5. Pasos en la arena

Reina llevó sus pertenencias a la habitación que le habían asignado y sonrió con diversión ante un espejo situado encima de la cómoda. El reencuentro con Kumiko había sido divertido, aunque aquella chica parecía constantemente ofendida, como si su mera presencia la incomodara. Como si en el fondo siguiera siendo la misma que en el colegio. Pero no había sido tan mala, ¿no? Es decir, por más que lo pensaba, no recordaba ningún enfrentamiento real con Kumiko. Simplemente… no se hablaban.

Pertenecían a pandillas diferentes y no parecían tener nada en común. A Reina le gustaba salir los fines de semana, ir a fiestas, quedar con los amigos. Su vida social de entonces era muy ajetreada.

Por lo que le contaban sus padres, Kumiko prefería pasar los sábados por la noche leyendo, jugando a videojuegos o yendo al cine con su amiga. Reina no era deportista, pero le gustaba ir a los partidos de fútbol de los chicos, a animar desde la grada. Y Kumiko formaba parte del equipo de baloncesto, así que muchos fines de semana tenía partido, concentraciones o entrenamientos. Pero no había más que eso, una incompatibilidad de intereses y caracteres. O, al menos, ella no recordaba nada verdaderamente ofensivo que pudiera poner a Kumiko en guardia, incluso tantos años después.

De todos modos, lo último que quería era ser un estorbo, pero sus padres habían insistido en pasar unos días allí y no le quedaba otra que asumir su compañía.

Su madre había sido muy insistente.

«Hija, ven, lo pasarás bien. ¿Qué haces tú sola en alla?». Al principio, tuvo sus dudas. Hacía mucho tiempo que no pasaba unas vacaciones con su familia y no le motivaba en absoluto la idea de compartir casa con los amigos de sus padres. Eran encantadores, pero le daba reparo pasar las vacaciones con aquellas personas que hacía años que no veía.

No obstante, unos días antes de decidir su destino, comprendió que no tenía ningún plan ni nadie con quién compartir sus días libres. Shuuichi ya no estaba en su vida y el resto de sus amigos habían planeado las vacaciones en pareja. Su madre tenía razón: no deseaba estar sola, aguantando el calor y con demasiado tiempo libre para sumirse en recuerdos tristes o dolorosos. Le vendría bien un cambio de aires. Tomó el teléfono y le envió un mensaje: «De acuerdo, me voy con ustedes si a los señores Oumae no les importa tener una invitada más, me vendrá bien pasar estos días en familia. Pero, por favor, nada de preguntas. No me apetece hablar de lo que tú ya sabes».

Era casi la hora de comer, pero Reina tenía ganas de una buena ducha. Sacó algunas pertenencias de su maleta e informó a su madre de que ya estaba en la casa. Asimismo, les dijo que no se preocuparan, que tenía previsto dormir un poco, por lo que no debían apresurarse en volver de la playa; ya se verían después.

Se sentó sobre la cama y comprobó que parecía realmente cómoda. Eso le hizo recordar la conversación que había mantenido con Kumiko sobre su mala noche en el sofá y se sintió un poco culpable. Podría haber dormido ella en el sofá, no le importaba lo más mínimo. Y sin embargo, ella había insistido en ofrecerle su alcoba, aunque parecía un poco arrepentida de hacerlo.

Se paseó por la habitación, cogió unas prendas de ropa fresca y entró en el cuarto de baño, observándolo con curiosidad. Allí faltaba algo. Reina sacó la cabeza por la puerta.

—¿Kumiko?

No hubo respuesta. Aguzó el oído, para ver si podía escucharla. Nada.

—¿Kumiko? ¿Estás ahí? Silencio.

—¡Kumiko!

—¿Qué? —se escuchó un grito desde el otro extremo de la casa.

Kumiko se precipitó entonces hacia ella con cara de preocupación.

—¿Qué? ¿Ha pasado algo? — preguntó, con el teléfono en la mano.

—Quiero darme una ducha. ¿Dónde tienen las toallas?

Kumiko murmuró algo a la persona que tenía al otro lado del teléfono, puso los ojos en blanco y suspirando dijo:

—Están ahí, en el armario.

