Capítulo 4. Moblin
Aunque la primera impresión de la compañía había sido bastante nefasta, esa noche Zelda tuvo que reconocer que eran organizados. En lo que tardó en recuperar sus cosas, los dos guardias que se pasaban disimuladamente la petaca habían montado una pequeña tienda de campaña. Suponía que era para la princesa y que su hermano dormiría con ella. El hechicero y los soldados usarían unas mantas enrolladas, acolchadas y suaves. Zelda vio que estiraban su manta en el suelo, cerca del fuego pero lejos de la tienda. Sir Bronder, con su enorme espadón, se sentó con la espalda apoyada en un árbol y se quedó así, sin moverse. Se había quitado la piel de oso, y ahora podía ver por completo la pesada armadura que llevaba. Tenía grabados los símbolos de la casa real de Hyrule. La cabeza del caballero estaba afeitada, aunque lucía una barba con algunas trenzas y un denso bigote. Una vez que le pilló observándola, Zelda pudo ver que tenía los ojos verdes, pero tan escondidos bajo las cejas gruesas que no se había dado cuenta. Debía tener ya unos cincuenta años o más.
Los otros dos guardias se llamaban Wasu y Raponas. Eran los dos de la misma edad, de la veintena. Fueron los encargados de asar un par de liebres, que debían de haber cazado en este bosque tan lleno de vida. Ni se molestaron en ofrecer a Zelda. Esta sacó un trozo de carne en tiras y masticó, pensando que incluso se comería un huevo de sapo frito, pero los había gastado al compartirlos con Lion.
El chico no se acercaba a ella. Le escuchó hablar con su hermana, que tampoco le prestaba atención a Zelda. Tras tocar un buen rato, mientras montaban su tienda, la princesa tomó un poco de liebre y se marchó al interior, de donde le llegaba la conversación que tenía con Lion.
– No me he presentado, correctamente – dijo Ander, mientras se sentaba a su lado. Le tendió la mano –. Ya sabes que me llamo Ander, Ander Simjas, hechicero de la orden de Gadia.
– Estás muy lejos de tu país – Zelda escupió un trozo de carne seca, dura hasta para sus dientes.
– Igual que tú – Ander pestañeó –. Los dos somos extranjeros en tierras extrañas. En mi caso, vine porque mi maestro fue escogido por el rey Dalphness para educar a sus hijos, y yo me comprometí a seguir su labor cuando falleció.
– Eres el mentor de los príncipes, entonces – y Zelda le examinó. ¿Se parecía a Frod Nonag, parte de Ganondorf que fue el mentor de Link? No, parecía inocente, pero Link también había creído que su maestro era de fiar.
– Sí, aunque la princesa Midla ya no necesita mentores – Ander sonrió.
– ¿Y qué haces entonces aquí? – preguntó Zelda.
– Se te puede hacer la misma pregunta – Ander tomó un palo y lo usó para remover un poco las ascuas del fuego. A Zelda no se le pasó que Sir Bronder hizo un gesto, como si intentara fingir que no estaba escuchando, aunque no perdía el hilo de la conversación –. Soy el único hechicero de la corte, no hay nadie más que sepa sobre las fuentes del poder, y sobre el Templo de la Luz, que es la meta de este viaje.
– Ella no tiene por qué saber a dónde vamos – dijo entonces Sir Bronder, con su voz atronadora.
– Ya lo sé – dijo Zelda –. La fuente de Faren, que concede deseos a quien se lo pide con fe. Me lo dijo Lion… – añadió Zelda, ante la mirada inquisitiva del hechicero.
– Así es. Aunque el infante no fue muy preciso. Es un lugar sagrado, no es fácil de encontrar – Ander se rascó la barbilla –. Hablando del infante, ¿cómo os habéis conocido?
Zelda apretó los labios. ¿Debía decirle que el chico había mentido, o al menos omitido más información? Antes de poder idear una respuesta que no la convirtiera en una chivata, el hechicero añadió:
– Seguro que le atacaron unos animales, y tú le salvaste. Había sangre en su escudo – aclaró Ander.
Dio por válida la respuesta al no recibir por parte de la chica más que un leve gesto de la cabeza.
– Cuando se habló de la necesidad de que la princesa fuera en peregrinación al Templo de la Luz, el príncipe quiso venir. No le han dejado salir mucho del castillo, y ha crecido con las historias de Sir Bronder sobre tierras lejanas, como el desierto de las Gerudos o los templos de los Sheiks.
– Barridos de la historia – dijo el caballero –. Maldita raza de malnacidos.
Zelda abrió la boca, pero la cerró de inmediato. No quería discutir más con ese tipo, no sin antes hacerse con su espada otra vez.
Cuando Ander vio que Zelda no quería seguir la conversación, le dijo que se durmiera, que ellos harían guardia. En otras circunstancias, Zelda se habría ofrecido a hacer un turno o dos, pero necesitaba pensar. Antes de tenderse, el mago le dio un trapo. Olía a hierbas.
– Es para el bofetón. Tienes esa parte de la cara hinchada, y mañana va a estar peor. Al menos, con esto no te dolerá.
