Harry Potter, pertenece a JK Rowling. Tokyo Ghōul, pertenece a Sui Ishida.
1.- Fem-Harry tiene que ser un Ghoul, eso está implícito.
2.- El harem de mínimo siete, tiene que tener a Lily, Hermione, Daphne, Padma, Susan, Kaya y Tōka si o si, decide las otras dos, e incluso puedes agregar a más chicas, siempre y cuando las seis estén.
3.- NO es un Cross, solo vamos a usar el Ghoul como criatura mágica, a Tōka, Kaya, el Kagune y nada más de Tokyo Ghoul.
4.- La criatura Ghoul tiene que ser endémica de Japón, es decir: difiere de los Ghouls que ya existen en el canon de HP.
5.- Por naturaleza los Ghouls son... agresivos, así que el Fic tiene que ser bastante oscuro y sangriento.
6.- Quiero golpes para Snape, Ronald y Draco. Aunque bueno esa regla es más específica para ti que parecer tener alguna especie de... aprecio por la mierda esa de Snape.
7.- (Lo de la relación incestuosa por supuesto está implícita también, pero por si acaso, la agrego)
8.- El Fic tiene que comenzar en el tercer, cuarto o entre esos dos años.
9.- Tiene que contener Lemons.
10.- Fem-Harry tiene que crear una empresa en el mundo mágico, para hacerlo evolucionar, yo que se una empresa de celulares mágicos (esta idea fue tomada de Godfather and Godson by Mark_Ward)
11.- Tiene que haber un altercado con el mundo Muggle, no solo como referencia a Tokyo Ghōul sino también para que se demuestre aún más esa separación entre mundos.
Corte AKA Harén: Lily Potter, Hermione Granger, Daphne Greengrass, Padma Patil, Susan Bones, Tōka Kirishima, Pansy Parkinson, Kaya Irimi, Narcisa Malfoy.
Artemisa: Una Ghoul en Hogwarts (Segunda Versión)
61: Recuerdos, recuerdos.
Llamaron a la puerta en el preciso instante en que, dentro, un reloj daba las ocho. —Pasa —dijo Dumbledore, pero cuando Artemisa fue a empujar la puerta, ésta se abrió desde el interior. Allí estaba la profesora Trelawney. — ¡Ajá! —exclamó la bruja, señalando con dramatismo a Artemisa, Ron y Ginny, mientras parpadeaba tras sus lentes de aumento—. ¡Así que éste es el motivo de que me eches de tu despacho sin miramientos, Dumbledore!
—Mi querida Sybill —repuso Dumbledore con una leve exasperación—, no se trata de echarte sin miramientos de ningún sitio, pero Artemisa, Ginny y Ron tienen una cita, así que, francamente, creo que no hay más que hablar…
—Muy bien —dijo la profesora, dolida—. Si te resistes a desterrar a ese jamelgo usurpador… quizá yo encuentre un colegio donde se valoren más mis talentos… —Apartó a Artemisa y Ron de un empujón y desapareció por la escalera de caracol; la oyeron dar un traspié hacia la mitad de ésta y Ginny dedujo que había tropezado con uno de los chales que siempre llevaba colgando.
Dumbledore estaba una vez más, acompañado por los hermanos Weasley, pero en esta ocasión, logró su propósito: Artemisa Potter, estaba allí. Pero ahora, desearía jamás haber insistido tanto a Lily Potter y que Artemisa no estuviera presente. Cuando la vio, una sensación extraña y de peligro invisible, cubrió su oficina, y perduró todo lo que duró la "clase", mientras usaban el Pensadero, para mirar los recuerdos de Dumbledore, sobre un interrogatorio amistoso, con Cataractus Burke, uno de los fundadores del negocio Borgin & Burkes, en el Callejón Knokturn: —Sí, el guardapelo lo adquirimos en curiosas circunstancias —explicó el hombrecillo—. Lo trajo una joven bruja poco antes de Navidad. ¡Oh, sí, de eso hace ya muchos años! Dijo que necesitaba desesperadamente el oro; bueno, saltaba a la vista: se cubría con harapos y estaba muy avanzada…Quiero decir que iba a tener un bebé. Asimismo, dijo que ese guardapelo había pertenecido a Slytherin. Bueno, estamos hartos de escuchar historias semejantes: «Sí, se lo aseguro, ésta era la tetera favorita de Merlín.» Pero cuando lo examiné, vi que realmente tenía la marca de Slytherin, y bastaron unos sencillos hechizos para comprobar que la joven decía la verdad. Como es lógico, eso convertía aquel objeto en algo de valor incalculable, aunque ella parecía no tener ni idea de lo que valía. Pero se quedó satisfecha con los diez galeones. ¡Jamás habíamos hecho un negocio tan bueno!—Dumbledore le dio una enérgica sacudida al Pensadero, y Caractacus Burke volvió a sumergirse en los remolinos de recuerdos de los que había salido.