—Gracias, eres un sol.

—¿Soy un sol? —replicó con sorna.

—Sí. Por lo de las toallas. Perdona por haberte interrumpido —dijo, señalando el móvil.

Kumiko abandonó la habitación sacudiendo la cabeza, continuando con su charla telefónica y, mientras abría el grifo, Reina imaginó que estaría hablando con su novia. Después se sentó un momento en la cama completamente desnuda. Se acordó de Shuuichi un instante y pensó que había perdido algunos años a su lado.

Tras una buena ducha, se vistió y salió al jardín con el pelo humedecido. Estaba cansada y le vendría bien una siesta, pero sentía ansias de abrazar a sus padres y valoró la opción de bajar a la playa, por si podía encontrarlos. Sostuvo mientras tanto a la perrita en su regazo y se sentó con ella en una tumbona.

Los padres de Kumiko tenían un jardín de lo más apacible. Se notaba que la señora Oumae ponía mucho esmero en cuidar de aquellas plantas, que florecían brutalmente por todos lados. Cerró los ojos y le pareció escuchar que Kumiko seguía hablando mientras trasteaba en la cocina. Tenía ganas de hablar con alguien, la soledad no era buena compañía aquellos días, pero optó por no molestarla.

En su lugar, miró las nubes, aunque el cielo estaba casi despejado y necesitó poner su mano de visera para que el sol no la cegara. Con la otra siguió acariciando al animal, que a estas alturas mantenía una tranquila respiración y permanecía dormida a su lado. En ese momento escuchó que Kumiko abría la ventana de la cocina. Una pequeña columna de humo salió por ella en forma de espiral. Reina escuchó toses y no pudo evitar sonreír.

Seguramente se le había quemado el almuerzo. Intentó no escuchar, porque no quería ser indiscreta, pero Kumiko hablaba tan alto con su interlocutor que le fue imposible no hacerlo.

—Yo qué sé, siempre puedo coger las llaves e irme a la casa que tienen mis padres en Nagoya —estaba diciendo—. Ya, ya sé que mi madre no me lo consentiría, pero no se me ocurre nada mejor. —Aquí hizo una pausa—. ¿Qué dices? Eso está totalmente descartado. No sé qué les ofendería más, que me cogiera un tren a Osaka o que me fuera a la casa de Nagoya. —Reina abrió los ojos con sorpresa. ¿Tanto le molestaba a Kumiko su presencia que deseaba irse cuanto antes? ¿Y quién estaba en Osaka?

—. Sí, no te preocupes, si necesito rescate les digo. ¿Hasta cuándo se quedaran? Bueno, pues a lo mejor les pido a hacerme una visita un día de estos, yo qué sé.

Entonces se escucharon varias risas procedentes de la entrada y Reina se incorporó. Le pareció haber oído la voz de su madre, acercándose. Al verles, corrió a abrazarles.

—¡Papá!

—¡Cariño!

—Eso, eso, todos los besos para tu padre, ¿y yo qué? —bromeó su madre.

—Mamá —dijo, entregándose a ella

—. Te he echado muchísimo de menos. ¿Cómo es que han vuelto tan pronto?

—Pues que hemos leído tu mensaje, hija. Lamento no haberlo visto antes, pero ya sabes lo desastre que soy con el móvil —se excusó.

—No pasa nada, no era mi intención que volvieran antes de tiempo.

Y era cierto, Reina había sufrido uno de los duelos más importantes de su vida sola, sin el arrullo de los suyos, pero no le gustaba intrferir en los planes de sus padres. Aun así se alegró muchísimo de verles allí, ahora, mirándose todos con cariño.

Kumiko salió entonces a recibirles y se quedó unos segundos en la escalinata de entrada, observando la escena.

—Hija, estás más delgada, ¿cómo has estado?

—Bien, he tenido mucho trabajo — comentó Reina, como disculpándose.

—¿Seguro que es eso?

—Pues claro.

Sus padres se miraron sin estar convencidos, pero Kumiko se acercó al grupo y les preguntó:

—¿Cómo lo han pasado?

—Oh, muy bien, yo no he parado de meterme en el agua, está fantástica. Tus padres vienen ahí, nos hemos adelantado —informó girándose.

