Tres días después de esa noche, a Draco se le comunicó que Minerva McGonagall ya estaba disponible para continuar con el interrogatorio.

Durante ese intermedio de tiempo, lo único que hizo fue encerrarse en la mansión, sin permitirle el paso a absolutamente nadie que no fueran los últimos miembros que quedaban del Nobilium, (quienes de todas formas no trataron de entrar), y- pensar. Draco no hizo más que pensar.

Si no fuera por los elfos que le recordaban que tenía que comer al mandarle bocadillos a su habitación, probablemente no lo habría hecho, se hubiera matado de hambre. Draco ni siquiera juntó la motivación para bañarse, afeitarse o siquiera levantarse de la cama para hacer algo más que ir al baño. Lo que sucedió con Minerva… lo sacudió. Sacudió todas sus barreras y por poco las tiró abajo.

Lo que Harry le dijo, quizás terminó por destruirlas.

Draco se sumió en una espiral de autodesprecio en el que cada día y a cada segundo, recordaba las cosas que hizo. No sólo a McGonagall, sino a todos- a la gente que torturó durante esos años, a aquellos que desaparecieron en su propia casa. Nunca, nunca se permitía pensar en eso. Draco había olvidado lo que era sentirse mal por herir a alguien. Cuando era más pequeño, en Hogwarts, jamás le importó. Lo disfrutaba, de hecho. Draco tenía claro que fue un matón y que le complacía ver gente llorar cuando él se burlaba de ellos. Pero… luego de unirse a los Mortífagos se dio cuenta que eso no era lo que deseaba, que incluso le asqueaba torturar personas. Creyó que él no era así y que por lo mismo tenía tanto miedo de que Voldemort ganara.

Sin embargo, la segunda guerra acabó, y descubrió que nada se le daba mejor que el sufrimiento ajeno.

Después de la batalla, no le quedó más opción- o bueno, Draco creyó que ya no le quedaba más elección que hacer lo que hizo, pero siempre existían opciones.

Draco sólo tomó las incorrectas, diciéndose a sí mismo que tenía una razón legítima detrás.

Y ahora Narcissa se había ido, y lo único que quedaba de él era un intento de ser humano.

El monstruo en el que se convirtió.

Lo peor de todo era que no podía arrepentirse, no de todo. Draco habría hecho eso y más por su madre. No era un iluso, no se iba a negar a sí mismo que era una mierda. Simplemente Draco había nacido... malo.

Lo que verdaderamente le dolía, era la gente a la que dañaba a su paso.

Las palabras de Harry no lo abandonaban, por mucho que quisiera deshacerse de ellas y decir que no eran de importancia. Realmente- quería ser- quería ser mejor. Draco deseaba creer que podía llegar a sentir pesar por quienes había herido… pero no era del todo capaz, y una vez más probaba a Potter en lo correcto. Todo lo que dijo fue verdad.

Eso era él, con o sin recuerdos. Eso era, un torturador. Una persona sin empatía. No estaba destinado a nada más, nunca estuvo destinado a grandes cosas, por mucho que se lo hicieron creer.

Las cosas serían más fáciles si pudiera volver a no sentir nada.

Una parte de sí maldecía a la Orden, maldecía a su rol como espía, a Theo y a las putas circunstancias. Draco había estado bien antes, con su mente en un solo objetivo, sin moral o represalias que afrontar, nada más respondiendo ante él mismo. Pero luego, pasó lo que pasó- y ahora se sentía de esa manera porque le importaba. Porque se preocupaba por Potter, Astoria o Theo tanto como se preocupaba de vengar a Narcissa y saber la verdad sobre su muerte. Y le jodía. No quería esa mierda, no podía quererlos.

No cuando, tarde o temprano, terminaría destruyendolos.

Así como pasó con su familia, Eric, o Pansy.

Y allí estaba lo peor de todo: que a pesar del daño que causaría, Draco haría lo posible para que la Orden triunfara y que ninguno de ellos muriera, incluso si terminaba siendo odiado. Draco repetiría lo de McGonagall una y mil veces, si eso significaba que podría ayudarlos a encontrar a Nagini directa o indirectamente. Mientras el Juramento Inquebrantable se lo permitiera, mientras nunca perjudicara a la Orden a consciencia- Draco haría lo posible para no vacilar.

