21

Sasu deja la tarjeta magnética en el cajón que tiene a su izquierda de una forma lenta y deliberada. Siento un breve acceso de temor. Se me acerca resueltamente, casi me pisa la punta de los zapatos, y es como una mole enorme y oscura que se abate sobre mí, tapándome la visión.

Nunca hemos jugado al Juego de las Miradas en una habitación de hotel.

Me desabrocha el botón del abrigo con dos dedos. La prenda traicionera se abre en el acto, como diciendo: «¡Sírvase, caballero!». Él desliza las manos dentro. Pestañea cuando me arqueo al sentir su contacto. Afianza las manos en la parte baja de mi espalda y hunde suavemente los dedos en mi columna.

—Vamos a hacerlo —digo.

Debería escribir sonetos.

Lo sujeto del cinturón y lo arrastro hacia la cama. Él me deposita con cuidado en el borde del colchón y me rodea el tobillo con la mano. Noto que está temblando. Me quita los zapatos y los coloca pulcramente junto a la cama.

Ha pasado una eternidad desde la última vez que sentí la piel de un hombre contra la mía. Desde que conozco a Sasu, me he mantenido célibe. La confusión debe de reflejarse en mis ojos cuando caigo en la cuenta. Él lo nota, y me acaricia la barbilla con el dedo.

—Estaba enfadado conmigo mismo hace un momento.

Se arrodilla entre mis pies: como un buen chico, de rodillas junto a la cama, a punto de decir sus oraciones.

Sus ojos negros obsidiana tienen un aire testarudo cuando vuelve a mirarme. Estoy segura de que va a besarme en la mejilla y luego se irá, así que lo enlazo por la cintura con una pierna y lo atraigo hacia mí, entre mis muslos. Él emite una exclamación ahogada, algo así como «uaf». Yo le sujeto la mandíbula con ambas manos y lo beso.

A él normalmente le gusta besar con suavidad. A mí esta noche me apetece besar a lo bestia. Le abro la boca con la mía en cuanto nuestros labios se tocan. Él intenta frenarme, pero yo no le dejo. Lo mordisqueo una y otra vez hasta que aprieta sus caderas contra mí. Siento un golpe sordo, una especie de impacto de su cuerpo sobre el mío.

Si alguna vez me había considerado a mí misma una adicta, ahora veo que me había quedado muy corta. Quiero una sobredosis de él. Cuando concluya el fin de semana, apareceré aturdida en un callejón, incapaz de recordar mi propio nombre. Al menos, esta forma de lujuria la entiendo. Soy capaz de afrontarla, y, para ser sincera, creo que es el único desahogo del que disponemos ahora mismo. Lo estoy sujetando férreamente con brazos y piernas, así que me llevo una sorpresa cuando tengo una sensación de caída. Abro los ojos y veo que él se ha levantado y me sostiene en brazos.

—¿Piensas matarme esta noche? —me pregunta casi sin despegarse de mi boca, y yo vuelvo a besarle con pasión.

—Voy a intentarlo.

Mi último novio, el último hombre con quien practiqué el sexo hace una eternidad, medía un metro sesenta y cinco. Él habría sido incapaz de levantarme del suelo. Habría sufrido una hernia discal en su endeble columna de adolescente. Sasu se desploma en un precioso sillón de orejas en el que solo he reparado vagamente cuando hemos entrado en la habitación.

Durante toda mi vida (antes de Sasu) me he burlado de los chicos que alardeaban de su fuerza. Pero quizá todavía existe una parte de mí a la que le encanta que la lleven en volandas y le hagan mimos. La falda se me ha levantado tanto que seguramente ahora puede verme las bragas, pero él no baja la mirada. Me viene a la cabeza la palabra «caballero».

Sasu alza una mano. En otra época me habría estremecido, pero ahora me inclino confiadamente sobre su palma.

—Despacio.

Meneo la cabeza con incredulidad pero él me mira a los ojos.

—Por favor.

La duda se apodera de mí.

—¿Es que no quieres?

Él remueve las caderas. Noto la prueba de que sí quiere, firme, durísima, contra mi cuerpo. Me desea con tal desesperación que sus ojos han adquirido ese característico tono rojizo de asesino en serie. Pego la frente a la suya. Respiramos el uno sobre el otro, apenas rozándonos con los labios.

