16
Está despeinado y sudoroso, y cargado con los bártulos de deportes. Arruga la frente al verme, con expresión insegura, y luego extiende la mano para que no se cierren las puertas.
Mi corazón explota de alegría.
—¡He ganado! —grito, saltando sobre él. Apenas tiene tiempo para abrir los brazos. Luego choca contra la pared posterior con un gruñido y yo lo rodeo con brazos y piernas. Cuando las puertas se cierran, consigue pulsar el botón de su piso.
—Estrictamente, creo que he ganado yo. He llegado antes al edificio —le oigo decir por encima de mi cabeza.
—¡He ganado, he ganado! —repito, hasta que él empieza a reír y se da por vencido.
—Está bien. Tú ganas.
Su sudor huele a lluvia y a cedro, y deja también un ligero cosquilleo a pino en mis narinas. Pego la cara a su cuello y aspiro esa fragancia una y otra vez hasta que suena la campanilla. Ya estamos en el cuarto piso. Trato de reunir las fuerzas necesarias para soltarlo, pero la adictiva presión de nuestros cuerpos juntos se impone a mi fuerza de voluntad.
—Está bien, de acuerdo —dice, y empieza a llevarme en brazos por el pasillo.
Yo me aferro a su pechera como un koala, con el abrigo ondeando detrás y el trasero chocando con su bolsa de deportes. Espero que no se tropiece con algún vecino. Me echo un poco hacia atrás para verle la cara. Una expresión divertida le ilumina los ojos mientras deja la bolsa junto a la puerta y empieza a buscar entre el manojo de llaves.
—Todo el mundo merecería una bienvenida como esta.
—Haz como si yo no estuviera. Ocúpate de tus cosas.
Me abrazo a él con más fuerza. Su clavícula encaja a la perfección bajo mi pómulo. Lleva puesta una sudadera y su cuerpo está húmedo.
Oigo cómo deja la ropa de deporte en la cesta. Luego se saca las zapatillas, lo que parece algo más difícil, y coge mi bolso. Pulsa el botón de la calefacción.
—En serio. Actúa como si yo no estuviera aquí.
Entra en la cocina y se agacha para mirar en la nevera, lo que me obliga a asirme mejor. Llena un vaso y yo pego la oreja a su cuello para escuchar cómo traga.
Lo rodeo firmemente con las piernas. Él desliza una mano sobre mi trasero y le da un apretón amistoso; luego me propina una palmada.
—Uy. ¿Qué tienes en el bolsillo?
—Ah. —Ahora que lo recuerdo me siento como una friki. Me deslizo hasta poner los pies en el suelo—. No es nada.
—Me ha hecho daño en la mano. —Saca el bulto de mi bolsillo y ladea la cabeza para ver qué ha encontrado—. Un pitufo, claro. ¿Qué otra cosa ibas a meterte en los bolsillos? ¿Por qué está envuelto con un lazo?
—Tengo diez iguales. Es Pitufo Gruñón. Te lo regalo.
—Si no supiera lo mucho que adoras a los pitufos, me sentiría ofendido. —Tuerce la boca y veo que le ha gustado—. ¿De dónde te viene esta afición por los pitufos?
—Mi padre tenía una ruta de reparto regular por la frontera del estado. Salía antes del alba y volvía cuando yo ya estaba en la cama. En el trayecto de vuelta, siempre me compraba un pitufo en la gasolinera.
—O sea, que te recuerdan a tu padre. Qué bonito.
—Quería decir que estaba pensando en mí. —Arrastro los pies por el suelo sin moverme del sitio.
—Bueno, gracias por pensar en mí.
—Tú me regalaste una cosa tuya. Así estamos igualados.
—¿Tan importante es estar igualados?
—Pues claro. —Observo que tiene una pizarrita blanca con un menú semanal. Es un friki total.
—Bueno, tú estás limpia, pero yo no. Necesito una ducha.
—¿Cómo puede ser que huelas tan bien después del gimnasio? —Entro en la sala y me dejo caer sobre el sofá con un gemido. Me hundo en él como si fuera de espuma elástica con memoria. «Hola, Saku —me dice—. Sabía que volverías».
—No tenía ni idea de que oliera tan bien —responde desde la cocina. Oigo un murmullo de agua hirviendo, la puerta de la nevera y el tintineo de una cucharita.
—Pues es verdad. —Busco a tientas el almohadón de las cintas—. Como una piña musculosa.
