20

La noche está perfumada bajo las nubes de tormenta. Sasu, apoyado en el coche, contempla la autopista. Hay una gracia peculiar en la posición encorvada de su cuerpo. Si tuviera que ponerle un título, sería: «Anhelante».

—Eh. ¿Todo bien?

Me mira de un modo que hace que se me encoja el corazón. Como si ahora se acordara de que estoy aquí. Como si no me tuviera presente en sus pensamientos.

—¿Estás triste?

—Todavía no —dice, cerrando los ojos.

—Ahora conduciré yo un rato. —Extiendo la mano para que me dé las llaves.

Él niega con la cabeza.

—Tú eres mi invitada. Conduzco yo. Estás muy cansada.

—Ah, ¿ahora resulta que soy tu invitada? —Adopto un aire amenazador. Sasu esconde las dos manos detrás. Yo le sonrío y él me devuelve la sonrisa.

Me sorprende que las minúsculas estrellas que se atisban entre las nubes no se desintegren en polvo plateado. La tristeza que he percibido en sus ojos se disipa y da paso a un brillo divertido.

—Mi rehén. Mi víctima de extorsión, mi cautiva rebelde. Fresita de Estocolmo.

—Las llaves. —Le rodeo la cintura para quitárselas de su puño cerrado. Luego me apoyo sobre él y lo estrecho con fuerza.

—Suéltalas. Vamos. —Se las quito, pero él me rodea los hombros con sus brazos. Permanecemos así un momento prolongado. Pasan coches a toda velocidad en un flujo continuo.

—Quiero que sepas que no espero nada de ti este fin de semana —dice Sasu por encima de mi cabeza.

Me echo hacia atrás y levanto la vista.

—Pase lo que pase, estoy segura de que el lunes por la mañana seguiremos vivos. A menos que tu sexualidad resulte tan mortal como imagino; en cuyo caso, estoy perdida.

—Pero... —protesta él, impotente. Yo lo abrazo con más fuerza y pego la mejilla a su plexo solar.

—Es inevitable, Sasu. Necesitamos sacarnos esta ansiedad de dentro. Creo que todo ha ido confluyendo en esa dirección.

—Lo dices medio resignada.

—No puedo sino disculparme de antemano por las cosas que voy a hacerte.

Él se ríe, luego se estremece y me aparta.

—A ver, es solo un fin de semana. —Procuro decirlo a la ligera. Creo que he conseguido convencernos a los dos.

He de adelantar el asiento del conductor como medio kilómetro, lo cual me exige un montón de sacudidas pélvicas. Él echa hacia atrás el asiento del copiloto y me mira forcejear sin hacer comentarios. Tiro del cinturón y ladeo el retrovisor a tope.

—¿Quieres una guía telefónica para sentarte encima? ¿Cómo es que te quedaste tan pequeña?

—Encogí en la lavadora.

Vuelvo a incorporarme a la autopista.

—Nos queda la mitad del camino. —Ahora ha empezado a sacudir la rodilla.

—Procura relajarte. —Nunca había visto a Sasu tan nervioso. Noto que se vuelve para mirarme. Es lo que hacemos siempre.

—¿Por qué nos estamos mirando siempre? —pregunto.

—Yo sé por qué. Pero dilo tú primero. —Cree que no voy a seguir su farol, y justamente por eso lo hago.

—Yo siempre estoy tratando de averiguar en qué andas pensando. —Le lanzo una mirada victoriosa, como diciendo: «Ya ves, soy capaz de ser sincera. O más o menos».

—Yo te miro porque me gusta mirarte. Es interesante mirarte.

—Puaj. Interesante. El peor cumplido que he oído jamás. Mi pobre ego lastimado... —Me doy un cachete mental inmediatamente. Andar buscando cumplidos es un pecado mortal—. No importa, hablaba en broma. Eh, mira esa vieja granja. Me gustaría vivir ahí.

—Son tus ojos, sobre todo.

Su voz queda flotando en el espacio entre mi hombro y el suyo. Una fina llovizna ha empezado a caer sobre el parabrisas. Sujeto el volante con más fuerza.

—Esos ojos absolutamente demenciales. Nunca en mi vida he visto unos ojos iguales.

—Uf, gracias. Demenciales. —Se me escapa una sonrisa, de todos modos—. Supongo que el adjetivo es exacto.

—Tú has dicho que mi cuerpo es demencial. Yo lo he dicho en el mismo sentido. También ayuda lo suyo que tú no puedas mirarme. Así puedo decírtelo.