– Gracias – Zelda lo aplicó. Se echó a un lado, justo sobre la mejilla dolorida. Se cubrió con la manta, aunque no lo necesitaba. No solía pasar frío, gracias a la túnica que llevaba, pero necesitaba reflexionar con tranquilidad.
¿Qué sabía del ritual que Link debía llevar a cabo en el Templo de la Luz? Le había explicado que era una tradición en la familia real, que se enseñaba a todas las princesas a tocar la Canción del Tiempo con la flauta plateada. Debían partir hacia el templo de la Luz una vez cumplían los doce años, y tocar la canción. Link tuvo que hacerlo, porque era hijo único y no había más descendientes o familiares. Sin embargo, esta princesa Midla, que no había sido nunca mencionada por su amigo, tenía más de doce años. Zelda calculaba que tendría 16 o 17. Además, Link no tuvo que ir a ninguna fuente antes. Fue directamente desde su castillo hasta el Templo, pasando por el Bosque Perdido. "Y por ese motivo, le conocí".
Zelda suspiró. Había algo que la tranquilizaba. El Templo de la Luz existía. Y si solo estaba en una época antes de conocer a Link, entonces en ese lugar estaría esperando Saharasala. El sabio de la Luz podría ayudarla a regresar, sin lugar a dudas. Por eso, estaba dispuesta a aguantar al bruto caballero oso.
El mismo que seguía mirándola, a pesar de estar cubierta con la manta.
Antes de que amaneciera, Zelda ya estaba despierta. Se incorporó de golpe, y se llevó la mano a la cadera como si tuviera aún su espada. De hecho, había sentido el peso, igual que siempre. Los vapores del sueño que había tenido, en el que aparecía un orco de piel dorada, se disiparon antes de saber que no era real, que ese peligro estaba solo en su mente. Al mismo tiempo que se ponía de pie de un salto, Raponas, uno de los guardias, se sobresaltó tanto que se le cayó la olla que llevaba en las manos. Sir Bronder se puso en pie también, y apunto con un puñal en dirección a Zelda.
– Muchacha, no son horas para dar esos sustos – fue lo único que dijo el caballero, antes de volver a sentarse y dormirse en la misma posición.
– Buenos días a ti también, Sir Gruñón – susurró Zelda. Raponas debió de escucharla, porque se rió.
– Va a amanecer, en breve. Si me ayudas a preparar el té para los príncipes, te doy un poco de mi ración – propuso entonces el soldado.
Zelda recogió la olla del suelo. Fue hasta el arroyo cercano, no sin antes escuchar decir al caballero que más le valía regresar en menos de un minuto. Zelda no tenía intención de marcharse sin la espada. Hasta que no la recuperara, no se marcharía hacia el templo de la Luz. Regresó al campamento, y puso la olla en el fuego que Raponas había alimentado. El muchacho entonces le preguntó si de verdad venía de tan lejos. Zelda respondió con un encogimiento de hombros.
– Mira, es bizcocho de leche y anís. Lo hace mi madre – Raponas desenvolvió un pañuelo y mostró unos trozos, cortados en dados –. Anda, coge.
– ¿No deberías ofrecérselo a los príncipes? – preguntó Zelda.
– Ellos tienen sus propios alimentos. No aceptan comer nada que no se haya preparado delante de Sir Bronder.
"Qué precavidos. Aunque ahora que lo recuerdo, Link decía que siempre estaban preocupados por su seguridad".
– ¿Temen algún atentado de las Gerudos?
– Si solo fuera por esas sanguinarias, no habría problema – Raponas cogió él también un trozo del bizcocho y lo masticó –. Hay facciones de orcos y goblins, y los miembros del clan Yiga.
– ¿El clan Yiga? ¿Qué es eso? – Zelda no recordaba haber escuchado esa palabra en su vida. Ah, qué bien le vendría tener a Link a su lado, aunque fuera con una piedra telepatía. Él ya estaría buscando información en algún libro, y le ayudaría.
– Un clan de gente muy mala, que quiere hacer daño a nuestra familia real – Raponas se puso en pie. Por el gesto de llamarse al orden, se irguió. Nada quedaba del muchacho corriente que le había ofrecido el desayuno y que parecía confiar en ella. Y el motivo era que Midla, la princesa, había salido de la tienda.
– Buenos días – Midla entrelazó las manos delante de su estómago plano. Llevaba otra túnica, más larga, y el pelo recogido. A juzgar por esto, se habría levantado casi a la vez que Zelda –. Soldado, ¿podrías por favor ir a por mi desayuno?
– Sí, mi señora – Raponas hizo una reverencia y salió casi corriendo. A Zelda no se le pasó por alto que el soldado, que era de unos veintitantos, estaba muy colorado.
Zelda masticó el bizcocho, pero no movió ni un dedo. Ella no era un soldado, no le debía lealtad. Si alguna vez se ofrecía a ayudar a Link, era por amistad, no porque tuviera que servirle. Él mismo rey, entonces príncipe, era el primero en ofrecerse a hacer cosas por los demás. Las veces que había comido con él en su nuevo palacio, Link solía llenarle el vaso, y el día libre de su servicio, hasta cocinó él. Fue un desastre, tuvieron que hacer que Leclas fuera a la posada Torre de Melora, para comprar comida ya hecha.