—Debe de ser mi jabón. Mi madre me lo manda a granel. Le encanta hacer paquetes de provisiones.
Cuando vuelve de la cocina, veo que se le ha escurrido la sudadera por un lado dejando al descubierto una musculosa porción del hombro. Debajo, lleva una camiseta sin mangas. Se me hace la boca agua. Me deja una taza sobre la mesita de café y me pasa el almohadón.
—Quítate la sudadera. Por favor. Solo miraré con los ojos.
Él pone un dedo en la cremallera —yo me muerdo el labio— y se la sube hasta arriba del todo. Doy un aullido de frustración.
—Tómate el té, pequeña pervertida —dice, tirándome algo sobre el estómago.
Cierra la puerta de su habitación y, al cabo de un minuto, oigo la ducha. Cojo el paquetito que me ha lanzado. Es un cochecito en miniatura, con la caja y todo. No puedo evitar la sensación de que es un reproche. ¿Acaso no es el sueño de cualquier hombre ser deseado por su cuerpo?
Me pongo el almohadón de las cintas bajo la cabeza. Esta vez es un cochecito negro bastante parecido al suyo. ¿Esto es lo que ha hecho en su día libre? ¿Salir a comprarme un juguete? Abro la caja y deslizo un rato el cochecito por mi estómago. Como la pequeña pervertida que soy, me lo imagino en la ducha, restregándose con su pastilla de jabón.
Tan previsiblemente como la noche sigue al día, empiezo a preocuparme a medida que pasan los minutos. No sé por qué he vuelto a venir. Solo sé que este sofá es mi nuevo lugar predilecto en el mundo. Debería ponerme los zapatos y marcharme. Toco la taza de té. Demasiado caliente para tomarlo.
Debo empezar a comportarme de un modo normal. Estoy un poco sobreexcitada. Me pregunto con qué tipo de chicas sale. Rubias, altas, sofisticadas. Lo detecto en mis huesos de pelirosa de talla mini. Me acuerdo de una vez que fui a un club con Hina. Era en la época en la que aún hacía cosas, antes de la fusión, antes de la soledad.
De pie, junto a la barra, vimos a unas chicas de expresión aburrida y gélida belleza que no hacían ningún caso a los hombres que se les acercaban. Hina y yo nos pasamos el resto de la noche imitándolas en la pista de baile, adoptando poses distantes y provocándonos la risa mutuamente con unas miradas feroces y aceradas. Debería probarlo ahora.
Cuando se abre la puerta de su habitación y aparece de nuevo, soy una mujer joven pero madura, con las piernas elegantemente cruzadas, y estoy hojeando un manual de medicina mientras me bebo el té a sorbos. Él se ha puesto unos pantalones de chándal negros y una camiseta negra, y va descalzo. Unos pies preciosos. ¿Es que no tiene ningún defecto?
Se sienta en el borde del sofá, con el pelo húmedo y alborotado. Paso la página del libro y, por desgracia, aparece ante mis narices un escabroso dibujo de un pene erecto.
—Estoy procurando portarme de un modo más normal.
Él mira la página.
—¿Y qué tal te ha ido hasta ahora?
—Me alegro de que no sea un libro con láminas desplegables.
Él suelta un bufido con aire divertido. Lo sigo a la cocina y miro cómo corta verduras en trocitos absurdamente simétricos.
—¿Te va bien una tortilla?
Asiento y echo un vistazo a su pizarra. Martes: TORTILLA. Miro lo que hay para cenar durante el resto de la semana. Me pregunto cómo puedo conseguir que me vuelva a invitar.
—¿Te puedo ayudar?
Él niega con la cabeza. Observo cómo casca seis huevos en un cuenco de metal.
—Bueno, ¿y qué tal el trabajo? Obviamente, me has echado de menos.
Me tapo la cara con las manos, avergonzada por lo que ha dicho; él ríe para sí.
—Aburrido. —Es la verdad.
—Nadie con quien pelearse, ¿no?
—He tratado de maltratar a unas chicas muy dulces de la sección de nóminas, pero se les han llenado los ojos de lágrimas.
—El truco está en encontrar a una persona tan capaz de devolver el golpe como de encajarlo. —Saca una sartén y empieza a freír las verduras con una sola y mezquina gota de aceite.
—Ryuka Tenro, por ejemplo. Esa mujer intimidante encargada de la correspondencia que parece una Morticia Addams albina.
