7. Sofá para dos

Reina se lavaba los dientes observándose en el espejo. Tenía buen aspecto ciertamente, su piel comenzaba a adquirir un tono muy bonito. Cuánto le gustaba tomar el sol, el murmullo de la gente en la playa, el agua tibia acariciando sus piernas.

Estaba muy cansada, la cena había sido agradable y se había visto en la obligación de aceptar la invitación de acompañar a Kumiko. La verdad es que no estaba muy segura de que fuese buena idea, a fin de cuentas no guardaba buenos recuerdos de Midori.

Sus amigas del colegio solían despreciar a chicas como ella, por sus rarezas e inteligencia. Cualquier comentario que saliese de sus labios provocaba una sonora risotada en ellas. Pero Reina nunca participó activamente de eso, aunque tampoco lo frenó como debería haber hecho. Midori siempre le había intrigado, pero la presión que ejercían sus amigas sobre ella le impidió el más simple acercamiento.

Sacudió su cabeza pensando que no debería haber accedido y estaba segura de que Kumiko se sentía igual de incómoda con la idea, ¿pero por qué no le había dicho que no? Podría haberle sugerido que se quedara en casa

mientras ella se reunía con Midori. No habría pasado nada.

Se sentía muy confusa. Por un lado, le apetecía compartir algo de tiempo con Kumiko por absurdo que sonase, pero, por otro lado, sabía que su presencia la irritaba.

Dejó el cepillo de dientes sobre la repisa del baño y salió al porche a contemplar las estrellas, esperaba encontrarse con Kumiko y disculparse por haberse sumado a su plan.

Descubrió a su padre por el pasillo.

—Buenas noches, hija, tu madre ya está acostada y yo voy ahora. ¿Todo bien?

—Sí papá, todo bien. Voy a tomar aire —dijo señalando el jardín.

—¿Quieres que te acompañe?

—No hace falta, vete a dormir y mañana desayunamos juntos.

Dante le besó en la frente y se dirigió a su dormitorio. Reina se mesó el pelo y buscó a Kumiko en la sala de estar. No la encontró. Sonrió al ver la colcha y la almohada sobre el sillón de tres piezas y salió al jardín.

Tampoco parecía estar allí, así que se sentó en la escalinata y contempló la noche. Le gustaba estar en silencio. Así era como Shuichi, el trabajo, las prisas y el caos, desaparecían lentamente. Podría vivir en un sitio como aquel, salir al porche todas las noches antes de irse a la cama.

—¿Qué haces ahí, tan callada? —le preguntó una voz familiar desde una de las tumbonas.

Reina se giró para comprobar que se trataba de Kumiko y no de cualquier intruso.

—Ya ves. Me gusta esto. Kumiko sonrió con sorna.

—Kumiko, me alegra que estés aquí.

Yo…

—Dime.

—Quería pedirte disculpas. Estuvo mal entrometerme en tus planes. Es tu amiga, yo apenas la recuerdo, en fin.

—Me han puesto en un compromiso —respondió ella secamente—. Pero ya que has sacado el tema, la verdad es que no creo que sea bueno que vengas.

A Reina aquello le sonó brusco y desagradable y algo en su interior le hizo saltar.

—Pues haberlo dicho. No voy y punto. Tampoco es que me muera por ir contigo a ver a Midori —dijo cruzándose de brazos.

De repente se acordó de los desplantes de Shuichi, de las exigencia de su jefe, de las personas que tendían a colarse en el supermercado, en las veces que se mordió la lengua para no parecer impertinente o maleducada. Pero Kumiko la estaba ofendiendo. Las cosas se podían decir de otra manera.

—Tampoco te pongas así —le pidió Kumiko.

—No me pongo de ninguna manera, es que me parece que tienes unas formas un poco desagradables.

—No he sido desagradable contigo, Reina. De hecho, te he dicho que sí, que te vengas, aunque me apetezca estar a solas con Midori, porque además apenas te conoce. Y te he cedido mi habitación y soportado las bromas constantes de nuestros padres acerca de mí, así que no entiendo muy bien por qué estás tan enfadada. —Kumiko se levantó. Parecía ofuscada.

—No se trata de eso, Kumiko — respondió Reina, un poco dolida. Había sobreactuado y ni siquiera sabía muy bien por qué. Se encontraba irritada. Esos días le daba la sensación que cualquier cosa, por nimia que fuera, podía encender su mal humor.

—¿Me has llamado Kumiko? ¿Desde cuando somos amigas? Hasta donde yo recuerdo, ni siquiera te molestabas en saludarme por los pasillos del colegio.

Reina sabía que en eso llevaba razón, pero no era motivo para decírselo así.

—¿Sabes qué? Que te pasa algo conmigo. Para no conocernos, tienes demasiado rencor ahí dentro y no tiene ningún sentido. Yo no sé qué te he hecho exactamente. Es cierto, no fuimos amigas, nunca lo hemos sido, pero ha pasado el tiempo y aquí estamos, atrapadas con nuestros padres. Digo yo que lo mínimo es que te dirijas a mí con normalidad.

