Capítulo 3. Peregrinos
A la mañana siguiente, amaneció con un sol radiante sobre sus cabezas. Zelda salió del refugio, sacudió la capa y se la puso. Al final, ella también había echado una cabezada. Tras sorprenderse con el cabello rubio del chico, se dijo a sí misma que habría más hylianos con los mismos rasgos. En su ciudad natal, Lynn, había unos cuantos. El mismo héroe del tiempo también se parecía al actual rey de Hyrule, no era tan extraño.
Lion se despertó poco después de que Zelda retirara la capa y entrara la luz en el refugio. Le vio desperezarse, mirar alrededor con los ojos entrecerrados. Se dio cuenta que no llevaba puesto el casco, y parecía sorprendido de encontrarse tendido con su manta. Zelda le había dejado un huevo de sapo frito, regalo de Sapón, y una seta, que había encontrado al pie del mismo árbol bajo el que habían construido el refugio, y que no era venenosa. La había asado un poco en las brasas.
– Buenos días. Anda, come, que tienes pinta de famélico – le indicó Zelda. Mientras el chico, al principio con su habitual prudencia, luego con ganas, daba cuenta del desayuno, Zelda estiró los brazos. Los cuerpos de los tres goblins, con sus ojos aún abiertos por la sorpresa la miraron. Se acercó a ellos, y registró sus pertenencias. No era algo de lo que enorgullecerse, pero a veces estos diablillos llevaban cosas útiles. Encontró un broche de latón, con una gema, un frasco vacío que tendría que lavar, yesca, y pescado seco. Lo olisqueó, y decidió que podría sobrevivir sin él y que las criaturas del bosque lo agradecerían más.
– Bien, ayer me dijiste algo de una fuente de Caren…
– Faren – corrigió el chico.
– ¿Por donde es? Dijiste que en la montaña...
– Está en el segundo pico gemelo, a la izquierda. Es lo único que sé – dijo el chico. Se puso el yelmo, con cuidado de dejar las orejas de nuevo fuera. Tomó el escudo, que había dejado en el suelo, y se lo puso todo a la espalda, junto a su mochila y la espada corta.
– ¿Sabes al menos cómo llegar a ella, o si hay indicaciones? – Zelda se cruzó de brazos. Esperó a su respuesta.
– Sé que hay un grupo de personas que van para allá, ahora mismo. Pero nos llevan mucha ventaja, seguro que…
– Vale, seguiremos el rastro. Adelante – Zelda le dio un golpe en el hombro – ¿Son tus parientes? ¿Te has perdido y ellos han seguido su camino, no?
– ¿Tú sabes rastrear, incluso con lo que ha llovido? – preguntó el chico, incrédulo.
Claro que sabía. No solo su padre le había enseñado lo más básico para ser una guerrera, sino que además, hacía ya unos años, en el Bosque Perdido, aprendió esta habilidad para cazar. Zelda agitó la cabeza, para no pensar en la persona que le había enseñado a distinguir tipos de huellas, y deducir número de animales, especie y el tiempo que hacía que habían pasado por allí.
Le dijo que sí, que no habría problema, y el chico hasta pareció sonreír. Caminaron juntos, siguiendo la dirección hacia las montañas, dejando ya a su espalda la posibilidad de encontrar un caballo en Sharia. No hablaron, los dos concentrados en seguir adelante. Zelda encontró que tenía algo en común con ella: era poco hablador. Aunque de vez seguía sorprendiéndose con su rostro tan parecido al de Link, asumió que su asemejanza terminaba allí, al fin y al cabo.
Lion, de vez en cuando, la miraba como si no creyera algo, como si Zelda actuara de una forma totalmente imprevista, pero no dijo nada. Zelda no le quiso preguntar más sobre esos parientes, ni sobre la fuente. Solo le preguntó su edad, y el chico reconoció que tenía 13 años. Exactamente, dijo que tenía casi 13 años, una forma de intentar aparentar ser mayor.
– Tengo que preguntarte algo, Zelda, si no es mucha molestia – se atrevió a decirle, cuando hicieron un alto para beber agua en un regato. A Zelda le sorprendió que se dirigiera a ella con tanta educación, pero entendió que era porque por fin comprendía que era una caballero. "Las escuelas que han puesto en marcha Kafei y Saharasala empiezan a dar sus frutos".
– Sí, dime… No te cortes, puedes preguntarme lo que quieras.