—No me busques una sustituta tan deprisa. Vas a herir mis sentimientos.
El recuerdo del desenlace probable de toda esta historia me impulsa a apoyarme en él. La parte media de su espalda es un rincón ergonómicamente perfecto para ocultar mi cara.
«Cuando todo haya terminado, recordaré este momento».
—Tienes que explicarme por qué estás aquí.
—Me he puesto un poco triste hoy, al pensar en todos los cambios que se avecinan...
—El diagnóstico del doctor Sasu es que padeces el síndrome de Estocolmo.
—Sí, lo sé. —Restriego mi mejilla contra sus músculos.
—Quizá lo que temes es el cambio, más que la perspectiva de estar sentada allí sola.
Agradezco que no haya dado automáticamente por supuesto que andaré buscando otro trabajo.
—No paro de pensar en tu habitación azul. Creo que es algo de lo que deberíamos hablar. Antes de que se agote el tiempo.
Oigo cómo crepita el huevo al añadirlo a las verduras. Sasu tapa la sartén y se vuelve hacia mí.
—Tú eres de esa clase de personas a las que hay que introducir en las cosas poco a poco.
Abro la boca para protestar, pero él me obliga a callar.
—Te conozco, Saku, y tú lo sabes. Tus accesos de pánico son impresionantes. Imagínate que nos ponemos ahora mismo a practicar sexo. Aquí, sobre la encimera. —Planta la mano encima con firmeza—. Después te sentirías tan incómoda que no volverías a dirigirme la palabra. Abandonarías tu puesto antes de las entrevistas y te irías a vivir a un bosque.
—¿Y a ti qué más te da? Me gustaría vivir en un bosque.
—Necesito que compitas conmigo. Y tal vez podamos encontrar un escenario en el que no se nos haya de agotar el tiempo. —Suspira y echa un vistazo a la tortilla—. ¿Tú tienes aventuras de una noche? Quiero decir, ¿vas a una discoteca, escoges a un tipo atractivo y te lo llevas a casa?
Mientras lo dice, su cara se contorsiona en una mueca. Quizá no soy la única que se imagina rivales sin rostro.
—Por supuesto que no. A menos que tú cuentes. Y ni siquiera consigo arrancarte una noche.
Él me restriega los hombros suavemente, tal como lo haría un amigo, y la tensión que me crispa los músculos se afloja un poco. Me acerco más y apoyo todo mi peso en él. Al pegar la mejilla a su pecho, noto cómo su calor irradia hacia mí.
—Estoy tratando de asegurarme de que cuando lo hagamos no te arrepientas de nada.
—Dudo que me arrepienta.
—Me siento halagado. —Echa una ojeada a la tortilla—. Vuelve al sofá y pon la tele.
Me desplomo en la afelpada perfección de su diván. Yo también voy a transformar mi iglú en una fortaleza cálida y acogedora. Necesito lámparas, alfombras, más estantes, un cuadro de la Toscana. Necesito cubos enteros de pintura y una habitación de color azul claro. Sábanas blancas y un helecho.
—¿Dónde compraste este sofá? Quiero uno igual.
—Es el único que hay en todo el mundo. —Su voz cortante me llega flotando desde la cocina.
—¿Te lo puedo comprar?
—No.
—¿Y el almohadón de las cintas?
—Una pieza fuera de serie.
—Ya veo cuál es tu estrategia. —Veo la tele un rato. Sasu me trae un plato y un tenedor.
—Me siento como una pequeña duquesa cuando vengo aquí. No tienes que servirme. —Me quito los zapatos por debajo de la mesita de café.
—Hay algunos monstruos horribles que disfrutan secretamente mimando a las pequeñas duquesas. ¿Decretamos un alto el fuego de un par de horas? ¿Empezando ahora?
—Sí, de acuerdo. Hmmm, esto tiene una pinta deliciosa. —Noto el olor de la albahaca. ¿Cómo es que aún está soltero?
Vemos las noticias. Luego se lleva mi plato vacío y me trae un cuenco de helado de vainilla. Solo para mí, él no toma.
—¿Por qué lo tienes en el congelador, entonces?
—Por si se presenta inesperadamente alguna visita golosa.
No puedo evitar una sonrisa.
—Una cucharadita tampoco acabaría con esos abdominales. Son proteínas, ¿no?
