22
—Dame por favor un curso acelerado sobre los miembros clave de tu familia. ¿Algún tema tabú de conversación? No quiero preguntarle a tu tío dónde está su esposa para descubrir a continuación que fue asesinada. —Hurgo en mi maleta.
—Bueno, hasta anoche, cuando transporté cuarenta y cinco centros florales al interior del hotel porque los de recepción no encontraban un carrito, yo llevaba varios meses sin ver a mi madre. Ella me llama casi todos los domingos para ponerme al día de las novedades de amigos y vecinos que a mí siempre me han tenido sin cuidado. Mi madre era cirujana; corazón y trasplantes principalmente. Le gustan los niños y la gente santurrona. Le vas a encantar. Más que encantar, ya verás.
Me doy cuenta de que tengo las manos sobre mi propio corazón. Deseo encantarle. Ay, cielos.
—Te dirá que va a adoptarte. En fin. Mi padre también es cirujano. Le llamaban el Carnicero.
Yo me estremezco.
—Cuando lo conozcas, comprenderás por qué. Trabajaba casi siempre en el quirófano de urgencias. Yo escuchaba todo tipo de historias a la hora del desayuno. «Han traído a un idiota con la garganta atravesada con un taco de billar». Accidentes de tráfico, peleas, asesinatos fallidos. Siempre estaba atendiendo a borrachos con abrasiones, a mujeres con ojos a la funerala o costillas rotas. Fuese lo que fuese, él lo arreglaba.
—Un oficio muy duro.
—A mi madre, aunque también operaba, nadie la llamaba «Carnicera». Ella se interesaba por la persona que llegaba a la mesa de operaciones. Mi padre se ocupaba más bien de la carne.
Sasu se sienta en el alféizar, perdido en sus pensamientos. Yo me pongo a sacar la ropa de la maleta, para dejarlo tranquilo, y luego empiezo a maquillarme en el baño.
Tras unos minutos, atisbo por la rendija y lo veo reflejado en el espejo del tocador. Con el torso desnudo, maravillosamente desnudo, acaba de abrir la cremallera de mi portatrajes y sostiene el vestido con dos dedos, ladeando la cabeza como si lo reconociera. Luego se pasa la mano por la cara.
Creo que he cometido un error con mi vestido azul.
La precipitada incursión que hice el martes a la hora del almuerzo a la pequeña boutique que hay cerca del trabajo me pareció una buena idea en ese momento, pero debería haber llevado alguno de los vestidos que tengo en mi guardarropa. Ahora ya es tarde para arrepentirse.
Sasu despliega una tabla de planchar y extiende encima su camisa. Abro la puerta del baño con el pie.
—Uau. ¿A qué gimnasio vas? ¿A todos?
—Es uno que hay en el subsuelo del edificio McBride, a media manzana del trabajo.
Tengo que tragar un montón de saliva.
—¿Estás seguro de que hemos de ir a la boda?
Nunca le había visto tal cantidad de piel: una piel dorada e impecable, que irradia salud. Las líneas de sus clavículas y de sus caderas constituyen un marco impresionante. Entre medias, hay una serie de músculos individuales, cada uno de los cuales representa un objetivo cumplido: una casilla marcada. Los pectorales son planos y cuadrados, de contornos redondeados. La tersa piel del estómago ciñe esos músculos que yo suelo contemplar en las finales de natación de las Olimpiadas.
Sasu se plancha la camisa y todos los músculos se mueven a la vez. Sus bíceps, y también los músculos de la parte baja de su abdomen, están surcados por ese tipo de venas tan descaradamente masculinas que recorren la superficie del músculo como diciendo: «Me lo he ganado a pulso». Sus caderas dibujan unas crestas que apuntan hacia su ingle, cubierta por los pantalones del traje.
La cantidad de sacrificio y determinación para mantener todo este patrimonio muscular es alucinante. Típico de Sasuke.
—Pero ¿cómo es que tienes este aspecto? —Lo digo como si estuviera al borde del paro cardíaco.
—Aburrimiento.
—Yo no estoy nada aburrida. ¿No podemos quedarnos aquí? Seguro que encuentro algo en el minibar con lo que embadurnarte todo el cuerpo.
—Uf. ¿Esos son unos ojos lascivos o solo me lo parece? —Me apunta con la plancha—. Termina ahí dentro.
—Para un tipo con tu aspecto, eres tremendamente tímido.
Él se queda un rato callado, planchando el cuello de la camisa. Percibo claramente que tiene que hacer un esfuerzo para permanecer sin camisa delante de mí.
—¿Por qué eres tan tímido?
