25

Cuando le beso, él deja escapar el aire largamente hasta vaciarse por completo. Yo quiero volver a llenarlo de nuevo. Hasta que han pasado unos minutos de ensueño no me doy cuenta de que he estado hablándole con mi beso. «Sí que importas. Eres importante para mí. Esto es importante».

Sé que él me entiende, porque hay un ligero temblor en sus manos mientras me desliza una uña por la costura lateral del vestido, subiendo por los hombros y deteniéndose en mi nuca. También él me dice cosas. «Es a ti a quien yo quiero. Tú siempre estás preciosa. Esto es importante».

Juguetea con la cremallera del vestido durante una eternidad tintineante y, al final, empieza a bajarla. Hace un ruido parecido al de una aguja derrapando por un disco de vinilo. Mientras él profundiza en el beso, yo me aprieto entre sus rodillas contra su cuerpo. Ni siquiera unos caballos salvajes podrían separarme a rastras de este hombre y alejarme de esta habitación. Lo voy a besar hasta morir de extenuación. Cuando noto el borde afilado de sus dientes en mis labios, sé que no soy la única dispuesta a todo.

Dejo que caiga el vestido, aparto los pies y lo recojo del suelo. La timidez se impone aún, y me tapo con él unos momentos hasta que me siento tan tonta que lo aparto. Debajo del vestido, para darle un aspecto bien liso, me he tenido que poner un corpiño de color marfil, como un pequeño traje de baño, que está provisto de unas ligas para sujetar las medias. Nada que ver con el dormilosaurio.

Sasu pone una cara como si acabara de recibir una puñalada en el estómago.

—Santo Dios —murmura.

Le doy el vestido y me pongo la mano en la cadera. Sus ojos devoran cada línea, cada curva de mi cuerpo, incluso mientras dobla pulcramente el vestido en dos. Mis piernas son ridículamente cortas, y ahora no cuento con la ayuda de los tacones, pero su forma de mirarme hace que me flaqueen las rodillas.

—Te has quedado muy callado. —Me deslizo el dedo bajo el tirante de esta absurda prenda y hago una pausa. Veo cómo se le mueve la garganta al tragar.

Le pongo las manos en el cuello, aprieto un poco, y las deslizo hacia abajo. Es tan sólido, tan recio... Sus músculos irradian calor bajo mis palmas. Me acerco aún más, hundo la cara en su garganta y aspiro su fragancia. Cierro los ojos, diciéndome a mí misma que recuerde este momento. «Por favor, recuerda este momento cuando tengas cien años».

Sus manos descienden por mi cintura y me agarran con decisión el trasero. Cuando empiezo a besarle la garganta, él me aprieta las nalgas con más fuerza.

—Quítate la camisa. Venga, rápido.

Me sale una voz zalamera y ronca. Él empieza a desabrochársela, algo aturdido. Cuando se la quita por fin, le veo la espalda desnuda en el espejo del tocador.

—Todavía tienes morados de paintball. Yo también.

Mi mano libre va recorriendo su pecho. Interrumpo el beso para mirar. Sus músculos están ensamblados a la perfección, como piezas de LEGO. Hundo las yemas de los dedos para observar cómo cede su piel. Sus manos no se han movido de mi trasero, pero sus dedos acarician las cintas que mantienen sujetas mis medias. Para no empezar a gemir de un modo demasiado ruidoso, vuelvo a besarlo y me retuerzo contra él.

—Lo tenía todo planeado —dice Sasu, recuperando al fin la voz y empujándome suavemente hacia la cama. Aparta la colcha y me tumba sobre las sábanas sin el menor esfuerzo—. Iba a ser en un sitio un poco más romántico que una habitación de hotel.

¿Él, pensando en plan romántico? A mí se me estremece el corazón. Sasu se apodera de mis labios con un beso tan delicado que podría echarme a llorar de la emoción.

—¿Lo ves? —dice en mi boca—. Yo no te odio, Saku.

Su lengua toca la mía con timidez. Se tumba sobre mí apoyándose en los codos, aprisionándome entre sus bíceps, y a mí me viene un recuerdo del partido de paintball, cuando me apretó contra el árbol para protegerme, para cubrirme.

«Yo te estaba cubriendo todo el rato».

Suspiro, y él aspira el aire de mi boca.

—Así...

Me estiro y me retuerzo bajo su peso.

—Eres enorme. No sabes cómo me excita.

—Y tú eres diminuta. Lo cual me hace pensar en todas las maneras que tendremos de encajar. No pienso en nada más desde el día que nos conocimos.

—Sí, claro. Ese día trascendental, cuando me miraste de arriba abajo y te volviste hacia la ventana.