—¿Normalidad? Duermes en mi cama mientras yo me rompo los huesos en ese sofá. Y tienes un armario enorme para ti sola. Todos están pendientes de si estás bien y cuando trato de preguntarte qué tal estás, me respondes que prefieres no hablar de tu vida. ¿Qué más le hace falta a la princesa? ¿Una alfombra roja que vaya de la piscina a la habitación? —dijo Kumiko, subiendo un poco el tono de voz. Ella también parecía furiosa.

Reina estaba tan enfadada que el rubor encendió sus mejillas y cerró los puños, eligiendo las palabras. —¿Pero a ti qué te pasa conmigo?

De repente sintió unas inexplicablesganas de llorar. O de atizarle. Un sentimiento muy primario se había apoderado de ella. Pero en el último momento se prohibió a sí misma exponerse más de lo que estaba haciéndolo. Kumiko reculó un poco ante su silencio, como si por fin fuera consciente de sus palabras.

Una sombra de arrepentimiento se apoderó de su mirada y Reina pensó que quizá ella tampoco estaba en su mejor momento y se había dejado llevar. De hecho, sonaba arrepentida cuando dijo:

—Discúlpame. No me pasa nada contigo. Me he pasado. Solo estoy un poco cansada y necesito dormir.

Kumiko trató de pasar por su lado para irse al sofá, pero Reina la sujetó por el

brazo:

—Quiero que duermas en tu habitación.

—Déjate de tonterías. Te he pedido perdón. No me importa dormir en el sofá, Reina, por favor.

—No voy a dormir en tu cama. Y no son tonterías.

Kumiko la miró como si no supiera qué decir. Insistió en que ambas se habían comportado mal y que tenía sueño, que la dejara estar:

—Reina, me voy al sofá como habíamos acordado —le explicó—. Estoy cansada. Déjame, por favor.

—Yo no he acordado absolutamente nada. Llegué aquí y me llevaste a tu

cama.

Aquella frase sonaba realmente mal. Tan mal que las dos se miraron durante unos segundos y sonrieron con complicidad. Reina quiso explicarse, pero en ese momento asomó una cabecita por la puerta. Era Mamiko, que venía de estar con sus amigos. Traía una gran bola de helado de chocolate en un cuenco y se sentó en una de las sillas del porche. Sonrió con una enorme sonrisa en los labios.

—Vaya, vaya —dijo, lamiendo su helado de la cucharilla—. ¿He oído bien? ¿Mi hermana mayor ya te ha llevado a la cama? Joder, Kumiko, tú sí que te das prisa.

—Mamiko, te aseguro que no es el momento para tus bromas —la reprendió su hermana, furiosa.

Reina puso los ojos en blanco. Ya estaba cansada de tanta tontería. Tenía sueño y quería descansar tanto como fuera posible. Se había pasado la noche conduciendo y le faltaba paciencia para presenciar más disputas entre las dos hermanas. Por alguna razón, estaba verdaderamente furiosa cuando fue directamente al dormitorio. Cogió la almohada, una sábana, apagó las luces y se tumbó en el sofá que había junto al que ocupaba Kumiko. Tanta broma, discusión, familia y sol la tenían exhausta. Ella solo deseaba dormir.

Tenía ya los ojos cerrados cuando, al cabo de unos minutos, apareció Kumiko.

—¿Qué se supone que estás haciendo aquí? —le preguntó, encendiendo las luces de golpe.

—Se supone que intento dormir. Apaga la luz, por favor.

—Reina…

—Escucha, necesito descansar —le dijo, incorporándose un poco—. Me pasé la noche conduciendo hasta aquí y estoy realmente agotada.

Kumiko apagó entonces la luz. Se acercó a ella y se sentó en el borde del sofá-cama, a su lado, como si no supiera qué hacer o cómo solucionar aquel altercado.

—Te he pedido perdón, Reina, no sé qué me pasa, estoy bajo presión con

mis padres y tú, tú…

Sus palabras murieron en sus labios.

—¿Yo qué?

Kumiko no la miraba y simplemente retiró la vista. Estaba a punto de meterse en la cama, pero antes susurró:

—Tú eres jodidamente perfecta. Y todo el mundo parece girar siempre a tu alrededor. Y ha sido así desde siempre, en el colegio, incluso cuando eras una niña.

—No sabes lo que dices —afirmó Reina, hundiendo su mejilla en la almohada.

—Claro que lo sé.

—No soy perfecta en ningún sentido y si me conocieras, lo sabrías. Y no hay nadie girando en torno a mí. Absolutamente nadie. Si te refieres a mis padres, bueno, son mi familia, es normal que se preocupen por mí y quieran que esté bien. Y los tuyos simplemente son educados y encantadores —comentó dolida.

