19
—¿A qué venía todo ese alboroto? —Abrazo el respaldo de mi silla.
—Discrepancias profesionales. —Se encoge de hombros con aire despreocupado. Un gesto que me recuerda lo que lleva puesto. Porque cuando ha entrado hoy llevaba una camisa de color verde claro que nunca le había visto. Me he pasado el día tratando de decidir si me encanta o es un mal presagio.
—¿Y esa camisa?
—El verde me ha parecido un color apropiado, dada mi escenita en el Starbucks.
El señor Dōtonbori asoma la cabeza fuera de su despacho, nos mira y menea la cabeza.
—Vamos directos al desastre. No cabe duda, al desastre.
Una bruja de Shakespeare no tiene nada que envidiarle ahora mismo. Sasu se echa a reír.
—¡Por favor!
—Cierra la boca, Dōtonbori —oigo que dice Mei al fondo.
Él carraspea y cierra de un portazo. Sasu mira su escritorio, coge la lata de pastillas de menta y se la mete en el bolsillo. Activa el buzón de voz del teléfono y coloca bien la silla. Ahora su escritorio tiene exactamente el mismo aspecto que el primer día que lo conocí. Aséptico. Impersonal. Se acerca a la ventana y contempla la calle.
Es aquel primer momento repetido de nuevo. Yo estoy de pie junto a mi mesa, con los nervios reconcomiéndome por dentro. Hay un hombre enorme junto a la ventana, con el pelo oscuro y reluciente y las manos en los bolsillos. Mientras se vuelve, rezo para que no sea tan despampanante como creo que es. La luz brilla en su mandíbula y ya no me queda ninguna duda.
Cuando me miran esos ojos, lo sé sin más.
Me examina de arriba abajo: desde la coronilla hasta la punta de mis zapatos. «Dilo —pienso con desesperación—. Eres preciosa. Seamos amigos, por favor».
—Dime qué demonios sucede.
—He jurado mantenerlo en secreto.
Con una inteligente estrategia, ha empleado el único recurso que sabe que no discutiré.
—Dime que no acaban de ofrecerte el puesto de modo informal.
—No, no lo han hecho.
Bajo la voz.
—¿Están enterados de... lo nuestro?
—No.
Mis dos grandes temores parecen infundados.
—Bueno..., ¿cómo vamos a salir de aquí? ¿Todavía tengo que acompañarte?
—Sí. Eso que hay allí —dice señalando, mientras descuelga mi abrigo del perchero— es un ascensor. Ya has subido otras veces. Conmigo, de hecho. Te iré guiando paso a paso.
—¿Y si alguien nos ve?
—¿Ahora me sales con esas? Eres única, Sakura.
Bloqueo el ordenador, cojo el bolso y lo sigo por el pasillo, con un repiqueteo de tacones. Intento arrancarle mi abrigo del brazo, pero él menea la cabeza y chasquea los labios. Cuando se abren las puertas del ascensor, me arrastra adentro poniéndome la mano en la cintura.
Me vuelvo y veo a Mei, apoyada en el umbral de su despacho en una pose relajada y divertida. Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe encantada, dando una palmada. Sasu la saluda mientras se cierran las puertas.
Yo le doy un empujón hacia el otro lado del ascensor.
—No te muevas de ahí. Se nos ve a kilómetros. Nos ha oído. Nos ha visto. Y tú llevas mi abrigo. Ella sabe que nunca harías una cosa así. —Estoy casi ronca de vergüenza.
—Noticia de última hora: mira lo que voy a hacer. —Mueve el dedo en círculo sobre el botón de emergencia. Yo le sujeto la mano con firmeza. Me parece que él contiene la risa.
Cuando llegamos al sótano, salgo sigilosamente.
—No hay moros en la costa.
Llego junto a mi coche y abro el maletero. La maleta está torcida y volcada del revés, lo cual parece un signo de mal agüero. Me dan ganas de subirme, salir derrapando y dejarlo atrás en una persecución a toda velocidad. Pero con la misma rapidez con que se forman en mi mente esas imágenes, él se materializa a mi lado, agarra la maleta y se la lleva a su coche. Yo cojo el portatrajes, cierro el coche y entonces me doy cuenta de una cosa.