— ¿Sólo le dio diez galeones por el guardapelo? —preguntó Ginny, indignada.
—La generosidad no era la virtud más destacada de Caractacus Burke —comentó Dumbledore—. Así pues, sabemos que, hacia el final de su embarazo, Mérope vivía sola en Londres y necesitaba oro; estaba suficientemente desesperada para vender su única posesión valiosa, el guardapelo, una de las preciadas reliquias de familia de Sorvolo.
— ¡Pero si ella era una bruja! —se impacientó Ginny—. Podría haber conseguido comida y todo lo que necesitara mediante magia, ¿no?
—Hum, quizá sí. Pero, en mi opinión, cuando su esposo la abandonó, Mérope dejó de emplearla. Una vez más conjeturo, pero creo que tengo razón. Supongo que ya no quería seguir siendo bruja. También cabe la posibilidad, por supuesto, de que su amor no correspondido y su posterior desmoralización le socavaran los poderes; a veces ocurre. En cualquier caso, como estás a punto de ver, Mérope ni siquiera quiso levantar la varita mágica para salvar su vida.
— ¿Ni siquiera quiso hacerlo por su hijo? —preguntó Ron, dolido y finalmente entendido, todo lo ocurrido, en el recuerdo que acababan de ver.
—Sí, Mérope Ryddle eligió la muerte pese a tener un hijo que la necesitaba, pero no la juzguen de manera precipitada. Estaba muy debilitada como consecuencia de un prolongado sufrimiento emocional. —Expresó Dumbledore. —Y ahora, si hacen el favor de ponerse en pie… —Dumbledore derramó otro recuerdo e ingresaron al Pensadero.
Siguieron al Dumbledore más joven, hasta el orfanato dónde creció Voldemort. Vieron el primer encuentro de Dumbledore y Tom Ryddle, y como este último le hacía un favor a Tom Ryddle, enseñándole magia, al obligarlo a devolver las cosas, que había estado robando a sus otros compañeros del orfanato, entre ellos un yoyó, un dedal de plata y una vieja armónica. Los objetos dejaron de temblar y se quedaron quietos encima de las delgadas mantas. —Se los devolverás a sus propietarios y te disculparás —dijo Dumbledore al mismo tiempo que se guardaba la varita en la chaqueta—. Sabré si lo has hecho o no. Y te lo advierto: en Hogwarts no se toleran los robos. Tom Ryddle no parecía ni remotamente avergonzado; seguía mirando con frialdad a Dumbledore, como si intentara formarse un juicio sobre él.
Al cabo dijo con la misma voz monocorde: —Sí, señor.
—En Hogwarts no sólo te enseñaremos a utilizar la magia, sino también a controlarla. —Explicó el Dumbledore del recuerdo. —Has estado empleando tus poderes (involuntariamente, claro) de un modo que en nuestro colegio no se enseña ni se consiente. No eres el primero, ni serás el último, que no sabe controlar su magia. Pero te comunico que el colegio puede expulsar a los alumnos no gratos, y el Ministerio de Magia (sí, existe un ministerio) impone castigos aún más severos a los infractores de la ley. Todos los nuevos magos, al entrar en nuestro mundo, deben comprometerse a respetar nuestras leyes.
—Sí, señor —dijo Tom, sin una pizca de pena por ser descubierto, robando. Y devolvió el pequeño alijo de objetos robados a la caja de cartón y, cuando hubo terminado, se volvió hacia Dumbledore y dijo sin rodeos: —No tengo dinero.
—Eso tiene fácil remedio. —Y sacó una bolsita de monedas—. En Hogwarts hay un fondo destinado a quienes necesitan ayuda para comprar los libros y las túnicas. Algunos libros de hechizos quizá tengas que adquirirlos de segunda mano, pero…
— ¿Dónde se compran los libros de hechizos? —lo interrumpió el chico, que había cogido la pesada bolsita sin darle las gracias y examinaba un grueso galeón de oro.
—En el callejón Diagon. He traído la lista de libros y material que necesitarás. Puedo ayudarte a encontrarlo todo…
— ¿Quiere decir que me acompañará? —inquirió Tom levantando la cabeza.
—Sí, si tú…
—No es necesario. Estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo. Siempre voy solo a Londres. ¿Cómo se va al callejón Diagon… señor?
Ginny creyó que el profesor insistiría en acompañarlo, pero volvió a llevarse una sorpresa: Dumbledore le entregó el sobre con la lista del material y, después de explicarle cómo se llegaba al Caldero Chorreante, le dijo: —Tú lo verás, aunque los Muggles que haya por allí (es decir, la gente no mágica) no lo vean. Pregunta por Tom, el dueño; no te costará recordar su nombre, puesto que se llama como tú. —El chico hizo un gesto de irritación, como si quisiera ahuyentar una mosca molesta—. ¿Qué ocurre? ¿No te gusta tu nombre?