Ahora me está dando unos mordisquitos en la garganta de una suavidad inimaginable. Entrelaza sus dedos con los míos, por encima de nuestras cabezas. ¿Cómo hemos vuelto a llegar aquí, a este lugar tan dulce, después de la llamarada de furia que nos ha abrasado a ambos? Un lugar tan dulce, tan suave y delicado, tan Sasu...

—Si lo hacemos esta noche, no permitiré que luego te pongas rara conmigo. —Me mira con aire solemne, incorporándose un poco—. ¿Vas a sufrir uno de tus infames ataques de pánico?

—No lo sé. Es muy posible. —Lo digo en plan chistoso, pero él no parece nada divertido.

—Me gustaría saber cuánto tengo de ti. ¿Cuánto me corresponde? —Vuelve a besarme la garganta, sus dedos se entrelazan con más fuerza con los míos.

—Hasta el día de las entrevistas, te corresponde todo —digo, con los labios sobre su piel. Sasu deja escapar un suspiro trémulo, como si me hubiera entregado a él para siempre, y no solo por unos días.

Empezamos a besarnos de nuevo, y la fricción de mi muslo sobre su entrepierna lo impulsa a adoptar un ritmo más frenético. Su boca es húmeda, suave, deliciosa. Cuando se detiene, aunque sea para respirar, yo lo vuelvo a atraer hacia mí.

Al cabo de una eternidad, mete la mano en el tirante de mi hombro. Lo recorre lascivamente con los dedos, tensándolo, y después lo suelta y suena un leve chasquido. Lo hace otra vez.

—La cremallera está en el lado —le digo. O le suplico, estrictamente hablando.

Él no me hace caso y baja el dedo hacia el lazo que hay entre mis pechos.

—Es el lazo más diminuto que he visto. —Inclina la cabeza y lo muerde.

Vamos tan despacio que no me sorprendería abrir los ojos y ver la luz del día. Sasu es muy diferente de como me lo imaginaba. Delicado, no brusco. Lento, no apresurado. Tímido, no impetuoso. Mis novios anteriores y sus cronometrados intentos de demorarse en los juegos preliminares son ahora un recuerdo lejano, comparados con el intenso placer de estar tumbada debajo de Sasu.

Introduce los dedos entre mi pelo, y el arañazo de sus uñas sobre mi cuero cabelludo me pone la carne de gallina. Me lame la piel erizada. Se incorpora con cuidado y se arrodilla entre mis piernas, al parecer para mirar mejor. A mí me viene de perlas. Veo cómo flexiona el estómago y suelto una exclamación, algo así como «uaaafff».

—¿Cómo te las arreglas para tener este aspecto?

—No tengo nada mejor que hacer que ir al gimnasio.

—Ahora sí lo tienes.

Me incorporo yo también y recorro esos músculos con la boca. Y luego hago algo que siempre he querido hacer: le pongo las dos manos en el trasero. Es fabuloso.

Él me desliza las manos por el pelo y yo empiezo a cubrirle el estómago de besos. No puedo contenerme. Encuentro un poco de vello y, al levantar la vista, veo que tiene el pecho ligeramente salpicado de pelillos en una línea que desciende por el centro y desaparece más allá de la pretina de sus pantalones.

—Ojos obscenos —dice con voz temblorosa.

—No me digas. Quiero esnifarte. Hueles siempre de un modo increíble. —Pego la nariz a su piel e inspiro con todas mis fuerzas. Él se echa a reír. Alzo los ojos y sonrío.

Sus dedos reposan en la cremallera de mi corpiño.

—Estoy cubierta de morados —digo, a modo de advertencia. Aspiro la piel de su estómago, contemplando sus abdominales.

—Estás monísima cuando te pones tímida. Iré despacio. —Me baja un tirante, dejándomelo sobre el brazo, y hace igual con el otro. Se muerde el labio—. Me voy a sentar —dice—. Me siento demasiado alto.

Entre un murmullo de sábanas, Sasu se reclina sobre el cabezal y yo me coloco entre sus piernas, con la espalda sobre su pecho. Sus manos se extienden por mis hombros. Cierro los ojos, y empieza a darme el masaje más dulce y más dudosamente oportuno que quepa imaginar. La mayoría de los hombres ya estarían bajando la cremallera y metiéndome mano a estas alturas, pero él no es como la mayoría.

—Te sentaste así, sobre mí, cuando estabas enferma.

Sigue masajeándome, y la fricción entre ambos nos estimula y espolea. Me aparta el pelo y me pone los labios en un lado del cuello. A este paso, pronto no recordaré ni mi nombre.

Él desliza la mano por debajo del satén y sospesa mi pecho con la mano. Lenta, suavemente, sus dedos pellizcan la piel.

—Oh, sí —gime, volviendo a pegar los labios a mi cuello.