Él desea pegar la boca a mi piel. Morder. Devorar. Me desea con las manos y las rodillas. La piel húmeda, el aire frío. Los dedos deslizándose por mi cuerpo. Sus palabras susurradas, casi inaudibles bajo mi respiración entrecortada. Lágrimas de exasperación y rímel húmedo trazando una lámina de Rorschach sobre la funda de la almohada.

Ya sé lo que voy a sacar de él. Mimos, tormentos, una advertencia oscuramente formulada cuando me acerque demasiado. Me colocará en la posición que le apetezca, sujetándome con manos imperiosas, ladeándome, apretando, aflojando.

Pero también sé que me hará reír. Suspirar. Que se burlará de mí, que me reprochará mi teatro y me hará sonreír incluso cuando desee estrangularlo. Con mi actitud desafiante me ganaré una demora. Con mi aquiescencia, un beso.

Es lo que está haciendo, claro. Demorarlo. Quiere jugar conmigo de tal modo que el orgasmo me llegue horas después del primer contacto. Va a hacer que este huevo de Pascua dure días y días. Trocito a trocito. Fundiéndose en su lengua. Quiere hacerlo tantas veces que perdamos la cuenta y probablemente acabemos pereciendo. Quiere asegurarse de que me vuelvo totalmente adicta a él. Sí, sé lo que voy a sacar de él en la cama. Es lo que siempre he sacado de él.

Ante mis ojos desfilan todas las imágenes pornográficas concebibles, porque él se lame los labios y baja la mirada hacia el encaje transparente de los elásticos de mis medias. Intenta articular palabra pero no puede.

Yo voy desabrochándole la camisa con torpeza, maniobrando con cada botón hasta que suena un chasquido.

—¿Por qué todos los colores le sientan tan bien a tu piel? Incluso ese horrendo tono mostaza. —Pego la boca a su cuello—. Un hombre guapísimo, de una belleza inhumana, bajo los fluorescentes de la oficina.

—Verde, el color de la envidia. Me he vuelto un psicópata celoso últimamente.

—Mostaza, el color de los militares. Vamos a quemarla.

—Claro, Fresita. Puedes quemarme la camisa si quieres. En el bidón de metal de un callejón.

Ahora se ríe y luego suspira junto a mi garganta, lo cual no me facilita nada el proceso de desabrocharle tantos botones como quisiera. Deslizo las manos por dentro.

—Eres como un póster anatómico por debajo de ese atuendo perfectamente planchado de ejecutivo. Siempre lo había sospechado, Clark Kent.

—Despacio. —Me saca las manos de su camisa. Forcejo un poco, pero él me sujeta y ladea la cabeza hacia la mía.

Empezamos otra vez a besarnos. Con una suavidad sedosa, más liviana de lo que habría creído posible después de atacarlo tan descaradamente con mis pequeñas garras.

Me aprieta las muñecas con los pulgares. Yo me arqueo un poco, pegando los pechos a su torso mientras nos besamos con una lentitud exasperante. La impaciencia desatada que sentía antes se ha apaciguado en parte, porque quizá lo que él me está vendiendo es la idea de postergar, de hacerlo durar.

—Me parece que tú has ido muy deprisa en el pasado —me dice, como si me leyera el pensamiento—. ¿Qué prisa tienes?

Ser besada por Sasu, por esos labios dulces y maduros, es un placer a la altura del sexo. Él solo está pendiente de mí y de mis reacciones, tratando de aprender lo que me gusta, negando, dando, hablándome sin palabras. Cada vez que abro los ojos un momento, veo que está haciendo lo mismo.

Se me encoge el corazón cuando sonríe sobre mis labios.

—¿Cómo estás? —susurra, y yo mordisqueo suavemente las palabras en su lengua.

—¿Cómo crees tú que estoy?

Sus manos me sueltan las muñecas cautelosamente. Cuando comprueba que voy a seguir nuestro ritmo pausado, me sujeta el trasero con ambas manos y me da un buen apretón.

—Estás de fábula, Saku. De fábula.

—Ya lo creo. —Es tremendamente excitante saber que ahora puedo poner los labios sobre él cuando quiera. Examino su piel como un caudillo victorioso; este es mi nuevo territorio. Él se estremece bajo mi inspección.