—Si dejamos aquí mi coche, Mei se enterará. Seguro que lo verá cuando baje.
—¿Deberíamos ocultarlo en un bosque, bajo unas ramas?
Qué idea más buena. Me restriego el estómago, haciéndome la remolona.
—Yo...
—No se te ocurra decir que no quieres ir. Lo llevas pintado en la cara. Yo tampoco quiero. Pero vamos a hacerlo.
Está poniéndose tenso. Mis pertenencias están en su maletero y mi bolso en el asiento del copiloto.
—¿No puedo llevar el coche a mi casa?
—Sí, ya. Y aprovecharás para escapar. Si alguien te pregunta algo el lunes, puedes decir que se te ha vuelto a estropear. Es una coartada perfecta, porque ese coche es una mierda.
—Sasu..., me está entrando pánico. —He de apoyar las manos en la puerta de su coche para mantener el equilibrio. Si antes creía que las cosas iban demasiado deprisa, ahora ya están tomando una velocidad supersónica.
Él se quita la corbata y se desabrocha un par de botones. Incluso en este sórdido sótano, está guapísimo.
—Sí, es evidente. —La arruga de su frente se vuelve más pronunciada —. Yo también siento pánico. Pareces agotada.
—No he podido dormir. ¿Por qué tienes pánico?
Él elude mi pregunta.
—Puedes dormir en el coche. —Me abre la puerta. Intenta meterme dentro; yo me resisto.
—La entrevista. El puesto.
—A la mierda. La entrevista la haremos cuando llegue el momento. Y luego nos enfrentaremos con el resultado —dice, poniéndome las manos en los hombros.
—No es tan fácil. Yo perdí a una persona importante para mí durante la fusión: a mi amiga Hina. Conservé mi empleo, ella perdió el suyo, y ya no somos amigas. Es solo un ejemplo —me apresuro a añadir. Casi le he dicho a Sasuke Uchiha que es importante para mí. Acabo de insinuar que somos amigos. Él entorna los párpados.
—Esa chica da la impresión de ser una idiota.
—Y por eso me he convertido en una pringada solitaria. Escucha, mañana voy a conocer a tu familia. Y, hablemos claro, es casi seguro que pronto acabaremos los dos desnudos en una cama. En conjunto, es bastante presión, ¿no crees?
Él vuelve a eludir mis palabras.
—Esta es nuestra última oportunidad para aclarar todos nuestros malos rollos —dice.
Yo sigo dudando, tozuda como una mula.
—Este fin de semana va a ser duro para mí. Pero, si estás conmigo, quizá no sea tan malo.
Tal vez sea la sorpresa de esa pequeña confesión, pero mis rodillas se aflojan lo justo para permitirme subir al coche y ceder momentáneamente todo el control a la última persona ante la que hubiera imaginado que cedería.
Me siento debilitada por la derrota. Incluso mientras compraba el vestido y preparaba la maleta, estaba segura de que encontraría un recurso de última hora para escapar o librarme del compromiso. Solo en mis fantasías más oscuras había pensado que acabaría subiendo a su coche y saliendo con él del aparcamiento subterráneo de D&G.
El sol va descendiendo mientras avanzamos entre el denso tráfico de la tarde. Da la impresión de que todo el mundo en la ciudad ha tenido la misma idea: como si hubiese llegado la hora de huir hacia las preciosas montañas que se perfilan en el horizonte.
Tengo que romper este silencio incómodo.
—Bueno, ¿cuánto dura el viaje?
—Cuatro horas.
—Cinco según Google Maps —digo, sin pensar.
—Eso si conduces como una abuela. Me alegra saber que no soy el único que se ha dedicado al acoso virtual sobre la ciudad natal de su contrincante.
Suelta un suspiro cuando un coche nos cierra, frenando.
—Gilipollas.
—¿Cómo vamos a pasar estas cuatro horas?
Yo sé lo que quiero hacer. Quiero recostarme en este cálido asiento de cuero y mirarle. Quiero inclinarme hacia él y pegar la cara sobre la firme almohadilla de su hombro. Quiero respirar lentamente y grabarlo todo en la memoria, para cuando lo necesite un día.