Si eso lo transformaba en el demonio que todos pensaban que era, adelante. Ya no tenía demasiado que perder. Su imagen pocas veces le había importado menos.

Eso intentaba decirse a sí mismo.

Terminando de vestirse, Draco tomó de inmediato la red flú hacia el Ministerio. Tenía la mente en blanco, no sabía qué haría cuando llegara y la viera, no sabía si con sus recuerdos podría negarse a hacer lo que Voldemort le ordenaba. Eso le había dicho a Harry, que con sus memorias las cosas habrían sido diferentes. Draco pensaba en lo que sucedería si desobedecía, y ahora… lo dudaba.

Pero si perder a McGonagall perjudicaba a la Orden tampoco tenía muchas opciones. Se sentía entre la espada y la pared, tratando de respirar mientras se estaba ahogando.

Sin preguntar o esperar a nadie, se dirigió a los calabozos del Ministerio, recordando la puerta de McGonagall y entrando en ella sin previo aviso.

El olor a sangre fue lo primero que lo recibió. Draco miró a su alrededor; las antorchas estaban encendidas, y al fondo tal como tres días atrás, una mujer se encontraba atada de manos y piernas.

Estaba mucho más compuesta que la última vez que la vio y las heridas que le infringió ese día ya no se encontraban, excepto alrededor de sus ojos que aún tenían sangre. Ya no quedaba nada de ellos. Draco sintió de inmediato cómo el estómago se le retorcía en un nudo.

Yo hice eso, pensó.

Yo la condené a nunca poder ver la cara de Harry de nuevo.

Aún así, incluso con esa imagen demacrada, McGonagall no parecía una víctima, no parecía alguien débil. Draco la observó unos momentos, a su cabeza agachada y a sus ropas ahora limpias. No parecía alguien del que compadecerse.

Entonces- ¿por qué la culpa fue lo primero que subió por su espalda?

Recordó sus gritos. Recordó sus súplicas, sus heridas y su dolor. Las amenazas que el Lord le hizo. Draco no podía olvidar. Se negaba a olvidar aunque eso era lo que deseaba.

No. No. No.

Draco cerró la puerta rápidamente y avanzó en grandes zancadas a la mujer, tomando el fierro entre sus manos sin siquiera darse cuenta de lo que hacía.

—McGonagall- —dijo Draco abruptamente, desesperado.

La mujer dio un salto cuando lo oyó, girando la cara en cada dirección mientras se apegaba a la pared, demostrando un miedo inconsciente que probablemente ella ni siquiera sabía que estaba ahí. No podía ver de dónde venía su voz, era probable que todavía no se acostumbrara a no ver, y algo dentro suyo volvió a revolverse. Cuando Minerva reconoció que nadie le haría daño, parte de su cuerpo se relajó, y su rostro quedó apuntando hacia adelante. Los cuencos de sus ojos ahora estaban vacíos.

El dolor de esa noche lo golpeó. Las palabras de Potter. Lo que había hecho.

Draco se aferró a los barrotes incapaz de seguir mirándola, apoyando la cabeza en el metal.

—Lo siento —dijo, casi inaudible—. Lo siento- lo siento...

El silencio fue lo único que recibió.

Draco no había esperado nada diferente.

No tenía idea por qué de todo era que se disculpaba, sólo sabía que lo que hizo cagó muchas cosas, y Draco todavía no era totalmente capaz de dilucidar cuáles. Las consecuencias de sus acciones aún no se asentaban en su cabeza. Sólo lo mucho que dolía y lo mucho que dañó.

Un lo siento no sirve de nada.

No cambia nada.

Los extenuantes segundos pasaron, mientras él se preguntaba qué estaba sucediendo en la mente de la mujer. ¿Se preguntaría por qué Draco estaba diciéndole eso? Probablemente no. Probablemente McGonagall quería escupirle, vengarse.

Draco no podía decir que no lo merecía.

—¿Me recuerdas ahora? —preguntó ella en cambio, sacándolo de sus pensamientos. Su garganta se oía rasposa.

Draco volvió a mirarla. Su rostro era todo lo opuesto a lo que recordaba de

McGonagall: herido y carente de forma- no, su ex profesora nunca se había visto así. Le hacía afrontar que él le había provocado eso. Él lo hizo. Ya nada lo cambiaría.

