Purgatorio
Capítulo Cinco: Imperfecta
"Una canción triste
para los momentos bajos"
(Enrique Bunbury-Una canción triste)
Rodolphus entra. La habitación reproduce su sombra a mi lado, aunque estoy de espaldas. Se toma su tiempo, observando minuciosamente cada detalle de nuestro armazón personal. Satisfecho, mueve la copa entre sus manos. Clava sus ojos terribles en mi nuca, aspirando la energía de mi cuerpo con su azul sombrío y directo, trepanador.
- Supongo que acostarte con ella valió la pena; si no, no habrías corrido tantos riesgos –me giro, agitando el pelo oscuro como tinieblas. El camisón de seda oscura se tensa sobre mis pechos cuando yo respiro, fría y terrible, mirándolo.
Rodolphus deja la copa en una mesita adyacente, sacando una mano elegante del bolsillo de su pantalón oscuro. Yo, irritada, vuelvo a hablar.
- ¿Era necesario, Rodolphus? –amago una mueca, añadiendo venenosamente–. Me da la impresión de que te gusta hacerlo sufrir. ¿Tanto odias a Lucius Malfoy?
- No lo odio, Bellatrix, confundes lo abstracto con bastante frecuencia –Rodolphus alza la cabeza, ese hermoso y noble rostro surcado de hielo y hierro. Mi respiración se agita al observarlo: es tan excitante como hace diez años. O quizás más. Azkaban le ha dado un deje desapasionado que me atrae irremediablemente.
- Si no te conociera, pensaría que estás burlándote de mí –susurro, frunciendo el ceño despectivamente.
- Suerte que me conoces.
Rodolphus roza el borde de la campana de la copa con la punta de los dedos, acercándose a mí. Ha sonreído vagamente. No se puede decir que de una forma seductora, pero es sin duda la sonrisa más siniestra y elegante que le he visto hacer.
Atrapa mi rostro entre sus manos, apretándolo con fuerza.
- Así que... veneno... –roza mis labios con la punta de su lengua–. ¿Veneno de éxtasis o veneno mortal, Bellatrix?, ¿Qué secreto profundo y demoníaco guardas en tu pupila, querida?
Desliza la mano bajo mi ropa interior, acariciando pasivamente mi sexo. Gimo, entrecerrando los ojos de furia.
- Creo que te odio.
- No, no me odias –murmura, besándome.
- Entonces te detesto.
- Quizás –sus manos me arrancan un gemido–. No tiembles.
- No estoy temblando.
Me muerde el cuello y ríe, pero no es un sonido festivo, no. Más bien macabro, electrizantemente morboso. Estiro hacia atrás la cabeza, clavando los ojos en el techo. Tiemblo, sí, tiemblo como una hoja al invierno estival, pero me gusta mentirme en éstos casos. Hace que me sienta menos vulnerable, y él lo sabe. De echo, ahora estará saboreando ese placer que es notarme sometida.
Los labios de Rodolphus son como una droga que me quema, y sus manos me alimentan de pasiones desconocidas, me atraviesan el surco de la carne como cuerdas de magma, quemándome. Me encanta que me pegue, y lo hace, me muerde la barbilla, haciéndome sangre. Sangre que resbala por el blanco y el oscuro, que se confunde en las sombras de mi cuerpo, que se estanca en el ombligo y rebosa, perdiéndose en mi sexo. Y es allí donde encuentra esa otra sangre, la de la vida, y el ritual se convierte en algo paradójico.
- Gime todo lo que puedas, Bellatrix –me susurra gutural–. Gime para mi.
Y lo hago: gimo, gimo sensual contra la mano que, a medias, tapa mi boca. Y se la mierdo con suavidad, chupo sus dedos. El que gime, ahora es él, pero no es un gemido igual al mío. Es un gemido profundo, proviene de lo más hondo de su garganta, como si se lo hubiese arrancado. Yo, a diferencia de él, no tengo que ordenarle nada.
Rodolphus deja que le bese, me complace de esa forma tan extraña, aunque no me corresponde durante unos segundos. Cuando me separo, él se inclina, devorando la carne amplia de mis labios. Acaricia el centro de mis placeres.
Deslizo una mano entre la túnica, viajo contra sus pantalones y lo siento ardiendo de fiebre. Me gusta tener el control, me excita, me somete a su vez. Ambos nos atamos el uno al otro, amándonos de una forma extraña.
La marca arde como fuego vivo. Rompo el beso, mirándolo a los ojos mientras jadeo. Él, serio, sigue sujetándome por la cintura.
- Deberíamos a ir –digo, rompiendo el silencio que nos rodea.
Él no dice nada. Me mira a los ojos, los devora y los sondea. Entreabre los labios, como si fuese a decir algo, aunque por supuesto no lo hace. Nuestros brazos se liberan. Aprieto los labios.