—Siempre nos las arreglamos.
—¿Y dónde vamos a alojarnos? No me digas, por favor, que en la casa de tus padres.
—En la casa de mis padres.
—Joder. ¿Por qué? ¿Por qué? —Me incorporo en mi asiento.
—Te tomo el pelo. La recepción de la boda se celebra en un hotel. Itachi ha reservado un montón de habitaciones. Hemos de decir que vamos a la boda cuando nos registremos.
—¿Es un hotel de mala muerte?
—No, no, en absoluto. Me encargaré de que tengas tu propia habitación.
Parece que está totalmente decidido a cumplir su promesa de no tocarme un pelo. Lo cual constituye un jarro de agua fría en la hoguera que arde en mi pecho, y me deja, por así decirlo, con los restos chamuscados, sin saber muy bien si me siento aliviada o decepcionada.
—¿Y tú por qué no te quedas en casa de tus padres?
Él mueve la cabeza.
—Porque no quiero.
Su boca se tuerce hacia abajo con tristeza. Le doy impulsivamente una palmadita en la rodilla.
—Yo te cubriré las espaldas durante este fin de semana, ¿vale? Como en el paintball. Pero la oferta es válida solo durante el fin de semana.
—Gracias por cubrirme aquel día. Te llevaste un montón de disparos. Aunque todavía no entiendo por qué lo hiciste.
Guiña los ojos porque el sol le viene de cara. Encuentro unas gafas de sol en la guantera, soplo para quitarles el polvo y limpio los cristales con la manga.
—Tú a mí me pusiste la última para capturar la bandera. Me convertiste en la más prescindible del equipo.
—Lo hice así porque parecías a punto de derrumbarte. Gracias —añade, cogiendo las gafas.
—Ah. Yo pensé que era otro de tus truquitos. Así no quedaba nadie para cubrirme. Sakura Haruno, el escudo humano.
—Yo te estaba cubriendo todo el rato. —Echa un vistazo al retrovisor y cambia de carril.
Se enciende un pequeño destello en las proximidades de mi corazón.
—Deberías ver los morados que tengo.
—Ya vi unos cuantos.
—Ah, es verdad. Cuando me quitaste el top del dormilosaurio.
Apoyo la mejilla en el asiento. Hemos parado en un semáforo y distingo la curva de una sonrisa en la comisura de sus labios.
—No sabes cuánto lamento que vieras ese pijama. Me lo regaló mi madre hace unos años por Navidades.
—Ah, no te avergüences por eso. Te queda de maravilla.
Me río y noto que me abandona un poco la tensión. La ciudad se va diluyendo en los suburbios. El sol empieza a ponerse mientras cruzamos a toda velocidad grandes tramos verdes. Nunca me había alejado tanto. Debería empezar a vivir la vida, en vez de andar siempre por el mismo camino (o sea, entrando y saliendo de D&G) como una mansa ovejita.
—Bueno, dijiste que me necesitabas para darte apoyo moral. ¿Vas a contarme por qué? Me da la impresión de que debería estar prevenida y preparada.
—Es que tengo... —Empieza, y da un suspiro.
—¿Una carga emocional del pasado? —aventuro—. ¿Con quién es el problema?
—No. Es algo que tiene que ver conmigo sobre todo. Cometí ciertos errores y no me esforcé lo suficiente en algo importante. Y ahora tengo que ir y soportar que me lo echen en cara. Va a resultar un poco doloroso.
—La medicina. —Sin pensarlo, lo reduzco todo a esa palabra—. Perdona. Ha sido un comentario insensible.
—Estás hablando con el insensible número uno, ¿recuerdas? —Sasu sacude los hombros, ansioso por cambiar de tema, y yo me apiado de él.
—Debería venir por aquí un fin de semana y explorar un poco. Podría comprar cosas para decorar mi apartamento. —Lo miro de soslayo, dudando yo misma de mi indirecta. «¿Qué, Saku? ¿Buscando un compinche para comprar antigüedades? Por favor, contrólate».