Draco se enfocó en su pregunta, intentando dejar de pensar, y descubrió que McGonagall sabía lo de sus recuerdos. Potter se lo contó. O sea que sabía que cuando la… cegó, Draco no estaba completamente consciente, que no lo había hecho con toda la información.

No es excusa.

—Sí —terminó contestando.

—Lo noto. Tu voz no suena igual.

Dolió.

Pero somos lo mismo, quería responder. Uno es más cruel, pero el Draco que te torturó es igual que yo. Sin importar que uno se arrepienta y el otro no. Sin importar que uno suene distinto. Fui yo. Yo lo hice.

No es excusa.

Draco cerró la boca, sintiendo que las palabras querían escapar de él. Necesitaba centrarse en el presente. No podía cambiar el pasado, pero podía hacer algo ahora. Tal vez.

—¿Qué hago? —preguntó, sin aliento—. ¿Qué hago cuando él esté aquí?

¿Qué hago con lo que me ordenen?, ¿qué hago con él?, ¿cómo respondo a sus órdenes?

McGonagall dudó, mas fue clara y concisa al contestar. Incluso cuando las palabras parecían dolerle a ella misma.

—Haz lo que te pidan.

Draco parpadeó unas veces, incrédulo.

McGonagall no bromeaba.

¿Le habría dicho lo mismo anoche? ¿Por qué aceptaba así su destino, como si fuera lo más valiente que se le hubiera ocurrido?

Quizás habría sido más fácil haberla visto más derrotada, menos determinada. Pero McGonagall parecía dispuesta a seguir peleando, a aguantar torturas. A hacerlo a él un verdugo a consciencia, con tal de comprarles tiempo a ambos.

—¿Lo que me pidan? —preguntó Draco sin aliento.

—No pueden desconfiar de ti —espetó ella, con una rabia que hacía temblar su voz—. Tú eres- eres una de las claves en todo esto, si Tom llegara a pensar que no le eres fiel...

La mujer se agitó entre sus cadenas y cerró la boca, ahogando un sollozo. Le quemaba decir eso, Draco lo notaba. Le quemaba saber que estaba sacrificándose por él, la persona que la dejó ciega, que la torturó. Draco, quien era responsable de las maldiciones que terminaron matando y enloqueciendo a alumnos de ella. Draco, quien ayudó a mantener ese mundo por casi ocho años.

McGonagall estaba sufriendo al decirle aquello

—¿Y si me piden…? —preguntó él, tragando en seco—. ¿Y si me piden matarte?

Ella no contestó.

Draco no sabía qué significaba ese silencio, qué tan lejos estaba dispuesta a ir McGonagall… Pero una cosa estaba clara:

Él jamás había matado a nadie.

¿Cómo podía empezar ahora?

McGonagall apretó la piel alrededor de sus cejas, haciendo que el vacío de sus cuencas se hiciera bizarramente notorio. Draco observó, sudando, contemplando sus opciones. Era una situación sin salida porque, ¿cuáles eran sus alternativas?, ¿negarse? ¿Superar sus límites sólo por el bien de…? ¿De quién? ¿De la Orden, de él mismo…?

No. Tenía que pensar en algo más. No podía ser que eso era lo único que supiera hacer.

Obedecer.

—Esto es necesario. Y si es así… si llega a eso- dile a Pomfrey- dile… —McGonagall dijo, mordiendo visiblemente su lengua. Draco esperó en silencio—. Carajo.

Justo cuando le iba a asegurar que no se preocupara, que intentaría sacarla, que luego de ese día examinaría las protecciones de la celda y la sacaría de allí como fuera, un estruendo resonó por todo el lugar, provocando que Draco retrocediera un paso y se girara hacia la puerta siguiendo el eco de la risa.

Voldemort junto a Maia se paraban en el umbral.

Draco bajó la cabeza al instante, evitando mirarlo a la cara y a la misma vez captando un vistazo de la expresión de deleite de la mujer. ¿Por qué estaba ella ahí?

Para castigar a McGonagall, ¿por qué más?

Maia se acercó a la celda pasando por delante de él sin siquiera reconocer su presencia, y miró hacia adentro.

—¡La perra de McGonagall! —exclamó, como si se reencontrara con una vieja conocida—. Tantos años… La vejez no te ha sentado nada bien...