—Ahora vamos a jugar a un juego especial —le digo—. Se llama Quién Llega Primero.

—También conocido como Medalla de Oro, Medalla de Plata.

Nos echamos a reír. Estoy desabrochándole el puño cuando empieza a sonar su teléfono móvil. Él, sin hacer caso, atrae mi boca hacia la suya. Me atrapa el labio inferior con los dientes.

—Preciosa —dice—. Realmente preciosa.

El móvil sigue sonando y sonando. Cuando enmudece, suelto un suspiro de alivio. Y entonces empieza a sonar otra vez. Sasu me mira a los ojos; yo me encojo de hombros con frustración y me bajo de su regazo.

—Voy a apagarlo.

Mientras él hurga en el bolsillo, examino mi trabajo hasta ahora. Lo tengo derrumbado en el sillón, con las piernas separadas, la camisa desabrochada, el pelo alborotado y los ojos nublados y oscurecidos.

—Pareces un empollón sexi y virginal al que acabo de pervertir en el asiento trasero de mi coche.

Sus ojos brillan divertidos.

—Así es como me siento. —Saca el móvil y le echa un vistazo desdeñoso. Pero enseguida vuelve a mirarlo.

—Es mi madre. Mierda, me había olvidado de ella.

Me escondo en el baño. La vergüenza se apodera de mí ante la posibilidad de conocerla. No sé muy bien qué hacer. Oigo a través de la puerta cómo Sasu habla con tono apaciguador. Me lavo las manos, me palpo los labios hinchados y me observo en el espejo. Parezco la versión porno de mí misma.

—Saku —me dice desde detrás de la puerta—. Perdona, pero he de bajar unos minutos.

Abro de golpe.

—¿Va todo bien?

—Mi madre está abajo. Por lo visto, ha preparado unos centros de mesa con las rosas de su jardín, pero no encuentra a nadie en el hotel que la ayude a descargarlos y está empezando a enfadarse. No hay nada que hacer. Tengo que bajar un momento y darle a alguien una patada en el culo. —Vuelve a abrocharse los botones de la camisa.

—Claro. Anda. Haz llorar a algún empleadillo. ¿Quieres que vaya a ayudarte?

—No. Tú estás cansada. ¿Quieres que te pida algo de comer? ¿Te traigo café cuando suba?

—No, estoy bien. Igual me ducho mientras tanto. Ten por seguro que cuando vuelvas te estaré esperando seductoramente en la cama con alguna prenda de encaje.

Él hace una mueca y se arregla un poco los pantalones. Está tan contrariado que me inspira compasión.

—No puedes dejarla ahí abajo peleándose con el personal.

—No sé cuánto tardaré; espero que solo unos minutos. Tú relájate y ponte cómoda. Enseguida vuelvo.

—Tranquilo. Jamás querría montármelo con un chico que no está dispuesto a sacar a su madre de un apuro. Ve, anda.

El baño tiene casi el mismo tamaño que el dormitorio de mi apartamento. Me ducho y me desmaquillo. Mientras me cepillo los dientes, me miro la cara, pálida y sin ningún maquillaje, y me recuerdo a mí misma que él ya me ha visto así. De hecho, me ha visto en mucho peor estado.

Me ha visto sudando, vomitando, con fiebre, dormida. Me ha visto furiosa, frustrada, asustada. Caliente, sola, abatida. Tenga el aspecto que tenga, él nunca parece inmutarse. Siempre me mira de la misma forma. Saber eso me proporciona la confianza suficiente para salir con el top del dormilosaurio y con unos shorts para dormir. Me parecía una idea divertida en un principio, pero capto un atisbo de mí misma en el tocador. Tengo toda la pinta de una niña de diez años. Bueno, qué se le va a hacer. Una Saku en picardías sería una falsificación.

El silencio se prolonga. Echo un vistazo a mi móvil. Nada. Aparto la colcha y me deslizo dentro de la cama. No puedo reprimir un gemido de placer. Después de toda la tensión de los últimos días, la experiencia no está resultando tan aterradora como había imaginado. Las sábanas se calientan enseguida y yo remuevo los pies con delectación.

Me recuesto sobre el montón de almohadas y enciendo la televisión. Encuentro un canal en el que ponen Urgencias, lo que me resulta extrañamente reconfortante. Seguro que Sasu ya ha visto este episodio. Trato de detectar los detalles inexactos, pero se me empiezan a secar los ojos y los acabo cerrando. Para calmar mis nervios, pulso el play de mi memoria mientras reprimo un bostezo.