En ese momento aparecieron los padres de las dos un poco más rezagada. La menor llevaba unas enormes gafas de sol y los cascos puestos. Parecía ir tarareando una canción. La madre de Kumiko fue la primera en acercarse a Reina. Le dio dos cariñosos besos de bienvenida y la tomó por las manos para observarla detenidamente.

—¡Pero bueno, Reina! ¡Qué guapísima estás! —exclamó.

—Gracias —murmuró ella, sonrojándose.

—Bueno, bueno, pero esta chica está preciosa —convino el padre de Kumiko, también dándole la bienvenida de un modo afectivo.

Kumiko, que permanecía un poco distanciada, parecía observar la escena con interés, como si estuviera analizando las palabras de sus padres. Entonces fue Mamiko la que se acercó a

saludarla. Mascaba chicle y tenía una toalla enrollada al cuello.

—Hola, Reina.

—Hola ¡Vaya, qué mayor estás!

—Tú estás genial —le dijo la menor

—. Pero ten ojito con mi hermana, que anda un poco necesitada. Ya sabes.

Los padres carraspearon incómodos y Kumiko se abalanzó sobre ella para darle una colleja.

—Kumiko, no pegues a tu hermana —la reprendió su madre, claramente abochornada por el comportamiento de sus hijas.

—No le he pegado. Y tranquila, mamá, que más tonta no puede quedarse.

Dudo mucho que haya neuronas en esa cabeza de chorlito.

Su madre puso los ojos en blanco y tiró del brazo de su marido para entrar en la casa dejando claro que no tenía ganas de seguir presenciando aquella escena. Sus padres los siguieron. Todos querían quitarse la arena y tomar un refrigerio. Reina, en cambio, se quedó apoyada en el marco de la puerta, entretenida con la discusión de las dos hermanas. La perrita había empezado a ladrar de nuevo, como si pensara que algo malo estaba ocurriendo.

—¿Tonta yo? ¿Tú te has visto con esas zapatillas? ¿Tan mal te pagan?

—¡Me las regalaste tú y aquí no tenía otra cosa, listilla!

—Bueno, es que las que tenías de cerditos ya estaban para tirarlas.

—Yo nunca he tenido unas zapatillas de… —Kumiko respiró hondo, como intentando controlar el mal genio que se había despertado en ella—. Mamiko te lo advierto, no estoy de humor para tus tonterías —la amenazó entonces, irritada.

—Pues ya sabes lo que tienes que hacer para calmarte —replicó Mamiko, guiñándole un ojo y sonriendo de manera perversa.

—Oh, muy graciosa. Me parto de risa —dijo Kumiko. Al ver que Reina las escuchaba pareció envalentonarse y añadió, alzando la voz: —Y para que lo sepas, de eso tengo todo lo que quiero y más.

—Ya se nota, con ese carácter — respondió Mamiko.

—¡Te vas a enterar! ¡Ven aquí! Reina se metió entonces en la casa, en vista de que aquella parecía una discusión interminable y las hermanas seguían discutiendo acaloradamente.

Ahora que la había visto decir más de dos palabras, le pareció que Kumiko había cambiado bastante. Estaba igual de guapa que siempre, aunque parecía un poco más segura de sí misma, no sabría cómo explicarlo. En ese momento pensó que le hubiese gustado invitarla a un refresco por la tarde, para conversar tranquilamente con alguien de su edad y preguntarle cómo la había tratado la

vida durante esos años. Sentía curiosidad por saber cómo eran las mujeres con las que salía, a qué dedicaba su tiempo libre. Le habría gustado tener la confianza necesaria para hablarle de Shuuichi, de su trabajo y todas esas cosas, pero no era el caso y no estaba segura de que en algún momento pudieran llegar a ese punto.

Nada más atravesar el umbral, su madre se dirigió de nuevo a ella, sacándola de su ensimismamiento:

—¿Has almorzado, hija? Estás muy delgada.

—No tengo demasiado apetito.

—Nosotros hemos comido hace rato, pero puedo prepararte algo.

—No te preocupes, mamá. Ya me haré un sándwich o saldré a tomar cualquier cosa en una cafetería.