Con este recuerdo, y el enfado de su amigo por perder el juego de piedra, papel y tijera, Zelda sonrió. La voz de Midla la trajo al presente.
– Zelda, ¿puedo hablar contigo, un momento?
– Claro que sí, Midla – Zelda le hizo un gesto para que se sentara a su lado. Era muy consciente de que el caballero Sir Bronder seguía dormido, aunque en su caso, desconocía si les escuchaba o no. Midla miró en esa dirección. Se sentó a propósito de espaldas al caballero, y lo siguiente, lo dijo en voz muy baja.
– Mi hermano Lion me contó anoche que le salvaste de tres goblins, que casi acaban con él. ¿Es cierto eso?
– Mi palabra no tiene valor. Puedes creer lo que quieras – Zelda se encogió de hombros.
No quería ser tan grosera, pero esa forma de dirigirse a ella, con tanta ceremonia, no le gustaba. Midla no pareció ofenderse. Sonrió, de hecho.
– Entonces, yo creo que dices la verdad. Mi hermano no es muy obediente, y sí es muy impulsivo. Se perdió siguiéndonos, su caballo le tiró de la grupa y le dejó en mitad del camino. Fue providencial que aparecieras, podría haber acabado muy mal y nadie lo habría descubierto – Midla dejó de sonreír, al decir estas últimas frases –. Por tanto, te doy las gracias. Estoy en deuda contigo.
– Si quieres saldarla, devuélveme mi espada – exigió Zelda.
– Lo siento, no puedo.
– Puedes exigírselo, que para eso eres princesa – Zelda señaló con la barbilla a Sir Bronder.
– No, no puedo. La cuestión es que mi hermano… Bien, si se enteran de la verdad de lo que os pasó, le caerá un castigo mayor. Lion me lo contó en confianza, yo no puedo traicionarle. Pero trataré de convencer a Sir Bronder. Te pido que tengas un poco de paciencia – Midla miró entonces el agua de la olla. Estaba hirviendo. Al ver que la princesa no hacía ningún gesto, Zelda tomó el pañuelo de Raponas y retiró de la olla del fuego. Ahora, habría que esperar un poco antes de echar las hierbas, se dijo.
– Tendré paciencia, no tengo más remedio. Aunque no sé si podré reprimirme las ganas de retar a Sir Oso a otro combate.
– ¿Sir… Oso? – Midla miró hacia el caballero, que empezaba a levantarse –. Sir… Oso – repitió, y entonces, de repente, se le escapó una risotada, musical. Zelda la observó, aunque le costó aguantarse la risa. La de la princesa era muy contagiosa –. Eres muy divertida, Zelda. Me tuteas, no me tratas con respeto, y haces bromas a pesar de tu extraña situación. Me caes bien. Estás loca, pero eres divertida. El viaje a la fuente de Faren ya no me parece tan aburrido.
El monte gemelo, conocido como el pico de Morun, era un lugar amplio. El bosque era denso, con mucha maleza, y sin caminos. Por eso, el grupo no tenía caballos. Los habían dejado en un prado, junto con el tercero de los soldados. Zelda recordó al pobre Ajedrez. ¿Regresaría el mismo día y lugar que su marcha? Como no tenía respuestas, ni nadie a quien consultar, Zelda se resignó.
Sí que había una persona con la que podría hablar. Ander, el brujo. Esa primera mañana descubrió la respuesta a la pregunta que no le respondió, al menos de forma directa: era quien sabía cómo llegar a la fuente de Faren. No usaba un mapa, ni una brújula. Caminaba el primero, llevando en la mano una cadena de plata. Dejaba caer la cadena, rematada con una gema de color azul, y susurraba. A su lado, estaba la princesa Midla, que observaba cada gesto con mucha atención, como si quisiera aprenderlo. A la izquierda del mago, el caballero también estaba atento, pero no con tanta admiración y curiosidad. Raponas y Wasu cerraban la marcha, justo detrás de Lion, y de ella.
Lion, al contrario que su hermana, no parecía nada interesado en lo que hacía el mago. A él también le había confiscado su arma, pero le había permitido conservar el casco. Trotaba detrás de Zelda, a veces se adelantaba, otras se retrasaba, pero seguía sin hablar mucho. Zelda tampoco tenía ganas. Calculaba, observando al trío que iba delante, sus probabilidades para hacerse de nuevo con su espada. Sir Bronder la llevaba, atada a su cinto, rodeada de una gruesa cuerda. Le daba rabia ver a otra persona con ella. Desde que Link se la dio el día en que fue nombrada caballero, nadie más la había tocado. Era una réplica de la espada maestra, en dorado. Link había encargado el trabajo al mejor artesano de Hyrule, usando para ello la intervención de Kaepora Gaebora.
– Oye, Zelda… – susurró el infante, sacándola de sus pensamientos.
– Sí, Lion, habla – Zelda ni le miró.
El chico empezó a hablar, dijo algo muy confuso, sobre que le daba las gracias por no hablar mucho, y que le había metido en un problema, debió advertirle, pero pensaba que se iría antes de encontrar al grupo. Zelda levantó la mano para hacerle callar.