Vuelvo allí una vez más, a esa noche en la que, tragándome el orgullo, fui a su apartamento. Es como un rincón particular de felicidad que conservo en mi mente. Estoy acurrucada en su sofá, con la espalda hundida en los mullidos almohadones. Noto el peso de Sasu a mi lado, y sé que, mientras él siga ahí, todo estará bien. Ignoro cuánto tiempo permanecemos así. Estoy aquí, cogida de la mano, con el hombre más intenso y fascinante que he conocido en mi vida. Me mira con una profunda ternura en los ojos. Como si me amase.

Ahora sé que debo estar soñando.

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Me despierto cuando el sol que se cuela por la rendija de las cortinas ilumina el centro de mi almohada. Mi primer pensamiento es: «No. Estoy demasiado cómoda».

Y mi segundo pensamiento: «Por fin voy a verlo dormido».

Tendidos cara a cara, con las almohadas juntas, hemos estado toda la noche jugando al Juego de las Miradas con los ojos cerrados. Cada una de sus pestañas, oscuras y lustrosas, se curvan por encima del pómulo. Sería capaz de asesinar por unas pestañas como estas; pero parece que la naturaleza siempre se las otorga a los hombres más masculinos. Sasu se aferra a mi brazo como si fuera un osito de peluche. No le odio, esa es la verdad. Ni una pizca siquiera. Es un desastre que no le odie. Le deslizo los dedos por la frente. Él la frunce un momento. Aliso la arruga con la presión de mi mano.

Me incorporo sobre el codo. El reloj de la mesilla marca las 12.42. Lo compruebo varias veces. ¿Cómo es que nos hemos dormido hasta el mediodía? Obviamente, el agotamiento de los últimos días nos ha pasado una factura espectacular.

—Sasu. —No tiene sentido andarse con formalidades y llamarle por su nombre completo cuando estamos durmiendo en la misma cama—. ¿A qué hora es la boda?

Él se despierta sobresaltado y abre los ojos.

—Hola.

—Hola. ¿A qué hora es la boda? —Trato de deslizarme fuera de la cama, pero él se aferra a mi brazo con más fuerza.

—A las dos. Pero hemos de llegar allí más temprano.

—Pues ya son cerca de la una. De la tarde.

Él parece estupefacto.

—No había dormido hasta tan tarde desde la secundaria. Vamos a llegar tarde. —Pese a lo cual, me tira del codo y yo vuelvo a tumbarme en la cama. Ahora sí le veo los brazos desnudos, porque lleva una camiseta negra sin mangas.

—Bonitos brazos.

Deslizo las manos por uno de ellos, examinando las ondulaciones de cada curva tensa y definida. Lo hago de nuevo. Él observa en silencio. La segunda vez uso las uñas. Carne de gallina. Hmm. Inclino la cabeza para besarle la piel erizada.

—Eres único, Sasuke Uchiha. —Le aparto el pelo de la frente. Lo tiene despeinado y alborotado. Me paso los siguientes minutos alisándoselo—. ¿Me estoy esforzando demasiado en seducirte?

Él me atrae hacia sí. Nunca me habría imaginado que fuera tan mimoso.

—Siempre podrías esforzarte un poco más.

Es tan dulce... Estar en la cama con él resulta una delicia. Sin pensarlo, le pregunto algo que siempre he querido saber.

—¿Cuándo tuviste tu última novia?

La pregunta resuena como si hubiera tocado un gong. Qué buena idea, Saku. Ponerte a hablar de otras mujeres mientras estás en la cama con él.

—Hmm. —Se produce un largo silencio. Tan largo que pienso que o se ha vuelto a dormir, o va a decirme que está casado. No, no puede ser. Es demasiado joven. Él vuelve a intentarlo—: Bueno. Hmm.

—No me digas que estás esperando el divorcio o algo así.

Sube el brazo hasta la mitad de mi espalda. Mi cabeza se reclina lentamente sobre su hombro. Apenas puedo mantener los ojos abiertos, de lo cómoda y abrigada que estoy. Envuelta en su fragancia y en unas sábanas de algodón.