Draco esperó a que Voldemort se parara a su lado para al fin poder levantar la cabeza. Encontró el gesto de desprecio y furia que Minerva tenía en la cara. Draco no tenía idea de cómo solucionaría eso. Cómo impediría-

—No… necesito… —respondió McGonagall, hablando más lento y forzado de lo que le habló a él, seguramente para hacer creer que se encontraba más débil de lo que en realidad estaba—, tener mis… ojos… para saber lo terrible… que luces tú.

Maia soltó una risa.

—¿Sí? —dijo, divertida—. Puedo ser más terrible que sólo en apariencia, te lo demostraré. ¡Crucio!

McGonagall empezó a sacudirse incansablemente debido a la maldición abriéndose paso por ella, y Draco sólo pidió, en medio de la impresión del momento, que sin importar qué, no se rompiera tan fácilmente. Que aguantara hasta encontrar una forma de sacarla de allí.

Cuando empezó a gritar, Maia cortó la Cruciatus.

El Señor Tenebroso, quien se sentía complacido, ni siquiera necesitó agitar una mano para abrir la puerta de la celda. Esta lo hizo de pronto, provocando que McGonagall inconscientemente se apegara a la pared para esperar un golpe. Maia sacó de entre sus túnicas un vial, que contenía lo que Draco suponía era Veritaserum, y luego de entrar a la celda agarró la mandíbula de McGonagall con firmeza, obligándola a tomarse todo el líquido.

Dándole otra sobredosis.

McGonagall tosió. Maia dio un paso atrás, afirmando en su mano algo por lo que era reconocida en el mundo mágico. Maia no sólo atacaba con varitas, las dagas también eran sus amigas.

Bellatrix estaría orgullosa.

—Ahora… —dijo ella—. Empecemos esto.

Los ojos de Voldemort se fijaron en los suyos, y Draco tuvo que poner una sonrisa cruel en el rostro.

—Astaroth… —dijo él.

Draco hizo una reverencia instantáneamente, y sintió cómo sus intestinos se revolvían con anticipación, a sabiendas de lo que le iban a pedir.

—¿Sí, mi señor?

—¿Quieres hacernos los honores?

Draco dudó. Fue cosa de menos de un segundo, imperceptible, pero antes de hacer algo estúpido como negarse, las palabras de McGonagall regresaron a él.

Haz lo que te pidan.

Dio un paso al frente y la miró, tratando de evocar el sentimiento de venganza que había sentido hace días, el querer dañarla. Sin embargo, mientras más la observaba, menos lo sentía. Mirando hacia atrás, Draco estaba casi seguro de que el Crucio de noches anteriores resultó por toda la amargura que tenía en sí, que volcó en McGonagall. Y porque una parte de su ser, una parte resentida por lo que ella le hizo durante uno de los entrenamientos, le guardaba rencor.

Y mira dónde eso te ha dejado.

—¡Crucio! —exclamó Draco levantando la varita, rogando que funcionara.

McGonagall volvió a sacudirse.

Pero, a diferencia de otras veces, él mismo se sentía débil, y eso se estaba reflejando en la maldición. El Crucio de Maia funcionó en escala, aumentando de intensidad al punto de tener a McGonagall gritando de dolor a los pocos segundos.

Sin embargo, Draco llevaba más de diez, y lo único que recibía de la mujer eran labios sellados y resistencia. La mirada de Voldemort quemaba encima de su varita, y el miedo de que estuviera sospechando algo se coló en su cabeza.

Draco retiró el Crucio incluso cuando nadie le ordenó que lo hiciera.

Parándose derecho, ignoró la mirada de Maia junto a la expresión que el Lord pudiera tener en su rostro. Se enfocó en McGonagall, cuyo cuerpo había caído entre las cadenas prácticamente inerte, y esperó en silencio que le dieran alguna indicación. Toda esa situación le estaba trayendo incomodidad, y si era sincero, estaba demasiado desconcentrado para priorizar la supervivencia o el pensamiento racional.

Draco sólo podía pensar en las consecuencias que traería, si repetía el número de noches atrás.

Aunque no debería estar haciéndolo.

—Interrógala, Astaroth —soltó Voldemort de pronto, con voz brusca.

—¿Yo?

El Señor Tenebroso pausó.

—¿Estoy hablándole a alguien más?