—Hay muchos Toms —masculló. Y como si no pudiera reprimir la pregunta o como si se le escapara a su pesar, preguntó—: ¿Mi padre era mago? Me han dicho que él también se llamaba Tom Ryddle.
—Me temo que no lo sé.
—Mi madre no podía ser bruja, porque en ese caso no habría muerto —razonó Tom como para sí. —El mago debió de ser él. Bueno, y una vez que tenga todo lo que necesito, ¿Cuándo debo presentarme en ese colegio Hogwarts?
—Encontrarás todos los detalles en la segunda hoja de pergamino que hay en el sobre. Saldrás de la estación de King's Cross el uno de septiembre. En el sobre también encontrarás un billete de tren.
Él asintió y Dumbledore se puso en pie y volvió a tenderle la mano. Mientras se la estrechaba, Tom dijo: —Sé hablar con las serpientes. Lo descubrí en las excursiones al campo. Ellas me buscan y me susurran cosas. ¿Les pasa eso a todos los magos?
—No es habitual —respondió Dumbledore tras una leve vacilación—, pero tampoco es insólito. Lo dijo con tono despreocupado, pero observó el rostro del muchacho. Ambos se miraron fijamente un instante. Luego se soltaron las manos y Dumbledore se dirigió hacia la puerta. —Adiós, Tom. Nos veremos en Hogwarts.
—Creo que ya es suficiente —dijo el Dumbledore de cabello blanco que los jóvenes tenían a su lado, y segundos más tarde los cuatro volvían a elevarse en la oscuridad, como si fueran ingrávidos, para aterrizar de pie en el despacho del director. —Siéntense —dijo éste.
Artemisa lo hizo, mientras suspiraba y trataba de relajar su mente, una vez más, colmada de las escenas que acababa de presenciar. Decidió hablar. Ahora, sabiendo que no podía confiar en el anciano plenamente, y (seguramente) él sabiendo, que ella no confiaba en él, era mucho más cuidadosos, con sus palabras y les constaba mucho más, hablar el uno, con el otro y eso, era algo que Dumbledore detestaba. —Él le creyó mucho más deprisa que yo. Me refiero a cuando usted le reveló que era un mago —comentó la pelinegra, mientras una sonrisa, se formaba en sus labios. —. En cambio, cuando a mí me lo dijo Hagrid, no le creí.
—Sí, Ryddle estaba dispuesto a creer que era… «especial», para emplear sus propias palabras. —Dijo Dumbledore.
— ¿Y usted ya lo sabía, no es así, señor? —preguntó Ron, con los ojos ardiendo en llamas de deseo, por conocer la respuesta.
Dumbledore le enseñó una sonrisa de abuelo, a los tres jóvenes. Pero su sonrisa se borró de sus labios, al ver que la pelinegra, no se mostraba afectada, por sus trucos, como en sus dos primeros años. Y mentalmente suspiró, mientras lamentaba, como habían acabado siendo las cosas. — ¿Si sabía que acababa de conocer al mago tenebroso más peligroso de todos los tiempos? No, no sospechaba que se convertiría en lo que es ahora. —Suspiró en voz alta. —Sin embargo, no cabe duda de que me intrigaba. Regresé a Hogwarts con la intención de vigilarlo de cerca, algo que habría hecho de cualquier forma, dado que él estaba solo en el mundo, sin familia y sin amigos, pero ya entonces intuí que debía hacerlo tanto por su bien como por el de los demás. —E hizo una pausa, mientras apoyaba suavemente, sus manos en el escritorio. —Como se habrán dado cuenta, tenía unos poderes mágicos muy desarrollados para tratarse de un mago tan joven, pero lo más interesante e inquietante es que ya había descubierto que podía ejercer cierto control sobre ellos y empezado a utilizarlos de forma intencionada. Y como has visto, no eran experimentos hechos al azar, típicos de los magos jóvenes, sino que utilizaba la magia contra otras personas para asustar, castigar o dominar. Las historias del conejo que apareció colgado de una viga y de los niños a quienes llevó con engaños a una cueva movían a reflexión. "Puedo hacerles daño si quiero…"Ryddle... él... demostró su desprecio por cualquier cosa que lo vinculara a otras personas, o que lo hiciera parecer normal —explicó el director—. Ya por entonces él quería ser diferente, distinguido y célebre. Como bien sabes tú, Artemisa: pocos años después de esa conversación, se despojó de su nombre y creó la máscara de «lord Voldemort», detrás de la cual se ha ocultado durante mucho tiempo. Espero que también hayan reparado en que Tom Ryddle era una persona autosuficiente, reservada y solitaria; al parecer no tenía amigos. No quiso ayuda ni compañía para hacer su visita al callejón Diagon. Prefería moverse solo. El Voldemort adulto es igual. Muchos de sus Mortífagos aseguran que él confía en ellos, que son los únicos que están a su lado o que lo entienden. Pero se equivocan. Lord Voldemort nunca ha tenido amigos, ni creo que haya deseado tenerlos.