– Eres un mocoso, y no te diste cuenta que me ibas a meter en un lío muy gordo. Tampoco la culpa es tuya, yo debí dejarte una vez vi que estabas bien, pero soy así – Zelda se encogió de hombros –. No es la primera vez que me meto en un embrollo por ayudar a alguien, pero si no lo hubiera hecho, los remordimientos… Bien, no me habrían dejado en paz.
– Le he pedido a Midla que te ayude con Sir Bronder. Seguro que habla bien de ti. Ella es muy lista, sabrá cómo hacerlo, y él siempre acaba cediendo.
Zelda miró a la princesa. En ese momento, mientras hacía una observación a Ander y este asentía y la felicitaba, pilló en el rostro de Midla la misma expresión que ponía Link cuando acertaba en alguna teoría, o estaba estudiando algo que le entusiasmaba y podía hablar de ello libremente. "Desde luego, son familia". Luego miró al infante Lion, el supuesto futuro rey Lion II el Rey Rojo. Y vio solo la parte de Link que le sacó de quicio al principio: mimado y repelente.
Como si Lion le hubiera leído la mente, le dijo en ese momento:
– ¿Por qué me llamaste así, Rey Rojo?
– Anoche estaba muy confundida, con el bofetón que me dio Sir Oso – Zelda señaló la mejilla. El ungüento de Ander había sido efectivo, no le dolía, pero sabía que tenía la cara muy roja e hinchada.
– Ya decías cosas muy raras antes de eso – Lion había encontrado una rama. Era lo bastante larga para usarla como imitación de una espada –. Dijiste que tenías algo que hacer en el palacio, una misión para mi padre, y luego que eras el primer caballero… Pero lo mejor – y aquí Lion sonrió –. Es cuando dijiste al goblin que era escoria… Eso fue muy divertido. Eres la primera persona que conozco que se enfrenta a un goblin y cree que le puede hacer huir.
El príncipe no pudo seguir hablando. De repente, Sir Bronder dejó de caminar, y se giró hacia Lion y Zelda. Esta no se movió, y el infante se puso detrás cuando sintió que la mirada del caballero se pegaba a él. Zelda notó que los dos soldados se quedaron quietos, y que Midla y Ander se giraban, y volvían a mirarse de reojo.
– ¿Has dicho que había goblins? ¿Cuándo, cuántos, de qué color eran? – Bronder, al ver que Lion corría para refugiarse, de las faldas de Zelda a las de su hermana, volvió su atención a la chica –. ¡Contestad!
Y amenazó a Zelda, con el puño cerrado. Esta ni se inmutó. Menudo bravucón. En su escuela, había unos cuantos que se creían superiores y trataban siempre de atacarla. Sin embargo, Zelda ya les demostró que se sabía defender.
Su padre le dijo que al menos era una forma de entrenar, aunque le prohibió devolver los golpes.
– He hecho un juramento de lealtad al infante, y no puedo hablar de cómo nos conocimos – dijo Zelda, con las manos sobre la cintura.
– ¡Es un peligro para sus altezas, saber que hay goblins tan cerca de este lugar! – el caballero se giró hacia Lion, oculto detrás de su hermana.
– Sir Bronder, ya estoy informada. Considero que no es tan importante – intervino Midla.
El caballero bajó el puño. Y así tuvo la demostración de que Lion le había dicho la verdad. Midla ejercía algún tipo de poder en el caballero, aunque no era lo suficiente para que Zelda se sintiera a salvo.
– ¡Reforzaremos las guardias! Estad atentos. Si hay uno por aquí, tened bien seguro que también habrá orcos, y moblins.
– ¿Moblins? ¿Qué es eso? – preguntó Zelda.
El caballero la miró igual que si fuera una hormiga. Así debía de sentirse, al ser observada por un hombre tan alto. Sin embargo, a Zelda la gente más grande que ella no le causaba ningún temor.
– Una mezcla, entre orco y goblins. Son igual de grandes que los primeros, e igual que apestosos que los segundos, pero son más fuertes y más listos – dijo Ander. Agitó el péndulo –. Continuemos. Cuando levantemos el campamento, puedo poner algún hechizo para avisarnos si se acercan enemigos, pero después de eso necesitaré descansar.
– Si tuviera mi espada, podría ayudaros – dijo Zelda. Sir Bronder soltó un gruñido, pero le dio la espalda. Al acercarse de nuevo junto a Midla, Lion le rehuyó y volvió a refugiarse detrás de Zelda.
– Ya me lo dijo Ander… Hablo demasiado – susurró Lion.
Y a Zelda se le escapó una sonrisa.
Según palabras del hechicero, aún les quedaba un buen trecho, cuesta arriba, hasta la fuente. Descansaron cuando la luz del sol ya no traspasaba las hojas. Zelda se ofreció a ayudar con el campamento. Al fin y al cabo, ya estaba viajando con ellos, y las normas de los viajeros eran compartir lo que se tenía y dividir las tareas de forma equitativa. Y ella no era de las que se quedaban sentadas, tocando la flauta, mientras alrededor todos se movían. Eso hacía Midla, ensayar con la flauta, mientras Raponas y Wasu volvían a montar su tienda de campaña, sus mantas, y sacaban los pájaros que habían cazado, además de unos huevos, y los colocaban delante de Sir Bronder.