—Es igual. No eres consciente del revuelo que siempre causabas en todo el mundo —explicó mientras se tumbaba.

Ahora las dos miraban el techo, a oscuras, pensativas. El enfado se había desvanecido.

—Kumiko, si me hablas del colegio… No sé, me parece ridículo. ¿Cuántos años han pasado de eso? Hay que superar esas fases. Yo me he trabajado la felicidad tanto como tú y ni siquiera lo he conseguido, soy tan afortunada y miserable como cualquiera. Además, eras adorable a los quince años, un enigma, pero un enigma entrañable.

Kumiko pareció conmoverse al escuchar esto, aunque no estaba de acuerdo:

—Yo nunca te caí bien, Reina.

—¿Y tú qué sabes? —murmuró Reina adormecida—. Venga, déjalo estar por hoy. De veras estoy agotada. Duérmete.

Reina notó que Kumiko permanecía unos segundos mirando el techo en silencio y esto hizo que su cuerpo se fuera relajando lentamente, hasta que el cansancio empezó a ganar la batalla. Así, en silencio, ambas fueron cediendo lentamente al cansancio y no dijeron otra cosa. Por alguna razón absurda, Reina sonrió justo antes de quedarse dormida.

—Pero Reina, hija, ¿qué haces aquí?

Fue la voz de su madre quien las despertó. Reina se incorporó un poco aturdida e inquieta. La miró sin comprender, como si hubiese hecho algo mal.

—¿Pero cómo las deján dormir juntas? —bromeó Mamiko riendo. Todavía estaba en pijama—. Joder, no sé si quiero ver esto.

—Mamiko, esa boca —la reprendió Sakura—. Te la voy a lavar con jabón.

Reina estaba tan adormilada que tardó un rato en percatarse de lo que estaba ocurriendo. Cuando por fin lo hizo, vio a las demás mujeres de la casa mirándolas con curiosidad. Habían hecho una especie de corro para rodear los sofás. La situación le pareció extraña pero divertida.

—¿Qué hacén durmiendo las dos aquí? —demandó saber Sakura.

—Aquí hacía más fresquito que en la habitación —contestó Reina, pensando que esa era una excusa bastante convincente. No quería culpar a Kumiko ni que los demás se enteraran de su discusión del día anterior.

En ese momento aparecieron los padres, también en pijama. Todos se dirigían a la cocina y las mujeres les informaron rápidamente de lo que estaba sucediendo.

—Bueno, si es por eso… —dijo Dante, observándolas—. Pero, hija mía, encima de que te han cedido la cama…

—Ya lo sé, pero no se duerme tan mal aquí.

Kumiko la miró entonces, como diciendo «gracias» o al menos eso le pareció.

Pero Mamiko no estaba dispuesta a dejar pasar aquella oportunidad para meterlas en un aprieto:

—Pero si ayer estaban discutiendo cuando llegué. Yo me fui derecha a mi habitación porque no aguantaba tanta tensión sexual.

—Mamiko, no digas más tonterías —la reprendió Sakura—. Hay que ver lo pesada que estás con eso.

Kumiko y Reina fingieron no haber escuchado nada y se levantaron, camino de la cocina, para desayunar algo. Los demás se sumaron poco después. Había tostadas y café recién hecho en la mesa del porche. Reina había comido tan poco el día anterior que se sentía hambrienta.

—¿Usteden van a Nagoya ahora o un poco más tarde? ¿A qué hora han quedado? —se interesó Sakura, mientras removía su taza de té y tomaba asiento al lado de su hija mayor.

Reina se adelantó a toda respuesta y dijo:

—Yo me siento un poco indispuesta. Creo que no voy a ir.

—¿No vas a venir? —Kumiko la miró unos segundos.

—No —negó con calma—. Pero mi oferta sigue en pie. Puedes llevarte mi coche, no voy a usarlo.

—¿Qué te pasa, Reina? ¿La cabeza otra vez? —se interesó Maki, consciente de que su hija padecía de frecuentes migrañas.

—Sí, mamá. Hoy prefiero quedarme aquí, ir a la playa quizá más tarde, leer…

—Tómate un paracetamol.

Reina asintió y continuó con su desayuno, pero notaba la mirada ansiosa de Kumiko, clavada en ella, y eso le hacía sentir un poco culpable. Aunque, en el fondo, lo que verdaderamente le ponía de los nervios era tanta presión familiar.

¿Por qué estaban tan tensas? Aquello no tenía ningún sentido. Le pareció estar haciendo un viaje en el tiempo, como si volviera a ser una adolescente. Las rarezas y tensiones en presencia de Kumiko; el miedo constante de estar haciendo algo mal, de decepcionar a sus padres… Meneó la cabeza y fue a la cocina a por un paracetamol. Qué vacaciones más extrañas estaban siendo.

Esperaba de veras que todo volviera a la normalidad cuanto antes. Odiaba sentirse como una adolescente ahora que ya no lo era.

Lectores anonimos: Muchas gracias

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