—Cuando Tom conquiste el mundo... primero asesinará a todas las criaturas mágicas. Luego, seguirán a los Muggles o los volverá estériles, para que no puedan traer más hijos mágicos al mundo —dijo Artemisa, mientras miraba el atardecer, por la ventana. —Después, obligará a los Mestizos a jurarle lealtad, pues ya la tendrá de los Sangre Pura, y obligará a todos, a que tengan más y más hijos, comprobará por sí mismo, que sean mágicos y si son Squibs, los asesinará. Probablemente, ante sus propios padres. —Y se hizo el silencio.
—Coincidirán conmigo en que, por ahora, les he mostrado fuentes de información considerablemente sólidas para mis deducciones acerca de lo que Voldemort había hecho hasta cumplir diecisiete años. —los tres asintieron con la cabeza, aunque Artemisa algo distraída. —Sin embargo, a partir de ese momento —prosiguió el director— las cosas se vuelven cada vez más turbias y extrañas. Si ya resultó difícil hallar testimonios que pudieran hablar del Tom Ryddle niño, ha resultado casi imposible encontrar a alguien dispuesto a recordar al Voldemort adulto. De hecho, dudo que exista alguna persona viva, aparte de él mismo, que pueda ofrecer un relato completo de sus andanzas desde que abandonó Hogwarts. Con todo, conservo otros dos recuerdos que me gustaría compartir contigo. —Señaló las dos botellitas de cristal que relucían junto al Pensadero—. Después me darás tu opinión sobre las conclusiones que he extraído de ellos. Como quizá se hayan imaginado, Tom llegó al séptimo año de su escolarización con excelentes notas en todas las asignaturas que cursó. Sus compañeros de estudios trataban de decidir a qué profesión se dedicarían cuando salieran de Hogwarts, y casi todo el mundo esperaba cosas espectaculares de Tom Ryddle, que había sido prefecto, delegado y ganador del Premio por Servicios Especiales. Me consta que varios profesores, entre ellos Horace Slughorn, le propusieron que entrara a trabajar en el Ministerio de Magia y se ofrecieron para conseguirle empleo y ponerlo en contacto con personas influyentes. Pues bien, él rechazó todas esas ofertas. Antes de que el profesorado se diera cuenta, Voldemort estaba trabajando en Borgin y Burkes.
— ¿En Borgin y Burkes? —repitió Ginny con asombrada.
—Sí, así es. Ya verán qué atractivos le ofrecía ese lugar cuando entremos en el recuerdo de Hokey. Sin embargo, ésa no fue la primera opción de empleo que eligió Voldemort, aunque en esa época no lo supo casi nadie (yo fui una de las pocas personas a quienes se lo confió el por entonces director del colegio, el profesor Dippet). Así pues, Voldemort fue a ver al director y le pidió quedarse en Hogwarts trabajando como profesor.
— ¿Quería quedarse aquí? ¿Por qué? —preguntó Ron, todavía más extrañado, y sufriendo un escalofrío, al imaginarse a Quién-Tu-Sabes, paseándose por los pasillos del colegio.
—Creo que tenía varias razones, pero no le comentó ninguna al profesor Dippet. En primer lugar, y esto es muy importante, creo que Voldemort le tenía más cariño a Hogwarts del que jamás le ha tenido a ninguna persona. Aquí había sido feliz; este colegio era el único lugar donde había estado a gusto. —Ron y Ginny reaccionaron con incomodidad al escuchar estas palabras porque era exactamente el mismo sentimiento que él experimentaba respecto a Hogwarts—. En segundo lugar, el castillo es un baluarte de la magia antigua. Sin duda alguna, Voldemort descifró muchos más secretos que la mayoría de los estudiantes que pasan por el colegio, pero es probable que sospechara que todavía quedaban misterios por desvelar, reservas de magia que explotar… Y, en tercer lugar, como profesor habría ejercido mucho poder y considerable influencia sobre un gran número de jóvenes magos y brujas. Quizá sacó esa idea del profesor Slughorn, que era con quien se llevaba mejor, ya que éste le había demostrado que un profesor podía tener un papel muy influyente. Nunca he concebido que Voldemort tuviera pensado quedarse el resto de su vida en Hogwarts, pero sí creo que consideraba que el colegio era un útil terreno de reclutamiento y un sitio donde podría empezar a formar un ejército.
— ¿Y qué pasó? —preguntó Ginny. — ¿No lo aceptaron?