Sin embargo, cuando quiso ir a por leña, o por agua para calentar, o encender la hoguera, Sir Bronder, con voz atronadora, le ordenó que se quedara bien quieta, si no quería pasar esa noche colgando de un árbol.
– Sigo sin tener claro si eres o no una espía yiga, así que quietecita, donde te pueda ver – Sir Bronder le señaló con la barbilla donde debía sentarse.
– Me quedaré quieta cuando usted se mueva – Zelda levantó la nariz, y miró directamente al caballero a los ojos –. No puede ser que el trabajo para siete personas lo hagan solo dos.
Y se dio la vuelta, para coger el cazo. Sintió la sombra de Sir Bronder sobre ella, y esquivó su manaza, directa a darle un bofetón. Zelda se deslizó por el suelo, se agachó y saltó con una pirueta. De haber llevado su espada, habría contraatacado en ese momento, pero no le quedó más remedio que protegerse con los brazos. Midla dejó de tocar.
– ¡Sir Bronder! – alzó la voz, por encima de lo que debía estar acostumbrada, porque se puso muy roja. Al instante, el caballero, que ya tenía a Zelda agarrada por un hombro y estaba a punto de descargar un bofetón, se detuvo –. Ella tiene razón. Puede hacer tareas en el campamento, bajo su mirada. No es necesario recurrir a la violencia.
– No va a acercarse a la comida de sus altezas.
– Bien, no pasa nada – Zelda se liberó de la manaza del caballero –. Puedo hacer el fuego.
– Tampoco te voy a permitir que uses yesca – Sir Bronder se apartó. Wasu estaba peleándose con el pedernal, pero la madera estaba húmeda y le costaba prenderla.
– No la necesito – dijo Zelda. El caballero la miró con sospecha. Zelda metió la mano en la mochila, extrajo una semilla ámbar. Advirtió a Wasu para que se echara atrás, y la lanzó en el centro de la fallida fogata. Al instante, se levantó una llamarada que ardió con seguridad, e impregnó el aire de olor a humo y canela.
Todo el mal gesto del caballero había valido la pena solo por verle mirarla con sorpresa. Ander también se había acercado. Aunque estaba agotado por los hechizos con el péndulo y los que había creado para proteger el campamento, tenía suficiente energía para atender a lo que pasaba.
– Has usado una semilla ámbar – dijo el mago.
– ¿Eso que es? ¿Un arma yiga? – preguntó el caballero.
– No, ahora me explico… Tu apellido era Esparaván, ¿verdad? Ah… De Lynn…
– ¿Conoces las semillas? – Zelda removió el fuego y le puso otro trozo de madera para ayudar a que creciera.
– No las había visto en persona, pero leí un manual de botánica firmado por alguien llamado F. Esparaván.
– Félix. Félix Esparaván… Mi abuelo – Zelda no le recordaba apenas. Era un hombre muy gruñón, siempre enfadado. Años más tarde, su padre le confesaría que en aquel entonces él estaba muy enfermo. Murió antes de que Zelda cumpliera los cinco años.
Aunque claro, para eso, faltaban casi veinte años.
– ¡Es fascinante! ¿Sabes plantar más? ¿Tienes más variedades? En ese libro hablaba de experimentos para crear semillas que producen hielo, o que te daban energías suficientes para estar bailando horas, y también otras que…
Zelda admitió que su abuelo no terminó sus investigaciones, y que su padre era buen botánico pero no tan interesado en la ciencia, no hasta hace bien poco. Ella sabía cultivarlas, y por suerte crecían rápido. Había dejado, en el primer campamento, a propósito, una ya enterrada. Con la humedad y frío de ese lugar, arraigaría en cinco días y produciría semillas a partir del sexto. Esta información se la guardó. Bastante había hablado, delante de Sir Bronder. Este le miraba ya con bastante sospecha, desde su rincón.
Después de este intercambio con el hechicero, Ander se quedó repentinamente dormido. Le recordó a la forma en la que Link se quedaba sopa en el Mundo Oscuro, en menos de un segundo. No insistió. Aprovechando que tenía permiso real para hacer un poco, Zelda ayudó a Raponas y Wasu con la tienda de campaña. En eso estaba, cuando Wasu le hizo una observación sobre su capa.
– Está rota – dijo el soldado.
– Sí, ayer me atacó una fiera salvaje – fue la contestación de Zelda.
– ¿Una fiera? – Wasu parecía un poco más joven que Raponas, y ahora que le miraba bien, parecía un crío. Muy alto, con los ojos grises y el cabello castaño, tenía cierta calidez, aunque pronto había visto que era muy inseguro y que prefería estar callado.
– Sí, un oso. Enorme – Zelda levantó las dos cejas al decir esto, y luego frunció el ceño, imitando a Sir Bronder. Y logró hacer reír a Wasu, aunque tuvo que hacerlo de forma disimulada.
Raponas asó la carne al fuego, delante de Sir Bronder, y mientras tanto, Wasu le dijo a Zelda que le diera su capa un momento. Zelda se la cedió, y el chico, tras decir que era lana de muy buena calidad, se sentó. Sacó de dentro de la bota una aguja, y un carrete de hilo blanco que tenía en su zurrón.
