agitación. Él me mira.

—¿Qué es esa mirada tan rara? Relájate.

—Estaba pensando en lo grandote que eres.

Miro nuestras manos entrelazadas. Él acaricia mi palma entera con su pulgar. Cuando volvemos a mirarnos, sus ojos se han oscurecido un poco.

—Encajaré contigo a la perfección.

Se me pone la carne de gallina. Aprieto bien juntos los muslos y, con el roce, suena una especie de ventosidad. Más sexi no puedo ser, por Dios. Sin poder resistirme, me vuelvo a mirar el dormitorio. Está tan cerca que bastaría con cinco pasos largos para verme empujada hasta su colchón. Su lengua podría estar sobre mi piel dentro de menos de treinta segundos.

—Si tan bien vas a encajar conmigo, demuéstramelo.

—Te lo voy a demostrar.

Nuestras palmas están húmedas. Noto un gran calor en el cogote, por debajo del pelo. Necesito que vuelva a besarme. Y esta vez voy a meterle la lengua en la boca hasta que gima de placer. Hasta que sienta que me aprieta con algo duro. Hasta que me lleve a su habitación y me quite la ropa.

Los títulos de crédito del episodio de Urgencias más largo de la historia empiezan a desfilar por la pantalla. Mi corazón amenaza con explotar como un globo.

Sasuke quita el volumen de la televisión y vuelve la cabeza. Empezamos a jugar al Juego de las Miradas. Observo cómo se oscurecen sus ojos. Estoy casi sin aliento ante lo que vaya a suceder. Noto una pulsación en todas las partes sensibles de mi cuerpo. Entre mis piernas, es más intensa y más caliente. Miro su boca. Él mira la mía y luego nuestras manos enlazadas.

—¿Y ahora qué? —pregunto.

Me lanza una mirada de soslayo. La siguiente palabra que sale de sus labios es como un latigazo.

—Desnúdate.

Doy un respingo y él sonríe para sí y apaga la televisión.

—Era broma. Vamos, te acompaño a tu coche.

Me estoy volviendo peligrosamente adicta a sus sonrisas. ¿Esta es la tercera? Me las guardo en los bolsillos. Me las meto a puñados en la boca.

—Pero... —digo, con tono lastimero—. Yo creía...

Él frunce el entrecejo fingiendo no comprender.

—Bueno, ya me entiendes...

—Me resulta muy hiriente ser deseado solo por mi cuerpo. Ni siquiera he podido disfrutar primero de una cita. —Vuelve a bajar la vista hacia nuestras manos.

—Por lo que veo, tienes un esqueleto fabuloso. ¿Por qué otra razón habría de desearte?

Empiezo a palpar y a estrujar las articulaciones de su brazo. Es la peor técnica de seducción que pueda imaginarse, pero a él no parece importarle. Su codo es tan grande que no me cabe en la mano. El vestido, amablemente, se me baja un poquito cuando me inclino hacia él, y veo que sus ojos descienden por el escote ahora ampliado.

Cuando nos volvemos a mirar a los ojos, comprendo que he pronunciado las palabras equivocadas.

Él se apresura a ocultarlo frunciendo el ceño.

—No vamos a hacerlo esta noche.

Estoy a punto de replicar con brusquedad, pero mientras observo cómo cierra los ojos e inspira hondo, me doy cuenta de que deseo con toda mi alma que no termine esta velada.

—Si te hago una pregunta sobre ti, ¿me responderás?

—¿Tú harás lo mismo? —Está empezando a recuperar la compostura. Igual que yo.

—Claro. —Todo lo que hacemos es un toma y daca.

—De acuerdo —dice, abriendo los ojos. Durante unos instantes, no se me ocurre ninguna pregunta que no revele demasiado de mí misma.

«¿Qué piensas de mí realmente? ¿Todo esto es un plan sofisticado para confundirme? ¿Hasta qué punto saldré lastimada?».

Intento hablar con ligereza.

—Vamos a convertirlo en un juego, como todo lo demás que hacemos. Así será más fácil. ¿Verdad o Reto?

—Verdad. Porque te mueres de ganas de que diga Reto.

—¿Qué son esos códigos a lápiz de tu agenda? ¿Son para Recursos Humanos?

Él frunce el ceño.

—¿Cuál es el Reto?

Su fragancia flota intensamente a mi alrededor. El cálido sofá conspira para que me incline más cerca de su regazo.

—¿Necesitas preguntarlo?

Él se levanta y me levanta también a mí. Mis manos se curvan sobre la pretina de sus tejanos y ya no noto sino la firmeza de un hombre contra mis nudillos. Se me hace la boca agua.

—No podemos empezar esta noche. —Me aparta los dedos de sus tejanos.

—¿Por qué no? —Me temo que estoy suplicando.

—Voy a necesitar un poco más de tiempo.

—Solo son las diez y media —digo mientras me lleva hacia la puerta.

—Tú me has dicho que solo lo haremos una vez. Voy a necesitar mucho tiempo. —Noto un hormigueo entre las piernas.

—¿Cuánto?

—Mucho tiempo. Días. Seguramente más.

Se me doblan las rodillas. Él entorna los ojos.