La lluvia cae ahora con más fuerza. Pongo el limpiaparabrisas en modo intermitente y procuro concentrarme en el coche de delante. Sasu apaga la radio. No sé por qué, pero ese gesto me resulta amenazador. Como el chasquido de una puerta al dejarme encerrada.

—Los ojos más bellos que he visto en mi vida. —Lo dice como si quisiera hacerme comprender lo importante que es.

Yo me alegro de que esté oscuro, porque me ruborizo.

—Gracias.

Él deja escapar un suspiro. Cuando vuelve a hablar, su voz es como un pedazo de terciopelo frotándome la piel enormemente sensible del pabellón de la oreja. Hago ademán de volverme, pero él chasquea los labios.

—Ahora bien, tu boquita roja de piñón...

Se interrumpe y emite un sonido peculiar, a medio camino entre un gemido y un suspiro. Se me pone la carne de gallina. Me muerdo el labio para no responder. Quizá cuanto más callada esté, más se soltará.

—Un día, tú llevabas una blusa blanca y yo te veía el sostén. Era de encaje coloreado; quizá rosa o violeta. Yo distinguía ligeramente la silueta. Ese día tuvimos una tremenda pelea y tú acabaste yéndote más temprano de lo enfadada que estabas.

—Se me ocurren varias ocasiones similares. Tendrás que precisar un poco más. —En realidad, preferiría que no me recordara este tipo de situaciones.

—Muchas noches me he acordado en la cama de ese sujetador coloreado de encaje bajo la blusa blanca. Qué vergüenza —me confiesa, removiéndose en su asiento. Cuando vuelve a hablar, su voz se cuela en mi oído como un ronroneo—. ¿Y ese sueño que me contaste una vez? Ibas tapada solo con una sábana y había un tipo misterioso prácticamente pegado a tu cuerpo...

—Ah, sí. Ese sueño estúpido.

—Se me ocurrió que quizá me estabas insinuando que yo era el hombre del sueño.

—Era todo mentira. —Me sale casi sin pensarlo.

—Ya veo —dice, tras un largo silencio—. Buena jugada, supongo. Me pusiste muy nervioso con ese sueño.

He cortado el impulso que llevaba y me arrepiento en el acto. Se coloca más erguido en el asiento.

—Es verdad que tuve el sueño más obsceno de mi vida. Pero no fue tal como te lo conté.

Vuelve a recostarse en el asiento. Noto que mira para otro lado. Puedo imaginarme lo avergonzado que se siente. Si él me hubiera contado un sueño y me hubiera dado a entender que era sobre mí, me habría sentido ridícula al saber que me había tragado su mentira.

—Ese sueño era sin ninguna duda sobre ti, Sasu. —Ahora me toca a mí hablar como si él no estuviera. El sonido de mi propia voz resulta áspero y ronco. La lluvia arrecia con más fuerza mientras sigo conduciendo. Al trazar una larga curva, distingo el brillo de los ojos de un animal salvaje—. Me había acostado pensando en ti, en cómo había intentado provocarte con mi vestido corto negro. Quería que me mirases..., que te fijases en mí. Bueno, aún no sé muy bien por qué decidí ponerme ese vestido. Y durante la noche, apareciste en mi sueño. Pegando tu cuerpo contra el mío, envolviéndome y enredándome con las sábanas.

Él suelta un bufido. Yo necesito sacarme esto de dentro.

—Todo fue por algo que me dijiste ese día en el trabajo. Dijiste: «Te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien». Cualquier chica habría tenido un sueño erótico después de semejante frase. Incluso una que te odiara a muerte. —Silencio. Yo continúo—. «Te voy a apretar las jodidas tuercas a base de bien», me volviste a decir en el sueño. Y me sonreíste. Y yo desperté cuando estaba a punto de correrme.

—¿De veras? —acierta a decir.

—Casi me corrí simplemente por pensar que estabas pegando tu cuerpo al mío y que me sonreías.

Veo de reojo que aprieta los puños sobre las rodillas.

—¿Con eso basta? Porque podría arreglarse fácilmente.

—Yo estaba alucinada, me sentí rarísima durante todo el día siguiente. ¿Salimos aquí de la autopista?

Al aproximarnos a la rampa de salida, Sasu emite un sonido que parece un «sí» estrangulado. Pongo el intermitente y salgo. Echo una mirada a su regazo. Una farola me ofrece una preciosa imagen congelada de un bulto duro y pronunciado.

—Entonces, ¿por qué mentiste sobre el sueño?

—Yo no quería decir ni una palabra más, pero tú te negabas a dejar el tema. ¿Cómo iba a confesarlo? Me sentía demasiado avergonzada. Creía que me tomarías el pelo. Por eso mentí.