– Mi padre era sastre en Ruto, y aprendí el oficio antes de meterme en la guardia – aclaró Wasu.
– Será una buena forma de encontrar esposa – bromeó Raponas –. Podrás hacerle vestidos.
Y Wasu se puso muy rojo, y no le replicó.
– Yo no sé nada, me haces un favor. Muchas gracias – le dijo Zelda.
Le hizo un zurcido rápido, no muy delicado, pero eficaz. Al menos, el siete no iría a más y aguantaría un poco. Mientras hacía esto, Wasu admitió que se había fijado en la calidad de las prendas de Zelda, en las hombreras y la cota de malla.
– Debes de ser noble, llevas cosas muy caras…
– He trabajado mucho – dijo Zelda.
Sir Bronder entonces dijo:
– Será el que le regaló la brújula y la espada. Todo de oro. Y el bastón ese de plata.
Zelda se encogió de hombros, y no dijo nada más. Cuando viajaba con más gente, la hora de la cena, antes de turnarse para las guardias, solían contarse anécdotas, cuentos y leyendas. Sin embargo, en este rígido grupo, con Sir Bronder el Oso enfadado, el mago que dormía a pierna suelta, el príncipe cobarde, la princesa tan hierática, los dos únicos que se habrían relajado serían los dos guardias… Y estaban asustados por el caballero. Lo vio al darse cuenta lo que le temblaban las manos a Wasu al partir el huevo delante del caballero, y al darle a oler la carne cruda de los pájaros que habían cazado.
Raponas se sentó delante de Zelda, con la sartén ya preparada para hacer huevos. Ellos comerían de sus raciones de soldados. Zelda pensó que si al menos le hubieran dejado el tirachinas, se habría hecho con su propia cena. Las raciones de carne que llevaba estaban ya bastante menguadas. Comió esto, observando a los dos guardias servir a los príncipes, y estos dos, sin decir ni palabra, meterse en la tienda de campaña.
– ¡Dalvania! – gritó entonces Sir Bronder. Raponas, que parecía tener la intención de echarse mientras su compañero se ocupaba de la siguiente guardia, hizo un saludo militar y se cuadró delante de Sir Bronder –. Ya has oído antes, puede que nos hayan seguido goblins. Estaría bien que en lugar de vaguear, hiciera una comprobación al perímetro.
Y Raponas, que parecía a punto de caerse dormido nada más apoyar la cabeza en la mochila, se marchó. Zelda le observó, con una mezcla de pena y también de risa, por su expresión enfurruñada. Tardó un poco en darse cuenta que Sir Bronder le había llamado por su apellido. Raponas… Dalvania.
Hacía muchos años, en el cementerio de Kakariko. Link gastándose parte del premio por ganar la carrera de caballos en encargar una lápida para el que era su sargento. Ella solo le había visto una vez, y estaba tan cubierto de vendas que la verdad es que jamás se habría acordado de su aspecto. Si se acordaba de él fue por la tumba, y por el grabado. Sargento Raponas Dalvania. Fiel servidor de su majestad Lion II. Murió en acto de servicio.
"Si necesitaba una prueba más de que estoy en el pasado, esta es una" pensó Zelda.
– Supongo que vas a pedir hacer guardias – sugirió Sir Bronder. Era la única persona que quedaba en el campamento.
– ¿Me permitirías hacerlas? – Zelda le observó con una ceja levantada.
– Ya sabes la respuesta, chica pelirroja – Sir Bronder sacó una piedra de afilar, y empezó a pulir su espada. Zelda vio que tenía muescas, unas más viejas a juzgar por el color del hierro, otra más reciente –. Puede que los príncipes, ese mago de pacotilla y hasta esos dos otros bobos se hayan creído tus mentiras, pero yo no. Te tengo vigilada.
– Dime algo que no sepa – Zelda no podía evitarlo. Su padre le había dicho que era una bocazas, y que cuanto más grande y peligroso fuera su contrario, más se burlaba de él –. Pero tendrás que reconocer, caballero Oso, que si temes que haya goblins por aquí, cuantos más aliados mejor, ¿verdad? No olvides que esta chica pelirroja te hizo esa muesca en la espada.
El caballero no respondió. Siguió pasando la piedra, con un ojo puesto en Zelda y el otro en la tienda de los príncipes.
Ocurrió de madrugada. Zelda volvía a tener el sueño de un orco de piel dorada, solo que este orco había cambiado. No reconocía el rostro porcino, y tenía garras. Olía muy mal, tanto que en el que sueño Zelda creía que se había caído una semilla apestosa de su mochila y se estaba asfixiando. Parpadeó, cuando sintió que en el sueño el orco dorado se aproximaba a ella. En la realidad, fue Sir Bronder quien le dio un golpe, nada cuidadoso pero con menos fuerza que otros empujones que le había dado.
– Pelirroja, arriba.
Zelda le obedeció. No solo porque el caballero le habló en voz baja, sino que ya tenía la espada desenvainada.
– Despierta al hechicero, rápido, y dile que vaya con los príncipes.
– ¿Raponas y Wasu?