Solían hacerle miles de preguntas, una vez tenían confianza: ¿cómo era el Mundo Oscuro? ¿Era cierto que había viajado por el desierto de las ilusiones? ¿Cómo era el señor del inframundo, daba tanto miedo cómo dicen?. Respondía siempre con una buena historia, aunque omitía a propósito que el recuerdo que ella tenía del señor del inframundo era el de su amigo Urbión. Esperaba que Lion le hiciera una pregunta parecida, pero el chico, tras mirar su ración, le preguntó:
– ¿No te sorprende que siendo tan joven esté viajando solo?
– ¿Debería? – Zelda sonrió –. Yo dejé mi hogar en Labrynnia con 11 años, y viajé sola bastante tiempo. No me parece tan raro.
– Ah, por eso tu acento… Pero Labrynnia… ¡Eso está muy lejos! Al otro lado del mar – por fin el chico dejó de mirarla con tanto recelo, sino con algo parecido a la admiración.
– Lo que me parece raro es tu escudo. Tiene el símbolo de la guardia real, pero parece muy viejo – Zelda desvió el interés de la conversación. Al fin y al cabo, el chico debía haber aprendido todo esto en la escuela, si no allí, al menos le habrían llegado historias sobre ella.
– Lo es. El yelmo también. Era lo único que encontré para protegerme. La espada tampoco es muy buena, es de entrenamiento. Debí traerme el arco, soy mejor con él.
Ya había notado Zelda que la espada no era gran cosa. En manos de alguien experto, todavía ofrecía cierta protección, pero este chiquillo no debía tener mucha idea de lo que hacía. "Menudo loco, salir así a los caminos con tan poca protección. Claro que vivimos tiempos más tranquilos, pero tampoco hay que descuidarse".
– Ya te harás con uno, cuando llegues con tus parientes. O compañeros. Explícame, ¿qué es la fuente de Faren? ¿Tienes que hacer algo ahí?
El chico volvió a mirarla con cierto recelo.
– Es un lugar sagrado. Los peregrinos van allí a rezar y a que les concedan dones. Está bendecido por las diosas, y si demuestras fe suficiente, te conceden un deseo.
– Ah, vale. Había oído hablar de peregrinos, pero creí que era algo más propio de los gadianos – Zelda sacudió las manos –. Anda, dejemos la cháchara. Si tenemos suerte y no llueve como ayer, podremos llegar al camino de ese monte antes del anochecer.
Llegaron al monte, y siguieron el camino, y entonces Zelda comprendió el por qué de la preocupación de Lion por no saber encontrar a los peregrinos. El camino terminaba allí, El resto era a través de un denso bosque, con un montón de subidas y bajadas. Entraron los dos en él. Zelda se agachó para examinar el suelo. Tuvo que usar un resto de palo de deku baba y una semilla ámbar para iluminar. Seguía siendo de día, pero atardecía, y la débil luz del crepúsculo apenas traspasaba las hojas de los árboles.
– Era un grupo numeroso, ¿no? Por lo menos unas cinco personas. Hay un par de huellas que parecen de mujer, pero el resto son de hombres, o de gente muy alta. Llevan buenas botas – Zelda vio que las huellas eran profundas –. Cargan peso con ellos. Han ido en esa dirección. Vamos.
Lion entonces sacó de su mochila un farol, pequeño pero con espejos en su interior. Zelda prendió la mecha con la antorcha, agradeciendo el gesto porque el palo estaba en las últimas.
– ¿Lo sostienes tú? Ilumina el suelo, así podré decirte si cambian la dirección.
Caminaron un buen rato, la oscuridad haciéndose más y más densa alrededor. Al contrario que en el bosque Perdido, no daba tan mala sensación. Poco a poco, la vida de un bosque normal empezó a desarrollarse. Salieron luciérnagas, la hierba alta y la maleza se movieron sacudidas por alguna liebre o animal pequeño, y se levantó una ligera neblina. Zelda olisqueó el aire. Olía a tierra húmeda, a plantas y flores, y también le venía un olor a algo más, como limones. Caminaron hasta que sobre ellos ya no quedaba sol. La luna habría salido, en algún lugar sobre sus cabezas.
– Estamos cerca, creo – dijo Lion.
– ¿Cómo lo sabes?
– Escucho algo, por ahí.
Sí, el chico tenía razón. Zelda se quedó quieta. Sí, era cierto. Le llegó el rumor de voces, alguien riendo, y después, por encima de todo, un sonido que le resultó muy familiar.