—Es que he salido con algunas chicas en el pasado...
Se interrumpe. Cruzo los brazos. Mis oídos están a punto de sacar vapor a presión.
—¿Qué clase de chicas?
—Bueno, todas... me han dejado claro en algún momento que mi personalidad no es...
—No es, ¿qué?
—Que no es un placer estar a mi lado.
Incluso la plancha humea con indignación.
—¿Te querían solo por tu cuerpo? ¿Y te lo dijeron a la cara?
—Sí. —Repasa un puño—. Debería resultar halagador, ¿no? Al principio me lo pareció, pero luego, cuando la cosa se fue repitiendo... No resulta agradable que te digan una y otra vez que no eres material adecuado para una relación. —Se inclina sobre la camisa para comprobar que no quedan arrugas.
Ahora por fin comprendo el sentido del cochecito en miniatura. «Mírame a mí, por favor. A mi auténtico yo».
—¿Sabes lo que pienso sinceramente? Que seguirías siendo increíble aunque tuvieras el aspecto del señor Dōtonbori.
—Debes de haberte bebido los botellines del minibar, Fresita.
Sonríe ligeramente mientras sigue planchando. Me muero de ganas de hacerle comprender algo de lo que yo misma aún no soy del todo consciente. Solo puedo decir que me duele que se sienta mal sobre un aspecto tan fundamental de sí mismo. Decido no mirarlo tanto como un objeto y me doy la vuelta hasta que se pone la camisa. Es de color verde turquesa.
—Me encanta ese color. Combina a la perfección con el vestido que voy a llevar, hmm, obviamente. —Me vuelvo a avergonzar de mi vestido. Voy a buscar mi bolso y hurgo en su interior hasta encontrar el pintalabios.
—¿Me dejas mirar una cosa? —La corbata le cuelga todavía suelta cuando coge la barra de mis manos y lee el rótulo.
—«Lanzallamas». Qué adecuado.
—¿Quieres que lo rebaje un poco? —Hurgo otra vez en el bolso.
—Me vuelve loco ese rojo tuyo. —Me besa en la boca antes de que empiece a pintarme. Observa cómo me aplico el pintalabios, secándome y aplicándomelo de nuevo y, al final, pone una cara como de haber superado una prueba—. Apenas puedo resistirlo cuando haces eso —dice.
—¿El pelo suelto o recogido?
Me mira acongojado. Me sujeta el pelo en lo alto y dice:
—Recogido.
Luego lo deja caer, acogiéndolo con las palmas abiertas como si fuera nieve.
—Suelto.
—Entonces medio recogido, medio suelto. Y deja de moverte, me pones nerviosa. ¿Por qué no bajas y te tomas una copa en el bar? Así te armas de valor. Yo conduciré hasta la iglesia.
—Te espero abajo dentro de, digamos, quince minutos, ¿vale?
Una vez que se ha ido, cuando el silencio inunda la habitación, me siento en el borde de la cama y me contemplo a mí misma. El pelo me cae sobre los hombros; mi boca parece un pequeño corazón rojo. Tengo pinta de estar perdiendo el juicio. Me desnudo, me pongo las bragas modeladoras para alisar cualquier bulto, me subo las medias y examino el vestido.
Yo pensaba comprar algo de un tono azul marino apagado, una prenda que pudiera volver a ponerme, pero en cuanto vi el vestido azul turquesa supe que tenía que ser mío. Aunque me lo hubiera propuesto, no habría encontrado nada que combinara mejor con las paredes de su dormitorio.
La dependienta me aseguró que me quedaba perfecto, pero la forma que ha tenido Sasu de pasarse la mano por la cara indica que se ha dado cuenta de que está en compañía de una loca de remate. Lo cual es innegable. Prácticamente me estoy pintando a mí misma con el azul de su dormitorio. Consigo subirme la cremallera con unos movimientos de contorsionista.
Decido bajar por la enorme escalinata en espiral, en lugar de tomar el ascensor. ¿Cuántas oportunidades tendré de hacerlo? La vida ha empezado a parecerme una gran oportunidad para convertir cada experiencia en un nuevo recuerdo. Desciendo en círculos concéntricos hacia el hombre guapísimo con traje y camisa azul claro que está en la barra del bar.
Él levanta la vista. La expresión de sus ojos me avergüenza de tal forma que apenas puedo poner un pie delante del otro. «Loca, loca», me susurro a mí misma cuando me planto frente a él y apoyo el codo en la barra.
—¿Cómo estás? —acierto a decir. Él se limita a mirarme en silencio—. Sí, ya. Menuda loca, vestida con el mismo color que las paredes de tu habitación. —Me aliso el vestido con gesto cohibido.