—Llamemos a la oficina mañana para decir que nos hemos puesto enfermos. —Soy infatigable en mi campaña para conseguir que se quite la ropa. Él mira el techo y traga saliva.

—Sí, ya. Como si fuera a desperdiciar mi única gran ocasión en un lunes por la noche cualquiera.

—No será ningún desperdicio.

—¿Cómo te lo explico? Cuando éramos pequeños, Itachi se comía inmediatamente su huevo de Pascua. Yo era capaz de hacerlo durar hasta mi cumpleaños.

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El 23 de julio.

—¿De qué signo eres? ¿Géminis?

—Cáncer.

—¿Y tú por qué no te lo comías de inmediato? —Uf, es increíble cómo me las arreglo para que la cosa suene guarra.

Él me aparta el pelo del hombro.

—Porque así sacaba de quicio a Itachi. Él venía a mi habitación cada dos por tres, se obsesionaba. Cada día me preguntaba si me lo había comido. Aquello lo volvía loco. Volvía locos a mis padres. También ellos me rogaban que me lo comiera. Y cuando al fin me lo comía, estaba mucho más bueno, precisamente porque sabía lo mucho que otro lo deseaba.

Me baja un centímetro el hombro de mi vestido rojo, contempla unos momentos la piel y luego se inclina e inspira hondo para olerme a conciencia. Yo noto el hormigueo de su inspiración y me siento profundamente identificada con la refinada tortura que sufrían sus huevos de Pascua.

—¿Tú crees que es perverso excitarse con una historia infantil entre dos hermanos?

Él pone los labios sobre mi hombro y se ríe. La vibración de su risa recorre todo mi cuerpo. Echo una mirada a su preciosa habitación, donde ha quedado encendida la luz. Azul y blanca, como una preciosa caja de Tiffany. Como un regalo con un lazo. La habitación donde quiero pasar días enteros. Una habitación de la que seguramente no querré salir nunca.

—¿Te lo comías poco a poco, o cogías un día y te dabas un atracón?

—Creo que lo acabarás averiguando. Al final.

Coge sus llaves y las hace tintinear mientras yo me pongo el abrigo. No nos tocamos en el ascensor. Me acompaña a la calle en silencio, hasta llegar a mi coche.

—Adiós. Y gracias por el té. —Ahora la vergüenza se apodera de mí. Me he portado como una auténtica chiflada esta noche.

¿Por qué con un chico como Dei soy capaz de actuar como una persona normal y, en cambio, con Sasu acabo haciendo el idiota? Noto un objeto duro en la mano y bajo la vista. Ay, mierda. Todavía tengo el coche en miniatura.

—Está visto que soy un bicho raro. —Me llevo las manos a la cara. Las diminutas ruedas se deslizan por mi mejilla.

—Sí. —Parece ligeramente divertido.

—Lo siento.

—Quédatelo, es un regalo.

Es lo primero que me regala, aparte de las rosas. Me siento tan halagada que no encuentro las palabras. Vuelvo a mirar el cochecito. Tiene las iniciales S. U. raspadas por la base.

—¿Es un tesoro de tu infancia? Parece antiguo. —No creo que se lo devolviera aunque ahora cambiase de idea.

—Quizá sea el principio de tu nueva colección. Me parece que hemos hecho algo enorme para ambos. Hemos decretado un alto el fuego. Durante todo un episodio de televisión.

—Desde luego, eres bueno haciendo manitas.

—Es probable que no sea bueno en un montón de cosas, pero me esforzaré para serlo —me dice.

Es una declaración de lo más extraña, y siento que se abre otra grieta en el muro que nos separa.

—Bueno, gracias. Nos vemos mañana.

—No, mañana no. He pedido el día libre. —Qué raro. Él nunca, absolutamente nunca, se toma un día libre.

—¿Tienes que hacer algo especial? —Levanto la mirada hacia los apartamentos y siento una oleada de soledad.

—Un asunto que resolver.

Ahora que creía que empezaba a aprender a manejar este extraño calidoscopio de sentimientos, resulta que gira una vez más y me depara otra sorpresa. Me siento como si me hubieran dicho que las Navidades quedaban suspendidas. ¿Ni pizca de Sasu sentado frente a mí durante todo el día? Tengo que morderme el labio para silenciarme.

«Por favor —me suplico a mí misma—, vuelve a odiar a Sasu. Esto es demasiado duro».

—No me irás a echar de menos, ¿no? Seguro que por un día te las puedes arreglar sola. —Toca con un dedo el cochecito que tengo en la mano y hace girar las ruedas.

Intento adoptar un aire despreocupado, pero seguramente él me cala a la perfección.

—¿Echarte de menos? Echaré de menos poder mirar tu cara bonita, nada más.

Confío en que haya quedado más o menos como un sarcasmo. Introduzco mi cuerpo tembloroso en el coche. Él da unos golpecitos en la ventanilla para que bloquee la puerta. Necesito varios intentos para meter la llave de contacto.

Sasu permanece inmóvil en mi retrovisor hasta que se convierte en un puntito; podría ser una persona cualquiera entre un millón, pero aun así yo no puedo apartar los ojos hasta que desaparece del todo de mi vista.

Cuando llego a casa, aún tengo el cochecito en la mano.