Al anochecer
La luz de la luna se colaba suavemente por los numerosos tragaluces en el techo de la edificación, tiñendo suavemente el espacio de plata, tanto a piedra como a piel. Todos los presentes parecían bendecidos con el don de la luna, que fulguraba gentilmente en sus rostros. Voces insidiosas habrían dicho de la escena: "La luz de la luna les otorga una palidez cadavérica, y sombras extrañas y malévolas se agazapan en los rincones". Sin embargo, a Diana nunca le habría parecido así entonces, mucho menos ahora. La luz lunar los acogía, los dejaba ver, pero no los cegaba, no descubría todo con gesto inmisericorde como la Sol. El fulgor plateado los fundía amablemente con la noche, cubriéndolos, protegiéndolos. La luna era la madre que acompañaba a los viajeros en las más oscuras situaciones, la que amparaba a los abandonados, el pañuelo de lágrimas de los excluidos. Como ella. Como todos los que la rodeaban en el templo. Por eso, parecía apropiado prepararse para el enfrentamiento con una plegaria a Ella. A su gentil señora ponía por testigo del encuentro que tendría lugar. A Ella rogaba por una resolución favorable.
Los Lunari a su alrededor la miraban con ojos preocupados, oraciones susurradas apresuradamente en sus labios. Diana sabía a lo que temían. La reputación de los Solari de invencibles había sido demostrada en decenas de lides, y su capitana, guía y pilar, la Elegida de la Sol, era una figura temible cuyas terribles hazañas ponían temor en el corazón de sus enemigos. Diana, en cambio, no temía a la derrota. Cada vez que se habían enfrentado medio en serio había ganado, y aunque estaba segura de que su rival sólo se había hecho más fuerte, lo mismo aplicaba para ella misma, por lo que estaba muy segura de poder ganar, si llegaba a eso. Si tenía que llegar a eso. Si la mala fortuna no le dejaba más remedio que enfrentarla en combate. Porque la Elegida de la Luna no quería tener que enfrentarla. Leona… ella había sido la Luna de su vida en un mar de oscuridad, la que le tendió cálidamente la mano cuando todo el mundo la despreció. La única que la escuchó, la única que se quedó con ella… aquella que le había hecho sentir cosas que nadie antes ni nadie después fue capaz de hacerla sentir. Es cierto que, después de su rebelión, conoció a mucha gente, muchos hermanos y hermanas, pero ninguno logró llenar el vacío que había dejado esa fulgurante compañera… la única a la que había abierto realmente su corazón. Leona, ella era… muy probablemente… la persona que más quería en el mundo. Y estaba segura de que en su momento había sido recíproco ¿Lo seguiría siendo? ¿O el sanguinario sendero que había tomado hasta ahora la había cambiado? ¿Por qué, aquel amanecer fatídico, no escuchó? La peliblanca podía entender a aquellos ancianos y ancianas conservadores, retrógrados, que no habían podido soportar que sus mentiras quedaran al descubierto. Pero ¿Por qué ella no? No era ninguna tonta y sabía que algo le estaban escondiendo. Y ella había podido darse cuenta de que la Sol no era el único lucero en cielo ¿Por qué, al final, se aferró tan desesperadamente a una fe falsa? Si tan solo hubiera escuchado… todo sería tan distinto… No habría guerra entre Solaris y Lunaris. Juntas, con la bendición de los Aspectos, habrían podido corregir aquel sistema absurdo y dar un nuevo amanecer de comprensión para los Solaris y un anochecer de tranquilidad a los Lunaris ¿Podría convencerla ahora, pasados tantos años, de su error? ¿Podría hacer que escuchara? Aunque sabía que las probabilidades estaban en su contra, la esperanza pulsaba en el pecho de Diana con cada latido. Ella había visto las visiones, borrosas y confusas al principio, más definidas luego, que mostraban una época distinta, donde ambos credos convivían en paz. Era una clara señal de que aquel conflicto no tenía razón de ser. Si la castaña había visto lo mismo ¿No sería mucho más fácil para ella sacarse esa venda que se había autoimpuesto y escuchar sus razones? ¿No estaría tal vez incluso dispuesta a unir fuerzas? No era un escenario muy probable, pero era muy posible. Y esa posibilidad mantenía encendida la luz de la esperanza en el pecho de la Elegida de la Luna.
Pero junto a esa esperanza también vivía su contraparte, el miedo ¿Qué pasaría si Leona no había visto las visiones? ¿Y si ahora era tan Solari como la sacerdotisa mayor, y se negaba a escuchar nada? ¿Y si la atacaba nada más verla? Si terminaban enfrascadas en un combate… ¿Podría darse el lujo de dejarla ir, por esta vez? No. Diana sabía que era demasiado peligroso. Los Solari ya se habían acercado de forma alarmante a los reductos Lunari, y si no fuera por el poderoso guerrero Aphelios todo habría terminado en tragedia. Si a eso se le sumaba la aparición de la Elegida de la Luna, estaba segura de que esos asesinos movilizarían todo lo que tenían para eliminarlos. De modo que lo único que ella podía hacer para impedir la matanza de su gente era apartar a Leona de los Solari… de una forma u otra ¿Podría… sería lo suficientemente poderosa como para reducir a Leona sin matarla? Aquella era una posibilidad muy remota, casi imposible. Leona era una guerrera sobresaliente, y con el poder de la Sol de su lado, probablemente tendría que poner todo de sí para derrotarla, sin poder contenerse. Y si no se contenía, la mataría, estaba segura de ello. A su alrededor, los ojos de sus correligionarios ardían. Ellos deseaban que su campeona acabara con la Elegida de la Sol y los guiara a una victoria libertadora sobre los Solari, lo podía sentir en la forma en que vibraban sus voces en la liturgia, en sus cantos de guerra mientras la despedían en la entrada del pueblo. No había perdón o conciliación posibles en sus mentes y en sus corazones ¿Cómo se tomarían que su defensora le perdonara la vida a su mayor enemiga? Seguramente no muy bien. Tal vez, la pregunta que Diana se debería estar haciendo era ¿Tendría el valor de matarla, si tenía que? Sólo imaginar una escena así hacía que pareciera que su corazón iba a explotar de pena. Pero era un dolor viejo. Un dolor que arrastraba desde que la había dejado tirada inconsciente en la cima del Monte, para nunca más volver a verla. Habían pasado largos años ya. Todo en su vida había cambiado. Leona ya no era la Sol que alegraba sus días, sino el fantasma inmisericorde que la perseguía, amenazando su vida y su libertad ¿Tal vez, debería abandonar un pasado que ya era irrecuperable y sencillamente abrazar su rol como líder de los Lunari? Pero ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo abandonar los cálidos sentimientos que afloraban en su corazón cuando pensaba en su antigua amante? Y ella había visto las visiones, esas tan confusas que había podido sacar poco en limpio, pero que mostraban un futuro terrible donde ambas serían necesarias. A pesar de lo que creyeran los sobrevivientes Lunari o los opresores Solari, tanto la Sol como la Luna debían iluminar el cielo. Y sin embargo… a medida que el cielo se teñía de rojo y la Luna se escondía de la Sol triunfante… Diana no pudo evitar sentir que el destino guiaba sus pasos hacia un derrotero sangriento.
