╰─► Recomendación musical: Babi - Tu Nana.
Leíamos libros de vez en cuando. Recolectábamos flores marchitas. Secábamos hierbas. Recorríamos inmensas veras en bicicleta. Todo juntas. Almacenaba buenos recuerdos contigo. Recuerdos que no tendría con nadie más.
Intercambié la compañía de mis amigos por la tuya. Atesoraba cualquier momento a tu lado. Tu suave piel en contacto con la mía. Tu estruendosa risa retumbando entre las cuatro paredes. Tus preciosos ojos que se dirigían sólo a mí. Te tenía. Tanto como tú a mí.
Nos metíamos entre las sábanas y fingíamos ser fantasmas. Peleábamos, sutil y graciosamente. Aterrizaba sobre ti, robándote cualquier escapatoria. Tus ojos se abrían y un leve sonrojo te cubría. Suspiraba, anhelando vehementemente poder realizar otra acción que no fuese tomarte por el hombro. Me gustabas. No por nada había llegado tan lejos.
Nos quedábamos absortas, la una en la otra. Quizá era mutuo, o quizá fue la adrenalina del momento... Pero intenté besarte. Me apartaste. Podría jurar haber sentido tus dedos acariciar mi nuca. Pero quizá era parte de mi caluroso delirio, puesto que sólo me miraste con asombro. No hubo otro estímulo. Ese fue tu veredicto.
Al menos no hubo incomodidad. Volvimos al ático, como si nada hubiese pasado. Nos encerramos. La ausencia de mi padre en nuestra vivienda destacaba la mayor parte del día, pero aun así queríamos nuestro tiempo a solas. Aunque no hubiese nadie más merodeando.
Polvo, cajas, pinturas. Era todo lo que poseía el ático. Era nuestro sitio predilecto. A veces, llevábamos aperitivos y merendábamos ahí. Todo mientras leíamos. Nos divertíamos, como si todos los días fuesen verano.
Pero... La preferencia hacia el ático acabó abruptamente. Por decisión tuya, claro está. Me lo confesaste, ya no querías pasar tiempo ahí. Supuse que era por mi arrebatado actuar, pero negaste. Tus motivos trascendían de lo terrenal.
Odiabas las ventanas del añejo lugar. Como si la luz te lastimase, huías de ésta. Sugeriste pasear. Accedí. Fue entonces cuando lo encontramos.
En las entrañas del campo, observamos aquel lugar en donde las flores no crecen. Trazando un círculo mediante la maleza, aquella gigantesca piedra sobresalía. Había algo escrito en ella, pero su lectura me resultó imposible.
—Tenemos que irnos —ordenaste. Y yo obedecí.
Sabías qué era ese lugar. No pregunté. Sé que lo agradeciste.
Dijiste que el exterior tampoco era seguro. Nos estábamos quedando sin opciones para frecuentar.
—Podríamos ir a tu casa —sugerí.
Me miraste como si te acabase de confesar que cometía canibalismo. Descartaste la idea por completo, sin siquiera mencionarme las razones.
—Nos quedaremos en la biblioteca escolar —estableciste. Y como un fiel lacayo, no lo cuestioné.
Quería saber la verdad. Pero no era momento. Eres inteligente, siempre actuaste con cautela. Quizá por eso aún vivías.
Lo pactamos. Después de clases, leíamos como usualmente hacíamos. Ciertamente, la lectura nunca fue una de mis actividades favoritas. Pero era la tuya. Y eso para mí estaba bien. Después iríamos al patio de mi casa y practicaríamos jardinería. Juntas, como siempre. Parecíamos una pareja de ancianos.
Me hubiera gustado envejecer junto a ti, Sakura.