Draco se quedó en su lugar, con la varita apretada entre los dedos. Se sintió incapaz de despegar los ojos del final de la celda, que se sentía a kilómetros y kilómetros lejos, mientras recordaba lo que había sucedido días antes. Hizo colapsar los órganos internos de McGonagall, le aplicó la Cruciatus más veces de las que recordaba, no se preocupó por las consecuencias de la tortura, ni siquiera verificó que McGonagall no fuera usada como Voldemort amenazó que la usaría. Y luego cuando recuperó sus recuerdos, Draco recién pudo ver parcialmente el peso de sus acciones.

Estaba frente al mismo dilema, dos opciones se abrían paso frente a él.

Hacerlo o no.

Salvarse a sí mismo, o no.

¿Qué haría Potter?

Probablemente algo heroico y estúpido, negándose a marcar la vida de un inocente y ofreciendo la suya a cambio.

¿Qué diría de él, al verlo vacilar? ¿Creería que es un cobarde?, ¿una mala persona por siquiera dudarlo?

—¿Cuál es tu problema hoy?

La furia del Señor Tenebroso era algo demasiado reconocible. La llama de la vela titiló, y el suelo bajo sus pies emitió un sonido parecido a un sismo. Draco sabía que no era buena idea provocarlo desde que la guerra se había declarado, pero… simplemente no era su intención. No podía moverse.

Draco miró cómo McGonagall levantaba la cabeza. Sus cuencos vacíos penetraron su visión, mientras articulaba un "hazlo".

Maia se acercó a él, pasando por su espalda.

—Oh, Draco —dijo ella, con voz soñadora—. No me digas que de pronto has vuelto a ser el mismo imbécil que hace años atrás. Ya estás bastante crecidito.

Él le dio una sola mirada mortífera que hizo que retrocediera un paso. Maia era la que más jugaba con su paciencia de todos los Mortífagos, junto a Greyback, pero reconocía los límites de Draco y sabía que no le gustaría sobrepasarlos.

Aunque, con Voldemort respaldandola, Draco no estaba seguro hasta donde podía llegar.

—Sólo no veo el punto a seguir esto… —respondió él, con cuidado—. Es obvio que nunca hablará.

El Lord consideró sus palabras, dando una caminata por la celda. Draco observó todo con sumo cuidado, preguntándose si desconfiaría de él por eso. Él no era conocido por negarse a torturar, Draco era conocido por disfrutarlo.

Finalmente Voldemort se detuvo frente a McGonagall, quien estaba extrañamente quieta, y jaló su cabello para mostrarle a Draco su cara.

Una sonrisa maquiavélica nació en su rostro, viendo cómo McGonagall se dejaba hacer. Era una actitud contraria a la rebelde que tenía días atrás.

—Entonces… mátala.

Creyó haber oído mal.

Esperaba haberlo hecho.

Draco se aferró a su varita, como si eso lo fuese a anclar al presente.

—¿Qué?

El Lord sonrió. Draco fue capaz de ver cómo la sonrisa se extendía hasta los bordes de su cara, y los colmillos sobresalían de entre sus labios. Los ojos completamente rojos estaban clavados en él, como si se burlara, como si eso no fuese más que un circo.

Draco quería huir.

—Si dices que nunca hablará, mátala. ¿De qué nos sirve tenerla aquí?

Eso no era lo que Draco deseaba conseguir en absoluto. Lo que deseaba era que dejara tranquila a McGonagall, sólo por esa vez. Que no le hiciera decidir a él.

Pero suponía que las cosas nunca habían sido fáciles.

Draco examinó la situación, considerando qué tan verdadera era la petición del Lord, y qué tanto venía de la rabia de ser desobedecido, o de querer probar la lealtad de Draco. Ignorando la opresión que subió por su pecho, sacó la varita otra vez, calmándose, tenía que actuar con la cabeza fría.

Haz lo que te pidan.

—Podríamos negociarla- —intentó decir, convencer.

—¿Negociar? —replicó el Señor Tenebroso, con la voz fría como un témpano—. ¿Me sugieres a mí, negociar con esos asquerosos amantes de los sangre sucia?

Draco maldijo por lo bajo, viendo la cara neutral de McGonagall y el gesto lleno de goce que Maia tenía, intercambiando la mirada entre él y su prisionera esperando el golpe.