Oigo de repente el ruido que hago: como esas roncas inspiraciones de las personas que padecen un dolor extremo. Solo que yo me siento a medio camino del orgasmo.

—Imagínate todas las cosas que vamos a hacer —dice, casi como si hablara consigo mismo.

—No quiero imaginarlo. Quiero saberlo. —Mis pies se retuercen entre las sábanas, como si me estuviera electrocutando.

—Y lo sabrás. Pero no basta con esta noche, empiezo a presentirlo. Ya te lo había dicho. Necesitaré días. Semanas.

Apenas noto cómo baja la cremallera. Me está liberando de la tensa tela de satén, porque noto sus grandes manos sobre mi piel. La sensación es sublime: como ser acariciada, mimada, abrigada y admirada a la vez. Cuando abro los ojos, noto su aliento caliente en la oreja y veo el corpiño crema caído en torno a mi cintura. Sasu me desengancha los cierres de las medias y se inclina sobre mi hombro para mirarme.

—Hmm. —Coge la tela por los lados y la desliza a lo largo de mis piernas. Ahora, dejando aparte las medias, estoy desnuda.

La imagen de sus pantalones junto a mi piel hace que me sienta todavía más vulnerable en mi desnudez. Flexiono las rodillas, como para esconderme, pero es absurdo. Él emite una especie de ronroneo tranquilizador junto a mi oído. Su mano enorme me recorre la cadera y el muslo y luego se queda anclada en mi cadera. Su otra mano hace lo mismo.

—Saku. —Es lo único que parece capaz de decir—. Saku. ¿Cómo voy a poder alejarme de esta noche? En serio. ¿Cómo?

Se me pone la piel de gallina. Yo me pregunto lo mismo. Dejo caer la cabeza hacia un lado y nos besamos.

Estoy ronca, sin aliento.

—Yo esta noche me muero. Quítate los pantalones, por favor.

—Esa frase la quiero bordada en un cojín.

Me río a carcajadas hasta quedarme sin aire.

—Eres graciosísimo. Siempre lo he pensado. No podía reírme, pero me moría de ganas.

—Ah. O sea, que es una de tus reglas. —Se levanta de la cama y pone la mano en el botón de la pretina—. Entonces, ¿el objetivo del juego es no reírse?

—El objetivo es conseguir que se ría el otro. Vamos. Que me está entrando frío. —Me devora la impaciencia, más bien. Él, al ver que me estremezco, me tapa con las sábanas y las mantas. Yo lo observo con mirada de pervertida mientras él se baja la cremallera de los pantalones.

—Pues yo tengo mis propias reglas. Y el objetivo del juego es distinto para mí.

Contemplar cómo se quita Sasu los pantalones de su traje es algo fuera de serie. Lleva unos calzoncillos negros elásticos. Totalmente abultados por delante.

—Explícamelo. A ver.

Se quita los calzoncillos. Lo miro boquiabierta. Parece que incluso mis más febriles fantasías eran incorrectas. Estoy a punto de decirle que es realmente glorioso cuando pulsa el interruptor de la lámpara y nos quedamos a oscuras.

—¡No! Sasu, no es justo. Enciende la luz. Quiero mirarte.

Extiendo el brazo hacia la lámpara, pero él se apresura a deslizarse bajo las mantas y yo siento toda la calidez de su cuerpo contra el mío. Ambos emitimos un gemido de incredulidad. Esa sensación. Piel contra piel. El calor inaudito.

No sé exactamente dónde está. Lo siento por todas partes. Noto su aliento en mi pelo, pero nos giramos un poco y, cuando suspira, ya está más abajo, sobre mi caja torácica. Es algo desconcertante y erótico. Doy un respingo, sobresaltada, cuando desliza la mano por mis costillas.

Otra mano me despoja de las medias, deslizándolas a lo largo de mis piernas. Me toca el tobillo y, al mismo tiempo, me sujeta por la curva de la cintura. Tengo la sensación de que hay manos pululando por todo mi cuerpo.

—Eres de una suavidad increíble. Y mi mano encaja a la perfección en todas partes. Yo tenía razón.

Me lo demuestra. Garganta. Pechos. Costillas. Caderas. Y luego me demuestra que su boca también encaja a la perfección. Me arde la piel con cada beso, con cada presión de sus labios. Lame el brillo de sudor que empieza a cubrirme. Oigo un murmullo de fondo hasta que me doy cuenta de que soy yo. Gimiendo, suplicando. Él no hace caso ni muestra compasión. Aplica su boca perfecta en la porción de piel que se le antoja. Centímetro a centímetro, va trazando un minucioso mapa de mí. Nada que objetar, salvo que él también tiene un cuerpo que quiero explorar con mis manos. Cuando está atravesando la curva superior de mi espalda, mis gemidos suplicantes consiguen hacerle mella.