Él mira el cuenco con un suspiro. Me coge la cuchara de la mano y me roba un enorme bocado.
—Ay, Señor. —Sus párpados se estremecen de placer.
—Deberías darte un pequeño gusto cada noche. Es absurdo que seas tan cruel contigo mismo.
—Uno pequeño, ¿no? —Me mira con toda intención—. Vale.
Tomo un poco más de helado. La cuchara se roza con mi lengua en un contacto que resulta obsceno. Su lengua, mi lengua. Lamo la cucharita y él me observa en silencio. Su pecho se expande y se vacía agitadamente.
Se levanta y despliega una mullida manta gris sobre mí. Yo me acurruco debajo como una criatura mimada. Luego se sienta en el otro extremo del sofá, cerca de mis pies. Contemplo su perfil mientras se echa hacia delante y coge el manual de medicina con aire pensativo.
—Pareces triste —digo.
—Me siento... feliz. —Su expresión se modifica y revela una ligera sorpresa—. Qué extraño.
—¿Por qué conservas estos manuales médicos? Ese está lleno de penes, por cierto.
—Yo en principio iba a dedicarme a la profesión de la familia. No he logrado desprenderme de ellos, supongo. Y muchos son de mi madre. Son muy antiguos, pero ella quiso que los usara yo igualmente.
Pasa las páginas hasta la guarda inicial y recorre con el dedo el nombre de su madre escrito a mano. Quisiera preguntarle por sus padres, pero conozco a Sasu y juraría que está a punto de cerrarse en banda.
—Doctor Sasu... Habrías sido un médico muy sexi.
—Ah, sin duda. —Deja el libro sobre la mesita y empieza a zapear con el mando a distancia.
—Todas tus pacientes habrían sufrido palpitaciones.
Sasu coge mi cuenco vacío. Me besa en la articulación de la mandíbula hasta que yo doy un grito ahogado. Luego me encuentra el pulso con destreza en la muñeca.
—Veamos. Piensa en mí con una bata blanca mientras deslizo un estetoscopio por la abertura de tu blusa.
Yo casi siento el frío disco metálico sobre mi piel. Me estremezco y noto que se me empiezan a erguir los pezones.
—Me estás descubriendo una nueva perversión —le digo como una listilla, pero él sonríe.
—Sería interesante estudiarla.
Se me ocurre fantasear sobre cómo sería teóricamente nuestra vida sexual. Nosotros nos pasamos el día jugando a juegos diversos; sería lógico que esos juegos continuaran en la cama. La idea me sacude con tal fuerza que siento que todo mi cuerpo se estremece, vacío y ansioso.
«Su voz junto a mi oído mientras permanecemos en el umbral de su preciosa habitación. ¿A qué vamos a jugar ahora?».
—Yo me haría la enferma cada noche.
—¿Cada noche? —Todavía me está tomando el pulso, mirando su reloj y moviendo los labios mientras cuenta. Es una situación tan sexi que estoy segura de que se me acelera el ritmo. Finalmente, me suelta la muñeca—. Tienes ahí un corazoncito muy palpitante. Y un acceso agudo de Ojos Obscenos. Es bastante grave, me temo.
—¿Voy a morir?
—Te voy a recetar reposo absoluto en el sofá bajo mi supervisión. Pero tu vida pende de un hilo.
—Haría un chiste verde sobre tu forma de atenderme junto al lecho del dolor, pero resultaría algo redundante a estas alturas. —Vuelvo a acurrucarme bajo la manta.
—¿Acaso eres capaz de imaginar cómo trataría a los pacientes? Yo sería el peor médico del mundo. Haría que los pacientes recuperasen la salud del miedo que me tendrían.
—¿Por eso no quisiste convertirte en médico? ¿Porque odias a la gente?
—No funcionó, simplemente. —Su tono se endurece.
—¿Te gustó algún aspecto de la profesión?
—Me gustó casi todo. La parte teórica se me daba bien. Tengo buena memoria. Y no es verdad que odie a todo el mundo. Solo... a la mayoría.
—¿Y la parte práctica? ¿Tuviste una mala experiencia? ¿Te hicieron meterle el dedo en el trasero a algún paciente?
Se echa a reír, aunque arruga la nariz con asco.
—No empiezas practicando con personas vivas. Y no empiezas por el trasero. A quién se le ocurre...
—¡Con cadáveres! Seguro que viste cadáveres. ¿Cómo era? —Pienso en todas las escenas de autopsias de Ley y orden.
