Prólogo

En el Bosque de Hyrule, los árboles habían crecido de tal forma, tan descontrolada, que apenas dejaban huecos libres entre ellos. El suelo estaba cubierto de helechos y arbustos. Al ser otoño, los colores que predominaban eran ocres: marrón, amarillo, algo de verde y por último un toque de rojo. El árbol bajo el que estaba descansando, ella y su caballo Ajedrez tenía todas las hojas de este color. Una de ellas se despegó de la rama, y se deslizó por el aire, bailando, hasta posarse entre los cabellos, del mismo tono rojo carmesí.

La chica hizo un gesto de fastidio y se quitó la hoja. En vez de tirarla, la sopló y miró como caía hasta el suelo.

Estaba siendo una misión muy larga. Usó la brújula que tenía en la mano, y volvió a consultar el mapa. Tendría que haberse negado. Estaba ocupada, era el primer caballero de Hyrule. Había regresado de Labrynnia para pasar por la fortaleza gerudo. Su amiga Nabooru le había pedido que la ayudara con un monstruo llamado moldora, que vivía en las arenas. Después, el rey le había enviado un mensaje usando a Kaepora Gaebora. Cuando Zelda lo leyó, con la sangre del moldora secándose aún en su piel, suspiró y le pidió a Kaepora si podía llevarla.

– A ti sí, pero a tu montura no – respondió el búho, haciendo girar la cabeza.

"Y pensé que el pobre Ajedrez no se lo merecía, y aquí estoy"

El mensaje era una petición del rey. Había un problema relacionado con los zoras y el profesor Hederick Sapón. Puso rumbo al lago Hylia, cabalgando día y noche, casi sin descanso. El motivo de su prisa no era tanto la misión, sino que quería acabar cuanto antes para ir a Kakariko y ver al rey en persona. No le veía desde hacía un año. Y el tiempo se echaba encima, quería estar allí la primera semana de noviembre.

Zelda Esparaván, primer caballero de Hyrule, salvadora del reino y de su actual rey, se puso en pie. Casi dos semanas antes, llegó al lago Hylia para hablar con el profesor que vivía allí. Desde la guerra y desde que habían llegado los buenos tiempos, el profesor Hederick Sapón había cambiado un poco. Lo primero, que durante la guerra donde prestó sus servicios como médico conoció a una guerrero gerudo, y se casó con ella. La mujer se había puesto a trabajar de inmediato como asistente del doctor, aprendiendo muy rápido. A Zelda le sorprendió que una mujer criada entre las dunas del desierto gerudo fuera capaz de memorizar y reconocer especies acuáticas. "Lo que hace el amor" dijo el profesor, mientras suspiraba. Además, no solo se habían casado, sino que habían adoptado a dos de los niños que vivían en el refugio del bosque. Leclas tenía sus dudas, decía que el lago Hylia estaba un poco aislado y esos niños no iban a asistir a la escuela ni tener más amigos, pero al final accedió. Mientras estuvo allí, Zelda fue testigo de la extraordinaria familia Sapón: él, viejo y arrugado pero sonriente, ella, una alta gerudo de pelo gris, su hija Saria, una de las niñas más sabias y tranquilas del grupo, junto con Alorio, uno de los más pequeños y que había perdido un brazo antes de llegar al refugio.

El profesor Sapón le contó que, desde hacía un mes, las aguas del lago Hylia descendían verdosas. En un principio, pensó que se trataba de un problema con las algas del lecho, pero tras exhaustivos análisis, el profesor comprendió que el fallo provenía de una alta cascada, que alimentaba el lago, y que era parte del recorrido del río.

– Los zoras creen que este color se debe a que algo está pasando en su antiguo dominio. Se trata de un lugar en el bosque Perdido, pero ni ellos son capaces de decir donde está…

"Menos mal que tengo este mapa..."

El rey le había hecho llegar, también a través de Kaepora, un mapa de más de cien años, que había encontrado en la antigua biblioteca del palacio, lo poco que había sobrevivido a la guerra. Según él, mostraba lugares de Hyrule en la antigüedad, pero era poco preciso. Estaba escrito en hyliano antiguo, y el rey había añadido en un papel aparte las traducciones de las transcripciones, para que pudiera guiarse. En ese mapa aparecía el dominio de los zoras, y Zelda había seguido las instrucciones, para encontrarse cada vez más perdida. Ese día, desesperada, se detuvo bajo el árbol y disfrutó de la tranquilidad de estar en plena naturaleza, sola.

– Bien, Ajedrez, hay que ponerse en movimiento – Zelda se puso en pie. Se sacudió otra hoja que se había quedado prendada en sus ropas. Llevaba una de sus túnicas favoritas, porque era verde y también resistente. Portaba la cota de mallas ligera, y las hombreras hechas por el maestro herrero de los gorons. Los pantalones suaves, las botas mejoradas que le regaló Kafei, hechas con la piel de las vacas del rancho Lon Lon. Era otoño, y hacía frío, pero podía resistirlo con la capa gris que le habían tejido unas amables señoras de Termina, una vez que les ayudó con los ladrones de ganado antes del festival del año pasado. En la grupa de Ajedrez, en sus alforjas, llevaba semillas de ámbar, misteriosas, olorosas, provisiones de carne seca, una buena manta (regalo de su padre), la bolsa con rupias que formaba parte de su paga como caballero y que recogía en el banco de Termina. Guardó el mapa y la brújula en la mochila a su espalda, y tocó la empuñadura de su espada.

Con un estremecimiento, se acordó del día en la que se la regaló, el día en que fue nombrada caballero, tres años antes. ¿Había cambiado mucho? No sabría decir. Seguía siendo pelirroja, con pecas, piel morena. Había crecido en estatura, pero sus amigos del bosque Perdido, como Leclas, le habían ya superado. Los hijos de Sapón estaban a punto de lograrlo. El mismo Sapón era un hombre muy distinto al que era cuando le conoció, tres años antes.

Pero el que había crecido, hasta casi ser el doble que antes, era el rey de Hyrule. Zelda se subió a Ajedrez, y no pudo evitar sonreír. Hacía tres años, cuando conoció al entonces príncipe de Hyrule, le pareció un niño mimado, cobarde y un poco llorón. Sin embargo, poco a poco, aquella niña de Labrynnia, acostumbrada a hacerlo todo por su cuenta, a luchar desde edad temprana y a mostrarse fuerte, fue apreciando la inteligencia y la bondad que tenía aquel muchacho. Después de la aventura en el mundo Oscuro, Zelda Esparaván podía asegurar que el ahora rey de Hyrule se había convertido en una de las personas a las que más deseaba ver. Palmeó un pequeño paquete escondido, para asegurarse de que seguía allí.

Esperaba encontrar el antiguo dominio de los zoras, resolver la cuestión del agua verdosa, y poner rumbo a Kakariko a tiempo de celebrar el 15to cumpleaños de Link V Barnerak. Empezó a silbar una tonada de su tierra, Labrynnia, mientras su caballo seguía las indicaciones que le había dado, atravesando un olvidado camino.

Fue ajena a la criatura que, subida a lo más alto de un árbol y con una máscara de calavera, había observado cada uno de sus movimientos.

"Quizá sea ella la que estaba esperando…"