Una flauta.
"¿Habrá salido Link de Kakariko, para ir a ver esta fuente?" Zelda se dio a sí misma la respuesta. No, claro que no. El rey no habría iniciado ese viaje, mucho menos sin decirle a ella, su primer caballero que la acompañase. Él querría visitar la fuente, en cuanto se lo contara Zelda.
Avanzó en la oscuridad, hasta que se dio cuenta de que Lion ya no estaba siguiéndola. Se giró, para preguntarle qué le pasaba, pero el chico había apagado el farol, y no le veía. Zelda se asustó, quizá el pobre se había tropezado, o lo había pillado un lobo, un cazador solitario. Volvió sobre sus pasos, aunque en la penumbra le resultó difícil.
Fue entonces que vio salir, entre la maleza, una criatura gigante. Derribó unas ramas, quebró unos arbustos y se plantó delante de Zelda, con un gruñido gutural. En un primer momento, con tanta oscuridad, Zelda pensó que era un oso pardo. Eso explicaba por qué Lion se había marchado, pero ¿por qué no le había advertido? Antes de seguir haciéndose preguntas, Zelda dio un salto atrás, desenvainó y colocó la espada entre ella y el animal. No había tiempo para sacar una semilla de luz. No quería matar a un animal tan grande, no sin un buen motivo.
Pero no era un oso. Era un hombre. Tan alto que Zelda tuvo que echar la cabeza atrás, se cubría con la piel, y la cabeza del animal le servía de capucha. A la luz de la lejana luna, en el pecho, brilló un peto de metal. El estupor le duró tanto como para darse cuenta que también tenía una espada, mucho más ancha que la suya. Con un golpetazo, estuvo a punto de hacer que la hoja de Zelda saliera despedida.
La chica apretó los dientes, se mantuvo firme, y detuvo la estocada. La repelió, y describió un círculo para mantener al feroz enemigo a raya. Sin embargo, el tipo, a pesar de la pesada armadura, la capa de piel y la oscuridad creciente, no retrocedió. Se precipitó sobre Zelda, marcó dos mandobles a derecha y a izquierda, y la hizo retroceder hasta chocarse contra un árbol. Zelda se agachó, y la hoja de su enemigo se clavó en la madera. Entonces, dio un paso al frente, giró las caderas y, como si estuviera bailando, ejecutó una pirueta. Con ella, había logrado que enemigos fuertes, con escudos o armas mayores que la suya, perdieran el equilibrio e incluso se les rompieran los escudos o incluso un brazo. Este tipo, que no tenía nada para protegerse, le bastó con hacer otro ágil movimiento, golpear la espada de Zelda desde arriba y luego, lanzarle un puñetazo.
Le dio de lleno en el estómago. A pesar de llevar la cota de mallas, Zelda perdió el resuello. El tipo entonces le agarró de la muñeca, apretó hasta retorcerle el brazo. Con un grito de rabia, logró desarmarla. Zelda se removió, trató de agarrar una de las semillas, y entonces el tipo la golpeó con un bofetón.
El bosque entero dejó de existir.
El mundo estaba al revés.
Zelda pestañeó. Estaba colgando, boca abajo. Sentía unos dedos fuertes sobre sus piernas. Trató de retorcerse, pero apenas podía moverse. La habían atado, con las manos a la espalda y una gruesa soga alrededor de los brazos.
– Por favor, suéltala – después añadió la voz –. Con cuidado.
El tipo, que debía ser el oso que la había atacado, la dejó en el suelo. Cumplió con lo que le pedían, aunque la dejó de lado. La voz que había hecho la petición era la de una mujer, muy suave. Apenas se levantaba por encima del sonido del viento.
– Lleva armas, y no tiene el permiso. ¿Qué hacías con ella? – preguntó el oso, a otra persona lejos. Zelda, que había caído sobre un costado, logró sentarse a pesar de no poder apoyarse en las manos. Le habían quitado la espada, la mochila y las semillas. No tenía ni el puñal.
Observó alrededor. Estaba en un campamento, al aire libre, y era de noche. Aquel debía de ser el grupo que habían seguido: contó, además del hombre con la piel de oso, a dos guardias, un hombre delgado y una mujer. Justo cuando se preguntaba si Lion habría sido capturado también, o se había escapado, le vio al lado de la mujer, sentada en una especie de tocón. Lion se había quitado el yelmo, y tampoco llevaba su espada y escudo. La mujer vestía de azul, una túnica más corta de lo normal, con pantalones. El color azul de su túnica llamó la atención de Zelda, además de los bordados que tenía en las mangas. Había visto antes ese diseño.