—No —dijo Dumbledore, nuevamente sintiéndose desilusionado, de que Artemisa casi no participara en estas reuniones, y solo hablara un poco. Odiaba profundamente, esa mirada que tenía actualmente. Esa mirada y ese aire de "Todo terminó" o "Lo tengo todo fríamente calculado". —El profesor Dippet le dijo que era demasiado joven (tenía dieciocho años), pero le sugirió que volviera a intentarlo pasados unos años, si aún seguía interesándole la docencia.
—¿Qué opinó usted de eso, señor? —preguntó Ron, vacilante.
—Me produjo un profundo desasosiego. Le aconsejé a Dippet que no le concediera el empleo. No le planteé las razones que te he dado a ti porque él apreciaba mucho a Voldemort y creía que era una persona honrada, pero yo no quería que ese muchacho volviera a este colegio, y menos aún que ocupara un puesto de poder.
— ¿Qué puesto solicitó, señor? ¿Qué asignatura quería enseñar? —preguntó Ron.
Dumbledore miró a Artemisa, quien ni siquiera lo miraba a él. Se puso de pie e inspeccionó los libros, del director. —Defensa Contra las Artes Oscuras. En esa época la impartía una anciana profesora, Galatea Merrythought, que llevaba casi cincuenta años en Hogwarts. Pues bien, Voldemort se fue a trabajar a Borgin y Burkes, y todos los maestros que lo admiraban lamentaron que un joven mago tan brillante acabara trabajando en una tienda, menudo desperdicio. Sin embargo, no era un simple dependiente. Al ser educado, atractivo e inteligente, pronto empezaron a asignarle ciertas tareas especiales, propias de un sitio como Borgin y Burkes. Como bien saben, esa tienda se ha especializado en objetos con propiedades inusuales y poderosas. Bien, los dueños lo enviaban a convencer a la gente de que vendiese sus tesoros, y a decir de todos, tenía un talento especial para persuadir a cualquiera.
Y se sumergieron en otro recuerdo. Uno que Artemisa recordaba, bastante bien.
(...) —Me envían aquí por ellas —repuso Voldemort con calma—. Señora, yo sólo soy un pobre dependiente que hace lo que le mandan. El señor Burke quiere que le pregunte… quiere mejorar su oferta por esa armadura fabricada por duendes —contestó—. Le ofrece Quinientos Galeones. Dice que es una suma más que razonable…
— ¡Voy a enseñarte una cosa que nunca le he mostrado al señor Burke! ¿Sabes guardar un secreto, Tom? ¿Me prometes que no le dirás que lo tengo? ¡Él no me dejaría en paz si supiera que te lo he enseñado, pero no pienso vendérselo a Burke ni a nadie! Pero tú, Tom, seguro que lo valorarás por su historia y no por los galeones que podrías conseguir con él…
—Será un placer ver cualquier cosa, que la señora Hepzibah tenga a bien enseñarme —replicó el joven sin alterar el tono, y Hepzibah soltó otra risita ingenua.
—Le pedí a Hokey que lo trajera… ¿Dónde estás, Hokey? Quiero enseñarle al señor Ryddle nuestro tesoro más valioso. Mira, ya que estamos en ello, trae los dos…
—Aquí tiene, señora —dijo la estridente voz de la elfina, y Clarisse, Ron y Ginyy, vieron dos cajas de piel, una encima de otra, que cruzaban la habitación como por voluntad propia, aunque sabía que la diminuta elfina las sostenía encima de la cabeza mientras se abría paso entre mesas, pufs y taburetes.
—Eso es —dijo Hepzibah con jovialidad, y cogió las cajas, se las puso sobre el regazo y se dispuso abrir la primera—. Me parece que esto te va a gustar, Tom… ¡Si mi familia supiera que te la he enseñado…! Están deseando apropiársela. —La mujer abrió la tapa. Artemisa fue la primera acercarse, luego lo hicieron sus acompañantes y distinguió lo que parecía una pequeña copa de oro con dos asas finamente cinceladas. —A ver si sabes qué es, Tom. "Cógela y examínala" —susurró Hepzibah.