Los dos guardias también habían desenvainado sus espadas, y estaban tras sus escudos. Se parecían al que llevaba Lion en su encuentro, solo que los suyos relucían y estaban nuevos. También llevaban espadas simples, pero de mejor calidad que la de entrenamiento. Wasu, a la espalda, tenía un arco, y Raponas una ballesta, pero no las habían cargado.
– Obedece – susurró Sir Bronder, mientras se ponía en pie.
En el ambiente había electricidad. Zelda conocía esa sensación. El peligro inminente, la sensación de ser observados, y de que se acercaba algo que hacía temblar el suelo mismo del monte. Zelda se retiró el pelo de la cara, y se puso en pie de un salto. Corrió hacia la manta donde el hechicero seguía durmiendo. Tuvo el recuerdo de las veces que tenía que despertar a Link a golpes de lo cansado que se encontraba. Ander estaba igual. Necesitó un par de empujones para que le hiciera caso, pero él también se dio cuenta de que pasaba algo extraño. Zelda no tuvo que repetirle las instrucciones de Sir Bronder, el mago por si mismo entró en la tienda de campaña de los príncipes. Al cabo de unos minutos, los tres salieron. La princesa estaba vestida, y sostenía en las manos la flauta plateada. Esto tranquilizó a Zelda. Seguro que sabría usarla, como Link, y eso era una gran ayuda. Su hermano se quedó sentado a su lado, y Zelda entendió que estaba temblando. Lo único que llevaba para defenderse era el escudo ajado y el yelmo. El hechicero Ander le puso la mano en el hombro y Zelda escuchó como le susurraba algo, a lo que el príncipe respondió asintiendo.
Primero cayó una flecha. Tenía las plumas negras, y el filo dio directamente sobre la hoguera. Hizo que se levantaran chispas, y que el aire se llenara de un olor a quemado. Ander hizo un gesto de asentimiento y empezó a recitar palabras que Zelda no supo identificar.
A falta de arma, Zelda agarró el frasco de semillas de luz y misteriosas. Cuando cayó la segunda flecha, se movió rápido hacia un lado, y, a falta de escudo, Zelda agarró la sartén donde horas antes Wasu preparó la cena de los príncipes. La usó para esquivar el siguiente proyectil, mientras que los soldados se protegieron detrás de sus escudos. Alrededor de los príncipes y el mago se había formado una especie de malla transparente, que repelían las armas. "Se parece al amor de Nayru, solo que Link invocaba un escudo rosa, no blanco", pensó Zelda.
El claro se llenó entonces de goblins. Había como unos diez, a juzgar por los ojillos que observaban en la oscuridad, y sus pieles tenían distintos tonos. Zelda vio a los familiares diablillos rojos, y también los que tenían las pieles verdes, pero por primera vez vio goblins de piel negra y uno, el que parecía el cabecilla, armado con un escudo grande de madera con dientes de animales, tenía la piel a rayas blancas y negras. Levantó la lanza que llevaba y gritó una orden en el idioma que usaban esas criaturas.
Desde el Mundo Oscuro, Zelda no había escuchado tantos goblins hablando a la vez.
En un primer momento, aunque los tenían rodeados, fueron repelidos. Wasu, Raponas y Sir Bronder, sobre todo este último, hacían retroceder a los goblins, lanzarlos por los aires, y perder sus miembros con facilidad. Por su parte, Zelda solo podía aturdirles y hacerles retroceder, para obligarles a ir hacia los soldados. Gritó que necesitaba su espada, pero Sir Bronder no la escuchaba. Los goblins que quedaron en pie se hicieron a un lado, y el goblin blanco y negro sacó un cuerno de su zurrón y lo sopló. Todo el bosque tembló con el sonido de múltiples pasos, a cada cual más ruidoso.
Unas sombras, más altas que los goblins, se elevaron entre los árboles. Una de ellas alargó primero las manos para agarrar un árbol y, sin apenas esfuerzo, lo arrancó de raíz. Zelda vio las enormes garras, esa manaza, y recordó su sueño. No eran doradas, al menos, sino negras como la misma noche. Las tres criaturas eran iguales: no solo altas, sino también corpulentas. Sus ojos eran fríos, de un apagado color azul y rasgados. De las tres caras salía un hocico alargado, rematado con colmillos, parecidos al de un jabalí salvaje. Zelda también había visto un rostro tan fiero y peligroso, en el mismo Mundo Oscuro. "Dos veces, casualidad. A la tercera, algo no marcha bien".
Zelda agarró la sartén con una mano y sacó una semilla. Era una misteriosa. No sabía el efecto, su padre le había dicho que a veces respondían a la voluntad de quien la lanzaba. Zelda la lanzó, y al instante todo el claro, que había estado iluminado solo por las extinguidas llamas de la hoguera, se vio alumbrado por una clara luz, igual que si fuera de día. Esto hizo retroceder a las criaturas, solo un paso.
– ¡Sir Bronder, mi espada! – exigió Zelda, mientras esquivaba otro ataque de un goblin.