– Es una amiga, os lo he dicho – dijo Lion.
– Una amiga que nos ha seguido el rastro, se escondía en la oscuridad como un espía yiga, y que ha luchado contra el primer caballero del rey. Menuda amiga – dijo el oso.
Zelda se giró hacia él, con los ojos abiertos.
– ¿Pero qué dices? ¡Yo soy el primer caballero de Hyrule!
Esto provocó en todos los presentes una fuerte risotada. Hasta le pareció ver que Lion se sonreía, pero enseguida se puso serio.
– Está un poco loca, dice muchas cosas raras… pero es buena, de verdad. Ayer… – y aquí Lion se detuvo. ¿Por qué no les decía quién era ella, si se lo había dicho claramente? ¿Por qué no les decía que ella, la primer caballero de Hyrule, le había salvado de unos goblins el día anterior? – Ayer estaba perdido, y me ayudó. No le hagáis nada, Sir Bronder.
– ¡Yo no estoy loca! Sois unos… – y Zelda recibió por esto un golpetazo en la espalda.
– Con respeto cuando hables con él – advirtió el supuesto caballero –. ¡Y tú no debías salir del castillo! ¿Cómo te has escapado? Tu padre mandará al mayordomo real que te deje el trasero pelado. ¡Menudo infante desobediente!
Los otros dos guardias se echaron a reír. El tipo delgado no había hablado, pero él y la mujer se intercambiaron una mirada, y Lion bajó la mirada al suelo. La mujer alzó una mano y se puso en pie. Tocó el hombro de Lion y le dijo que ya hablarían más tarde. Se acercó a Zelda, aunque el tal Sir Bronder se interpuso.
– Está atada, y no parece tan peligrosa. Es una cría, ¿no lo ves?
– Una cría que lucha como si tuviera 30 años y que está loca – dijo el caballero.
– Mi hermano me ha dicho que te llamas… Zelda Esparaván. Y que eres de la península de Labrynnia. ¿Es cierto eso?
– Sí – Zelda miró aquella mujer. Tenía una larga melena rubia, los mismos ojos azules que tenía su hermano Lion, y, lo más sorprendente, un parecido aún más marcado con el rey Link. La forma de los ojos, las orejas un poco más salidas, y, sobre todo, el tono de la voz –. Llevas los bordados de la familia real, en la túnica.
– ¡A ella, con más respeto aún! – exclamó Sir Bronder, y a punto estuvo de darle otro golpe, cuando se lo impidió la chica.
– Así es. Soy la princesa Midla Barnerak – la chica la observó unos instantes, mientras Zelda abría y cerraba la boca, incapaz de decir nada.
– ¿Eres princesa… de la familia real de Hyrule?
– Sí, así es – Midla miró a Sir Broder, porque este soltó una carcajada.
– El infante tiene razón, está loca. Eso, o es tonta.
– Quizá el golpe que le has dado la ha dejado así – dijo Midla. Sir Bronder dijo que la había azotado con la mayor de las delicadezas. La prueba es que, a pesar de dejarla inconsciente, Zelda no había perdido ni un diente, ni le había partido el labio. Solo sentía el rostro hinchado.
– La familia real… – Zelda murmuró. Miró de nuevo a Lion, y a Midla, y entonces tuvo un recuerdo. ¿Cuántas veces había escuchado el nombre de Lion? Varias, de hecho. La primera vez que lo escuchó fue en Kakariko, cuando el chico al que había ayudado a salir del bosque Perdido y reunirse con sus soldados le reveló quién era en realidad. Link V Barnerak. Hijo del rey Lion II y la reina Estrella –. ¿Tú eres Lion II, el Rey Rojo?
Esto provocó aún más risas entre los guardias. Hasta el tipo delgado, que no había hablado aún, se permitió sonreír, aunque lo disimuló tapándose con la mano. Sir Bronder soltó una estentórea carcajada, que hizo temblar el bosque, y la princesa Midla parpadeó y sonrió, confusa. Miró a su hermano. Este era el único que no se reía. Estaba intensamente colorado.