No sabía qué hacer.

Incluso si la maldición le funcionara… ¿cómo podría-?

¿Qué le diría a Harry?

Voldemort comenzaba a impacientarse.

—Mátala —repitió.

Draco la miró, y sintió cómo todo estaba pasándole a alguien más. Se veía incapaz de hacer algo como aquello; ni siquiera estaba en sus planes. Draco podía aguantar volver a torturarla, incluso podría quitarle alguna extremidad en caso de que fuera necesario, todo con tal de mantenerla viva. No podía. No podía.

Además, su Juramento se lo impedía.

—Malfoy —repitió el Lord, amenazante. Ya no bromeaba—. Mátala.

Le tomó unos segundos darse cuenta de que antes, el Señor Tenebroso esperaba que Draco sugiriera algo cruel y despiadado en vez de matarla, como cortarla a la mitad, hacer todo público. Pero ahora… ahora ya nada lo contentaría más que ser obedecido.

Draco debía- debía matarla.

Sintió la presión arraigarse en su sistema, y vio directos los ojos de Maia. Estaban expectantes. El aire estaba cargado de expectación.

¿De verdad tenía que hacer eso?

¿Cómo?

Draco levantó la varita aún más y esta tembló. La celda fría e iluminada por el fuego se fundió en sus ojos provocando que ardieran.

Y de un momento a otro, Draco ya no estaba parado en los calabozos del Ministerio.

Draco estaba en la Torre de Astronomía de Hogwarts, diez años atrás, y frente a él no se encontraba su ex profesora, sino Albus Dumbledore.

El anciano lo miraba con condescendencia, como si su sola existencia fuese patética.

Draco. Draco, tú no eres un asesino.

¿Cómo lo sabes? —había replicado él infantilmente, asustado—. Tú no sabes de lo que soy capaz. ¡No sabes lo que he hecho!

Maia acariciaba su espalda. La magia del Lord subía por sus piernas. ¿Cómo se suponía que debía actuar?

De todas formas, hay poco tiempo. —Albus Dumbledore trataba de comprar unos minutos para salvarse, Draco lo veía ahora. Jamás quiso ayudarlo, las cosas habrían sido distintas de ser así—. Así que discutamos tus opciones.

¿Cuáles eran?, ¿morir, o matar? ¿Qué clases de caminos eran esos para escoger?

¡No tengo ninguna opción! ¡Debo hacerlo! ¡Él me matará! ¡Matará a toda mi familia!

Era patético.

Temer a la muerte tanto como temía a la vida.

Puedo ayudarte, Draco.

No, no puedes. Nadie puede... No tengo opción.

Las había, oh, por supuesto que las había, sólo que Draco tomó todas las equivocadas por el miedo. Una más, una menos. ¿Qué sucedería si mataba a McGonagall?

Harry lo odiaría el resto de su vida.

La Orden no querría nada más con él, e incluso, probablemente, terminarían asesinándolo.

Probaría que desde el inicio, nunca fue alguien en el que confiar.

Y bueno, si ellos no terminaban matándolo, el Juramento lo haría.

¿Y qué pasaba si no la mataba?

Voldemort lo mataba a él. Draco lo sabía. La opción más segura era esa.

¿Qué importaba qué terminara eligiendo?

¿En qué cambiaba realmente?

Maia deslizó la daga por su cuello. El Señor Tenebroso gritó algo incomprensible.

Pásate a nuestro bando, Draco… Tú no eres ningún asesino.

He llegado hasta aquí, ¿no? Ellos pensaron que moriría en el intento, pero aquí estoy… Y ahora su vida depende de mí… Soy yo el que tiene la varita… Su suerte está en mis manos.

McGonagall soltó un quejido de miedo.

No, Draco —dijo Dumbledore—. Soy yo el que tiene tu suerte en las manos.

Draco respiró hondamente. La voz de Albus Dumbledore retumbó en su cabeza. La magia del Señor Tenebroso vibró.

—¡Mátala!

Draco cerró los ojos, ahogando un jadeo.

Antes de moverse, antes de levantar la varita, antes de los segundos que vinieron después, lo último que pasó por su cabeza fueron unos ojos verdes intensos mirándolo. Una voz que le decía que no muriera. Unos brazos que lo sostenían en la adversidad. Draco pensó en lo único que se prohibía pensar desde que tenía memoria. La persona que le hacía odiar tanto como le hacía sentir. Sólo- sentir.

