Capítulo 2. El niño
Zelda tropezó y cayó de bruces sobre un suelo blando y suave. No se detuvo a pensar mucho dónde estaba. Se puso en pie con agilidad y se dio la vuelta. El portal había desaparecido, y lo único que quedaba del lugar donde estaba era el báculo, tirado en la hierba.
– Nada bueno sale con un skull kid implicado… – susurró. Luego, entre maldiciones, se dijo que la culpa había sido suya. Debió correr en cuanto se dio cuenta que todo aquello era una trampa. Tantos años como primer caballero, y aún no había aprendido a decir que no. "En el momento en el que Sapón me habló del agua verde, debí dar media vuelta, decir que tenía otros asuntos y largarme".
¿Y adónde la había llevado su falta de sentido común? Zelda miró alrededor. Ya no estaba en una cueva. Sobre ella, brillaba el sol. El sol de siempre, normal, rodeado de neblina. El prado donde había acabado, en una zona elevada, estaba cubierto de hierba alta y flores de color blanco. Unos pajaritos de plumajes azules y rosas revolotearon alrededor de Zelda, mientras se alejaban. La chica se giró. Sí, parecía un lugar común en Hyrule. No había acabado en ningún mundo extraño, eso desde luego. "Lo creeré cuando me encuentre con una persona, y que no sea un animal con pantalones", se dijo, y, sin querer, se le escapó una risotada.
"Bien, vamos a concentrarnos. Estoy lejos del dominio de los zoras, bien. Parece que sigue siendo Hyrule, al menos eso supongo. El aire es respirable, hace sol, pero tampoco calor. Ese árbol de ahí tiene hojas marrones, así que por lo menos seguimos en otoño. Todo bien".
Excepto que el skull kid le había dicho unas cuantas cosas extrañas: que aquí había alguien que necesitaba su ayuda, que su destino estaba ligado al suyo. Y lo último que le había gritado, algo sobre un tal Grahim, y un durmiente.
"Todos esos acertijos son perfectos para Link. A él esas cosas se le dan bien, yo no tengo ni idea. Me suena todo muy confuso"
Zelda sí sabía lo que debía hacer como caballero: comprobar sus pertenencias, ver si necesitaba algo, y reconocer el terreno. No tenía a Ajedrez, olvidado en el inicio de la primera cascada. En su grupa había dejado el escudo, el dinero, algunas semillas y el regalo que tenía preparado para Link. Murmuró entre dientes, porque el regalo se iba a estropear. Bien, debía concentrarse en lo que tenía: semillas de luz, ámbar, apestosas y picademonios. Tenía su espada, la cota, las hombreras, la capa gris que había guardado en la mochila, la manta. La brújula y el mapa.
Observó alrededor. Sí, estaba en una especie de meseta o prado, sobre un lugar elevado. Había un único árbol, y bajo él, un estanque. Zelda se asomó. Era un estanque corriente, con ranas, peces pequeños y vegetación. La verdad, era muy común, pero Zelda no recordaba haber visto algo así en la pradera de Hyrule. Debía de estar en algún lugar hacia el lago Hylia. Miró el sol, localizó el norte con la brújula, y trató de ver, en el mapa, donde podía estar localizada y la aldea más cercana. Más allá de la meseta, solo veía neblina. Esta se aclaró un poco por un golpe de viento, y por fin pudo distinguir el horizonte. Había unas montañas hacia el este. Eran dos picos, que sobresalían, y, entre los dos, se distinguía un camino. Y Zelda supo que había visto aquello.
"Estoy en la meseta occidental" y soltó un suspiro de rabia. Estaba a medio camino de viaje hacia la región de las gerudos. Había retrocedido parte de su viaje, para acabar casi a la mitad. Sin caballo, tardaría unas tres semanas en volver al camino hacia Kakariko. Quizá si se dirigía hacia el norte, podría ir a Sharia, e incluso, si quería asegurarse de llegar a una ciudad grande con más posibilidades de que la ayudaran, podrían ir hacia el sur y llegar a Rauru. "Me vendría bien poder llamar a Saharasala. Ojalá me hubiera dado a mí su piedra telepatía",
Ella había perdido la suya en el Mundo Oscuro. Link tenía la que había pertenecido a su madre, la reina Estrella. Otras piedras telepatías, que habían tenido los capitanes de la guardia, habían desaparecido en el ataque al castillo. Saharasala no sabía dónde encontrar más, y no había querido apartarse de la suya para estar en contacto siempre con Link, por si el rey le necesitaba y Saharasala estaba de viaje con su forma de Kaepora.