—Nadie sería tan masoquista como para casarse conmigo.

Yo le defiendo con cierta indignación.

—Alguna estaría dispuesta, seguro. Eres absolutamente despampanante. Un tipo cuidado, alto, musculoso. Y con empleo. Y con un buen coche. Y con unos dientes perfectos. Vienes a ser lo opuesto de la mayoría de los chicos con los que he salido.

—O sea, ¿que todos han sido... monstruos horribles y desastrados..., sin trabajo... y más bajos que tú? ¿Cómo es posible?

—Veo que has estado leyendo mi diario. El último tipo con el que salí era tan bajito que podía ponerse mis tejanos.

—Pero debía de ser simpático. Para ser lo contrario de mí, debía de ser rematadamente simpático —dice, con la vista fija en la pared.

—Sí, supongo. Tú también puedes ser simpático. Ahora mismo lo eres. —Noto unos dientes en la clavícula y suelto un bufido—. Vale. Nunca eres simpático. —Los dientes han desaparecido y un suave beso, en cambio, desciende sobre el mismo punto.

—¿Y cuándo rompiste con ese hombre en miniatura? —Ahora empieza a besarme la garganta muy despacio, con aplicación y dulzura.

Cuando ladeo la cabeza para proporcionarle mejor acceso, veo otra vez el radiodespertador. La hora del mundo real se aproxima rápidamente. Me pregunto si tengo alguna barrita de cereales en el bolso.

—Fue un par de meses antes de la fusión de D&G. Ya hacía tiempo que la cosa no funcionaba. Y como estábamos pasando en la empresa una época muy estresante, y nosotros ya no nos veíamos tanto, acordamos darnos un descanso. Y el descanso nunca se terminó.

—Pero eso fue hace mucho.

—De ahí que yo te provocara constantemente. Pero tú nunca reaccionabas. Espera, no me lo digas. No quiero saberlo. —Imaginármelo dándole placer a otra es demasiado para mí.

—¿Por qué no?

—Me pondría celosa —refunfuño.

Él empieza a reírse por lo bajini, pero enseguida se pone serio. Cuando finalmente se explica, lo hace con un tono tremendamente incómodo.

—Yo estaba saliendo con alguien, pero rompimos una semana después del traslado al nuevo edificio de D&G. Fue ella la que rompió conmigo.

—D&G echa a perder cualquier otra relación. —Quisiera morderme la lengua, pero las palabras me salen solas—. Apuesto a que era alta.

—Sí, bastante. —Extiende el brazo hacia la mesita y coge su reloj.

—Rubia.

Se lo pone en la muñeca sin mirarme.

—No. Castaña.

—Maldita sea. ¿Por qué siempre son Castañas Altas?Apuesto a que tiene los ojos castaños, la piel bronceada y un padre cirujano plástico.

—Eres tú la que ha leído mi diario —dice un poco inquieto.

Pego la cara a su hombro.

—Estaba deduciendo que debe de ser mi polo opuesto.

—Ella era...

Suelta un suspiro melancólico y a mí se me encoge el corazón. La pequeña y posesiva cavernícola que hay dentro de mí aparece ceñuda en la entrada de su cueva.

—Era muy agradable.

—Ah. Agradable. Qué asco.

—Y tenía ojos castaños. —Observa cómo asimilo los datos.

—Parece un motivo legítimo para romper. ¿Sabes qué? Tú tienes los ojos demasiado negros. Esto no va a funcionar.

Yo solo pretendía soltar una réplica ingeniosa, pero el tono de su respuesta es fulminante.

—¿En serio creías que esto iba a funcionar?

Ahora me toca a mí decir «Hmm». Ya estoy medio enroscada en mi caparazón cuando él suelta un suspiro.

—Perdona. No quería decir eso. No puedo evitar comportarme como un cínico gilipollas.

—No es una novedad para mí.

—Por eso no tengo novia. Todas acaban dejándome por un chico amable.

Contempla el techo con tan profundo pesar que se me ocurre una idea espantosa. Está colgado por alguien. Esa Castaña-Alta que le rompió el corazón al dejarlo por otro chico menos complicado. Lo cual explicaría sin duda sus prejuicios contra los buenos chicos. Me devano los sesos para encontrar un modo de preguntárselo, pero él mira el reloj.

—Será mejor que nos demos prisa.