Iba a vomitar.

Avada Kedavra.

Desde su varita salió un rayo, pero no se atrevió a mirar. Maia soltó un suspiro de excitación, y el Lord dio un paso adelante, esperando ver lo que deseaba.

El lugar se quedó en silencio.

Casi parecía… desolado.

Ninguno emitía un ruido, y a Draco no le quedó más remedio que abrir los ojos, centrando su mirada en los zapatos y esperando, con el corazón martilleando en su pecho. Segundos. Minutos. El estómago había caído hasta el final de su cuerpo.

Y pasados unos largos momentos, volvió los ojos a McGonagall, descubriendo con un deje de alivio que ésta estaba respirando exageradamente rápido y... que la maldición no había funcionado.

Era obvio que no lo haría. Draco nunca esperó que lo hiciera.

Él no era un asesino.

No eso, al menos.

—Ya veo… —murmuró el Señor Tenebroso, saliendo de su estupefacción momentánea a medida que caminaba en su dirección—. Si prefieres tomar tú el castigo de ella, entonces...

Draco alcanzó a tener un vistazo de su cara, de su expresión asesina y la forma en la que su magia se elevaba e inundaba el lugar, cuando uno de los tentáculos negros lo empujó contra la pared. Y- quiso correr, quiso salir de ahí, porque sabía lo que se venía.

Pero al momento de intentar dar un paso hacia la puerta, sintió cómo algo lo atrapaba y lo mantenía quieto, de nuevo. Una mano, tal vez, o la magia negra. No sabía. Todo estaba pasando demasiado rápido para saberlo. De lo único que Draco fue consciente, fue de un frío entumecedor que le invadió, de pies a cabeza.

Y luego un dolor sordo.

Draco se retorció, la visión se le nubló casi al instante. No era el Cruciatus, él sabía sus efectos de memoria, era otra cosa…

Como ser quemado vivo.

Draco gritó, y en medio de los gritos escuchaba y percibía otras cosas. Una risa, una risa de una mujer… Maia. La furia del Señor Tenebroso propagándose, envolviendo su cuerpo al mismo tiempo que Minerva McGonagall, por primera vez, sacaba la voz y le exigía que se detuvieran.

El fuego se expandía por su piel.

Una parte de su cerebro no podía decir que estaba sorprendido. Vivir con los Mortífagos… Draco sabía a lo que se atenía, lo había sabido por casi una década. Aquella tortura era sólo una más a la larga lista de torturas que sufrió, las recordara o no.

Al menos, esa fue elegida a conciencia.

Su vida, su sufrimiento, a cambio del de McGonagall.

Draco sentía cómo un instrumento afilado se movía por su piel, justo encima de su pecho y la magia negra lo envolvía. Si no se encontrara tan jodidamente… exhausto, quizás la rabia que sentía por Voldemort lo ayudaría a pelear un poco más, sabiendo que el responsable principal de que su vida hubiera ido de esa manera era él. Que el responsable de que no tuviera recuerdos de Narcissa en Azkaban era él, que todo era su jodida culpa. Pero su cuerpo no respondía a su parte racional, y el ruido que estaba emitiendo su garganta era demasiado distrayente. El dolor era demasiado avasallador.

La sangre comenzó a fluir por encima de su piel, mientras Draco se consolaba a sí mismo diciendo que al menos así, no tendría que elegir de nuevo.

Irónico, cómo a eso se reducía básicamente toda su vida.

Las cosas que lo redimían eran precisamente las que no había hecho.

Lo que no eligió.

Voldemort continuó con lo que le hacía, y Draco se dejó llevar, pensando si así, quizás, podía pagar parte de sus acciones.

El dolor nubló todos sus sentidos, Maia no paraba de reírse, McGonagall no paraba de gritar que aceptaba intercambiar papeles.

Le fue imposible mantenerse consciente.

•••

Draco despertó… horas después. O minutos, no podía saberlo con seguridad.

Había alguien llamándolo, pisadas que se marchaban. ¿Era su imaginación? La voz se parecía a la de su madre, por lo que eso debía ser. Draco parpadeó un par de veces notando que el fuego de la celda se estaba consumiendo, y la pesada puerta de acero se cerraba de golpe.