"Estoy otra vez pensando en lo que me falta, y no en lo que tengo. Piernas, tengo piernas. Caminaré hasta Sharia. Está más cerca, y, aunque no se crean que soy el primer caballero de Hyrule, algo podré hacer para tener un caballo y poder llegar a Kakariko".
Había algo más que tenía, pero Zelda lo miraba con recelo. El báculo seguía tirado en la hierba. Lo tocó con el pie, y no hubo ni brillo ni otro portal. Se atrevió a tocarlo. Al contrario que lo que pasó con el skull kid, el báculo estaba frío, y la piedra que lo decoraba era ahora opaca. Para poder enseñárselo a Link cuando llegara al final a Kakariko, Zelda lo guardó en la mochila, solo que sobresalía por un lado. Lo enganchó con cuidado, para que en el trote no se cayera, y decidió avanzar. Distinguió un camino muy claro, de color genista. Descendió de la loma, pisando la hierba alta, entre bichos que saltaban y algo que se deslizó, una culebra o escorpión, pero no temió en ningún momento. Al menos, había tenido el buen juicio de ponerse las botas antes de enfrentarse al portal.
Se puso la capa gris y la capucha cuando sintió el cambio en el ambiente soleado. Miró hacia arriba: había nubes de tormenta. También estaba oscureciendo. Cuando apareció en la loma, era media tarde. En el camino, volvió a orientarse, y tomó lo que creía que era la dirección hacia Sharia. Se imaginó lo que le diría Leclas de saber que había estado en la aldea de su infancia. Rara vez hablaba de aquel lugar. Zelda sabía que había estado ese mismo año, unos meses atrás, pero el chico solo le dijo que había llevado a unos niños del bosque perdido para reunirse al fin con sus padres. Zelda quiso preguntarle si había llegado a ver a su padre, pero era una conversación que mejor tenerla en persona que no por carta. Pensando en las ventajas de tener un compañero de viaje como Leclas (sabía construir cosas, era apañado a la hora de luchar, tenía agallas cuando la ocasión lo requería) y sus desventajas (las bromas a su costa, el mal humor, el ceño fruncido), llegó por fin a una encrucijada. Había empezado a llover, poco a poco, pero aún era una lluvia débil. El camino que iba hacia el norte desaparecía detrás de una loma. El que iba hacia el oeste conducía a un bosquecillo. Zelda iba a tomar el primero, cuando algo, por encima del creciente ruido de la tormenta, la hizo girarse hacia el bosque.
El ruido inconfundible de metal contra metal, seguido de un grito y después, gruñidos.
Sin pensarlo mucho, corrió en esa dirección, desenvainando la espada y lamentando haber dejado el escudo espejo en la montura de Ajedrez. En su lugar, extrajo un par de semillas de luz. Fue así como alcanzó el bosque, justo para ver a tres goblins, con sus pieles rojas y ojos amarillos, rodear a una persona bajita. Tenían acorralado al pobre desgraciado contra lo que parecía el resto de un muro. Se defendía con un escudo de metal, mientras daba gritos aterrados. Los goblins parecían jugar un poco con él: le picaban con sus lanzas, haciéndole retroceder hasta la pared y golpearse. Soltaban sus gruñidos de placer. Zelda masculló, soltó las semillas y, tras agarrarse a una rama de un árbol, se impulsó para aterrizar justo entre los goblins y su víctima.
La semilla de luz, a una buena distancia y bien dirigida, cegaba y paralizaba a los enemigos. Los goblins parpadearon, y en lo que tardaron en recuperarse, Zelda había derribado ya a dos, atravesando sus cuerpos con la espada y el puñal. El tercero que quedaba se recuperó a tiempo, y observó un momento a su atacante. La persona escondida tras el escudo se asomó también para mirar a Zelda.
Zelda apuntó con la espada al goblín:
– Eh, tú, escoria. Sal pitando si no quieres que acabe contigo, en nombre del rey.