—Tu vestidito diminuto... —Masculla algo para sí. Ambos nos removemos en nuestros asientos. Sus ojos se deslizan hacia mi regazo; nos entendemos el uno al otro perfectamente.

La calle principal de Port Worth es muy ancha y está dividida por amplios arcenes con montones de petunias y geranios cuyos tonos rojos relucen bajo la luz de los faros y de las farolas de latón. Durante el día, esta calle debe ser impresionante.

—Fue ese día en el que pensé que estabas mintiendo sobre tu cita. Ahora a la izquierda, luego sigue hasta el final.

Seguro que se reirá. Es más bien gracioso cuando te paras a pensarlo.

—Sí, ya. Y la verdad es que mentí.

Se hace un gran silencio. Esta vez parece que me he metido en un lío morrocotudo.

—Sakura... Pero ¿qué coño? ¿Por qué hiciste una cosa así? —Le sale una rabia visceral.

—Tú me mirabas desde tu mesa como si yo fuera una pringada.

—Joder. ¿Es que mi cara es tan difícil de descifrar? —Al ver que no digo nada, menea la cabeza—. O sea, ¿que yo fui el causante, el culpable de que apareciera Deidara husmeando como un perrito?

—Sí, era mentira. Pero tú no quisiste dejar la cosa ahí. Me dijiste que pensabas ir al mismo bar. ¿Cómo iba a sentarme allí sola? Tuve que bajar al Departamento de Diseño para buscar a alguien. Y sabía que Deidara me diría que sí.

—No habrías estado sola. Yo habría estado allí. La cita habría sido conmigo.

Me quedo boquiabierta. Él levanta la mano para acallarme.

—Tú crees que es amigo tuyo, pero él quiere algo más de ti. Salta a la vista. La próxima vez que me lo tropiece, le explicaré un par de cosas sobre nosotros. Para que le quede claro.

—¿Te parece correcto? Yo creo que deberías tratar primero de explicarme las cosas a mí.

—La entrada está ahí.

Me detengo delante del Port Worth Grand Hotel, que reluce, dorado y opulento, bajo la luz de nuestros faros, rodeado de un césped cuidado a la perfección. Un aparcacoches me hace una seña; consigo poner el freno de mano y me bajo con piernas temblorosas, sujetando el bolso.

Me acerco al maletero, pero otro empleado del hotel vestido como un soldadito de juguete está sacando ya nuestras maletas. Sasu observa la escena con expresión aburrida e irritada.

—Gracias. —Les doy propina a los dos—. Muchas gracias.

Sasu se dirige al mostrador. La recepcionista se encoge visiblemente al ser acribillada por esos ojos láser negros. Yo giro sobre mí misma en el vestíbulo. Todo es de distintos matices del rojo: fresa, rubí, sangre, vino. En una pared, hay un tapiz gigantesco con una escena medieval descolorida: un león y un unicornio arrodillados ante una dama. Arriba, colgada del centro de un techo con elaboradas molduras, hay una gran araña de cristal. Por encima de mi cabeza, una escalera de caracol asciende cuatro plantas en círculos concéntricos. Te da la sensación de estar en el interior de su corazón.

—No está mal, ¿eh? —me dice un hombre trajeado desde el bar contiguo.

—Es precioso. —Tengo las manos entrelazadas delante como una colegiala. Busco a Sasu con la mirada, pero no lo veo.

—Se ve todavía mejor desde aquí —me dice el tipo trajeado, haciéndome una seña.

—Buen intento —dice Sasu secamente, apareciendo a mi lado. Me rodea con el brazo y me lleva hacia el ascensor. Oigo a nuestra espalda una risueña disculpa: «¡Perdona, amigo!».

—¿Cuántas llaves tienes en la mano?

Sasu pulsa el botón del ascensor y me enseña una sola tarjeta magnética como si tuviera un póquer.

—Solo han reservado cierto número de habitaciones para la boda. He intentado conseguirte una habitación para ti sola, pero todo el hotel está lleno. Esto es una broma típica de Itachi.

Yo sé cuándo miente, y ahora dice la verdad. Está realmente cabreado. Echo un vistazo por encima del hombro a la recepcionista, a quien su supervisor está consolando.

Al llegar a nuestra habitación, Sasu hace cuatro intentos con la tarjeta magnética en el picaporte. Cuando al fin me sujeta la puerta abierta e intento pasar por su lado, acabo chocando con él sin querer. Cada parte redondeada de mi cuerpo femenino rebota en el suyo como la bola de un pinball. Tetas, caderas, trasero.

Nos suben las maletas. Sasu da una propina al botones. Se cierra la puerta y nos quedamos solos.