—Bueno —dice, tras una pausa—, seguro que a tu nuevo amigo Deidara le encantaría traerte.
Cruzo los brazos y dejamos de hablar durante veintitrés minutos (según el preciso dispositivo digital de su coche).
Soy yo la que acaba rompiendo el silencio.
—Antes de que acabe el fin de semana, voy a abrirte la cabeza para averiguar qué hay en ese malvado cerebro.
—Me parece muy bien.
—Hablo en serio, Sasu. Estás acabando con mi salud mental. —Me echo hacia delante, con los codos sobre las rodillas, y me restriego la cara con las dos manos.
—Mi malvado cerebro está pensando en cenar algo pronto.
—El mío está pensando en estrangularte.
—Yo estoy pensando que, si nos precipitamos desde un puente, no tendré que asistir a esta boda. —Me echa un vistazo; quizá solo bromea a medias.
—Ah, fantástico. Mira la carretera, no vaya a ser que tu sueño se haga realidad. —Cuando cruzamos el próximo puente, lo vigilo con recelo.
—Estoy pensando... en el consumo de carburante del coche.
—Gracias por compartir esta valiosa revelación sobre los engranajes de tu cerebro.
Él me mira con aire pensativo.
—Estoy pensando en cómo te besé en mi sofá. Pienso en ello con una frecuencia preocupante. No paro de pensar en lo extraño que será pasar los días sin tenerte sentada enfrente.
El problema de la verdad es que resulta adictiva.
—Más. Quiero saber más sobre el contenido de tu cerebro.
Sasu sonríe ante mi petición.
—No ha habido nadie que lo haya intentado.
—¿El qué?, ¿abrirte el cráneo? Usaré un martillo si hace falta.
—No. Tratar de conocerme. Y nunca pensé que serías tú.
—¿Quieres que deje de intentarlo?
Casi no oigo su respuesta, apenas susurrada.
—No.
Vuelvo la cabeza, fingiendo que contemplo el paisaje. Aparcamos frente a un restaurante de camioneros y Sasu me coge la mano. Lo que me dice a continuación hace que mi corazón se inunde de una estúpida esperanza, a pesar de que sé perfectamente que está bromeando.
—Vamos. Ya va siendo hora de que tengamos una cita y una cena romántica.
En mi primera falsa cita con Sasuke Uchiha, todos los reservados están ocupados, así que nos sentamos en la barra. Me subo al taburete con su ayuda y los pies me cuelgan sin llegar al suelo, como si tuviera cinco años. Pedimos rápidamente y a mí se me olvida de inmediato lo que voy a tomar. Sasu apoya la barbilla en la palma y nos ponemos a jugar al Juego de las Miradas para pasar el rato.
Yo sería capaz de superar este fin de semana si él no tuviera unas manos tan preciosas. O una fragancia tan encantadora en la piel. Mis ojos emprenden un pequeño tour. Los fluorescentes le dan un aspecto amarillento a todo el mundo, incluida a mí. Él, en cambio, está resplandeciente de vitalidad. Observo que tiene un puñado de pecas muy tenues a lo largo del puente de la nariz. Es evidente que he llevado puestas mis gafas-para-odiar durante la mayor parte de nuestra relación profesional, porque, con toda franqueza, nunca en mi vida he visto a un hombre tan guapo en persona.
Todo él resulta una gozada. Rebosa clase, lujo, excelencia. Cada una de sus partes está diseñada y mantenida a la perfección. No puedo creer que haya malgastado todo este tiempo en otras cosas en lugar de dedicarme a admirarlo.
—Eres como un precioso caballo de carrera. —Doy un suspiro, un poco aturdida. Debería haber tratado de dormir anoche.
Él parpadea.
—Gracias. Debes tener el nivel de azúcar por los suelos. Estás muy blanca.
Seguramente es cierto. Me ruge el estómago. Un grupo de universitarios pasa demasiado cerca, entre bromas y risotadas, y Sasu me pone la mano en la parte baja de la espalda. Como haría tu pareja en una cita; con aire protector, como diciéndoles: «Es mía». Luego me pide un zumo de naranja y me obliga a bebérmelo. Observo a un camionero que reprime un eructo y lo suelta lentamente reconvertido en un gruñido. Al fondo, las sartenes crepitan como una vieja radio.