Es un vestido de estilo retro, como de baile de promoción, con un profundo escote y la cintura ceñida. Me llega un olorcillo de la comida que están sirviendo en el restaurante del hotel. Mi estómago emite un gemido lastimero.
Sasu niega con la cabeza, como si yo fuese idiota.
—Estás preciosa. Tú siempre estás preciosa.
Mientras el placer de estas palabras se difunde por mi pecho, recuerdo que tengo una deuda de gratitud pendiente.
—Gracias por las rosas. No te las había agradecido, ¿verdad? Me encantaron. Nunca me habían mandado flores.
—Rojas de pintalabios. Rojas Lanzallamas. Nunca me había sentido como una mierda hasta tal punto.
—Te perdoné, ¿recuerdas? —Me meto entre sus rodillas y cojo su copa. La huelo—. Uau. Qué fuerte.
—Lo necesitaba. —La apura sin parpadear—. A mí tampoco me habían mandado flores nunca.
—Todas esas mujeres estúpidas que no saben cómo tratar a un hombre como es debido.
Aún estoy perturbada por lo que me ha contado antes. Desde luego, él es un gilipollas terco, calculador y celoso de su propio territorio durante el cuarenta por ciento del tiempo, pero el otro sesenta por ciento está lleno de humor, dulzura y vulnerabilidad.
Realmente, parece que me he bebido todos los botellines del minibar.
—¿Lista?
—Vamos. —Esperamos a que el mozo nos traiga el coche.
Levanto la vista hacia el cielo.
—Bueno, dicen que la lluvia el día de tu boda es un buen augurio.
Cuando llevamos circulando unos minutos, le pongo la mano sobre la rodilla porque no para de sacudirla.
—Relájate, por favor. Aún no he entendido por qué es tan importante esta ocasión.
Él no responde.
La pequeña iglesia queda a diez minutos del hotel. El aparcamiento está lleno de mujeres vestidas con colores pastel, que se abrazan a sí mismas, ateridas de frío, mientras reprenden a sus acompañantes masculinos o a sus hijos.
Yo también estoy a punto de abrazarme a mí misma frente al frío cuando Sasu me coloca a su lado y me arrastra rápidamente hacia el interior. «Hola, luego hablamos», dice a varios parientes que le saludan con aire de sorpresa para volver enseguida sus ojos hacia mí.
—Te estás portando como un grosero —susurro, sonriendo a todo el mundo y procurando frenar un poco.
Él me desliza los dedos por la parte interior del brazo y da un hondo suspiro.
—Primera fila.
Me arrastra por el pasillo central. Soy como la nubecilla de la estela que va dejando un jet de combate. La organista está ensayando unos acordes vacilantes, y es probable que sea la expresión de Sasu lo que la sobresalta y la hace pulsar varias teclas con estridencia. Nos acercamos al primer banco. La mano de Sasu aprisiona la mía como un torno.
—Hola. —Lo dice con una desgana tan convincente que casi merece un Oscar—. Aquí estamos.
—¡Sasu!
Su madre (me imagino que es ella) se levanta de un salto para abrazarle. Él me suelta la mano y yo observo cómo la rodea con sus brazos, o, mejor dicho, cómo enlaza los antebrazos por detrás de ella. Hay que reconocerle el mérito. Para ser alguien tan arisco, no puede negarse que se somete bastante dócilmente al ritual del abrazo.
—Hola —dice, besándola en la mejilla—. Estás muy guapa.
—Llegas por los pelos —comenta el hombre que está sentado en el banco, aunque no creo que Sasu lo oiga.
La madre es una mujer bajita, de pelo negro, con esos blandos hoyuelos en las mejillas que yo siempre he deseado tener. Sus ojos negros están algo nublados cuando se echa atrás para contemplar a su enorme y precioso hijo.
—Ah, bueno. —Sonríe por el cumplido y se vuelve hacia mí—. ¿Y esta es...?
—Sí. Esta es Sakura Haruno. Saku, mi madre, la doctora Mikoto Uchiha.
—Encantada de conocerla, doctora Uchiha. —Ella me envuelve en un abrazo antes de que yo pueda parpadear siquiera.
—Llámame Mikoto, por favor. ¡Saku, al fin! —exclama sobre mi pelo. Luego se aparta y me estudia—. Es preciosa, Sasu.
—Sí, mucho.
—Bueno, ya te anuncio que voy a adoptarte —me dice.
Yo no puedo evitar una sonrisita idiota. Sasu me lanza una mirada como diciendo: «¿Lo ves?», y luego se seca las palmas en los pantalones. Tiene una expresión medio enloquecida. Quizá es que padece iglesiafobia.