Había tenido pocos encuentros con goblins, hombres lagarto y orcos. Desde el ataque al castillo, estos se habían volatizado, y quedaban solo algunas bandas, pequeños grupos que seguían asaltando los caminos. Zelda había pasado parte de su primer año como caballero exterminándoles, y al final, su número se había reducido. Kafei, el sabio de la sombra y consejero que se ocupaba de defender los pueblos de Hyrule le había contado que en los últimos dos años solo habían tenido que ocuparse de un grupo minúsculo, para el que bastó con la guardia de Kakariko y él mismo para terminar con ellos. De hecho, Link decía que creía que se habían refugiado en tierras más lejanas, más áridas, de donde eran originarios. Lo que si´sabían todas estas criaturas malvadas es que Zelda Esparaván, primer caballero de Hyrule, les había derrotado, y le tenían pavor. Era decir su nombre y todos retrocedían.
Sin embargo, este goblin se echó a reír. Gorgoteó y gruñó, y movió su enorme maza, rematada con pinchos de metal, hacia Zelda. A esta le bastó con saltar a un lado, rodar y levantarse formando un remolino. La capucha se deslizó, y su caballera roja se convirtió en un torbellino, a la par que el filo de su espada golpeó el cuerpo del goblin. La piel de este se cubrió de sangre, y el goblín cayó al suelo junto con los otros dos que no habían llegado ni a saber qué les había atacado.
Zelda sacudió la espada, para quitar la sangre. La figura que había defendido seguía detrás del escudo, pero ahora podía verle la cara. Era un chico, de piel blanca y ojos azules. Se cubría el cabello con un ridículo yelmo, que le iba grande, y sus orejas sobresalían por unos agujeros hechos para ellas. Un hylian, y ahora que se fijaba, más joven que ella. Un niño.
– ¿Estás bien? ¿Te han herido? – preguntó Zelda. Miró alrededor, y se fijó en una pequeña espada, clavada en un tronco –. Anda, toma. Esto es tuyo, ¿no? No deberías ir por ahí jugando a ser un caballero. ¿Dónde está tu casa?
Quizá no fuera tan malo haberle ayudado, se dijo Zelda. Se había desviado, sí, pero si el niño vivía en una granja cercana, le llevaría hasta un caballo. O, a estas alturas, se conformaba con un caldo caliente.
El niño se apartó del escudo. Tomó la espada por la empuñadura, y la guardó en la vaina que llevaba a la espalda. No dejaba de mirar hacia Zelda, con los ojos azules muy abiertos, llenos de sorpresa. Debía de darse cuenta por fin ante quien se encontraba. La mítica Lady Zelda Esparaván, Primer caballero de Hyrule. Cuando ayudaba a los demás, solía haber dos tipos de reacciones: por un lado, admiración y adoración, otra, temor. Pero todos solían llamarla al final con el mote popular. Zelda casi lo esperaba, y se prometió no enfadarse. Al fin y al cabo, era un crío.
– ¿Quién eres tú? – preguntó al final el niño.
Zelda le miró. La lluvia estaba arreciando, no era lugar para ponerse a charlar. El chico, al preguntarle, tenía un tono de voz y un acento que le hizo pensar en Link. De hecho, ahora que se fijaba, se parecían un poco: los mismos ojos azules, la nariz, la barbilla temblorosa…
– Soy Lady Zelda Esparaván, primer caballero de Hyrule – dijo, aunque no esperaba tener que hacerlo. El chico seguía mirándola, con sorpresa e incredulidad –. ¿Y tú?
El chico caminó hacia ella, pero haciendo un arco, como si quisiera mantenerse lejos de su espada. Zelda reconoció que al menos era una actitud prudente, pero no tenía sentido que lo hiciera con ella, que acababa de salvarle la vida.
– Eh… Soy… Me… llamo… – el chico miró la espada de Zelda. Esta, entendiendo que quizá le daba temor, la guardó en la vaina a la cadera, junto con el puñal –. Me llamo Lion.
– Encantada, Lion. Ahora, dime, ¿por dónde está tu casa? Te acompañó, tus padres estarán preocupados. Además, con la que está cayendo no debemos estar aquí al aire libre, ¿no te parece?
Zelda usaba para hablarle el tono más dulce que tenía, con su acento labrynes conseguía que los niños le perdieran el temor y que la vieran como alguien amigable. El chico, sin embargo, seguía mirándola con cierto recelo.
– No soy de por aquí. Estoy de viaje. Me atacaron cuando estaba haciendo un refugio para la lluvia – dijo al final.
