Purgatorio

Capítulo Dos: Sexo

"Yo soy ardiente, yo soy morena,

yo soy el símbolo de la pasión"

(Gustavo Adolfo Bécquer – Rimas)

La noche se funde con el tranquilo zozobrar de éste viento burlón, que viajaba silbando por las ventanas de la antiquísima mansión Lestrange... sacándome de quicio.

Me muevo incómoda en el sillón de cuero negro, mareando entre mis dedos el cigarrillo rubio que mi cuñado, Lucius Malfoy, ha tenido la bondad de traerme de Holanda, mientras en mi regazo duerme el libro que he estado leyendo durante las últimas dos horas, hasta que aquel condenado viento ha comenzado a aporrear las contraventanas de la biblioteca familiar.

Indiferente al ruido, Rodolphus pasa una a una las páginas del pesado volumen que sostiene con una mano. Lo escudriña con ojo clínico, con su acostumbrado desapasionamiento frío y lógico; he de suponer que lee una novela, tal es su decaído interés. También supongo que le habría gustado tener entre manos algo más jugoso y productivo que una fantasía: algo que alimente su cultura y su voracidad, que lo deje satisfecho; pero es imposible: desde nuestra huida de Azkaban, salir de ésta vieja e invisible casa sería contravenir las explícitas órdenes del Hombre más poderoso que pisa el suelo de Bretaña. No seremos nosotros los que desobedezcamos a Lord Voldemort.

Suspiro cansada, alzando el rostro al techo en un gesto evidente de aburrimiento. Mi pasatiempo consiste en contar cada uno de los motivos que decoran el techo, como si eso fuese importante o productivo.

Cabreada conmigo misma por no tener idea de cómo pasar mi tedioso tiempo, bajo los ojos para clavarlos en él. Sigue leyendo, impasible, ignorándome por completo aunque sabe que lo observo. No le importa porque no me teme, aunque cualquier otro lo haría.

Rodolphus siempre ha sido un hombre alto y fuerte, más bien fibroso; tiene en la cara un deje de nobleza mentirosa, un rastro aristocrático, un carácter decidido en esa mirada azul que penetra y averigua cada sentimiento, cada idea. Es, al fin, tan elegante como yo, un perro de la vieja escuela, a pesar de que es infinitamente más educado y clínico. Yo enciendo hogueras y él las apaga, y quizás luego tome una de las brasas y me castigue con ella.

Me pierdo pensando en como lo han tratado los años: justo después de Azkaban no se encontraba mucho mejor que yo, chupada y esquelética. Ahora ha recobrado la forma y el color.

Su temple, no obstante, sigue siendo frío, analítico. Casi estremecedor.

Pero no me asusta.

Pensando y pensando, mis perceptivos sentidos captan un ligero olor que por unos instantes me confunde. Queridos, soy una mortífaga, estoy entrenada como el mejor de los aurores. Y más, siempre seré mejor que un sucio defensor de sangres sucias.

El perfume que embriaga el aire, en cuestión, se me hace conocido. Terriblemente conocido. Entrecierro los ojos, disgustada. No me gustan los secretos.

Rodolphus parece cansarse de que lo analice, porque baja el libro hasta su regazo y me mira sin perturbarse. Sus ojos trepanan la distancia que nos separa hasta llegar a mi y excitarme. Me encanta que me mire de esa forma tan implacable.

- ¿Hay algún motivo en especial por el que gastes tu precioso tiempo mirándome con tanta fijeza? –pregunta, cerrando el libro con rudeza.

- Haces que piense que te molesto, querido –estoy enfadada, pero mi voz es sensualista, es incitante: grave, profunda, sexual.

- No lo haces –Rodolphus alza una ceja–. Sin embargo, me distraes.

- ¿Tengo ese poder? –me levanto del sillón, alzándome en toda mi altura, que no es mucha y sin embargo puede parecerlo. El camisón negro sube por el muslo cuando me acerco a él, cuando me siento lentamente sobre sus rodillas como una dulce niña pequeña.

Aunque no soy ni pequeña, ni dulce. Y él lo tiene muy en cuenta.

Rodolphus deja el libro que estaba leyendo sobre una mesa cercana, con demasiada calma para mi gusto a pesar de las circunstancias. Cruza las manos sobre su regazo y ya no alza una ceja, sino dos.

- Hace semanas que no te comportabas de ésta manera, me sorprendes.

- ¿Te sorprende que desee? –me inclino hacia delante, besando el lóbulo de su oreja, dejando un surco de deleitoso escalofrío.

- Me sorprende tu absurdo nerviosismo -comenta, llevando sus manos a mis nalgas.

Un extraño calor caldea la habitación, y el epicentro parece nacer entre mis piernas y las suyas, que se frotan ansiosas.

- No estoy nerviosa –protesto, enterrando mis dedos de uñas largas a lo largo de mi pelo oscuro, en un gesto de frustración.

- Tus ojos brillan temblorosos, ira. ¿Quieres preguntar algo, Bellatrix? –sonríe con cinismo.

- ...Estoy... perturbada –susurro, mirando el pañuelo que sobresale de la solapa de su chaqueta. Ahí.

Mis ojos se achican y mis labios esbozan una cínica sonrisa. Rodolphus es más fuerte que yo y, cuando voy a echar mano de la prenda, me frena con energía.

- Los celos son malos consejeros, recuérdalo en un futuro –recomienda con calma estudiada.

- Me subestimas.

- Y tú a mi, quizás.

- Qué sorpresa, Rodolphus –me relamo, acomodándome aún más sobre su erección- ¡Qué sorpresa tan desagradable!…-murmuro, guiando mis manos hasta bajar la cremallera del pantalón oscuro. La erección es liberada en todo su apogeo, palpitando de deseo y ansiedad como el brillo de los ojos de mi marido, a pesar de que el rictus de su boca siga siendo firme y hierático.

Sé que no añadirá nada más. Es un hombre de pocas palabras, de actos tajantes y carácter fuerte. Si gritase, si patalease, simplemente me miraría por encima del hombro y me mandaría a callar con energía.

Me confieso a mí misma que estoy ligeramente celosa, un poco asqueada. ¿Qué ha podido ver en Narcisa? Es débil y banal, ridícula. No puede atraerle como yo, no puede hacerle sentir como yo.

Me clavo su erección hasta el fondo de mis entrañas, cabalgando lentamente mientras nuestras bocas se encuentran. Mi cadena de plata choca contra su barbilla y él, molesto, la arranca de mi cuello de un zarpazo. Me río desquiciada, amargada: no me importa.

- ¿Disfrutaste? –instigo.

El me muerde, castigándome: hay cosas que no puedo preguntar.