Estaba demasiado desorientado para comprender qué acababa de suceder, pero el dolor que sentía en la piel de su torso era atosigante, no lo dejaba moverse.

Era como si tuviera dieciséis otra vez, y acabara de ser cortado por el Sectumsempra.

—De nada servimos ambos muertos —susurró la voz que lo llamaba. Era una mujer—. Haz lo que te diga a la próxima. Malfoy, tú no puedes morir, eres más importante para la Orden que yo. En estos momentos, eres más...

Draco dejó de escuchar, el dolor era demasiado, y la cabeza le retumbaba al intentar entender qué estaba pasando. Qué acababa de pasar.

Cerró los ojos, y una mirada esmeralda apareció en la oscuridad.

•••

La próxima vez que Draco despertó, el fuego de las lámparas se había extinguido por completo.

Su cuerpo entero ardía, su ropa estaba hecha añicos. Draco se llevó inconscientemente una mano al pecho y tocó, embarrando sus dedos de sangre espesa. Tuvo que reprimir un grito al sentir como entre los agujeros de su túnica y camisa, la piel estaba a carne viva.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, sólo al sentir las secuelas de la tortura. El ardor era demasiado poderoso, la herida le rogaba ser curada.

Miró a su alrededor, recordando que estaba en la celda de McGonagall, que se negó y falló en matarla, y que fue castigado por ello. Trató de levantarse rápido haciendo que se mareara, y giró la vista para poder asegurarse de que al menos McGonagall no hubiera sido asesinada mientras estaba inconsciente.

Pero cuando vio hacia el fondo de la celda, la mujer ya no estaba allí.

Draco sintió el desespero subir por su garganta. No parecía que mientras él no despertaba hubiera sucedido un rescate forzoso; la celda estaba intacta. Todo se encontraba tal cual él recordaba horas atrás. Entonces- ¿dónde estaba McGonagall?, ¿por qué lo dejaron ahí a él? ¿Era un recordatorio de nunca más contradecir al Señor Tenebroso?, ¿de obedecer?

El mundo daba vueltas frente a sus ojos, lo que sea que tuvieran su torso dolía como los mil demonios. Draco sentía su cuerpo en llamas, como si le estuvieran aplicando un constante Crucio. Pero no podía quedarse allí. Si algo había sucedido, él sería el culpable, él sería a quién señalarían. Ya había hecho suficiente daño.

Draco, apenas sintiendo sus piernas, trató de levantarse para luego escupir a un lado sangre que tenía acumulada en la boca. La poca fuerza que le quedaba la usó para echarse encima un encantamiento desilusionador y así marcharse, porque no tenía idea qué podría pasar si lo veían. Si lo veían en esas condiciones. Si Voldemort lo encontraba, ¿lo torturaría una vez más?

Era lo más obvio.

Draco salió de la celda intentando pensar dónde podrían tener a McGonagall, pero con el cansancio de la tortura y la tremenda herida que tenía en el pecho, no estaba seguro de poder encontrarla en ese momento. No, lo que debía hacer era ir a avisarle a Potter que McGonagall ya no estaba.

Draco llegó a duras penas al punto de Aparición del Ministerio.

Cuando aterrizó frente a la base, tuvo que parar unos segundos y así expulsar todo el contenido de su estómago; el vómito que picaba en su esófago. Draco agarró la moneda que siempre traía desde esa noche y apuntó su varita a ella, rogando que Potter esta vez le abriera.

Se apoyó en el inicio del portón tiritando. Sentía la sangre escurrir por su cuerpo y su ropa se le había pegado a la piel. El frío estaba calando sus huesos.

Pasados unos minutos la entrada se abrió y Draco deshizo el hechizo desilusionador, presentándose ante Potter. En su rostro se mostraba latente el cansancio, tenía una expresión estoica y- lucía tan inalcanzable que su corazón ardió. Él, al verlo, parecía dispuesto a pelear, a mandarlo a la mierda.

Hasta que sus ojos bajaron y se posaron en las heridas de su pecho.

—Harry, yo-

No sabía adonde más ir.

Draco no pudo terminar esa oración. Sus pies fallaron, y en menos de 2 segundos, estaba cayendo.

Unas manos lo atraparon antes de que se diera contra el suelo.