Voldemort tendió su mano de largos dedos e, introduciendo el índice por un asa, levantó la copa con cuidado de su mullido envoltorio de seda. A Artemisa le pareció percibir un destello rojo en los oscuros ojos de Voldemort. Curiosamente, su expresión de codicia se reflejaba en el rostro de Hepzibah, cuyos diminutos ojos estaban clavados en las hermosas facciones del joven. —Un tejón —murmuró Voldemort al examinar el grabado de la copa—. Eso significa que pertenecía a…
—¡Helga Hufflepuff, como tú bien sabes porque eres un chico muy inteligente! —exclamó Hepzibah. Se inclinó hacia delante con un crujido de corsés y le pellizcó la hundida mejilla. — ¿Nunca te he dicho que soy descendiente suya? Esta copa lleva años pasando de padres a hijos. ¿Verdad que es preciosa? Además, dicen que posee poderes asombrosos, pero eso nunca lo he comprobado porque siempre la he tenido guardada aquí, a salvo… —Recuperó la copa, sostenida por el largo dedo índice de Voldemort, y la devolvió con cuidado a su caja, esforzándose en colocarla en su posición original, de modo que no reparó en la sombra que cruzó el semblante del joven al quedarse sin la copa. —A ver —prosiguió Hepzibah con alegría—, ¿Dónde está Hokey? ¡Ah, sí, aquí estás! Ésta ya puedes llevártela… La elfina, obediente, la cogió y Hepzibah dirigió su atención a la otra caja, bastante más plana. —Me parece que esto te va a gustar aún más, Tom —susurró—. Acércate un poco, querido, para que puedas ver… Burke sabe que lo tengo, desde luego. Se lo compré a él y creo que no me equivoco si digo que le encantaría recuperarlo el día que yo me vaya… Deslizó el delgado y afiligranado cierre y abrió la caja. Sobre el liso terciopelo encarnado había un voluminoso guardapelo de oro. Esta vez Voldemort tendió la mano antes de que lo invitaran a hacerlo, cogió el guardapelo, lo acercó a la luz y lo examinó con gran atención.
—La marca de Slytherin —murmuró con embeleso mientras la luz arrancaba destellos a una ornamentada «S».
—¡Exacto! —confirmó Hepzibah, complacida por el interés del joven—. Me costó una fortuna, pero no podía dejar escapar semejante tesoro; tenía que conseguirlo para mi colección. Al parecer, Burke se lo compró a una andrajosa que seguramente lo había robado, aunque no tenía ni idea de su verdadero valor… —Esta vez no hubo ninguna duda: los ojos de Voldemort lanzaron un destello rojo al escuchar aquellas palabras, y Artemisa vio cómo apretaba con fuerza el puño con que agarraba la cadena del guardapelo. —Supongo que Burke le pagó una miseria, pero ya lo ves… ¿Verdad que es precioso? Y también se le atribuyen todo tipo de poderes, aunque yo me limito a tenerlo bien guardadito aquí… —Estiró el brazo para recuperar el guardapelo. Por un instante la Ghōul pensó que Voldemort no lo soltaría, pero la cadena se le deslizó entre los dedos y finalmente la joya volvió a reposar en el terciopelo rojo. —¡Ya lo has visto, querido Tom, y espero que te haya gustado! —Hepzibah lo miró a los ojos, radiante, pero de pronto su sonrisa flaqueó—. ¿Te encuentras bien, querido?
—Sí. Me encuentro perfectamente bien, no se preocupe —dijo Tom rápidamente, recuperando la compostura.
—Toma, Hokey, llévate estas cajas y guárdalas bajo llave… y haz los sortilegios de siempre.
Y ellos, regresaron a la oficina.
Nadie dijo nada, hasta que Artemisa exhaló, para controlar su temperamento, mientras se llevaba una mano a la cara, y masajeaba sus ojos. —Déjenme ver si adivino. —Fingió enfado y fingió que daría un tiro certero a la oscuridad. —Unos días después: o Hepzibah apareció muerta, en misteriosas circunstancias... o ambas reliquias, fueron robadas.
Dumbledore asintió, lleno de pena. —El ministerio condenó a Hokey por el envenenamiento accidental del chocolate de su ama. Ciertamente, hay varias coincidencias entre esa muerte y la de los Ryddle. En ambos casos culparon a otra persona, a alguien que recordaba con claridad haber causado la muerte… Hoker recordaba haber puesto algo en el chocolate de su ama que resultó no ser azúcar, sino un veneno mortal poco conocido. Y llegaron a la conclusión de que la elfina no lo había puesto a propósito, sino que como era muy anciana y muy despistada…
—Solo la inculparon, porque era una elfina doméstica —terminó Artemisa. Pocas veces había estado más de acuerdo con la sociedad que había creado Hermione, la PEDDO.
—Exacto —confirmó Dumbledore—. Era muy mayor y como admitió haber puesto algo en la bebida, nadie del ministerio se molestó en seguir investigando. Igual que en el caso de Morfin, cuando di con ella y conseguí extraerle ese recuerdo, la elfina estaba a punto de morir; pero, como comprenderás, lo único que demuestra su recuerdo es que Voldemort conocía la existencia de la copa y el guardapelo. Cuando condenaron a Hokey, la familia de Hepzibah ya sabía que faltaban dos de los más preciados tesoros de la anciana bruja. Tardaron un tiempo en averiguarlo porque la mujer tenía muchos escondites; siempre había guardado celosamente su colección. Pero, antes de que los parientes comprobaran que la copa y el guardapelo habían desaparecido, el dependiente que trabajaba en Borgin y Burkes, aquel joven que había visitado a menudo a Hepzibah y la había conquistado con sus encantos, dejó su empleo y se marchó. Los dueños de la tienda ignoraban adónde había ido y estaban tan asombrados como todo el mundo de su marcha. Y durante mucho tiempo nadie volvió a ver ni oír hablar de Tom Ryddle. Y como mínimo, considerara que el guardapelo era suyo por legítimo derecho.