—Le falta un poco de ambiente —me dice Sasu—. Lo lamento. Una cita cutre.
La camarera lo mira por quinta vez de reojo, lamiéndose distraídamente la comisura de los labios. Yo le toco la muñeca a Sasu y acabo sujetándola.
—Está todo bien.
Llega nuestra comida. Me llevo a la boca mi sándwich de queso caliente a lo bruto; casi tengo que recordarme que debo masticar. Él ha pedido una pechuga a la plancha. Los minutos siguientes me resultan borrosos: grandes mordiscos y sabor a sal. Él me roba un par de patatas fritas del plato como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Tú dónde vas a almorzar normalmente? Siempre me lo he preguntado.
—A la hora del almuerzo voy al gimnasio. Corro seis kilómetros, me ducho y me tomo un gran batido rico en proteínas en el trayecto de vuelta.
—¿Seis kilómetros? ¿Es que te estás entrenando para el fin del mundo o algo así? Quizá yo también tendría que hacerlo.
—Tengo demasiada energía contenida.
—Si no te desfogaras, podrías matarme de un mandoble. Tienes un cuerpo demencial. Lo sabes, ¿no? No he visto más que un centímetro de piel propiamente dicha, pero es demencial.
Sasu me mira como si fuese la cosa más disparatada que hubiera oído en su vida. Da un sorbo a su bebida y adopta un aire cohibido.
—Yo soy mucho más que mi cuerpo demencial. —Lo dice con un tono de fingida dignidad, y suena tan remilgado que los dos nos echamos a reír. Le paso la mano por todo el brazo, desde el hombro hasta la muñeca.
—Ya lo sé. Es verdad. Eres demasiado para esta renacuaja.
—No, no es así. Quería preguntarte si todavía estás enfadada por lo del otro día. Por eso que le dije a Dōtonbori, que no necesitaba ayuda para derrotarte.
—¿Cómo es ese dicho? No te enfades, véngate —digo, apartando el plato y lamiéndome los dedos. Me he zampado mi cena como una auténtica puerca—. Estabas equivocado, ¿sabes? Vas a necesitar ayuda para derrotarme. Voy a luchar a brazo partido por ese puesto.
Apuro mi segundo zumo de naranja, luego mi vaso de agua y luego el suyo.
—Tomo nota. —Estruja una servilleta de papel entre sus dedos—. Uau. Cómo comes.
—Ahora bien, durante este fin de semana vamos a hacer una tregua. Este fin de semana seremos nosotros mismos.
—¿Y quién íbamos a ser, si no?
—Empleados de D&G. Competidores. Infractores de las normas de Recursos Humanos. Enemigos jurados. Ay, chico, me siento mucho mejor.
Me levanto del taburete y noto en el acto que tengo las piernas mucho más fuertes.
—Escucha, Sasu, no quiero sorpresas. Si voy a meterme en una terrible trifulca familiar, prefiero saberlo de antemano.
Una sombra cruza su rostro. Coge la cuenta doblada que tiene bajo el borde del plato y me dirige una mueca ligeramente desdeñosa cuando busco mi monedero.
—Seamos nosotros mismos, como tú dices. —Cuenta unos billetes—. Venga, vamos.
Entro en el baño. Mientras me lavo las manos, me miro en el espejo y me llevo una buena sorpresa. Me ha vuelto el color. De hecho, estoy más encendida que un árbol de Navidad. Los ojos verdes neón, las mejillas de un rosado resplandeciente, el pelo rosa. Tengo la boca de color rojo cereza, y eso que el pintalabios se me ha ido hace mucho.
Es obvio que esta comida contundente me ha reanimado, pero estaría dispuesta a asegurar que siempre tengo este aspecto tras un período continuado bajo la atención de Sasu.
—Con-tró-la-te —me digo a mí misma con severidad. Una mujer entra en ese momento y me mira con extrañeza. Yo me seco las manos y me apresuro a salir del baño.