—En una ocasión, mi padre... —Titubea, desviando la mirada, pensando. Yo no le atosigo. Tras un largo silencio, continúa—. Mi padre, en su infinita sabiduría, decidió proporcionarme informalmente un poco de experiencia en su hospital durante las vacaciones, justo antes de que empezase en la facultad. Una parte estuvo bien. Básicamente, acompañaba a algunos médicos que debían de estar demasiado exhaustos para decirle que no. Pero, una tarde, me da una palmada en la espalda, me presenta al médico forense y nos deja solos.
Empiezo a sentirme fatal.
—No tienes que contármelo si no quieres.
—No, no importa. Supongo que aquello era el bautismo de fuego definitivo. Aguanté unos cinco minutos antes de vomitar. El olor del cadáver y de los productos químicos me dejó un gusto horrible en la boca. Seguramente por eso empecé a tomar esas pastillitas de menta. A veces no me puedo sacar ese olor de las narices, y mira que han pasado años. —Me coge el brazo y se lleva mi muñeca a la nariz—. Tu piel huele a caramelo. Hasta ese momento, se daba por hecho que estudiaría Medicina. Mi tatarabuelo ya era médico, y esa ha sido la vocación que han seguido todos los Uchiha. En mi caso, sin embargo, ver cómo abrían la caja torácica de un cadáver fue el principio del fin.
—¿Aguantaste el resto de la autopsia?
—Aguanté un año más. Y luego lo dejé. —Parece angustiado por el recuerdo y se pone a la defensiva—. ¿Así que has venido a interrogarme sobre mis elecciones vitales?
Le cojo la mano y entrelazo mis dedos con los suyos.
—No quería estar en ninguna otra parte esta noche. Me estaba consumiendo en casa.
Me siento orgullosa de haber tenido el valor de decirlo.
Sasu se vuelve hacia mí. La expresión de sus ojos se ha dulcificado.
—No paraba de sacudir la pierna así. —Le hago una demostración y él sonríe—. Deberías haber visto cómo he venido conduciendo hasta aquí. No paraba de reírme, como si me hubiera fugado de la cárcel. Estaba totalmente enloquecida.
—¿Crees que finalmente has perdido la chaveta?
—Sin duda. La extraña necesidad de mirar tu cara bonita se ha adueñado de mí por completo. Tenía la energía de una docena de bombas atómicas.
—¿Por qué crees que voy tanto al gimnasio?
Me siento inundada por una gran burbuja de felicidad. Me incorporo con dificultad y me apoyo en él. Mi cabeza se adapta fácilmente al hueco perfecto de su cuello. No hay duda: encaja conmigo por todas partes
—No estás obligado a dar cuenta de tus elecciones. Ni a mí ni a nadie.
Él asiente lentamente; yo lo tapo con la manta.
Nunca me habría imaginado que un día me encontraría sentada en un diván, con gusto a vainilla en la boca y con la cabeza apoyada en el hombro de Sasuke Uchiha. Esto acabará en un desastre. Cierro los ojos e inspiro hondo.
—Quiero saber por qué estabas tan triste, Fresita. —Es asombroso cómo capta mis cambios de humor.
—Me sentía así, sencillamente. Pensaba en todo lo que está en juego para mí ahora mismo.
—Explícate.
—No puedo. Tú eres mi archienemigo.
—Pues estás muy mimosa con tu archienemigo. —Es cierto. No paro de acurrucarme contra él.
—No quiero hablar de mí. De ti nunca hablamos, en cambio. No sé nada de ti prácticamente.
Entrelaza sus dedos con los míos y apoya nuestras manos sobre su estómago. Yo muevo los dedos en círculos diminutos; él suspira con complacencia.
—Claro que sí. A ver, haz una lista de lo que sabes.
—Solo conozco detalles superficiales. El color de tus camisas. Tus encantadores ojos negros. Que subsistes a base de pastillitas de menta y me haces parecer una cerda, en comparación. Que a las tres cuartas partes de los empleados de D&G los dejas paralizados de pánico; y eso porque la otra cuarta parte no te ha conocido aún.
Él sonríe.
—Menuda pandilla de cagados.
Yo sigo contando con los dedos.
