Purgatorio

Capítulo Uno: Incestuosa

"Tengo por mi alma una loca seducida"

(Adriana Ramos)

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Es el silencio lo que nos hace poderosos, lo que marca y resucita los instantes de altivez, lo que traza la línea de los deseos, que se piensan, pero no se dicen. El silencio, con su rutina de misterio y tenebrismo, con su luz mortecina de tragedia incómoda.

Mi silencio es como el cambio de estaciones, de primavera fingida a puro invierno desconcertante. Me llamarán loca, pero a mi me gusta. No hay nada más reconfortante que la sorpresa. Porque son las sorpresas, queridos míos, lo que hace más excitante la vida. ¡La vida!

Y también la muerte.

Que me defina mi historia (mi intrahistoria). Soy una mujer casada, sin hijos y hermosa. Mujer letal, esa palabra tan tajante. Tengo una hermana, antes tuve dos, igual que dos primos tuve, uno muerto... y el otro también. Sorpresa. ¿Se diluye el cristal, la transparencia, para dar paso a la verdad?

Aunque parezca un tópico, la verdadera sorpresa en esta vida ha venido de la mano de la persona menos esperada. Y digo esto porque he observado su desenvolvimiento en su entorno como se analiza a una oruga que va a convertirse en mariposa. Jamás hubiese imaginado lo que Narcisa, mi hermana querida, estaba a punto de hacer.

Y la tengo justo enfrente, tras una caída de tres metros que casi le ha costado la vida. Eso, queridos, es desesperación. Lo demás, puro teatro.

- Estabas aquí...-digo, y mi voz fría resuena en cada porción de este absurdo dormitorio. Cissy se encuentra de espaldas a mi, en un intento vano de ignorarme, aunque sabe perfectamente que eso no le va a servir de nada. Sangre de mi sangre.

- ¿Me buscabas? – Replica con mal disimulada fiereza y yo sonrío. ¿Por qué es tan fácil ofenderla? Tengo plena conciencia de sus defectos, y sé que ella ignora los míos. Quizás sea eso lo que la enerve. ¿Descubrirlo? Ni siquiera vale la pena: hoy, Narcisa es infantil y asquerosamente soberbia, quiere dejarme plantada en medio de esa habitación, desconcertarme, ser borde; y se olvida con quien trata. Soy Bellatrix Lestrange, el mundo tiembla bajo mi mirada insidiosa.

- En realidad quería ver a la princesa de Slytherin, no a la niña llorona -ataco, dándole de lleno en su vanidad.

- Pues coge cita –lloriquea en un intento de ser fría– porque la niña llorona se va a quedar mucho tiempo.

Me habría reído de su ridícula ocurrencia, pero tengo mejores cosas que hacer. El mundo me espera y yo solo deseo meterme con Narcisa, alimentarme de su apariencia y su desdichado corazón roto. Me beberé su sangre martirizada y la convertiré en todo aquello que glorifico: en honor, en respeto, en grandeza y supremacía.

No dejaré que me trate como quiera.

- Narcisa… -advierto con frialdad.

Intento abrazarla, como a un pequeño mochuelo. Ansío su calor tanto como ansío ver sus ojos, o su pelo, porque es tan hermosa; tan perfecta que querría bebérmela, morderla hasta despedazarla y hacerla mía para siempre. Y la quiero, la adoro tanto como la aborrezco. Mi hermana es débil y miserable, sucia y mentirosa, arrogante y sumisa a la vez. Su nombre es la metáfora más aguda que da sentido a su presencia.

Pero ella se levanta y me rehuye, haciendo ascos a mi contacto. ¿Y por qué lo hace-pienso yo- cuando puedo darle todo lo que desea?

- Quiero que te vayas.

Me hace mucha gracia que se crea tan importante, aunque por una vez está en lo cierto. Me río. Ella me da la espalda de nuevo y se sienta frente al tocador.

- Calma, pequeña tórtola – me siento en la cama, observándola con fijeza depredadora-. Sólo vengo a por respuestas.

Me mira de reojo y casi puedo oler su desprecio.

- Entonces pierdes el tiempo. ¿Crees que te lo diría a ti, Bella? Eres la última persona a la que le confesaría nada. Siempre he dicho que de tu boca entran y salen cosas retorcidas y sucias.

Intenta desafiarme con la mirada, pero yo no abro la boca y me dedico a observar sus reacciones. Me parece tan graciosa…

- En más de un sentido –añade venenosamente.

No voy a dejar que me trate así.

Me levanto impasible, acercándome en silencio absoluto hasta donde ella aguarda, nerviosa, mi llegada. En un segundo la agarro del pelo, tirando de su cabecita de porcelana con brusquedad. Tengo un arrebato sensualista y pego mi mejilla a la de ella, quizás con demasiada fuerza, aunque no me importa nada. Estoy furiosa, estoy humillada, quiero que llore.

- Dime, Narcisa, la princesa –siseo con odio, tirando aún más- ¿Qué sientes cuando vez cómo se derrumba tu mundo y solo eres una espectadora del fin?

Oigo a su corazón disparase de miedo.

- Suéltame –suplica.

- Ssssshhhh -pongo mi dedo en sus labios–, has intentado buscar la aventura y, jugando con fuego, al final te has quemado –río–. Yo puedo enseñarte muchas cosas.

Clavo mis uñas en su cuello y después, tras posar mis labios en él, me dedico a succionar esa sangre tan dulce y conocida que me enferme y revitaliza. ¿Por qué no lo habré hecho antes? Pienso, y tras un segundo de reflexión imagino que soy un hombre y me la tiro.

Ella llora como una niñita pequeña. Nunca ha dejado de serlo y se esconde, se evade. Pero tengo la certeza de que ahora me hará caso.

Otra sorpresa. Se gira violentamente y me estampa un beso en los labios; y yo pienso que una chispa Black ha ardido en sus ojos.

- ¿Enseñarme? –llora, abriéndome la túnica con una celeridad casi bestial, sin despegar sus labios de mi boca-. ¡Tú no tienes nada que enseñarme, puta!

Una furia desconocida nace en ella de pronto. Furiosa, furiosa. ¡Narcisa la princesa me ha mirado con odio! Éste es el momento justo, el instante en que voy a dejarle bien claro quien es la más fuerte.

Mis uñas se entierran en su mejilla. Ella grita de dolor, y me aparta tan bestialmente que me caigo al piso en redondo. Y eso sí que no ha sido gracioso, aunque vuelva a sorprenderme.

Cuando me levanto, Narcisa tiempo como una pajarillo asustado, y sé que he conseguido atemorizarla.

No creo que se lo espere, pero la abrazo y la beso con toda la suavidad de la que soy capaz. Quiero a mi hermana, la quiero, lleva mi sangre.

Soy más baja que ella, menos llamativa; a su lado me parezco a una dulce colegiala. Pero muerdo, enveneno; me gusta el sabor de la sangre, el metálico matiz que se deshace en cada nervio y llega a mi cerebro, obnubilándolo. Y es a sangre a lo que sabe la saliva de Narcisa. Incluso si soy yo la que se lo imagina.