—Déjame tocarte, por favor.

Transige y me da la vuelta. Yo voy acariciando desde el cuello hasta los recios músculos de sus brazos. Aprieto. Muerdo. Palpo el bíceps con ambas manos, amasándolo, sopesándolo. Es un placer increíble tocar a otro. Su piel es como de satén. Siento un hormigueo en las palmas de tanto acariciar. Mi boca se amolda a todos los puntos donde le beso. Mi vista va adaptándose a la penumbra; distingo el brillo de sus ojos mientras me entretengo explorando cada músculo, cada tendón, cada articulación que encuentro en mi camino.

Deslizo mi cuerpo contra el suyo en la oscuridad, sintiendo sus suspiros, y lo atraigo hacia mí para que se ponga encima.

—Peso mucho. Te voy a aplastar.

—He tenido una buena vida.

Él se ríe roncamente y obedece, estrujándome sobre el colchón de tal modo que se me vacían la mitad de los pulmones.

—Ah, qué bien. Qué pesado. Me encanta.

Se incorpora un poco al cabo de un minuto porque estoy muriendo lentamente ahí debajo. Deslizo la mano entre ambos y agarro su miembro duro e intrigante. Sasu me deja acariciarlo y jugar con él hasta que su respiración entrecortada me indica que está derritiéndose, y que es por mí. No sé qué mejor victoria podría conseguir. Pero entonces noto su boca en mi cadera. Y casi enseguida empieza a besarme los muslos.

No puedo evitar reírme, tanto por las cosquillas de su barba incipiente como por un recuerdo que me viene ahora a la cabeza: la discusión que mantuvimos hace una eternidad sobre el uniforme corporativo. Me besa los muslos con devoción boquiabierta, murmurando cosas que no oigo bien pero que parecen palabras de halago. El calor de su aliento se ve puntuado con lametones, mordiscos y más besos. Me sería imposible resistir la suave presión de su boca, y su intención es bien clara. Mis piernas se abren; me tumbo del todo y contemplo el techo oscuro.

El primer contacto es fugaz. Como el lametón que le das a un helado que está derritiéndose. Inspiro con tanto ímpetu que parece que estuviera esnifando y él, en recompensa, me besa el interior de los muslos. No soy capaz de articular una palabra.

El segundo es un beso, y yo pienso en su típico beso de primera cita: casto, suave, sin lengua. La promesa de todo lo que vendrá a continuación. Abrazo una almohada y decido que él no volverá a tener una primera cita con nadie. Nunca más.

El tercero es otro beso, pero este evoluciona tan lentamente de casto a obsceno que no sé muy bien cuándo se transforma. Sasu tiene todo el tiempo del mundo y, a cada minuto que pasa, mi cuerpo se afloja y se tensa a la vez. Consigo articular palabra y me sale una voz nítida y remilgada.

—No creo que el manual de Recursos Humanos diga nada sobre este tipo de actividad.

Noto cómo tiembla y gime.

—Qué pena. Es cierto —dice. Pero no se detiene, continúa infringiendo las normas de RR. HH. durante una cantidad de minutos incalculable.

Yo tiemblo y me estremezco cada vez más cerca de la cegadora explosión que ya diviso en el horizonte. Francamente, me sorprende que haya aguantado tanto tiempo. Alargo la mano, hundo los dedos en su pelo y le aparto la cabeza.

—No lo resisto. Por favor. Necesito más, mucho más. —Me escabullo, lo sujeto del brazo y lo atraigo con una fuerza sobrehumana. Él suspira con indulgencia y se pone de rodillas. Y por fin oigo ese sonido mágico del envoltorio al rasgarse.

Su voz, cuando vuelve a hablar, podría parecer autoritaria si no fuera por el temblor jadeante que la sacude, socavando todos sus esfuerzos.

—Al fin eres mía.

—Al fin eres mío —replico.

Se tiende sobre mí. Yo me llevo una sorpresa cuando se enciende la lámpara. Cierro los ojos, deslumbrada, y, al volver a abrirlos, veo que me mira fijamente. Las vetas negras obsidiana de sus ojos producen extraños efectos en mi corazón.

—Hola, Fresita. —Nuestros dedos se entrelazan de nuevo por encima de mi cabeza.

La primera acometida es muy suave y mi cuerpo la asimila; luego asimila un poco más. Él aprieta la sien contra la mía, emitiendo unos ruidos desesperados, como si sintiera dolor, como si estuviera tratando de sobrevivir a este momento. Le aprieto involuntariamente la mano y él vuelve a empujar, ahora con fuerza. Casi me golpeo con el cabezal. Me echo a reír.

—Perdona —dice.

Yo le beso en la mejilla.

—No te disculpes. Otra vez.