Capítulo XV: Preparativos, listos.

—Mire lo que encontré, General —dijo Esteldal, arrojando sobre a una silla a un muchacho, reteniéndolo con fuerza.

—Vaya, vaya —rió Hakkinen—. Si hasta parece señorita.

El comentario se debía, quizás, al aire de fina delicadeza etérea que tenía el joven. O tal vez se debiera a que tenía los ojos vidriosos, como si estuviera a punto de llorar (n/a: o a lo mejor traía falda).

Lo milagroso era que lograra contenerse. Estaba lleno de desesperación, rabia, decepción e impotencia. Todo había sido tan rápido...

Primero, el ataque masivo de hace unos meses. Después llegó la calma; luego, una serie de movimientos extraños y cuando bajaron a averiguar qué pasaba, era demasiado tarde. Todas las huestes del infierno se lanzaron a atacar... y no pudieron responder.

¿Dónde había quedado su poder? Algunos, como él, lograron escapar y dirigirse hacia aquellos que...

¿En serio éste era Juho Hakkinen? Se notaba la influencia demoníaca a simple vista. Si hubiera llegado antes...

¿Y bien? —preguntó el General.

—¿Qué? —preguntó a su vez.

—¿Qué haces aquí, muchacho?

—...

—No tienes pinta de espía... lo cual sería un disfraz perfecto.

—... no soy un espía.

—Y si lo fueras, no lo admitirías. Un típico ejemplo del manual. ¿Tenía algún tipo de identificación? —preguntó volviéndose a Esteldal.

—No —respondió éste.

—¿Armas?

—Tampoco.

—Te diré lo que creo —comenzó el Gral., después de unos segundos de meditación—. No eres un espía, ni un desertor ni un inmigrante, sino un chiquillo berrinchudo que escapó de casa. Sin embargo, el reglamente es muy estricto, así que te recluiré esta noche y mañana a primera hora serás remitido al poder judicial.

A una señal, Esteldal lo levantó sin muchos miramientos, y lo condujo hacia las celdas.

—¿Sigues seguro de que soy la mayor vergüenza de la humanidad? —se mofó Esteldal—. Ya viste que sólo soy el mejor exponente.

—Todavía hay bondad en él —musitó el otro.

—¿Todavía? Perdón, pero los militares no son precisamente bondadosos.

—¿Ah, no? —comentó el otro con una sonrisa melancólica—. Tú fuiste un guerrero hace tiempo. (n/a: allá en el año del caldo)

—Eso le resta más veracidad a tú estúpido comentario.

—No puedes mentirme, Vindur. Soy un dios.

—No deberías molestarme, muchachito. Eres un dios sin poder.

—¿Qué clase de recato tienes, que no pronuncias mi nombre?

—Ningún recato. Es sólo que no se me da la gana decir trabalenguas.

—¿Seguro que es eso?

—Eres realmente insoportable, ¿sabías? Será mejor que te calles de una vez, o...

—¿O qué? ¿Me matarás, aún bajo el riesgo de que el General se entere de que no le estás subordinado del todo?

—Jamás desobedecería al General —arrojó al dios hacia el interior de la celda con rudeza—. Si fuera tú me acostumbraría a la vida en la cárcel. Algo me dice que pasarás encerrado un buen rato.

Ese comentario lo dejó pensando toda la noche. Bueno, era lógico. Sin poder, sin hablar con Hakkinen en los términos debidos, y sin noticias de algún aliado, lo más probable era que se apoderaran de él, o que lo mataran. Si, como suponía, todos los dioses estaban en situaciones semejantes o peores... ¿Sería esto el Apocalipsis?

Luego, la mañana. Esteldal lo condujo a una jefatura de policía, donde lo tuvieron sentado un rato, hasta que llegó un tipo, mostró unos papeles que acreditaban su paternidad (!), y se lo llevó. Le bastó una mirada para darse cuenta de que era un demonio, y dos horas después estaba en Utumno (aunque él no lo sabía), en el calabozo, junto con todos los demás dioses.

Melkor sonrió al saber esto.

—Entonces, sólo faltan los Valar. Pero antes...

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Utumno: La fortaleza subterránea de Melkor, al norte de la Tierra Media.