—Qué muñequita, por Dios. Es para comérsela. Ven, siéntate aquí con nosotros. Este es el padre de Sasu. Fugaku, mira qué monada. Fugaku, esta es Saku.
—Encantado —contesta él, muy serio.
Yo parpadeo, alucinada. Es Sasuke pasado por el túnel del tiempo. Todavía increíblemente guapo, parece un majestuoso zorro plateado, ataviado formalmente con un traje a medida. Estamos a la misma altura, y él continúa sentado. De pie, debe de ser un auténtico gigante. Mikoto le pone la mano en el cuello. Él levanta la vista para mirarla, con una levísima sonrisa en los labios.
Luego vuelve sus terroríficos ojos láser hacia mí. La genética no deja de asombrarme.
—Encantada —respondo. Nos miramos el uno al otro. Tal vez debería tratar de cautivarlo. Es un viejo reflejo mío, pero pulso el botón de pausa. Sopeso la idea y acabo descartándola.
—Hola, Sasuke —dice, reorientando sus ojos láser—. Ha pasado bastante tiempo.
—Hola —contesta Sasu, y asiéndome de la muñeca me hace sentar entre él y su madre. Un parachoques. Tomo nota para reprochárselo más tarde.
Mikoto le pasa una mano por el pelo a su marido, dejándoselo en impecable formación. La Bella ha domado a esta Bestia, no cabe duda. Cuando toma asiento, me vuelvo hacia ella.
—Debe de estar muy emocionada —digo—. Yo conocí a Itachi un día, aunque en condiciones menos agradables.
—Ah, sí. Itachi me lo contó en una de sus llamadas dominicales. Estabas bastante indispuesta, me explicó. Con una intoxicación alimentaria.
—Yo creo que era un virus —apuntó Sasu, cogiéndome la mano y acariciándola como un hechicero obsesivo—. Y él no debería comentarte los síntomas de otras personas.
Su madre lo mira unos instantes, echa un vistazo a nuestras manos enlazadas y sonríe.
—Fuese lo que fuese —digo—, me dejó completamente hecha polvo. A lo mejor ni siquiera me reconoce ahora. O eso espero. Tuve mucha suerte de que sus hijos me ayudasen a superarlo.
Mikoto le dirige una mirada a Fugaku. He llevado sin querer la charla demasiado cerca del gran elefante de la habitación: el hecho de que Sasu no ejerza la medicina.
—Las flores son preciosas —digo, señalando las masas enormes de lirios que hay al final de cada banco.
Mikoto se inclina hacia mí y me susurra:
—Gracias por venir con él. Esto le resulta muy difícil —añade, lanzándole a Sasu una mirada inquieta.
Mikoto, siendo como es la madre del novio, se excusa enseguida para ir a saludar a los padres de Izumi y para ayudar a sentarse a varias personas tremendamente ancianas. La iglesia se va llenando; suenan risas ahogadas y grititos de sorpresa mientras los familiares y los amigos se saludan.
Francamente, no veo qué tiene de difícil esta situación. Todo parece ir sobre ruedas. No detecto nada fuera de lugar. Fugaku saluda a la gente con un gesto. Mikoto reparte besos y abrazos y contagia su animación a cada persona con la que habla.
Yo solo soy un librito solitario entre dos sujetalibros imponentes y taciturnos. Fugaku no es el tipo de hombre inclinado a la charla intrascendente.
Dejo que padre e hijo permanezcan en silencio sobre una pulida plancha de madera. Sigo sujetando la mano de Sasu, sin saber muy bien si le soy de alguna ayuda hasta que él se vuelve y me mira a los ojos.
—Gracias por estar aquí —me susurra al oído—. Así es más fácil.
Reflexiono sobre estas palabras mientras Mikoto toma otra vez asiento y la música empieza a sonar.
Itachi ocupa su sitio frente al altar. Le lanza una mirada irónica a su hermano y me examina a mí de arriba abajo, como evaluando mi recuperación. Sonríe a sus padres un momento y deja escapar un resoplido.
Nos ponemos todos de pie cuando Izumi llega con un gran vestido de tela esponjosa. Es un vestido absurdamente desmesurado, pero ella parece tan inmensamente feliz mientras recorre la nave sonriendo y llorando a la vez como una chiflada, que a mí me acaba encantando también.
Ocupa su sitio frente al novio, de modo que la veo muy bien. «Santo cielo. Es una preciosidad. A por ella, Itachi».