– ¿El Rey Rojo? – preguntó Midla –. No, mi hermano es infante. Nuestro padre es el rey Dalpheness el Grande. Creo que el viaje desde tu península te ha trastornado, muchacha – la princesa miró a Sir Bronder –. Suéltala.
– Con su permiso, mi señora, pero no puedo. Compromete su seguridad, y la de su hermano.
– Si hubiera querido hacerle algo al infante – y por fin el hombre delgado se puso en pie y empezó a hablar. Tenía el cabello corto, castaño, y era un humano, como Sir Bronder y los otros dos –. Si hubiera querido algo, habría tenido una oportunidad. Ha ayudado al infante a llegar hasta nosotros, donde está más seguro que en los caminos, a merced de alimañas y criaturas como goblins.
– ¿Desde cuándo hacemos caso a un gadiano? – susurró uno de los guardias. Recibió por esto una mirada de desaprobación de la princesa. El hombre siguió hablando.
– Te dejaremos libre, pero antes debes responder, si es que puedes – el hombre se agachó frente a Zelda. Ahora que se fijaba, tenía acento, y hablaba despacio. Era delgado, y joven. Quizá solo unos años más que la princesa. Sin embargo, había hecho callar a Sir Bronder y solo por eso, al menos podría creer que era un aliado. Hasta que le vio sacar de su espalda un objeto.
Era el báculo.
– ¿Dónde has encontrado esto?
Zelda vaciló, y en lo que tardó en calcular si debía ser sincera o mentir, el que decía ser primer caballero le dio otro golpetazo, esta vez tan fuerte, que cayó adelante. Zelda se incorporó y entonces le gritó un fuerte insulto, el peor que conocía, seguido de maldiciones en labryness. El caballero abrió los ojos y se le enrojeció la piel. La princesa había tratado de tapar los oídos de su hermano, pero este lo había escuchado, y se reía. Los dos guardias también, y el hombre delgado volvió a taparse la boca para evitar que le vieran reír.
– ¡Esa lengua, muchacha! ¿Quién te ha enseñado a hablar así? Y delante de tus príncipes.
– Si es de Labrynnia, las leyes del reino de Hyrule no le aplican – dijo el hombre delgado.
– Al igual que los malditos gadianos – respondió Sir Bronder –. Con su permiso, este es un tema de seguridad de sus altezas, y como encargado de la misma, tomaré las decisiones que sean pertinentes. De momento, la muchacha se queda así. Si pudiera, la mandaba en una carreta al castillo y que juzgaran allí si está loca, o si es una enemiga de la corona. Como no puede ser, la dejaremos aquí, y la recogeremos a la vuelta.
– Antes, deja que responda a la pregunta – el hombre delgado miró a Zelda a los ojos –. Ahora, dime, ¿de dónde has sacado este cetro?
– Me lo encontré clavado en un árbol – dijo Zelda –. Escuchen. No voy a atacarles, les doy mi palabra. Si me devuelven mis cosas, seguiré mi camino hacia Sharia. No se les ocurra dejarme en este bosque, sin poder defenderme. Eso es una canallada, nada digna de quién dice ser el primer caballero del rey.
La princesa y el hombre delgado se miraron entre ellos. Lion dijo que no quería que la trataran mal, que ella no era peligrosa, pero parecía que nadie le escuchaba. Sir Bronder no daba su brazo a torcer, y los dos guardias, hartos de tanta discusión, se pusieron a hablar entre ellos y pasarse de forma disimulada una petaca. "Menuda seguridad para la princesa" se dijo Zelda.
Al final, el hombre delgado, tras volver a alzar las manos para pedir calma, dijo:
– Doy mi palabra, en favor de esta chica que se llama Zelda. Respondo ante ella y la mantendré vigilada. Podéis desatarla.
– Estoy de acuerdo con Ander – dijo la princesa. Le dio un golpecito a su hermano, y Lion asintió.
– Yo también respondo por ella – al fin, el infante parecía posicionarse a su favor.
Con un gruñido, el caballero soltó las cuerdas. Zelda comprendió que no debía llevar mucho rato, porque apenas le dolieron las articulaciones. Se frotó los brazos, examinó sus ropas para ver si todo estaba bien. La capa gris tenía un buen siete, debió hacérselo el bruto de Sir Bronder.
– No recuperará sus armas hasta saber quién es. Y si ocurre algo, tú, Ander el brujo, serás el encargado de hablar con el rey – Sir Bronder dejó la mochila de Zelda frente a la muchacha, sin ningún miramiento.