—Que tienes un lápiz que utilizas con fines secretos, yo creo que relacionados conmigo. Que vas a la tintorería un viernes cada quince días. Que el proyector de la sala de juntas te obliga a forzar la vista y te da dolor de cabeza. Que sabes usar el silencio para que la gente se cague de miedo. Es tu estrategia favorita en las reuniones. Te quedas ahí sentado, taladrando a tu oponente con esos ojos láser hasta que se derrumba.
Él permanece callado.
—Ah, y que, secretamente, eres un ser humano decente.
—Sabes más de mí que ninguna otra persona, no cabe duda. —Percibo cierta tensión en él. Al mirarle a la cara, veo que está alterado. He conseguido asustarlo con mi acoso. Por desgracia, lo que digo a continuación parece propio de una demente.
—Quiero saber lo que ocurre en ese cerebro. Quiero exprimirle el jugo como si fuese un limón.
—¿Para qué quieres saber nada de mí? Creía que yo solo iba a ser un episodio de sexo agresivo que tachar en tu lista antes de sentar la cabeza con un señor Simpático.
—Quiero saber qué clase de persona voy a usar como un objeto. ¿Cuál es tu comida preferida?
—El helado de vainilla. Tomado en tu cuenco, con tu cuchara. Y las fresas.
—Destino vacacional de tus sueños.
—Fresas Sky Diamond.
Cuando lo miro exasperada, se rinde y me señala el cuadro.
—Esa villa de la Toscana.
—Quiero meterme dentro de ese cuadro. ¿Qué harías allí?
—Nadar en una piscina con un mosaico en el fondo. —Sonríe al ver lo mucho que me fascina esa imagen.
—¿Hay una fuente en esa piscina? ¿Un pequeño león escupiendo agua?
—Sí, así es —asiente—. Después de nadar, como uvas y queso tumbado a la sombra. A continuación, me bebo un gran vaso de vino y me quedo dormido con un libro sobre la cara.
—Acabas de describir el paraíso. ¿Qué sucede después?
—Se me olvidaba decir que una chica preciosa ha nadado conmigo y se ha dormido junto a mí bajo el sol reluciente. Ahora está muerta de hambre. Será mejor que la lleve a comer un plato de pasta. Carbohidratos y aceite, con una capa de queso.
—Estoy disfrutando esta fantasía culinaria —acierto a decir. Deseo tan desesperadamente ser esa chica que podría gritar.
—Al oscurecer, volvemos a pie a la villa y yo le bajo la cremallera de su vestido rojo. Le sirvo champán y fresas en la cama para mantener sus energías.
—¿Cómo se te ocurren todas estas cosas? —Estoy tan embelesada que se me traba la lengua. Si las vacaciones de sus sueños son así, no saldré viva de su dormitorio.
—Al día siguiente, al despertar, vuelvo a hacerlo todo de nuevo. Con ella. Y así durante semanas.
Contemplo el cuadro y me imagino con él en el jardín, bajo el resplandeciente cielo morado de la noche. A lo lejos, los faros de los coches iluminan los álamos que flanquean la carretera.
Tengo que decir algo. Cualquier cosa. Él me mira, divertido.
—Una zorra afortunada, esa chica.
Sasu se ríe a carcajadas. Yo disparo la siguiente pregunta del test.
—Naufragas en una isla deshabitada. ¿Qué tres cosas te llevarías?
—Un cuchillo. Una lona. —La tercera la medita largamente—. Y a ti. Para chincharte —se corrige.
—Yo no soy un objeto. No cuento.
—Es que me sentiría muy solo en la isla —observa. Me lo imagino sentado solo en la reunión de todo el personal.
—De acuerdo. Nos arrastramos por la playa desierta y yo te estoy maldiciendo por arrancarme de la civilización y alejarme de los acondicionadores para el pelo y los pintalabios. ¿Qué haces entonces?
Me estremezco de tal modo cuando recorre el lóbulo de mi oreja con los labios que se sacude todo el sofá. Luego, al notar la presión de su boca en mi garganta, gimo ruidosamente.
Él apaga la tele y, por un momento, creo que va a acompañarme a la puerta. O que me cogerá en brazos y me arrojará sobre su cama. Es difícil de predecir. Alza las manos y me recorre suavemente el pelo con los dedos hasta llegar al cuero cabelludo. Mis párpados aletean, temblorosos.
—Te construiré un refugio y te llevaré un coco. Y luego procuraremos pasar el rato.
—¿Cómo? —pregunto apenas en un susurro.
—Probablemente así. —Pega su boca a la mía.