El caballero volvió a ignorarla. Cada uno de los guardias se precipitaron hacia aquellas tres criaturas de pesadilla. Arremetían con unas enormes mazas, y uno de ellos hasta portaba un arco, uno bastante grande. Tiró una flecha, que iba dirigida a Raponas, y Zelda actuó rápido. La desvió con la sartén y lanzó una semilla de luz a los ojos de la criatura, pero era demasiado alta y sin el tirachinas no podría llegar a la cara. El ser dio un paso atrás y soltó un gruñido, momento que Wasu aprovechó para atacar con la espada hacia las rodillas. Sin embargo, no vio a la tercera criatura, que golpeó al chico con la maza y le lanzó al otro lado del claro. Raponas gritó de rabia, sacó la ballesta y disparó al rostro del ser. Zelda se apartó, lamentando no tener más armas. Tomó una piedra, y madera de la hoguera, y las usó como proyectiles, para hacer caer al arquero. Sir Bronder luchaba con el que portaba la maza más pesada, colocado de tal forma que le alejaba de los príncipes. Quedaba la tercera, y Zelda supo de inmediato qué trataba de hacer…
Iba hacia la cúpula blanca bajo la que se refugiaban la princesa, Lion y el hechicero. Este tenía las dos manos levantadas, sosteniendo la cúpula. Desde donde estaba, gracias a la luz que había traído Zelda, veía que le caían grandes gotas de sudor por la cara. La princesa agarraba la flauta, pero no hacía nada, y Lion miraba alrededor, con auténtico pavor.
– ¡Bronder! ¡Mi espada, rápido! – volvió a gritar Zelda, mientras corría hacia la tercera criatura. Le vio sacudir la cúpula con la maza, y como esta temblaba. El mago estaba arrodillado, con el rostro cada vez más blanco.
Y entonces ocurrió. Sir Bronder soltó un gruñido, clavó su arma en la criatura, y al mismo tiempo, con la mano libre, tiró de un nudo y deshizo la cuerda que rodeaba la espada de Zelda. La sacó de la funda y la lanzó en dirección a la muchacha. Zelda saltó, y alargó la mano. Cuando su mano derecha se aferró al mango tan familiar, el dorso brilló, de un color dorado.
El triforce del valor, del que era portadora, estaba reaccionando ante esta criatura. Zelda aterrizó justo frente a ella, desvió el golpe y cayó de espaldas al monstruo, con la hoja brillando, y por eso, Zelda miró al enemigo por encima de su hombro.
– Esto lo acabo yo de un golpe… – susurró. Apretó los dientes, giró las caderas en un círculo perfecto y la hoja de su espada relució. El ser había levantado la maza, pero se encontró con una ola de luz y fuerza que le derribó. Antes de tocar el suelo, ya tenía una herida abierta, en el pecho, y sus ojos se pusieron en blanco.
Al mismo tiempo, en otro lugar, Sir Bronder había acabado con el arquero que ya estaba apuntando hacia Zelda. Cayó sobre la criatura que había llevado otra maza, la primera en caer. En la oscuridad, quedaban algunos goblins, que iniciaban la huida. Zelda corrió tras ellos, y, sin vacilar, terminó con tres antes de acabar delante del goblin con la piel a rayas.
– ¡Marchaos de una vez, escoria! – gritó la muchacha. El arco que describió con la espada, la imitación de la espada maestra, cortó el cuerpo del goblin como si fuera mantequilla. La sangre brotó y manchó a Zelda. Cuando regresó al campamento, sus compañeros de viaje vieron su rostro y ropas manchadas y los ojos verdes fieros, con el brillo del valor aún bailando en ellos.
Zelda sonreía. Había sido una batalla complicada por no tener su espada, pero en el momento de tenerla, fue fácil. Casi deseó que hubiera más de esas criaturas enormes por el bosque, solo para darse el gusto de acabar con otra de forma tan rápida. Sin embargo, la sonrisa se le congeló en el rostro. En el campamento, alrededor de una figura tendida, estaban todos. Raponas sostenía en su regazo a Wasu, que sangraba y miraba alrededor con expresión de miedo en sus ojos. La princesa lloraba, y su hermano le sostenía la mano y miraba al soldado caído. El único que trataba de contener la herida era Ander, que se había manchado las manos mientras susurraba lo que parecía un cántico de curación. Sir Bronder fue quien le dijo que lo dejara.
– El soldado ya se ha ido con las diosas – dijo. El caballero le cerró los ojos, y Raponas empezó a negar.
Zelda recordó la forma en la que Wasu se había reído, pocas horas antes, y también cuando le cosió la capa. No se atrevió a decir nada. Se quedó de pie, mientras veía como la princesa se agachaba al lado del soldado y le daba las gracias. El príncipe Lion se limpió las lágrimas, y Ander aún insistía, pero no siguió porque de repente le abandonaron las fuerzas.
Fue entonces que Sir Bronder reparó en ella. Zelda sintió esos ojos escrutadores sobre ella, y por un segundo temió que le dijera que todo había sido culpa suya. Quizá debió ser más rápida, más ágil, más intrépida. Tenía ya preparada la respuesta, que había sido él el que debió darle antes la espada. Habría repelido ella sola a los goblins de haber estado armada con algo más peligroso que una sartén.
– Eso… – el caballero señaló el cuerpo de una de las criaturas grandes –. Eso era un moblin.
En ese momento, el efecto de la semilla misteriosa se acabó y todo el claro quedó a oscuras.