De inmediato, Zelda la abrió. Le faltaban cosas. El mapa, la brújula, y el tirachinas. Uno de los frascos, el que contenía semillas misteriosas, se había roto. Al menos, no habían sido las semillas ámbar. Si se hubieran roto dentro de la mochila, habría ardido todo el bosque.
– ¿Dónde está mi brújula? – preguntó. De todos los objetos, era el que no quería perder, pasara lo que pasara. Ya recuperaría la espada, el puñal y el mapa. El tirachinas… podría fabricarse uno en cualquier momento.
Le había hecho la pregunta a Sir Bronder, pero este se encogió de hombros.
– La tengo yo – dijo entonces Ander, el brujo –. Es muy curiosa, junto con el mapa que llevabas. ¿Quién te ha hecho las traducciones del hyliano antiguo? ¿Es la misma persona que te grabó este mensaje, Link?
Tenía en las manos la brújula. Zelda intentó recuperarla, pero Ander retiró la mano a tiempo. Zelda estuvo a punto de pegar al tipo, y lo habría hecho, si no fuera porque no quería que Sir Bronder tuviera razón. Lion se acercó, y dijo entonces que esa brújula se parecía a la de su padre.
– Sí, alteza, lo mismo he pensado yo. La brújula de su padre fue un regalo del rey de Gadia, hecha por sus artesanos. Esta de aquí es una copia, muy elaborada, pero no está hecha en mi país – le dio la vuelta y enseñó a Lion el grabado hecho con letras hylianas. Zelda empezaba a sentirse como si fuera invisible, y eso no podía ser –. Este texto dice algo así como…
– No te interesa. Es mía, y te pido con educación que me la devuelvas – Zelda apretó los dientes –. O si no, me veré obligada a pelear otra vez.
– Os dije que no era de fiar… – empezó a decir Sir Bronder, ya con la mano en la empuñadura. Ander hizo un gesto para apaciguar los ánimos.
– Disculpa. Sí, es toda tuya – Ander se la devolvió –. No has respondido. ¿Quién te la regaló?
Zelda la guardó en la mochila. Quiso preguntar por el mapa, pero no quería repetir la escena.
– Antes, necesito saber algo… ¿Me podrías decir el año en que estamos, por favor?
Todos volvieron a reírse, igual que cuando Zelda dijo que Lion era el Rey Rojo, o la primera caballero de Hyrule. Ahora que por fin no estaba atada ni obligada a estar sentada, Zelda empezaba a atar cabos. Le había costado un poco, se imaginaba a Leclas diciendo que tenía la cabeza llena de zanahoria rallada en vez de serrín.
– Es el año 326, después del aprisionamiento – respondió Ander.
326… Zelda no era muy rápida con los números, pero le bastó un poco, solo un poco, para entender la época en la que estaba. Faltaban casi 10 años para su nacimiento, y para el de Link. El niño que la miraba con una mezcla de susto, miedo y admiración era el futuro rey, que había vestido una larga túnica roja el día en que se reafirmó como heredero. Que moriría unos cinco años después del nacimiento de su hijo, en una batalla contra goblins.
– Bien, responde tú ahora – insistió Ander.
– Me la regaló un bibliotecario, de Labrynnia. Estudió en Gadia, puede que allí aprendiera a hacer estas cosas – dijo Zelda. Sostuvo la mirada con Ander. Tenía los ojos castaños, suaves, pero le brillaban puntos de luz ámbar –. También el mapa me lo dio él. Quería encontrar el dominio de los zoras, pero me perdí. Ya respondí, por favor, devolvedme el mapa también.
– ¿Y el bastón, no me exiges que te lo devuelva? – preguntó el hechicero Ander.
– La verdad, no sé muy bien qué pensar de él. Si es cierto que eres mago, te lo presto para que le eches un vistazo – Zelda esperó, con la mano adelantada. Al final, el hechicero aceptó.
Y mientras el hechicero se inclinaba y sacaba de su zurrón el mapa doblado, Zelda miró de reojo a la princesa Midla. Había vuelto a sentarse en el tocón. Su largo cabello rubio atrajo la luz de la hoguera, y algo que llevaba en las manos resplandeció. Era una flauta plateada, larga, que la princesa se llevó a labios y tocó con los brazos extendidos a su derecha.
Había reconocido a Lion II, pero… ¿Quién era ella? ¿Y por qué usaba la flauta de Link?