—Y el muy cabrón, convirtió ambos, en Horrocruxes —pensó una muy enfadada Artemisa.
Y vieron un último recuerdo.
Daba la impresión de que el Dumbledore más joven esperaba que ocurriera algo, y, en efecto, poco después llamaron a la puerta y el director dijo: «Pase»
A Ron y a Ginny se les escapó un grito ahogado al ver entrar a Voldemort. Artemisa hizo una clara mueca de asco.
Sus facciones no eran las mismas que la chica había visto surgir del gran caldero de piedra casi dos años atrás: no recordaban tanto a una serpiente, los ojos todavía no se habían vuelto rojos y la cara aún no parecía una máscara; sin embargo, aquél ya no era el atractivo Tom Ryddle. Era como si el rostro se le hubiera quemado y desdibujado: sus rasgos tenían un extraño aspecto, ceroso y deforme, y el blanco de los ojos estaba enrojecido, aunque las pupilas aún no se habían convertido en las finas rendijas que Artemisa había visto en otras ocasiones. Llevaba una larga capa negra y tenía el semblante tan blanco como la nieve que le relucía sobre los hombros.
El Dumbledore que estaba sentado a la mesa no dio muestras de sorpresa. Resultaba evidente que la visita estaba concertada. —Buenas noches, Tom —saludó Dumbledore—. ¿Quieres sentarte, por favor?
—Gracias —respondió Voldemort, y ocupó el asiento que le señalaba, el mismo del que Artemisa acababa de levantarse en el presente—. Me enteré de que lo habían nombrado director —dijo con una voz ligeramente más alta y fría que antes—. Una loable elección.
—Me alegro de que la apruebes —replicó Dumbledore con una sonrisa—. ¿Te apetece beber algo?
—Sí, gracias. Vengo de muy lejos.
Dumbledore se levantó y fue hasta el armario donde ahora guardaba el Pensadero, pero que entonces era una especie de mueble-bar. Tras ofrecer a Voldemort una copa de vino y llenar otra para él, volvió a sentarse. —Y bien, Tom… ¿a qué debo el honor de tu visita?
—Ya no me llaman «Tom» —puntualizó—. Ahora me conocen como…
—Ya sé cómo te conocen —lo interrumpió Dumbledore sonriendo con cordialidad—. Pero para mí siempre serás Tom Ryddle. Me temo que ésa es una de las cosas más fastidiosas de los viejos profesores: que nunca llegan a olvidar los años de juventud de sus pupilos. —Alzó su copa como si brindara con Voldemort, cuyo semblante permanecía inexpresivo. La negativa de Dumbledore a utilizar el nombre que Voldemort había elegido significaba que no le permitía dictar los términos de la reunión.
—Me sorprende que usted haya permanecido tanto tiempo aquí —dijo Voldemort tras una breve pausa—. Siempre me pregunté por qué un mago de su categoría nunca había querido abandonar el colegio. Quizás... aquel que mató a Grildelwald, llegaría tarde o temprano a tomar, el puesto de Ministro de Magia.
—Verás —repuso Dumbledore sin dejar de sonreír—, para un mago de mi categoría no hay nada más importante que transmitir la sabiduría ancestral y ayudar a aguzar la mente de los jóvenes. Si no recuerdo mal, en una ocasión tú también sentiste el atractivo de la docencia.
Voldemort sonrió. —Aunque quizá haya tardado más de lo que imaginó el profesor Dippet, he vuelto para solicitar por segunda vez lo que él me negó en su día por considerarme demasiado joven. He venido a pedirle que me deje enseñar en este castillo. Supongo que sabrá que he visto y hecho muchas cosas desde que me marché de aquí. Podría mostrar y explicar a sus alumnos cosas que ellos jamás aprenderán de ningún otro mago.
Antes de replicar, Dumbledore lo observó unos instantes por encima de su copa. —Sí, desde luego, sé que has visto y hecho muchas cosas desde que nos dejaste —dijo con serenidad. —Los rumores de tus andanzas han llegado a tu antiguo colegio, Tom. Pero lamentaría que la mitad de ellos fueran ciertos.
—La grandeza inspira envidia, la envidia engendra rencor y el rencor genera mentiras. Usted debería saberlo, Dumbledore.