– Bien, Lion. Pues somos dos viajeros, entonces – Zelda sacudió las manos. Miró alrededor y localizó un sitio bajo un árbol, donde Lion había empezado a montar su campamento, unas ramas colocadas sobre otras hasta forma un precario tejado –. De acuerdo, anda, vamos.
El refugio era un poco elemental, y caían gotas de lluvia sobre la hoguera, pero era lo más parecido a un lugar resguardado mientras fuera caía una gran tormenta. Zelda solo tuvo que aportar un par de ramas al techo y después, al ver que Lion solo la había seguido hasta allí pero no hacía nada más, se agachó junto a las maderas dispuestas para hacer una fogata.
– Se ha mojado, no prende – dijo Lion.
– Normal. No te preocupes – Zelda sacó una semilla de ámbar, golpeó con ella la madera y una llamarada se elevó unos segundos para luego establecerse –. Uf, mejor, mucho mejor. Anda, siéntate. Hasta que no escampe no podrás seguir. Me quedaré contigo hasta entonces. Por si vuelven los goblins.
El chico se sentó, sin dejar de mirarla, y sin darle la espalda en ningún momento. Metió la mano en la mochila que estaba en el suelo, y sacó un panecillo. Miró a Zelda, que a su vez sacó carne reseca de la suya. Ella ya se había quitado la capa gris, y la había dejado tendida en la entrada del refugio. Aunque de lana gris, se secaba rápido. Volvió a sentarse, mientras masticaba su trozo de carne. Le ofreció al chico, y este, con recelo, tomó el trozo. Al mismo tiempo, el chico le tendió la mitad del panecillo.
– Um. Gracias, Lion. Muy amable – Zelda dio un mordisco. Al instante, tuvo un recuerdo. Había comido aquel panecillo antes. Era uno de esos de leche. Cuando conoció a Link, él los repartió entre los niños del refugio, y ella comió un trozo. Se hacían en el palacio, eran los que a él le gustaban para desayunar –. Está muy rico, ya lo había comido antes, pero este está mejor.
– ¿Cómo? – el chico seguía mirándola con una expresión extraña en el rostro.
– Sí, los hacen en el palacio del rey. Creía que solo los hace su cocinero, pero ya veo que hay más lugares de Hyrule donde también se cocinan – Zelda dio otro mordisco. Pensó que esto le pasaba por no estar más de un día o dos en una granja –. Bien, Lion, ¿a dónde te diriges?
El chico por fin parecía estar relajándose. O quizá se debía a que tenía sueño. Le vio rascarse un ojo, otro gesto que le hizo recordar a Link.
– Yo… Voy a un lugar que se llama Fuente de Faren. Está cerca de esa montaña de ahí.
– No lo conozco. Caray, no sé nada de esta región. ¿Es un camino transitado? ¿Sabrás apañartelas? Yo debo ir hacia Sharia, necesito un caballo para ir urgentemente a palacio.
De nuevo, esa expresión extraña, como de sorpresa e incredulidad.
– Perdí mi caballo, hace unos días… He llegado hasta aquí, pero…
– Habrá más goblins, entiendo. Te acompañaré un poco, para asegurarme de que no hay más. Si se suponía que ya no quedaban… En fin, ¡qué se le va a hacer!
Adiós a sus planes. No llegaría a tiempo para ver a Link en su cumpleaños, y su regalo ya se habría estropeado. Con otro suspiro, Zelda terminó su carne. Lion se había apoyado en el tronco del árbol, y tenía la cabeza agachada. Siguieron un buen rato en silencio, sin decirse nada, y entonces Zelda se dio cuenta de que Lion se había quedado dormido, sentado, y con un trozo de carne seca aún entre los dedos.
– Hay que ver… – Zelda se acercó. Con cuidado, cogió su manta y la que el chico había traído consigo, colocó la suya en el suelo, y usó la de él para cubrirle. Después, le bastó con empujarle con suavidad para que Lion se tumbara. Al hacerlo, Zelda, le quitó el casco. Le iba tan grande que, aunque se había abrochado las correas bajo la barbilla, no tuvo que desatarlas.
Y por fin, vio el cabello de Lion. Una cascada de rizos rubios, tan dorados y brillantes que por un segundo Zelda se sorprendió. Con el cabello rubio, y con esa expresión de relajación propia de un niño que por fin se duerme, le recordó aún más a Link, sobre todo cuando le conoció en el bosque Perdido.