—¿Mi hija no te ha ofrecido nada?

Reina se giró y vio a la madre de Kumiko, mirándola con auténtica sorpresa. Sus ojos encerraban tanto peligro que le pareció que la vida de Kumiko dependía de lo que ella dijera:

—Oh, no, es que realmente apenas hemos tenido tiempo de…

—¡Kumiko, ven inmediatamente aquí!

—Señora, de veras no es necesario. Ella no…

Pero sus intentos por aplacar a la señora fueron inútiles. Kumiko se acababa de aproximar a ellas con las orejas gachas, como si intuyera lo que estaba por venir.

—Dime, mamá.

—¿No le has ofrecido nada a Reina? ¿En serio? Dios santo, hija, es nuestra invitada.

Antes de que Kumiko dijese algo, Reina se precipitó:

—Ha sido una gran anfitriona. Es que de veras no hemos tenido mucho tiempo. Yo me he dado una ducha e inmediatamente después han llegado.

Las dos jóvenes se miraron unos segundos, pero Reina no supo discernir si Kumiko estaba agradecida de que la hubiera defendido o si la detestaba.

—Ah, bueno, pensé que había cocinado solo para ella —dijo la señora Oumae en tono de reproche.

—Mamá, por favor, déjame respirar un poco, ¿no? Acabo de llegar y ya parece que lo hago todo mal —protestó Kumiko, claramente irritada.

—¿Y qué quieres, si lo haces mal?

—Bah —dijo Kumiko, con un gesto de desdén. Se marchó en dirección contraria, dejando a las mujeres allí reunidas, con la palabra en la boca.

Reina se sintió incómoda ante la situación. Miró a su madre en busca de apoyo, pero la señora solo se encogió de hombros como si tampoco supiera de qué modo reaccionar ante estas cuitas familiares. Reina decidió que ya era hora de dar un paseo. Se lo anunció a los presentes, cogió su bolsa de playa y acertó a salir por la puerta.

Paseó hasta la arena y se dejó caer en la terraza de un chiringuito, intentando controlar el cansancio que sentía. Se le cerraban los ojos de haber pasado toda la noche despierta conduciendo, pero no quería cambiar sus hábitos de sueño y, además, estaba deseosa de respirar la brisa del mar, sentir el sol en la cara, contemplar a los veraneantes dándose un baño. Ya tendría tiempo después, por la noche, para descansar tanto como necesitara. Pidió una tortilla francesa y un gazpacho. Miró a todos esos veraneantes felices y por primera vez en muchas semanas se sintió en paz.

El recuerdo de Shuuichi y sus cajas apiladas en la puerta parecía ahora muy lejano, casi como si hubiera ocurrido siglos atrás, y sintió una pequeña punzada en el pecho, como una lacerante herida se estuviera cerrando.

Después se dirigió a la orilla y se sentó en su toalla, colocando previamente una sombrilla horrible que sus padres habían dejado en el porche. Entonces reparó en una figura que caminaba por la arena, era la única persona que iba completamente vestida y parecía estar dándole patadas al agua.

Era Kumiko.

Reina la observó con curiosidad, comprendiendo que no le hacía falta acercarse para saber qué le ocurría. Sus gestos hablaban por sí solos. Parecía muy enfadada. Tenía la mirada perdida en el mar y sus pasos eran fuertes y decididos, como si quisiera patear las olas o quitárselas de en medio. Isabel había sido un poco dura con ella y por la reacción de Kumiko, estaba segura de que no se trataba de una excepción. Tal vez le exigiera demasiado a su hija mayor. A la menor, desde luego, parecía consentírselo absolutamente todo.

Le dieron ganas de acercarse a ella para distraerla y charlar. Si hubieran sido amigas, la habría abrazado y la habría invitado a un café o a un cóctel.

Pero se lo pensó mejor al caer en la cuenta de que no había esta clase de confianza entre ellas. Aun así, Reina se quedó con la mirada fija en Kumiko, hasta que sus pasos se perdieron por la arena y su figura se convirtió en un punto en la lontananza. Solo entonces se tumbó en la toalla y unos minutos después cayó rendida en un profundo sueño. Estaba realmente cansada.

Lectores anonimos: Muchas gracias

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