— ¿Llamas «grandeza» a eso que has estado haciendo? —repuso Dumbledore con delicadeza.
—Por supuesto —aseguró Voldemort, y dio la impresión de que sus ojos llameaban—. He experimentado. He forzado los límites de la magia como quizá nunca lo había hecho nadie…
—De cierta clase de magia —precisó Dumbledore sin alterarse—, de cierta clase. En cambio, de otras clases de magia exhibes (perdona que te lo diga) una deplorable ignorancia.
—Pero nada de lo que he visto en el mundo confirma su famosa teoría de que el amor es más poderoso que la clase de magia que yo practico, Dumbledore.
—A lo mejor es que no has buscado donde debías.
—En ese caso, ¿Dónde mejor que en Hogwarts podría empezar mis nuevas investigaciones? ¿Me dejará volver? ¿Me dejará compartir mis conocimientos con sus alumnos? Pongo mi talento y mi persona a su disposición. Estoy a sus órdenes.
— ¿Y qué será de aquellos que están a tus órdenes? ¿Qué será de esos que se hacen llamar, según se rumorea, «Mortífagos»? —preguntó Dumbledore arqueando las cejas. A Voldemort le sorprendía que el director conociera ese nombre y observó cómo sus ojos volvían a emitir destellos rojos y los estrechos orificios nasales se le ensanchaban.
—Mis amigos se las arreglarán sin mí —dijo al fin, desechando el problema, con un gesto de mano—, estoy seguro.
—Me alegra oír que los consideras tus amigos. Me daba la impresión de que encajaban mejor en la categoría de sirvientes.
Voldemort negó con la cabeza, con un toque... mecánico... robótico y lento. —Se equivoca.
—Entonces, si esta noche se me ocurriera ir a Cabeza de Puerco, ¿no me encontraría a algunos de ellos (Nott, Rosier, Mulciber, Dolohov) esperándote allí? Unos amigos muy fieles, he de reconocer, dispuestos a viajar hasta tan lejos en medio de la nevada, sólo para desearte buena suerte en tu intento de conseguir un puesto de profesor. Y ahora, Tom… —Dejó su copa vacía encima de la mesa y se enderezó en el asiento al tiempo que juntaba la yema de los dedos componiendo un gesto muy suyo—. Ahora hablemos con franqueza. ¿Por qué has venido esta noche, rodeado de esbirros, a solicitar un empleo que ambos sabemos que no te interesa?
— ¿Qué no me interesa? —Voldemort se sorprendió sin alterarse—. Al contrario, Dumbledore, me interesa mucho.
—Mira, tú quieres volver a Hogwarts, pero no te interesa enseñar, ni te interesaba cuando tenías dieciocho años. —dijo Dumbledore, ya cansado de que Tom, estuviera dando vueltas, ante algo que jamás, conseguiría. Y eso, ambos lo sabían. — ¿Qué buscas, Tom? ¿Por qué no lo pides abiertamente de una vez?
Voldemort sonrió con ironía. —Si no quiere darme trabajo…
—Claro que no quiero. Y no creo que esperaras que te lo diera. A pesar de todo, has venido hasta aquí y me lo has pedido, y eso significa que tienes algún propósito.
Voldemort se levantó. La rabia que sentía se reflejaba en sus facciones y ya no se parecía en nada a Tom Ryddle. —¿Es su última palabra?
—Sí —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
—En ese caso, no tenemos nada más que decirnos.
—No, nada —convino Dumbledore, y una profunda tristeza se reflejó en su semblante—. Quedan muy lejos los tiempos en que podía asustarte con un armario en llamas y obligarte a pagar por tus delitos. Pero me gustaría poder hacerlo, Tom, me gustaría… —Voldemort había salido y la puerta se estaba cerrando tras él.
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Al día siguiente de la reunión, Lily Potter ingresó en la oficina de Dumbledore, y golpeó el escritorio, con sus manos abiertas. —Artemisa me lo ha contado todo, sobre estas reuniones, del pasado de Ryddle. Y espero sinceramente, que esto no tenga NADA que ver, con la dichosa cicatriz, que ella solía tener en su frente. El Guardapelo de Salazar y la Copa de Helga, la Tiara de Rowena, el Diario del propio Tom Ryddle; la puñetera serpiente, que fue asesinada el año pasado, el Anillo del cual mi hija y Sirius se encargaron, a la mañana siguiente del combate en el Cementerio y.… la cicatriz, que se evaporó, luego de que Artemisa muriera, aquella noche de 1993, cuando Sirius fue por Peter. —Los ojos de Dumbledore, se abrieron tanto, que casi se le salen de las cuencas. —Voy a pedirte, que dejes de llamar a mi hija, a estas estúpidas reuniones. Lo único que hace falta, es que ella asesine a ese bastardo y entonces, será el final.