Las bodas siempre acaban produciéndome un extraño efecto. Noto que me emociono cuando los amigos leen poemas especiales para la ocasión y cuando el pastor reflexiona sobre el compromiso que van a contraer los novios. Se me hace un nudo en la garganta cuando ellos pronuncian sus votos. Cojo el pañuelo que Mikoto me ofrece y me seco el rabillo de los ojos. Observo con una sensación de suspense cómo desliza cada uno el anillo en el dedo del otro y respiro, aliviada, al ver que entran sin la menor dificultad.
Y cuando se pronuncian las palabras mágicas: «Puedes besar a la novia», dejo escapar un gran suspiro de felicidad como si estuviera desfilando el rótulo «THE END» sobre esa imagen congelada de película.
Miro a Mikoto y ambas nos reímos encantadas y empezamos a aplaudir. Los hombres que tenemos a uno y otro lado suspiran con indulgencia.
Los novios recorren la iglesia luciendo sus nuevas alianzas de oro, y todo el mundo se pone de pie entre comentarios y exclamaciones que casi ahogan las notas del viejo órgano. Ahora, por primera vez, detecto algunas miradas especulativas hacia Sasu. ¿Qué pasa aquí?
—Han ido a sacarse fotos al paseo marítimo. Espero que el viento no se lleve a Izumi en volandas —me dice Mikoto, saludando a alguien—. Ahora iremos al hotel y tomaremos una copa; luego, una cena temprana y los discursos. En algún momento te robaremos a Sasuke para sacar unas fotos en familia.
—Suena bien. ¿No, Sasu? —Le aprieto la mano. Ha estado ausente durante los últimos minutos. Con un respingo, vuelve a cobrar vida.
—Claro. Vamos.
Echo un vistazo por encima del hombro hacia sus padres, que parecen más divertidos que alarmados cuando él me toma del brazo y me arrastra a toda velocidad fuera de la iglesia.
—No corras, Sasu. Espera. Mis zapatos. —Apenas puedo seguir su ritmo hasta llegar al coche. Él se desploma en el asiento del copiloto y suelta un enorme suspiro.
Yo tengo problemas para maniobrar marcha atrás, porque todo el mundo se aglomera a la vez en el aparcamiento.
—¿Quieres que volvamos directamente? ¿O prefieres dar una vuelta antes?
—Demos una vuelta. Hasta casa. Coge la autopista.
—Como observadora imparcial, te aseguro que ha ido todo bien.
—Tienes razón, supongo —dice abatido.
—¿Cómo? ¿Podrías repetirlo dentro de un momento para que lo grabe? Lo quiero usar como tono de alerta para mis mensajes de texto. Sakura Haruno, tienes razón.
Burlarme de él tal vez sirva para sacarlo de este pequeño bajón. Él se vuelve hacia mí.
—Si quieres puedo grabarte también el mensaje del buzón de voz. Este es el buzón de voz de Saku Haruno. Ahora mismo está muy ocupada llorando en la boda de un desconocido y no puede atender a su llamada, pero deje un mensaje por favor y le llamará lo más pronto posible.
—Bah, cierra el pico. Seguramente veo demasiadas películas. Ha sido tan romántico...
—Eres un encanto.
—Sasuke Uchiha cree que soy un encanto. Lo nunca visto, señores. —Nos sonreímos el uno al otro.
—Debes haber llorado por algún motivo. ¿Estabas soñando con tu propia boda?
Lo miro a la defensiva.
—No. Claro que no. Qué patético. Además, mi prometido es invisible, no lo olvides.
—Pero, entonces, ¿por qué te hace llorar la boda de un desconocido?
—El matrimonio es uno de los últimos ritos ancestrales de la civilización. Todo el mundo desea encontrar a alguien que le quiera tanto como para llevar un anillo de oro. Ya sabes, para mostrar ante los demás que su corazón está ocupado.
—No sé si eso tiene importancia hoy en día.
Intento encontrar una forma de explicarlo.
—Es algo totalmente primario. Él lleva mi anillo. Es mío. Nunca será tuyo.
La lenta procesión de vehículos nos lleva de vuelta al hotel. Le doy las llaves al aparcacoches. Sasu intenta arrastrarme hacia un lado del edificio.
—Sasu. No. Venga.
—Subamos a la habitación.
Él se resiste a moverse. Y pesa una tonelada.
—Te estás portando de un modo absurdo. Dime qué te pasa.
—Es una tontería —murmura—. No es nada.
—Bueno, vamos a entrar. —Le cojo la mano con firmeza y lo llevo a través de las puertas que nos sujeta un botones.
Inspiro lo más profundamente que puedo y entro con él en un salón lleno de gente. La mitad, de la familia Uchiha.
